DIECISIETE

DIECISIETE

Molly estaba recogiendo sus escasas posesiones cuando el capitán Schnell apareció en la entrada del burdel. La silueta de Kurt se recortaba en la nauseabunda luz amarilla de la calle. La tormenta se cernía sobre Suiddock y las nubes negras amenazaban con convertir las últimas horas de la tarde en un crepúsculo anticipado.

—Me preguntaba cuándo aparecería por aquí —dijo Molly—. Si tiene pensado disfrutar de la compañía de mis chicas antes de que Casanova los mate a usted y a sus hombres, llega tarde. Ya las he recolocado en el otro extremo de Luydenhoek hasta que todo esto acabe.

—Bien. Me alegra oír eso —respondió Kurt—. El Puente de los Tres Céntimos se convertirá en un campo de batalla en cuanto se ponga el sol, y no quiero que gente inocente resulte herida.

—Vaya, han usado un montón de nombres para referirse a mis chicas y a mí, pero no puedo decir que «inocentes» haya sido nunca uno de ellos. Aun así, gracias por pensar en nosotras. —Molly terminó de guardar sus cosas y paseó la mirada por el burdel, que sólo unos días atrás había sido un templo abandonado—. Es una pena. Me gustaba este sitio.

—Es un buen lugar —señaló Kurt.

—Pasaba por delante toda la clientela que pudiéramos desear.

—Los guardias al lado por si algún cliente provocaba algún altercado…

—Por no mencionar a algunos de sus agentes, que no eran reacios a ser clientes… y no diré nombres —masculló—. Sí. Este lugar habría sido un hogar idóneo para mí y para mis chicas.

—Todavía puede serlo. Cuando todo acabe.

Molly lo miró fijamente con una sonrisa en sus labios, rojos como rubíes.

—Lo cree realmente, ¿verdad?

—Digamos que soy optimista.

—¿Por qué? Según lo veo yo, está enterrado hasta la cabeza y la marea está a punto de azotarlo.

El capitán se encogió de hombros.

—Cuando ya has perdido todo lo que amaste, todo lo que te importó…, cuando ya no puedes perder nada porque no te queda nada…, entonces las cosas sólo pueden ir a mejor.

—Aún puede perder la vida, recuérdelo llegado el momento. —Se volvió hacia la puerta, pero Kurt la agarró del brazo cuando pasaba junto a él—. ¿Está pensando en empezar una aventura conmigo?

—Quédese. He observado cómo se desenvuelve cuando hay problemas.

—Mis chicas me necesitan —apuntó Molly.

—Nosotros la necesitamos —replicó el capitán, y apoyó con ternura una mano en la mejilla de la mujer—. Por favor.

Molly se sintió tentada. Le resultaba difícil resistirse a la mirada que desprendían los ojos del capitán, pero lo consiguió.

—Usted podría cautivar a las gaviotas que revolotean en el cielo, capitán Schnell, pero mi intención es seguir viva mañana a estas horas.

—También la mía —respondió Kurt—. Tenía que preguntárselo. Lo entiende, ¿verdad?

Molly asintió y sonrió.

—¿Tiene todas las armas que precisa?

—Las armas nunca sobran.

—Eso mismo pienso yo. Hay un par de pistolas sujetas con una correa a la parte inferior de mi cama. Las guardaba allí por si acaso alguna de mis chicas tenía problemas con un cliente. Sólo podrá disparar dos veces cada una, pero eso es mejor que nada. ¡Ah! En la parte de atrás también hay un baúl cerrado con llave; quizá encuentre algo que le pueda ser útil. —El capitán enarcó una ceja—. Se sorprendería de las cosas que se dejan algunos hombres.

—No lo dudo —dijo Kurt.

—Bueno, si es capaz de abrir el baúl, puede quedarse con todo lo que hay en su interior.

—Gracias; mandaré a mis hombres a buscarlo.

—No se moleste, utilice la puerta que comunica los dos edificios. —Molly se dio cuenta de que Kurt la miraba desconcertado—. Sabía que hay un pasaje que conecta el templo con la comisaría, ¿no?

—No, pero eso explicaría dónde se metía Bescheiden cuando desaparecía.

—Ese sucio diablillo viene dos veces al día, ya me entiende. No tengo ni idea de dónde sacará el dinero —señaló Molly—. Ahora, si me disculpa, tengo que ir a ver qué tal están mis chicas.

Un relámpago rasgó de repente el cielo, y el destello de luz blanca reveló con toda su crudeza el terror que irradiaban los ojos de Molly. Instantes después retumbó el trueno, cuyo eco reverberó por los angostos callejones y pasajes del distrito.

—Debo marcharme antes de que empiece a llover. Una puede toparse con su propia muerte si la tormenta la sorprende en la calle. —El capitán retiró la mano del rostro de Molly y le cedió el paso. La mujer esbozó una sonrisa y le plantó un beso en la mejilla—. Un beso de buena suerte. Si son ciertas la mitad de las cosas que he oído, la necesitará.

