DIECISÉIS

DIECISÉIS

Otto estaba buscando orientación por medio de la oración cuando Belladonna llegó al templo. Desde hacía varios días advertía que una oscuridad acechaba sus pensamientos, una presencia maligna que no podía explicar con palabras y que lo perturbaba. Ya había sentido aquella presencia en el pasado, pero nunca con aquella fuerza ni con aquella avidez inhumana. Algo ominoso se cernía sobre Suiddock, algo que amenazaba con destruir el distrito. Si Suiddock se extinguía, poco después también sucumbiría buena parte de la ciudad. El distrito era lo más parecido al corazón de Marienburgo, el centro neurálgico de la economía de la ciudad, basada en el comercio. Si se destruía eso, el resto de Marienburgo sufriría… Y cuando Marienburgo sufría también lo hacía todo el Imperio. Otto se estremeció, como si la oscuridad hubiera avanzado otro paso hacia él.

Un puño golpeó la puerta del templo y el sacerdote se sobresaltó, pero se sintió aliviado cuando vio que era Belladonna.

—El capitán quiere verlo —le dijo la agente.

Otto abrió la puerta para que entrara, pero la Gorra Negra permaneció fuera, inmóvil.

—Ahora.

El sacerdote, perplejo por el tono apremiante de la joven, se puso la capa, se cubrió la cabeza con la capucha y siguió a Belladonna al Puente de los Tres Céntimos. En el horizonte empezaban a acumularse nubes negras, un oscuro presagio de la tormenta que se avecinaba. A su llegada, la comisaria era una olla de grillos en la que el capitán exigía a gritos silencio a sus agentes. Los guardia parecían asustados, y Otto comprendió el motivo en cuanto puso el pie en el interior del edificio.

—No tenemos ninguna elección —gritó Kurt a sus hombres—. Si cedemos a las amenazas de Henschamnn, el nombre de la Guardia de Vigilancia Metropolitana se perpetuará como un mal chiste en Suiddock por el resto de nuestros días… Y lo mismo ocurrirá en muchas partes de la ciudad.

—Prefiero ser un chiste vivo que un héroe muerto —respondió a viva voz Faulheit. Varios agentes más secundaron atronadoramente sus palabras—. No puede esperar que nos quedemos aquí sabiendo que la Liga viene de camino para matarnos.

—Henschamnn no se atrevería a lanzar un ataque abierto a una comisaría —replicó el capitán—. Y aunque lo hiciera, ya he enviado una petición de refuerzos a todas y cada una de las comisarías de la ciudad. Estaremos preparados para un ataque de cualquier índole.

—¿Cómo sabe que los refuerzos llegarán a tiempo? —demandó Raufbold.

—No lo sé —reconoció Kurt—, pero no creo que el comandante permita que la Liga cometa una masacre con nosotros. Sabe que eso supondría un suicidio político para su carrera… ¡Y si hay algo que le importe al comandante es su carrera! —Esta afirmación provocó un murmullo de conformidad en el tumulto de Gorras Negras—. Sólo tenemos una opción —sostuvo ante sus hombres—, pero no es sencilla. Podemos cortar por lo sano y huir, y que se nos recuerde para siempre como unos cobardes, o, quedarnos y luchar y demostrar a todo el mundo que estaban equivocados. Yo sé que prefiero morir peleando por algo en lo que creo que vivir como un cobarde temeroso de su propia sombra.

Otto escudriñó los rostros de los guardias. Las tornas estaban cambiando, pero todavía no parecían convencidos.

—Aunque huyamos, los matones de Henschamnn podrían buscarnos y cobrarse venganza. ¿En serio creen que el problema se esfumará si hacemos lo que nos pide y nos vamos con la cola entre las piernas? ¿No les parece más probable que irán a cazarnos y nos matarán uno a uno para dar ejemplo al resto de la ciudad? Si Henschamnn nos deja salir indemnes, perderá prestigio… y nunca deja con vida a nadie que lo haya avergonzado.

Raufbold se destacó del grupo de agentes.

—¿Por qué no hace lo que le pide y libera a Abram Cobbius? ¿Acaso vale la pena ir a la guerra por un solo criminal en un distrito que está repleto de criminales?

