DIECIOCHO

DIECIOCHO

Jan se dio media vuelta para encarar a Bescheiden. El Gorra Negra estaba de pie en la entrada de la cámara apuntando la ballesta a la cabeza del sargento, preparado para disparar. Jan le hizo un gesto para que le arrojara el arma.

Bescheiden pestañeó, acariciando el gatillo de la ballesta. Jan se acercó a él a grandes zancadas y le arrebató el arma de las manos; luego regresó a la puerta secreta, la abrió y ante sus ojos apareció un túnel largo y angosto iluminado por velas. Dos hombres le daban la espalda. Raufbold se volvió, sobresaltado por haber sido descubierto. A su lado, un mercenario con el semblante avinagrado lo apuntaba con una pistola y sostenía otra en la otra mano.

—¡Sargento! —gritó el Gorra Negra—. ¡He encontrado la entrada que los intrusos…!

El mercenario disparó a Raufbold en el pecho antes de que pudiera terminar su mentira. Jan había apretado el gatillo de la ballesta en el mismo instante y la flecha atravesó el cráneo del delincuente y lo empujó hacia atrás. Sólo cuando su víctima se quedó inmóvil, Jan se acercó a Raufbold, que se había desmoronado, deslizándose por la pared del túnel. La sangre le brotaba por la comisura de los labios.

—Traidor —masculló.

Raufbold asintió. Su rostro empezaba a palidecer.

—No pude… Se desplomó en el suelo y exhaló un último suspiro.

Jan contempló el cuerpo de Raufbold.

—Guárdate las excusas para alguien a quien le importen —musitó el sargento.

El sonido de unas rápidas pisadas que se aproximaban retumbó en el túnel. Jan hincó una rodilla en el suelo, agarró la pistola que todavía aferraba el mercenario muerto y esperó hasta que vio los ojos de su enemigo para disparar la ballesta y detener en seco a cinco intrusos que se lanzaban contra él. Luego disparó la pistola y la tiró a un lado. Las reservas de pólvora de la comisaría estaban estrictamente racionadas, de modo que el arma no resultaba de ninguna utilidad. Aparecieron nuevos mercenarios que corrían en tropel hacia Jan. El sargento regresó a la entrada, completamente consciente de la horda de invasores que se acercaban a su espalda, pero encontró su vía de escape cerrada, como si hubieran atrancado la puerta desde el otro lado.

—¡Bescheiden! ¡Bescheiden! ¿Está ahí?

—Le oigo, sargento —contestó suavemente una voz.

—La puerta está trabada; no puedo moverla desde aquí. Inténtelo usted desde ese lado.

—No puedo; lo siento. Estoy cumpliendo órdenes.

Jan realizó tres disparos con su ballesta que vaciaron el cartucho; desmontó rápidamente el arma y cargó el último cartucho que le quedaba.

—¿Qué ha dicho?

—Se me ha prohibido abrir la puerta.

—¿Por qué? —preguntó Jan, consciente del poco tiempo que tenía antes de que los mercenarios cayeran sobre él.

—Ya ha oído lo que ha dicho el emisario de Henschamnn…; todas las personas de la comisaría deben morir.

La realidad cayó como un jarro de agua fría sobre el sargento.

—¡Condenado Bescheiden!

—Ya estoy condenado —replicó el traidor—. ¿Qué cambia una condena más entre tantas otras?

Jan embistió la puerta con el hombro una y otra vez para tratar de abrirla, pero la pesada pieza de madera no cedió. El sargento se volvió y escudriñó el túnel, en el que aparecían, nítidas, las figuras de los mercenarios que corrían hacia él. Bueno, si debía morir allí abajo se llevaría con él tantos cabrones como le fuera posible. Era mejor morir como un hombre, luchando por lo que creía. Jan se puso una daga entre los dientes y cargó contra la avalancha de invasores disparando flechas con la ballesta hasta que se le agotaron; entonces dio la vuelta al arma y utilizó la culata como porra para golpear a los mercenarios. Dedicó sus últimos pensamientos a una oración para Kurt y el resto de los guardias: «Sálvalos, Manann, si está en tu mano». Bescheiden se apoyó en la puerta y oyó los gritos de dolor y agonía que procedían del túnel. Había colocado un puñado de cuñas alrededor de la puerta de madera que imposibilitaban el regreso del sargento a la comisaría. El Gorra Negra aguzó el oído para compartir los últimos momentos de Woxholt; las lágrimas de congoja y culpabilidad se deslizaban por sus mejillas.