* * *

Kurt entró a la carrera en la comisaría justo cuando un segundo relámpago iluminaba el puente, que se sumía rápidamente en la penumbra. El trueno correspondiente retumbó instantes después, y el ensordecedor y furioso rugido se prolongó varios segundos. El sonido aún no se había desvanecido por completo cuando Kurt oyó el chasquido de una cerilla prendiéndose. Las nubes de tormenta que se apretaban en el cielo eran tan densas que el interior de la comisaría estaba prácticamente a oscuras.

Una llama titiló mientras Jan encendía una lámpara de aceite, y varios guardias más siguieron su ejemplo.

Cuando todas las lámparas estuvieron encendidas, Kurt paseó la mirada por los rostros expectantes y asustados de sus agentes. Narbig merodeaba por el fondo de la comisaría, oculto en la penumbra, solo y con el gesto afligido de siempre. Scheusal estaba al lado del sargento; apenas se los distinguía, pues ambos tenían un aspecto y una estatura muy similares. Belladonna y Gerta permanecían juntas; la Gorra Negra intentaba reconfortar a la cocinera, que no podía reprimir las lágrimas. Holismus estaba arrodillado en el suelo y se balanceaba hacia delante y hacia atrás, musitando entre dientes, mientras que Faulheit sostenía en alto una lámpara para mantener iluminada la habitación, al igual que Bescheiden y Raufbold. En los calabozos había alrededor de una docena de hombres y tres mujeres que aguardaban el traslado a la prisión de Rijker para cumplir sus penas por distintos delitos y faltas menores. Kurt pensó que no era mucho para defender un edificio de tres plantas y que no había demasiados motivos para sentirse esperanzado.

—No tenemos mucho tiempo —dijo el capitán—. Esta tormenta podría suponernos una ventaja. Hará la vida mucho más difícil a los matones de Henschamnn si finalmente deciden venir por Cobbius. No podrán prender fuego a la comisaría y no tardarán en sufrir el frío si se quedan desguarnecidos bajo la lluvia. Ésas son las buenas noticias. Las malas son que los refuerzos no llegarán antes de la hora prevista para el ataque; así que de momento estamos solos.

Jan dio un paso al frente. Su rostro exhibía la resolución y la determinación habituales.

—Estamos con usted, capitán.

Kurt recorrió con la mirada a sus Gorras Negras, tratando de discernir quién mostraba valor en sus ojos y quién tenía el miedo como única compañía. Se llevó las manos al cinturón y extrajo las dos pistolas que le había facilitado Molly.

—Muy bien. Haremos lo siguiente. Narbig, lo quiero en el primer piso con Belladonna y Gerta. Ésa será su posición y deberá defenderla con uñas y dientes. Tenemos suerte de que la pescadería y el templo sólo tengan una planta, así que únicamente debe preocuparse de las dos escaleras. Es bastante improbable, pero quizá el enemigo trate de trepar por los costados del edificio, así que tenga los ojos bien abiertos y esté preparado para repeler cualquier ataque de esas características. Su misión principal será aprovechar la ventaja de su posición elevada para disparar a los asaltantes que divise, ¿entendido? —Narbig asintió. Gerta levantó una mano—. ¿Sí? ¿Qué ocurre?

—Podría calentar un poco de sopa —sugirió la cocinera— y derramaría sobre quien pretenda trepar por la fachada de la comisaría.

Kurt no pudo más que sonreír ante la sugerencia de Gerta.

—Hágalo, pero guárdenos un poco. Podríamos pasarnos horas defendiendo la posición y todos necesitaremos un poco de comida caliente para soportarlo.

Miró a Belladonna, pero la joven no hizo ningún comentario y se guardó cualquier opinión sobre la posición que le había asignado.

—¿Dónde quiere que me posicione yo, capitán? —preguntó Jan.

—Me temo que en el sótano. Si mi predecesor encontró un modo de infiltrarse en la comisaría por allí, debemos encontrar la entrada y blindarla. Bescheiden, Raufbold y Faulheit te ayudarán a vigilar a Cobbius. La marea está subiendo, y hoy tiene toda la pinta de que será especialmente virulenta, ya que el agua llegará embravecida desde el mar por culpa de la tormenta, así que preparaos para mojaros y pasarlo mal allí abajo. Haced lo que podáis. Si las cosas se ponen demasiado feas, subid y bloquearemos la escalera… como último recurso, ya que si nos vemos obligados a evacuar la comisaria, nuestra mejor opción es huir por el sótano. Desde allí podemos salir nadando y ponernos a salvo, en el caso de que sea necesario.

—¿Dónde nos ponemos Lothar y yo? —preguntó Scheusal.

—Se quedarán conmigo en esta planta —respondió Kurt—. Tapiaremos las ventanas y formaremos barricadas en las puertas para defender la comisaría de los ataques por tierra. Todos los agentes asignados al sótano nos ayudarán a levantar los parapetos. Los asignados a la planta superior serán nuestros ojos y nuestros oídos hasta que se ponga el sol.