Todavía estaba sollozando cuando Faulheit lo encontró arrodillado junto a la puerta.

—¿Willy? ¿Qué ocurre, Willy? ¿Qué ha sucedido?

—Se trata del sargento —musitó Bescheiden—. Se ha sacrificado para salvarnos a los demás. El sargento descubrió a Raufbold con los mercenarios al otro lado de esta puerta.

—¿Raufbold era un traidor?

El renegado asintió.

—Woxholt me ordenó que sellara la puerta desde este lado.

—Por la dulce Shallya —balbuceó Faulheit—. ¿El sargento está…?

Bescheiden cerró los ojos.

—El sargento está muerto. Ha muerto para salvarme. Para salvarnos a todos.

* * *

Kurt no tenía ni idea de los mercenarios que él y sus hombres habían liquidado desde la planta baja de la comisaría. Durante la primera hora de asedio debían de haber matado o herido gravemente a varias docenas de atacantes con las flechas que disparaban por los huecos de las barricadas. No importaba la cantidad de asesinatos a sueldo que consiguieran detener; siempre había una nueva oleada de sitiadores, otro ataque. Kurt sabía que quedarse sin municiones sólo era una cuestión de tiempo, y cuando finalmente ocurriera, los mercenarios no tardarían más que unos segundos en superar los parapetos. Entonces, las posibilidades de los guardias menguarían rápidamente. Ellos tres disponían de una vía de escape a través del pasadizo secreto que unía la comisaría con el burdel de Molly, pero Kurt no tenía ninguna intención de abandonar a los demás. También podían huir por el sótano y encontrar una vía de escape que les permitiera alcanzar a nado un lugar seguro. Si eso también fallaba, establecerían un último punto de resistencia en el primer piso, pero las opciones de que pudieran salir vivos por separado desde cada una de las tres plantas eran, siendo optimistas, remotas.

Holismus y Scheusal habían demostrado su valentía y su resolución en una situación que los enfrentaba cara a cara con la muerte; se habían mantenido firmes y no se habían dejado amedrentar por las amenazas proferidas por los mercenarios que asediaban la comisaría. No era tarea fácil mantener el valor cuando lo único que te separaba de una horda de asesinos a sueldo ansiosos por matarte era una pared. Kurt estaba orgulloso de sus hombres y no tenía ninguna duda de que el resto de sus agentes estarían actuando con la misma determinación. Cualquiera que fuera el resultado final, los Gorras Negras habían probado su valía. Era una pena que probablemente fueran tan pocos —si no ninguno— los que sobrevivieran a aquella noche.

Kurt se había reservado una posición en la entrada, recostado sobre el parapeto para afirmarlo. No recordaba la última vez que había dormido, pero eso era algo que carecía de importancia en esos momentos. Por su cuerpo corría la adrenalina en estado puro y le dejaba un regusto metálico en la boca. Disparó las últimas flechas de su ballesta y se agachó para recoger otro cartucho, pero ya no había nada y rascó con las manos los listones vacíos del suelo.

—¡No me queda munición! —gritó a sus dos agentes.

Scheusal estaba a la izquierda de Kurt, junto a la ventana, mientras que Holismus había asumido la defensa de la cara sur del edificio. Scheusal tendió la mano con un carcaj medio vacío. Holismus también tenía casi agotado su último cartucho de flechas. Kurt soltó una maldición; no podía creer que sus exiguos suministros de municiones se hubieran terminado tan pronto. Era el momento de tomar una decisión.

—¡Prepárense para el repliegue! —gritó a sus hombres, que lo miraron, inseguros de haber oído bien—. Antes disparen las flechas que les queden… Den buena cuenta de ellas y luego retírense por la escalera.

Scheusal asintió. Su rostro era una sosegada máscara de determinación.

—¿Adónde vamos? ¿Arriba o abajo?

Kurt respiró hondo.