—¡No puede dejarnos aquí! —bramó uno de los presos—. No tenemos nada que ver con esto.

—Cuando finalice la reunión, el sargento Woxholt los liberará —respondió Kurt—. Pero habrá un historial con sus nombres, sus direcciones y sus delitos que se enviará a la comisaría más cercana, así que no consideren esto un indulto; más bien una tregua. —Kurt se volvió a su antiguo mentor—. ¿De qué armamento disponemos?

—Las porras y los pinchos reglamentarios de la guardia de vigilancia…, pero sólo son útiles para la lucha en las distancias cortas. Confiscamos un montón de dagas, espadas cortas y cosas por el estilo cuando recuperamos la comisaría.

—Bueno, es un punto de partida —afirmó Kurt—. Ve al templo de Molly y encontrarás un baúl en la parte trasera del edificio. Ya le he echado un vistazo y está lleno de ballestas, flechas y arcos. Tráelos a la comisaría y distribúyelos. Bescheiden puede mostrarte un pasadizo secreto que conduce al templo. Cuando hayas traído el baúl, bloquea ese pasadizo. Es mejor evitarse sorpresas desagradables una vez que haya empezado la fiesta. ¿De acuerdo? ¿Alguna pregunta más? —Aguardó unos instantes, pero nadie abrió la boca—. Perfecto, todos conocen ya sus asignaciones; ¡a sus puestos! —Los Gorras Negras se pusieron en marcha, pero Kurt los detuvo con un bramido—. ¡Ah! ¡Escuchen! ¡Estemos atentos! ¡Si nos cubrimos las espaldas unos a otros, saldremos de esta… juntos!

Un relámpago apuñaló los adoquines que se extendían en el exterior de la comisaría e inmediatamente retumbó el rugido de un trueno. Todos se quedaron paralizados ante el espectáculo que acontecía fuera. El estruendo se silenció y cedió su lugar a la lluvia, que empezó a azotar Suiddock. La tormenta ya había estallado y fustigaba el distrito. Kurt pateó con la bota derecha el suelo de madera y el golpe produjo un ruido ensordecedor.

—¡Muévanse! ¡Todos en marcha!

* * *

Abram Cobbius se despertó como un resorte cuando le vaciaron un cubo de agua de mar encima. Jadeó y barbotó por la impresión del líquido frío en la piel y el escozor de la sal en los ojos. Intentó secarse la cara, pero se encontró que tenía los brazos inmovilizados, encadenados a cada lado del cuerpo. Parpadeó repetidamente y meneó la cabeza tratando de comprender qué, en el nombre de Sigmar, estaba ocurriendo. Otro baldazo de agua le atizó de lleno en la cara y no pudo evitar tragar un poco del líquido, cuyo regusto salado le provocó tos y a punto estuvo de ahogarlo.

—¿Quién está cometiendo esta osadía? Dime tu nombre y te juro que pasaras el resto de tu vida arrepintiéndote…

Un tercer cubo de agua le golpeó la cara y cortó de cuajo la amenaza. Cuando se recuperó y se le secaron los ojos, Cobbius pudo ver por fin quién estaba empapándolo.

—¡Eres tú! —bramó.

Delante tenía a Schnell, el capitán de la guardia que le había roto la nariz varios días atrás. El Gorra Negra estaba de pie en el centro de una cámara fría y húmeda, rodeado de cubos de madera, la mayoría llenos con agua de mar. Lo acompañaba un Gorra Negra de gran tamaño y corpulencia, con el cabello y la barba rubios, que portaba la insignia de sargento en el uniforme y sujetaba otro cubo de agua, preparado para arrojárselo.

Cobbius giró la cabeza con la intención de hacerse una idea mejor de dónde estaba. El sonido de la marea era cercano, de modo que debía de encontrarse en un lugar cercano a algún canal, probablemente en un sótano o en la planta inferior de algún edificio. Estaba encadenado a la pared y…

—¿Me han arrestado?

—¡Bravo! —exclamó Schnell, aplaudiendo con sorna la capacidad de deducción de Cobbius.

—¡Mi primo le arrancará las tripas por esto!

—Su primo lo ha repudiado, Abram. Estuve con él hace un rato. Al parecer, ya le advirtió que lo abandonaría a su suerte si ponía un pie fuera del edificio de la sede del gremio. Usted salió de allí dando tumbos poco antes del amanecer, y entonces lo detuvimos.

—¡Es un mentiroso! —gritó Cobbius, que se ganó otro chaparrón.

—Los insultos no lo llevarán a ninguna parte —replicó el capitán—. Al parecer, su jefe, el abominable Adalbert Henschamnn, piensa que vale la pena hacer un gran esfuerzo para recuperarlo. ¿Por qué cree que es así, Abram?

—¡Nunca se lo diré!

El sargento le vació un cubo de agua en la cara.

—Podemos continuar toda la noche si es necesario —dijo Schnell, sin un atisbo de emoción en la voz—. ¿Por qué es usted tan importante para Casanova, eh? ¿Qué sabe que lo asusta tanto?

Cobbius sugirió algunas cosas que los dos Gorras Negras podían hacerse mutuamente y que le reportaron dos baldazos de agua de mar en la cara.

—¿Besas a tu madre con esa boca? —inquirió el sargento.

—¡No, con ella beso a tu madre… y no en la boca, precisamente! —retrucó Cobbius.

El capitán esperó a que se escurriera de su cara el agua del siguiente chaparrón para continuar con el interrogatorio.

—Dígame lo que sabe de los hombres rata —exigió el capitán—. La mayoría de la gente cree que son un mito, una leyenda. Dudo que más de uno de cada diez ciudadanos de Marienburgo crea en los hombres rata, y dudo también que uno de cada mil haya visto uno alguna vez…, pero, usted es uno de ellos.

—No sé de qué habla —insistió Cobbius.

—Se ha reunido con ellos, ¿verdad? Usted es quien organiza los sacrificios humanos para mantenerlos satisfechos. Usted se encarga de sus trabajos sucios, igual que hace con Casanova, ¿verdad? Los hombres rata le hablaron del fragmento de piedra bruja que ansiaban y lo enviaron a buscarlo. Nadie había reparado en lo ambicioso que era usted, ¿no es cierto? Nadie imaginaba hasta dónde era capaz de llegar para demostrar su valía, lo que estaba dispuesto a sacrificar para alcanzar una notoriedad y un poder mayores que los de su primo Lea-Jan. Todo depende de usted, ¿no es así, Abram?

—No puede demostrar que yo sea responsable de todo eso que está diciendo —se quejó con desdén Cobbius.

—No necesito probar nada. Simplemente deseaba oír cómo lo negaba —respondió Schnell.

Cobbius le escupió y se ganó otro cubo de agua de mar que le regó la cara. El sargento tenía preparado otro baldazo, pero Schnell lo detuvo.

—Es suficiente, Henschamnn no quiere que el resto de la ciudad sepa que hizo un pacto con los hombres rata. Si esa noticia se difundiera, lo destruiría. Por eso tiene que evitar que nuestro amiguito hable… ya sea a nosotros o a cualquier otra persona. —El capitán miró a Cobbius y meneó la cabeza—. ¿Quiere conocer las malas noticias, Abram? Si perdemos esta batalla, Henschamnn acabará con usted. Probablemente alimentará a los hombres rata con su cuerpo como muestra de su particular sentido de la justicia. Si ganamos nosotros, sin embargo, bien sabe Manann que usted irá a la prisión de Rijker y Henschamnn conseguirá que lo maten. En ninguno de los casos veo la manera de que llegue al Geheimnistag.

En el momento en el que el capitán acababa su discurso, la primera ráfaga de agua de mar se coló por los barrotes de las ventanas que se asomaban al canal secundario. La crecida de las aguas ya alcanzaba la altura del suelo de la mazmorra y amenazaba con anegar la celda.

—¿Qué altura alcanza normalmente el agua con la pleamar? —preguntó Schnell al sargento.

—He oído que una vez cubrió hasta la cintura, pero eso fue un caso excepcional. No te preocupes, estaremos bien.

Schnell estrechó la mano del sargento.

—Recuerda lo que te dije, Jan. Si las cosas se ponen feas con la marea, regresa arriba y ya nos las arreglaremos para defender la escalera.

El sargento trazó un saludo.

—Buena suerte, Kurt.

—Buena suerte, viejo amigo. Te veré cuando todo acabe, ya sea de una manera u otra.

El capitán abandonó la cámara a grandes zancadas y dejó a Cobbius solo con su sargento.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntó el preso—. ¿Qué pasa si la marea sube demasiado para mí?

—Probablemente se ahogará. —El sargento le sonrió—. Actúe en consecuencia.

* * *

Kurt había dejado órdenes precisas de que la entrada de la comisaría permaneciera abierta hasta el último instante. Todas las ventanas de la planta baja del edificio estaban tapiadas, mientras que la mayoría de las del primer piso habían sido bloqueadas desde dentro. En el exterior, la lluvia continuaba azotando el Puente de los Tres Céntimos y ya había ahuyentado hasta el último transeúnte. Cuando el capitán regresó del sótano, Scheusal y Holismus estaban aguardándolo. Lothar ya se había recuperado de la conmoción que le había supuesto presenciar cómo los cazadores de brujas se llevaban a su hermano, aunque todavía no era capaz de controlar el temblor de las manos. Kurt se miró las palmas de sus propias manos y se dio cuenta de que tampoco permanecían firmes.

—¿Quiere que también levantemos una barricada en la entrada? —preguntó Scheusal tras un saludo brioso.

—Todavía no —respondió Kurt—. Imagino que nuestros amigos de la Liga querrán darnos una última oportunidad de rendirnos antes de lanzar el ataque. Me parece que la política tiene ciertas tradiciones.