—Mi lugar está aquí. Yo tomé la decisión de permanecer en la comisaría y resistir, así que debo quedarme hasta el último momento. Ustedes dos retírense por el sótano. Díganle al sargento Woxholt que, en la medida de lo posible, lleve a todo el mundo allí abajo. Si las cosas se ponen feas, pueden utilizar a Cobbius como último recurso. Dudo que todavía tenga algún valor, pero es una opción.

—¿Y usted qué hará? —preguntó Holismus.

—Yo subiré al primer piso. Debía haber sacado de aquí a Gerta y a Belladonna antes de que todo esto empezara. Son mi responsabilidad. No permitiré que las violen por mi culpa.

Kurt no se permitió la ilusión de que los mercenarios hicieran prisioneros, ni del comportamiento que desplegarían si capturaban vivas a las dos mujeres. En el peor de los casos… «No, todavía tenemos una oportunidad», dijo para sus adentros. Tenía que quedarse allí.

—Las sacaré de aquí de alguna manera —dijo a Holismus y a Scheusal—. ¿Ustedes han entendido lo que tienen que hacer?

Los dos Gorras Negras asintieron. Scheusal disparó la última flecha desde la ventana y tiró el arco.

—¡Me largo! —gritó.

Agarró un hacha de doble hoja en una mano y una maza en la otra.

—¡Yo también! —exclamó Holismus, sustituyendo la ballesta sin proyectiles por dos espadas cortas.

—¡De acuerdo! —contestó Kurt—. Bajen y posiciónense al final del sótano. Al principio podrán aprovechar las bajas enemigas para utilizarlas en contra de ellos, ya que tendrán que trepar por encima de sus propios muertos para llegar hasta ustedes. Si la situación se vuelve desesperada, digan ajan que tiene órdenes estrictas de buscar una salida. ¿Entendido? —Los dos hombres asintieron—. ¡Buena suerte… para todos nosotros!

* * *

Gerta llamó a Belladonna para que la ayudara con la caldera llena hasta los bordes de sopa hirviendo.

—Esperaba servirla a los hombres después, pero no creo que haya un después —dijo, sonriendo fugazmente—. Así que se la daremos a nuestros amigos de ahí fuera; ¿te parece bien?

Belladonna no pudo evitar sonreír ante la actitud jovial de Gerta.

—Hagámoslo.

Entre las dos mujeres deslizaron la enorme caldera hasta una mesa que había delante de la ventana que se asomaba al Puente de los Tres Céntimos. Belladonna alargó el cuello y examinó la situación debajo de la ventana. La vasta horda que había amenazado con invadir la comisaría minutos antes había menguado considerablemente, y prueba de ello eran las docenas de cadáveres que yacían sobre los adoquines. Aun así, todavía quedaban muchísimos mercenarios.

—¡Eh! ¿Alguien tiene sed ahí abajo? —Volvió a meter la cabeza rápidamente, al tiempo que docenas de flechas salieron disparadas hacia ella, algunas incluso llegaron a colarse por la ventana—. Parece que la sopa será bien recibida.

—Espero que les guste el caldo de verdura hirviendo —replicó Gerta.

Las mujeres hicieron un esfuerzo descomunal para inclinar la caldera y vaciarla sobre las decenas de hombres que se agolpaban debajo, donde el chaparrón fue recibido con aullidos de ira y dolor. Como colofón, Geita arrojó la pesada caldera por la ventana y se limpió las manos en el delantal. Luego agarró un cuchillo de trinchar en cada mano.

—Vayamos a ver a quién más podemos aguar la fiesta, ¿eh? —sugirió.

Belladonna asintió y recuperó la ballesta del suelo.

—Eso suena a que tienes un plan.

Pero antes de que las dos mujeres dieran un paso más, Kurt apareció en la puerta de la cocina.

—Han tomado la planta baja —dijo, tratando de recuperar el aliento—. Tenemos que montar una barricada e intentar frenarlos.

—¿Dónde está Scheusal? —preguntó Gerta.

—A él y a Holismus los he mandado al sótano —respondió el capitán. Echó un vistazo al comedor, donde la mesa y las sillas aguardaban a los guardias para la próxima comida—. ¡Ayúdenme a llevar esos muebles a la escalera!

Narbig emergió del despacho del capitán con un hacha en una mano y una daga en la otra.