—¡Schnell! —gritó una voz adusta desde el exterior—. ¡Queremos hablar!

—Justo a tiempo —aseveró el capitán, esbozando una sonrisa.

Enfiló hacia la entrada del edificio y se asomó al Puente de los Tres Céntimos, forzando la vista para ver a través de la lluvia torrencial. Varias docenas de hombres esperaban de pie, cobijados de la lluvia a la sombra de las casas que había enfrente de la comisaría. Un hombre corpulento y con la cara chupada caminó hasta el centro del puente se detuvo, a la espera de una respuesta. Kurt escudriñó su semblante. La barba era reciente, así como el parche en un ojo, pero era inconfundible.

—Gunther Gross.

—¿El mercenario? —dijo Scheusal—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Henschamnn sólo contrata a los mejores… y él es el matón más sanguinario, brutal y exitoso de todos. Gross fue el mercenario más fiero de Marienburgo hasta que perdió el ojo en una reyerta y lo enviaron algún tiempo a Rijker.

—¿Quién lo mandó allí?

—La misma persona que le sacó el ojo —respondió Kurt—. Yo.

—¡Schnell! —gritó encolerizado el mercenario bajo la lluvia—. ¡Sal y da la cara, cobarde!

El capitán hizo el ademán de salir de la comisaría, pero Holismus lo detuvo.

—¡Si sale, lo matarán!

—Todavía no. Primero hay que negociar. Ya tratarán de matarme después.

—No puede estar seguro de eso —insistió el guardia.

—Acabo de decírselo, la política tiene sus tradiciones… y ésta es una de ellas. Prepárense para levantar una barricada en la puerta. Cuando regrese, seremos afortunados si disponemos de unos segundos antes de que lancen el ataque, aunque tampoco contaría con ello.

Holismus se apartó y ayudó a Scheusal a preparar la barricada con las mesas y las sillas de la antigua taberna, de tal manera que la colocaron en la entrada en cuestión de segundos. El capitán respiró hondo y salió a la lluvia, con una mano a la espalda y acariciando con un dedo de esa mano el gatillo de una pistola que llevaba sujeta al cinturón. Se detuvo a un paso de Gross y se miraron sin molestarse en disimular el odio que se profesaban.

—¿Qué tal tu ojo, Gunther?

—Me duele cuando se prevé lluvia y cuando tengo frío —gruñó el mercenario.

—Entonces estarás encantado con este tiempo.

—¡Ahórrame tus ocurrencias, cobarde!

Kurt rompió a reír.

—Directo al grano, como siempre. Deberías aprender a disfrutar más de la vida, Gunther… Uno nunca sabe cuándo se acabará, sobre todo en tu profesión. —Se acarició la barbilla—. Lo curioso es que pensaba que te había encerrado en Rijker para siempre. Creo que eso era lo que dictaminaba tu sentencia.

—He salido antes —replicó Gross—. Una recompensa por mi buen comportamiento.

—No hay premio por adivinar quién ha arreglado lo de tu recompensa, ¿eh?

—¿Dónde está Abram Cobbius?

—En un lugar seguro.

—Ordena que lo saquen aquí fuera. Ahora. Vivo o muerto. Eso a mi jefe no le importa.

—Apuesto a que no. Puede que Sigmar no quiera que nadie se entere de para qué lo utilizaba Casanova.

—Eso no podría importarme menos. Ordena que saquen a Cobbius o morirás. Así de simple.

Kurt miró a los mercenarios que se congregaban sobre el puente, detrás de Gross.

—¿Cuántos hombres has traído? ¿Veinte? ¿Treinta? Casi me siento insultado. Ya sabes que necesitarás muchos más, ¿verdad?

—¿Aquel grupo? Sólo son el comité de bienvenida. El grueso de mi tropa está esperando en el otro lado, en Stoessel. —Kurt miró a su derecha y divisó otra treintena de hombres de pie bajo la lluvia, con la muerte escrita en las miradas—. Ah, y hay más allí, en Riddra. —El capitán se dio media vuelta y comprobó la veracidad de las palabras de Gross. Otras tres decenas de mercenarios aguardaban en el otro lado del puente, aferrando espadas y hachas y con el odio grabado en los semblantes. Gross sonrió—. No deseaba que te sintieras insultado.

—¡Dios nos libre! —exclamó Kurt—. ¿De dónde los has sacado?

—Puede que la guerra contra el Caos haya acabado con la industria cárnica, pero ha llenado las calles de Marienburgo de desertores y exsoldados que buscan empleo.

—En otras palabras, escoria mercenaria… exactamente como tú.

Gross torció el gesto.

—No hay ninguna necesidad de insultar. Sólo intentamos ganarnos la vida.

—Matando a mis Gorras Negras.

—La vida de un hombre supone la muerte de otro.

—Entonces no te decepcionará saber que hemos decidido no entregar a Cobbius —replicó Kurt.

—Eso me va bien.

—No quisiera que hubieras hecho todo este esfuerzo para nada.

—Muy considerado de tu parte.

—Eso pensaba yo. —De repente, Kurt encañonó con su pistola el ojo sano del líder de los mercenarios—. Ahora, Gunther, vas a ayudarme a regresar vivito y coleando a la comisaría. Ordena a tus hombres que no abran fuego o me aseguraré de que no vuelvas a ver nada en lo que te queda de vida.

—¡Maldito seas, Schnell!

—¿Es tu respuesta definitiva?

—¡Matadlo! —gritó Gross a sus hombres.

—Que se haga tu voluntad —musitó Kurt, y apretó el gatillo.

Pero la pistola no detonó; la lluvia torrencial la había inutilizado, así que agarró a Gross por el cuello, lo giró para convertir al mercenario en un escudo humano y caminó de espaldas hacia la comisaría mientras el rehén gritaba repetidamente a sus hombres que dispararan.

—Qué considerados —masculló Kurt—. Creo que quieren evitar hacerte daño.

—¡Abrid fuego! ¡Ahora! —bramó Gross.

Cuando sus hombres cumplieron la orden, Kurt ya se había agachado para cubrirse detrás de su prisionero y el cuerpo de su escudo humano empezó a dar sacudidas y a zarandearse con los impactos de los proyectiles. Kurt apretó el paso y no dejó de utilizar a Gross como parapeto hasta que estuvo lo suficientemente cerca de la comisaría; entonces lo lanzó a la calle y se puso a cubierto.

En cuanto el capitán entró, Scheusal y Holismus se lanzaron a emplazar la barricada. Kurt se unió a los trabajos sujetándola para que no se moviera mientras sus hombres la fijaban con martillos y clavos para bloquear completamente la entrada.

—Bueno, por lo menos no podrán entrar —dijo el capitán cuando terminaron.

—¡Y nosotros no podemos salir! —exclamó Scheusal meneando la cabeza.

—Detalles, detalles… —replicó Kurt mientras examinaba su pistola—. Vaya, la lluvia debe de haber mojado la pólvora…; no me extraña que no disparara. Y con razón. Tendré que recargarla para después.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Holismus—. ¿Cuándo atacarán?

El capitán levantó una mano para que se callaran, y adivinaron la respuesta en los aullidos del tumulto furibundo que se congregaba en el exterior de la comisaría; un centenar de hombres se lanzaba en tropel hacia el edificio con la intención de invadirlo.

—Justo en este momento —dijo Kurt.

* * *

Narbig fue el primero en derramar sangre disparando la ballesta desde su posición ventajosa en el despacho del capitán hacia la horda de mercenarios que caía como un ciclón sobre la comisaría. La calle que se extendía debajo de él estaba repleta de blancos que trataban de abrirse paso hacia el interior del edificio. «Esto es como pescar en un barril», masculló el guardia mientras cargaba la ballesta con otro cartucho de flechas. Deschamp seguía encadenado al escritorio del capitán, que habían arrastrado hasta un rincón alejado de la ventana. Aunque habían ofrecido al preso la posibilidad de marcharse, él había optado por permanecer allí.

—Dame una ballesta. Puedo ayudarte —le dijo el prisionero.

—Podemos prescindir de la ayuda que puedes ofrecernos —le gruñó Narbig entre disparo y disparo—. Mataste a Verletzung, y él era lo más parecido a un amigo que tenía en este lugar. No lo olvides.

Entró Belladonna, también armada con una ballesta.

—Necesito flechas, apenas me quedan. —Narbig le señaló una pila que había en un rincón y Belladonna agarró dos brazadas de flechas—. ¿Didier está dándote problemas?

—Nada que no pueda manejar —respondió Narbig, sin apartar en ningún momento la mirada de la masa de mercenarios que se agolpaba debajo.

Belladonna se introdujo en la cocina para interesarse por el ánimo de Gerta. La cocinera de la comisaría preparaba una enorme caldera de sopa con el rostro surcado de lágrimas.

—¿Se encuentra bien?

—Las cebollas —respondió entrecortadamente Gerta señalando con la cabeza una montaña de cebollas recién cortadas—. Siempre me hacen llorar.

—Esperemos que sea el único motivo que tengamos para llorar —contesto Belladonna, que se dio cuenta de que la cocinera miraba por encima del hombro con los ojos aterrorizados.

Belladonna se dio media vuelta y vio dos hombres ya en el interior del comedor y un tercero que se introducía por la ventana. Disparó la ballesta contra uno de los mercenarios, pero se precipitó cargando el nuevo cartucho con proyectiles y el mecanismo del arma se atoró.

—¡Maldita sea! —exclamó golpeando la ballesta contra el suelo para tratar de desatascar el cartucho.