—¿Puede defender la escalera que hay al final del pasillo? —preguntó el capitán.

—Lo intentaré.

—Haga algo más que intentarlo. Libere a Deschamp para que lo ayude… Él también se está jugando el cuello.

Narbig salió escopeteado y dejó al capitán y a las mujeres para que se pusieran manos a la obra. Belladonna y Kurt bloquearon la entrada de la escalera oriental con la mesa de madera; era lo suficientemente alta como para impedir el paso desde abajo. Gerta llevó las sillas del comedor y las añadió a la barricada improvisada para reforzar el parapeto. El capitán sacó de las bisagras la puerta de su despacho y la puso encima del montón de muebles. Satisfecho con el trabajo realizado hasta ese momento, mandó a Gerta a ayudar a Narbig y a Deschamp en el otro extremo del pasillo, y luego se dejó caer contra el desesperado montón de madera, su último defensa contra la arremetida del enemigo. Belladonna se sentó a su lado en el suelo, aferrando la ballesta.

—No servirá de nada —dijo el capitán—. La ballesta. No le servirá de nada; no tiene flechas.

La joven miró el arma y echó a reír.

—No me había dado cuenta. A Narbig todavía le quedan unas cuantas, pero luego…

—Combate cuerpo a cuerpo.

—Sí. —Belladonna intentó disipar los indicios de sueño de los ojos. Ahora que la excitación de la adrenalina había pasado, el agotamiento se manifestaba con toda su crudeza—. ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que atraviesen las barricadas de abajo?

—Puede ocurrir en cualquier momento.

El estruendo de los hachazos y los porrazos contra la madera se elevaba por el hueco de la escalera desde la planta inferior. De repente el sonido se hizo más audible y rápidamente fue sustituido por los rugidos de hombres ávidos de sangre y las atronadoras pisadas de pies que se introducían en tropel en la comisaría. El capitán se levantó y extrajo la espada corta que llevaba prendida en un costado; en la otra mano blandía una daga.

—Ya están aquí.

* * *

Scheusal fue el primero en llegar al sótano, seguido de cerca por Holismus. El agua los cubría hasta las rodillas. Los dos Gorras Negras avanzaron chapoteando por el pasillo, buscando a los demás, y se toparon con Faulheit y Bescheiden, que salían de una cámara completamente oscura.

—¿Dónde está el sargento? —inquirió Scheusal—. El capitán Schnell ha dicho que…

—Woxholt está muerto —respondió Faulheit, con la voz consumida por la emoción—. También Raufbold.

—¿Cómo…? —empezó a preguntar Holismus, pero Scheusal no le dejó terminar.

—¡Eso ahora no importa, Lothar! Debemos asegurar nuestra posición o buscar una forma de escapar. Las barricadas de arriba cederán de un momento a otro. —Paseó la mirada por el sótano—. ¿Hay alguna salida?

—Encontramos un pasadizo secreto —dijo Bescheiden—. Raufbold lo utilizaba para pasar información al enemigo. El sargento se introdujo en él para enfrentarse a los mercenarios y me ordenó que cerrara y sellara la entrada. Es inútil —exclamó—. ¿No lo entendéis? ¡Es inútil! ¡Todos moriremos en este maldito lugar!

Scheusal le propinó un guantazo en el rostro, y otro, y otro. Bescheiden fulminó con la mirada a su colega, dispuesto a enzarzarse en una pelea con él, pero Scheusal lo agarró por las muñecas.

—¡Eso es, Willy! Conserva viva esa rabia…, vamos a necesitarla. ¡Todos!

Holismus había estado inspeccionando las cuatro cámaras del sótano.

—No podemos defender todas estas celdas. Hay que elegir una y resistir en ella.

Faulheit señaló la celda donde Abram continuaba encadenado a la pared. El agua le llegaba ahora a la altura de los muslos.

—Ésa. Siempre podemos utilizar a Cobbius para una negociación.

—Eso dijo el capitán —recordó Scheusal—. Muy bien. Tú y Bescheiden reunid allí todas las armas. Holismus y yo defenderemos la entrada a la cámara.

De repente, el sonido de la madera resquebrajándose y los gritos de los hombres clamando sangre llegó con toda claridad desde la planta baja del edificio.

—¡Ya están dentro! ¡Todos en marcha! ¡Vamos!

Cobbius sonrió con suficiencia cuando los aterrorizados guardias se agolparon en la celda.

—¡Ahora pagaréis por haberme arrestado! ¡No soy un delincuente vulgar, idiotas! ¡Soy…! —Los alardes arrogantes del prisionero cesaron de golpe cuando Scheusal le tapó la boca con su gorra negra.

—¡Si debo morir aquí, no quiero que tu voz sea la última condenada cosa que oiga!

* * *

La barricada del primer piso aguantó la primera acometida de los mercenarios que subían por la escalera. Narbig, Deschamp y Gerta se mantuvieron firmes en un extremo del pasillo mientras Belladonna y Kurt hicieron lo propio en el otro. Enseguida los invasores enarbolaron las hachas y empezaron a aporrear las barricadas de madera, pero la tarea se presentaba ardua. Los mercenarios probaron a arrojar antorchas por encima del parapeto desde el lado del pasillo más cercano a Riddra, pero Gerta se ocupaba de ellas, recogía todas las que conseguían traspasar la barricada y las devolvía a su lugar de origen. Los gritos de angustia y el hedor a carne chamuscada revelaban el éxito de su contraataque, y el lanzamiento de antorchas al pasillo cesó. Después de un rato, los atacantes, desesperados por atravesar los parapetos, regresaron a la planta baja en busca de otra forma de capturar su presa.

Belladonna se dejó caer deslizando las piernas por el suelo. No tenía ni idea de la hora que era, ni siquiera si todavía era Konistag u otro día. Si ya era más de medianoche significaba que era Angestag, el 32 de Vorgeheim. No pudo evitar una sonrisa al pensar en eso.

—¿Qué es tan divertido? —le preguntó Kurt.

—Me preguntaba si ya era mi cumpleaños —respondió la joven.

El capitán se sentó a su lado.

—Yo dejé de pensar en ellos hace años. Esas cosas ya no parecen importantes. Sin duda, no hay nada que celebrar.

—¿Porque usted está vivo y la gente que ama ya ha muerto?

Los ojos de Kurt brillaron llenos de cólera.

—¿Qué sabe usted sobre…? —Pero no acabó la frase—. Claro, trabajaba en el despacho del comandante. Leyó el informe sobre mí antes de ofrecerse voluntaria para esta comisaría.

—¿Usted no lo habría hecho?

Kurt se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—¿Qué ocurrió en Altdorf? Lo que sucedió con su esposa… no fue culpa suya.

—Intente decirle eso a mi padre, el gran general. —Kurt rompió a reír, pero su voz revelaba amargura—. Me pregunto lo que habría pensado de la táctica que he empleado aquí. Sospecho que no habría estado muy de acuerdo.

—¿Qué habría hecho el viejo Barbas de Acero?

—«Nunca empieces una pelea que no puedas terminar», así pensaba él. Se habría retirado para reagruparse…; luego habría regresado con un contingente más numeroso y habría asaltado Suiddock.

—Eso nunca funcionaría en Marienburgo —señaló Belladonna—. ¿Cómo es posible que lo culpe de que Sara muriera dando a luz? Es algo que ocurre con frecuencia.

—No quiero hablar de ello. Ni aquí ni ahora —aseveró Kurt.

—¿Por qué no? Sabe Manann que probablemente estemos muertos mucho antes de que amanezca.

—No quiero pasarme los últimos minutos que me quedan contándole mi vida…

—Puede que no —afirmó la joven—. Pero eso no quita que todavía tiene que enfrentarse a lo ocurrido. Hasta que no esté en paz con ello seguirá acosándolo, Kurt…, tanto en esta vida como en la próxima.

—¿Cree que hay otra vida después de ésta?

—Eso espero —respondió Belladonna, con una sonrisa irónica en los labios—. Me parece que ésta no ha sido justa conmigo.

Kurt apartó la mirada de la agente. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué he dicho?

El capitán meneó la cabeza, superado por la emoción. Belladonna esperó unos instantes hasta que Kurt recuperó la compostura.

—Lo siento, no quería entrometerme.