Los intrusos se abalanzaron sobre ella blandiendo dagas y con los ojos ávidos de sangre, pero uno de ellos se detuvo en seco mientras un cuchillo de trinchar se hundía en su garganta. Belladonna levantó la mirada y vio a Gerta encima de ella, con un gesto de incredulidad en el rostro ante su propio acto reflejo. Sin embargo, el tercer invasor no se inmutó por la muerte súbita de sus dos compinches y continuó la carga contra la agente, así que Belladonna renunció a arreglar la ballesta y la utilizó como un garrote para asestar un porrazo con la culata de madera en el rostro del intruso. La cabeza del mercenario dio una sacudida y los huesos de su cuello crujieron como ramitas secas. El impulso que llevaba el agresor hizo que su cuerpo se desplomara sobre Belladonna y derribara a la joven, aunque la daga del atacante se clavó en el suelo de madera en lugar de hacerlo en su objetivo inicial.

Gerta apartó el cadáver, ansiosa por comprobar que Belladonna no estaba herida.

—Estoy bien, estoy bien —insistió la agente mientras se ponía en pie y recuperaba el equilibrio—. Pero debemos hacer algo con esas ventanas.

Belladonna señaló hacia el comedor, en el que penetraba otro mercenario desde el exterior. El golpetazo con el intruso anterior había hecho saltar el cartucho, de modo que esta vez Belladonna se tomó el tiempo necesario para colocarlo y despachó tranquilamente al invasor cuando éste avanzaba por el pasillo. Antes de llegar a la ventana mató a otros dos. Se asomó y vio un bote en el canal secundario que se extendía debajo, todavía cargado con una docena de mercenarios. Habían arrojado un garfio a la ventana y lo utilizaban para trepar por la cara sur del edificio.

—¡Ah, no! ¡No vas a llegar! —esperó Belladonna, y disparó directamente al rostro del primer escalador, que alzó la cabeza y la miró atónito antes de caer dando vueltas al agua.

Belladonna disparó con toda la calma del mundo a otros dos hombres; luego apuntó hacia el bote y cinco flechas se hundieron en la embarcación de madera en una rápida sucesión de proyectiles que perforaron el casco. Cuando tuvo recargada la ballesta, el bote estaba hundiéndose y sus ocupantes nadaban para ponerse a salvo o simplemente se ahogaban. Belladonna se alejó de la ventana y dejó caer la ballesta, pues le temblaban demasiado las manos para sujetarla con firmeza. Gerta salió disparada para ver si la agente estaba herida y sólo se detuvo para recoger el cuchillo de trinchar de camino.

—¿Qué sucede? ¿Qué ocurre, querida?

—He matado a un hombre —respondió entrecortadamente Belladonna.

Gerta se asomó a la ventana y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Me parece que más bien has matado a varios.

—Nunca había matado a nadie en toda mi vida —alcanzó a explicar la joven antes de que le sobrevinieran las arcadas.

—Está bien, está bien —repitió dulcemente Gerta, apartando el cabello de Belladonna del rostro de la agente—. No tenías opción. Iban a matarnos a todos. Has hecho lo que tenías que hacer.

Belladonna meneó la cabeza.

—Eso no lo convierte en una buena acción —respondió, haciendo una mueca de angustia.

—¿Preferirías estar muerta y que ellos estuvieran ahora bajando por la escalera para acabar su trabajo matando al capitán Schnell y a los demás? —preguntó Gerta.

—No, pero…

—Has cumplido con tu deber. Ahora límpiate la boca y recarga la ballesta, querida. Me parece que todavía te queda mucho trabajo hasta que todo esto acabe, ¿no crees? —Belladonna asintió—. Eso está mejor. Lo primero es lo primero. Vamos a impedir que sigan trepando por la cuerda.

Gerta cortó la soga atada al garfio con su cuchillo de trinchar e inmediatamente se oyeron gritos y el grato sonido de cuerpos impactando en el agua del canal secundario.

Belladonna se puso en pie y recogió la ballesta.

—Regrese a la cocina. Yo vigilaré las ventanas de esta parte del edificio para asegurarme de que nadie entra por aquí.

* * *

En el sótano, Jan había contemplado con regocijo el hundimiento de la embarcación de los mercenarios. Pero su sonrisa se borró de un plumazo cuando irrumpió en el pasillo el primer invasor, enarbolando una espada corta en una mano y una daga en la otra. El sargento estuvo más rápido en la reacción y le arrojó su daga, que se hundió en el pecho del mercenario. Éste salió impulsado hacia atrás e impactó contra otro intruso.

—Por la dulce Shallya —fafulló Jan—, ¿de dónde salen?

El sargento y los demás agentes emplazados en el sótano lo habían registrado concienzudamente, pero no habían conseguido dar con la entrada secreta que había utilizado Joost Holismus para introducirse en la comisaría, y ahora los matones de Henschamnn también habían encontrado el camino de acceso al sótano.

Jan se abalanzó sobre el segundo mercenario con la intención de eliminar la amenaza inmediata antes de retomar la búsqueda de la puerta oculta. Se deshizo del intruso que se tambaleaba hacia atrás cercenándole con su espada la mano izquierda y parte del pecho. El mercenario se derrumbó suplicando piedad e intentando defenderse con el muñón ensangrentado, del que manaba a borbotones un líquido carmesí. Jan no hizo caso de sus gritos de clemencia y le asestó un golpe en el cuello con la hoja.