—Sí. Sí quería…, pero quizá tenga razón. Puede que haya llegado el momento de enfrentarme a lo que sucedió. —Respiró hondo—. Mi hermano, Karl, siempre había sido el pequeño de la familia. Me sentí tan orgulloso cuando se incorporó al regimiento siguiendo mis pasos… Y cuando Sara me dijo que estaba embarazada mi alegría fue completa. Pero entonces aparecieron los guerreros del Caos de Archaon amenazando con destruir todo lo que amábamos. Recibimos órdenes de avanzar hacia Middenheim, pero yo no quería ir. Sabía que nuestro hijo iba a nacer en cualquier momento. Sara ya había perdido varios bebés con anterioridad, niños que habían nacido muertos, y no quería arriesgarme a que volviera a pasar sola por ese trance. Acudí a mi padre y le rogué que me diera permiso para no adelantarme con el regimiento…, pero el general nunca permitiría una cosa así. Me dijo que mi deber estaba en el frente para asegurarme de que Karl no se metiera en problemas, pero entonces Karl habló con él.

—¿De modo que se quedó en Altdorf?

Kurt asintió.

—Parecía que todo iba bien. Sara dio a luz a un niño y le pusimos el nombre de Luc. Me marché en cuanto pude, que resultó ser un día tarde. Karl murió en el campo de batalla porque yo no estaba allí para protegerlo. Mi padre, el todopoderoso general Schnell, me dio de baja del regimiento de forma deshonrosa. Cuando regresé a casa, me enteré de que se habían producido complicaciones tras mi partida y que Sara había fallecido en mi ausencia. Mi padre me desterró de Altdorf y me arrebató a mi hijo. Desde entonces no he vuelto a ver a Luc. —Kurt torció el gesto, esforzándose por reprimir las lágrimas—. Estaba condenado. No importaba lo que hiciera. Por eso espero que no haya otra vida. ¿Cómo podría enfrentarme a mi esposa o a mi hermano sabiendo que les fallé?

Belladonna sostuvo el rostro del capitán entre sus manos y lo miró fijamente a los clarísimos ojos azules.

—Escúcheme. Todo lo que ocurrió habría sucedido aunque usted hubiera actuado de otra manera. Es imposible que sepa que podría haber salvado a su hermano, y la muerte de su esposa fue una tragedia, pero no había forma de evitarla. Aunque hubiera estado presente no habría podido salvarla.

—Pero habría estado allí con ella, en su último suspiro —farfulló Kurt—. Eso es lo único que podemos hacer por el otro cuando le llega el final… y yo le fallé.

—Aunque no estuvo a su lado físicamente, sí lo estaba en espíritu. Seguro que ella lo sabía. No puede seguir martirizándose por las cosas que no tienen vuelta atrás —le dijo Belladonna en un susurro—. Lo pasado, pasado está. No lo olvide…; de lo contrario será usted un muerto viviente que sólo espera a que le llegue el final.

Kurt sonrió, a pesar de su profunda congoja.

—Habla como Jan.

—Me lo tomaré como un cumplido.

—Ésa era mi intención. —El capitán se puso en pie—. Espero que siga allí abajo.

* * *

En el sótano, los cuatro guardias luchaban por salvar la vida. Scheusal y Holismus se habían posicionado en la entrada de la cámara y utilizaban las armas y la estrechez del hueco que comunicaba la celda con el pasillo para mantener a raya a los mercenarios. Scheusal despejó la posición asestando poderosos golpes con su hacha de doble hoja mientras Holismus blandía las dos espadas cortas con una eficacia letal. Sin embargo, su destreza en la lucha o el número de mercenarios que derribaran eran irrelevantes, pues no dejaban de aparecer más y más.

Finalmente, la fortuna les dio la espalda y Scheusal recibió un tajo en el antebrazo; la hoja se le hundió hasta el hueso. El Gorra Negra se tambaleó hacia atrás y gritó a Faulheit que lo relevara en la posición. El obeso guardia de vigilancia avanzó caminando como un pato por el agua que lo bañaba hasta la cintura y eligió la maza que había perdido Scheusal para enfrentarse al enemigo, pero sólo pudo descargar el arma en las cabezas de tres mercenarios antes de perder el equilibrio y caer al agua. Bescheiden se arrastró para ocupar el puesto de su colega disparando las últimas flechas de su ballesta, y luego utilizó el arma como un garrote. Pero sólo resistió unos instantes antes de sucumbir al miedo y retirarse para esconderse, con el cuerpo encogido, junto a Cobbius.

Faulheit se recuperó y ocupó el lugar abandonado por Bescheiden en la entrada. Una hoja enemiga rajó el costado de Holismus y la sangre empezó a salir de su cuerpo a borbotones y a teñir de carmesí el agua de mar que lo rodeaba; el guardia cayó desplomado. Sólo quedaba Faulheit para defender la posición.

—¡Vais a morir! —masculló uno de los mercenarios, con la victoria escrita en los ojos.

—¡No mientras yo esté aquí! —respondió Faulheit al tiempo que sepultaba la maza en el cráneo de su oponente.

El Gorra Negra luchó como un demonio, asestando golpes a diestro y siniestro, derribando un mercenario tras otro hasta sumar una docena.

—¡Esto no es tan difícil! —gritó por encima del hombro a sus colegas.

—¡Martin, cuidado! —bramó Scheusal, pero la advertencia llegó demasiado tarde. Un mercenario arrojó una daga que se hundió en el abdomen de Faulheit y en los pliegues de sus rollizas carnes. El guardia se desmoronó y sacudió violentamente los brazos mientras el resto de su cuerpo permanecía hundido en el agua.

Todos los Gorras Negras habían caído, estaban heridos y eran incapaces de defenderse. Se había perdido la batalla por el sótano.

El mercenario que había derribado a Faulheit se introdujo en la celda blandiendo una espada corta en cada mano. Lucía una perilla y una sonrisa cruel, y no podía disimular su regocijo por la derrota de los guardias.

—Habéis peleado bien, aunque no os ha servido de nada. Tenemos órdenes, y ninguno de vosotros va a… —Su discurso fue interrumpido por un mensaje de uno de sus hombres, que se inclinó hacia él y le susurró algo al oído—. ¿Estás seguro?

Su interlocutor asintió y el mercenario de la perilla se cruzó de brazos, todavía aferrando las espadas cortas.

Scheusal lo miró.

—¿A qué esperas? ¡Si nos vas a matar, hazlo ya!

—Tengo órdenes —respondió el mercenario—. Vuestro destino está decidiéndose en otro lugar.

* * *

El silencio reinaba en la primera planta de la comisaría. Los mercenarios se habían replegado, e incluso había cesado la lluvia, como si estuviera tomándose un respiro. Kurt pegó la oreja a la barricada y aguzó el oído.

—¿Lo oye? —preguntó el capitán.

—No oigo nada —respondió Belladonna.

—¡Escuche! —insistió Kurt.

Un sonido cada vez más cercano rompía el silencio. Algo, como de madera, golpeaba los adoquines de la calle. Kurt se dirigió a grandes zancadas hasta la ventana más cercana que se asomaba al Puente de los Tres Céntimos. Fuera reinaba la oscuridad; las nubes de tormenta no permitían el paso de la luz de la luna; sin embargo, el puente estaba iluminado por dos filas de mercenarios que sostenían antorchas llameantes. Un carruaje profusamente ornamentado se detuvo frente a la comisaría. El conductor bajó de un salto, se apresuró a abrir la puerta del pasajero, desplegó los escalones y se colocó a un lado para permitir la salida del ocupante del vehículo. Henschamnn descendió del carruaje. El fuego de las antorchas proyectaba sombras afiladas en su disgustado semblante. Miró a su alrededor. Los mercenarios, con las marcas evidentes de la batalla, se cuadraron. Las pilas de hombres muertos o agonizantes se acumulaban en la superficie del puente y en la comisaría asediada. Henschamnn se aclaró la garganta.

—¡Me gustaría hablar con el capitán Schnell, si todavía está vivo!

—¡Vivito y coleando! —respondió Kurt—. ¿Qué quiere?

—Quisiera hablar con usted, capitán.

—Le escucho.

—Sería más sencillo si bajara aquí, al puente.

—Gracias, pero no. Perdóneme por mi desconfianza innata, pero la última vez que puse el pie en la calle para hablar con uno de sus matones tuve suerte de poder regresar vivo a la comisaría.