—¡Gorras Negras, conmigo! —bramó el sargento.

Faulheit y Bescheiden emergieron de la celda en la que mantenían encadenado ala pared a Cobbius, armados con una ballesta.

—¡Por los dientes de Taal! ¿Dé dónde salen? —preguntó entrecortadamente Faulheit, mirando atónito el cadáver del invasor.

—Eso quiero saber yo —gruñó el sargento—. ¡Raufbold! ¡Raufbold! ¿Dónde está? —gritó, pero no obtuvo respuesta alguna. El agua ya los cubría hasta los tobillos y el nivel del canal crecía rápidamente. Jan golpeó con el dedo a Faulheit—. Usted quédese con el prisionero. Bescheiden, venga conmigo.

Faulheit regresó a la celda junto a Cobbius y Bescheiden ayudó al sargento a levantarse.

—¿Cree que los mercenarios han capturado a Jorg? —preguntó el guardia.

—Esperemos que no —contestó Jan.

Recorrieron el pasillo buscando alguna señal de su compañero desaparecido. Jan sabía que la entrada secreta no podía estar en ninguna de las cámaras de la cara sur de la comisaría, ya que él se encontraba en una de ellas cuando los invasores habían aparecido en el pasillo, mientras que Bescheiden y Faulheit estaban con Cobbius en la otra. Eso reducía las posibilidades a las dos celdas de la cara norte. Ambas carecían de ventanas que permitieran la entrada de la luz, de modo que cuando el edificio todavía era una taberna se habían utilizado para almacenar los barriles de cerveza. Se levantaban un escalón por encima de la superficie del sótano, así que el agua de la crecida todavía no había llegado a cubrir el suelo de aquellas cámaras. Jan había dotado de antorchas a las dos salas, en previsión de que la noche sólo dificultaría las cosas en el sótano, sobre todo con la subida de la marea, que se producía a partir de la puesta del sol. En una de las celdas de la cara norte todavía ardían las antorchas, y no revelaban nada fuera de lo normal. En la otra cámara, sin embargo, reinaba una oscuridad impenetrable, únicamente rota por una rendija de luz que irradiaba desde el rincón más alejado de la entrada.

Jan hizo un gesto a Bescheiden para que no se moviera y él se introdujo en la habitación, aferrando la espada con las dos manos. El sargento se deslizó por la cámara vacía, aliviado porque el suelo estaba seco. A medida que se acercaba al rincón del que provenía la luz empezó a oír susurros que delataban nerviosismo. Las voces pertenecían a Raufbold y a otra persona con un acento quejan no reconoció. El sargento se detuvo y aguzó el oído para escuchar las palabras, apenas perceptibles.

—Dile a Helga que hice lo que me pidió, pero esto está yendo demasiado lejos —decía el guardia—. ¡No mataré a nadie por ella!

—¿Por qué no? Ya mataste a ese traficante de sombra carmesí.

—¡Estaba desesperado!

—Reniega de nosotros y descubrirás lo que es la verdadera desesperación, Raufbold.

Jan hizo una señal a Bescheiden para que no se moviera de donde estaba y él se acercó a la pared desde la que se oían los murmullos con mayor claridad. El pie derecho del sargento golpeó una losa que sobresalía de la pared; aunque no, no era una losa…, era una puerta entornada. Jan recorrió la pared de piedra con sus manos ásperas y encontró el mecanismo secreto, que no era más que una cadena que colgaba de la pared, así que no le sorprendió no haber descubierto la puerta durante la batida con sus hombres. Tiró de la cadena para abrir un poco más la puerta y se pegó a ella para escuchar lo que se decía al otro lado.

—He permitido la entrada de tus mercenarios para que mataran a Cobbius —gimoteó Raufbold—. Cuando acaben con él, todo esto habrá acabado, ¿no es así?

—Eso ya no es suficiente —replicó su interlocutor—. Henschamnn quiere dar ejemplo con la comisaría. Tu capitán ha desafiado y humillado públicamente a la Liga. Debe morir junto con los Gorras Negras que se hayan mantenido leales a él. Sólo cuando eso suceda habrá acabado todo…, pero nunca antes.

—Todos le profesan lealtad —farfulló Raufbold.

—Entonces tendrán que morir todos. Esta noche. Ahora.

—¡No puedes hacer eso!

—Y no voy a hacerlo yo…, sino tú. Tú y tu amigo el de los viajes.

—¿Qué? —preguntó con un grito ahogado.

—Nuestro jefe exige una muestra de tu lealtad. Tienes que compensar tus fracasos anteriores, Raufbold. Mata a tus compañeros o yo te mataré a ti, aquí y ahora. Me es indiferente la decisión que tomes…, tenemos otro hombre infiltrado en la comisaria para cumplir nuestra petición en caso de necesidad. ¿Y bien? ¿Qué decides?