—No tiene nada que temer. Soy un hombre de palabra, y le prometo que no correrá ningún riesgo. Nadie lo atacará en mi presencia —prometió Henschamnn.

—Gracias por su ofrecimiento, pero me quedo donde estoy.

—De acuerdo. He venido para ofrecerles a usted y a sus hombres un acuerdo.

—¿En serio?

—Acepte mis condiciones y podrán salir de esa comisaría y abandonar Suiddock sin sufrir ningún daño y con toda tranquilidad. Le doy mi palabra.

—¿Y cuáles son esas condiciones? —preguntó Kurt.

—En primer lugar, entrégueme a Abram Cobbius.

—En el caso de que siga vivo.

—Por supuesto.

—¿Qué más?

—La Guardia de Vigilancia Metropolitana abandonará Suiddock de manera permanente. Su comandante garantizará que no se volverá a guarnecer este distrito con Gorras Negras… nunca más.

—¡Vaya! No tengo mucha influencia con el comandante —señaló Kurt—, de modo que no puedo concederle esa garantía, ni ahora ni en el futuro.

—De momento será suficiente con que usted acepte esa condición. Estoy seguro de que se podrá persuadir al comandante de que apoye su decisión —dijo Henschamnn, con una sonrisa en los labios.

—Sí, ya he oído que son buenos amigos, Casanova —respondió el capitán.

—¡Debería tener la inteligencia suficiente como para no poner a prueba mi paciencia con insultos! Le doy un minuto para que lo consulte con sus agentes. Ya que sus vidas están en juego, deberían tener voz y voto en la decisión final, ¿no le parece?

—¿Desde cuándo es usted un valedor de la democracia?

—Tiene un minuto, Schnell. Utilícelo con inteligencia. De lo contrario, le aseguro que será el último.

—No necesito un minuto para valorar su oferta, ni tampoco mis Gorras Negras. Nos quedamos donde estamos.

—¿Es su última palabra?

—Ya me oyó la primera vez. ¡Ahora, lárguese de mi puente antes de que lo eche a patadas!

—Terriblemente lamentable —masculló Henschamnn—. Alguien tan valiente, tan hábil, tan testarudo. Muy bien, será como usted desea. Ahora me marcho. Lo que ocurra a partir de este momento no es responsabilidad mía. No lo olvide.

Henschamnn se dio media vuelta para regresar a su vehículo, pero la puerta estaba cerrada. Carraspeó para que el conductor se diera por aludido y le abriera la puerta del carruaje, pero no sucedió nada.

—¡Quiero irme! —aseveró en un tono que no dejaba lugar a dudas de que el conflicto era inminente, pero el conductor ni se inmutó—. ¿No me ha oído? Le he dicho que…

El conductor cayó sobre las rodillas antes de derrumbarse en los adoquines. Tenía algo incrustado en la espalda; parecía la empuñadura de un cuchillo, hoja estaba hundida en su cuerpo. Una serie de silbidos acompañados por destellos plateados rasgaron el aire. Nueve mercenarios gritaron de dolor y se desplomaron agarrándose el pecho o la garganta; uno de ellos había estado justo debajo de la ventana de Kurt sosteniendo una antorcha, y cuando el hombre cayó, la antorcha lo hizo a su lado e iluminó el elemento que había decidido su destino. De su cuello sobresalía una estrella, y un líquido verde se filtraba por la herida, aunque no se filtraba exactamente, como advirtió Kurt, sino que se abría paso por la herida, comiéndosela.

El capitán se alejó de la ventana. El cerebro le bullía. Su cabeza se rebelaba contra los sucesos que estaban desarrollándose en el exterior. No era posible, no podía estar ocurriendo; aquellos monstruos siempre habían permanecido en las catacumbas, en las profundidades más recónditas del Imperio. ¿Era posible que se hubieran alzado y estuvieran preparados para asaltar las almenas y los callejones de Suiddock? Kurt comprendió que no sólo Suiddock estaba bajo amenaza. El destino de Marienburgo había entrado en juego… y nadie más había advertido la terrible realidad de lo que estaba ocurriendo. Los hombres rata habían salido a la superficie.