—Podríamos hacerlo —afirmó Kurt, y añadió sosteniendo una llave prendida a una cadena metálica que llevaba colgada al cuello—: Podría bajar con ella y utilizarla para liberar a Cobbius ahora mismo, pero ¿qué ganaríamos con eso? ¿Qué ayuda supone a los ciudadanos de Suiddock que devolvamos a las calles a un asesino para salvar nuestro pellejo? Cobbius ahogó a un mediano para convertir la pescadería de aquí al lado en un centro de distribución de estupefacientes. Y todos ustedes han visto lo que le ocurrió a Mutig. Cobbius debió de torturarlo durante horas y le cortó las extremidades cuando todavía estaba vivo, obligando a Hans-Michael a contemplar cómo lo despedazaban. ¿Les gustaría que alguien más pasara por ello? Porque eso es lo que conseguirán si liberan a Abram Cobbius. Ese hombre se merece pudrirse por todos los pecados que ha cometido, por todas las leyes que ha quebrantado, y tengo la intención de ver cómo prueba el sabor de la justicia… y ninguna intención de liberarlo. Nunca entregaré esta comisaría, ni a Cobbius, ni a Henschamnn ni a cualquier otro matón que crea que puede conseguir todo lo que quiera mediante el asesinato, las patrañas, el robo y la coacción. No tenemos por qué doblegarnos ante gente como ésa nunca más. Debemos aguantar y dar ejemplo. Tenemos que hacer lo correcto, aquí y ahora. Hay que mantenerse firme. Es nuestro trabajo. —Dio un paso, con los ojos desorbitados por la pasión, hacia Raufbold, que evitó la confrontación con el capitán—. Quien tenga algún problema que venga a verme. Los demás, vuelvan al trabajo. ¡Retírense!

El sacerdote observó a los guardias mientras se disgregaban murmurando entre ellos y haciendo gestos de aprobación, al parecer influidos por la fuerza de las palabras de Kurt. Cuando el grupo se dispersó, Otto y Belladonna se acercaron al capitán.

—¿Quería verme? —preguntó el sacerdote.

—Sí. Gracias por venir tan rápido —respondió Kurt, ya con el rostro más relajado.

—Eso tiene que agradecérselo a Belladonna.

Kurt dedicó un gesto de agradecimiento con la cabeza a la agente.

—Hay otra cosa que podría hacer —sugirió a la guardia—. El sargento Woxholt está en el sótano vigilando a Cobbius. Baje con Faulheit y releven a Jan, y díganle que lo espero en mi despacho. —La joven asintió y dio media vuelta—. Ah, Belladonna… Siento haber sido tan brusco con usted antes. Si mis sospechas son fundadas, Henschamnn y sus compinches podrían ser el menor de nuestros problemas. No era mi intención desahogar mis preocupaciones en usted. Lo siento.

—Disculpas aceptadas —respondió Belladonna, y se alejó rápidamente.

Otto se quedó observándola.

—No me diga que el vástago del viejo Barbas de Acero está aprendiendo el arte de la diplomacia…

—La única diplomacia en la que cree mi padre requiere una espada, un arco o una ballesta —gruñó Kurt—. Las palabras amables nunca le reportaron demasiados favores ni en el ejército ni en casa. —Paseó la mirada por el resto de Gorras Negras, pero todos estaban concentrados en sus propios problemas—. Subamos a mi despacho. Tengo que enseñarle una cosa.

* * *

Belladonna bajó al sótano seguida por el reacio Faulheit, que rezongaba por tener que volver a los subterráneos de la comisaria.

—Me pasé medio día ahí abajo escuchando a docenas de ciudadanos quejándose de sus vecinos y tratando de convencerme de que sabían algo sobre el asesino del elfo —dijo con voz quejumbrosa—. No veo por qué tienen que elegirme a mí para hacer de niñera del maldito Cobbius. Además, no tardará en subir la marea y este lugar siempre se inunda cuando eso sucede.

Belladonna estaba a punto de sugerirle dónde podía meterse sus lloriqueos cuando un olor que advirtió la detuvo. La joven distinguió el regusto metálico y el hedor a putrefacción en el aire. Hizo un gesto a Faulheit para que no hablara y preparó la ballesta que había pertenecido a Deschamp y que llevaba colgada a la espalda por una correa de piel junto con un improvisado cartucho con un puñado de flechas metálicas. Belladonna se apoyó la ballesta contra el pecho e insertó con habilidad el cartucho. Faulheit extrajo la porra maciza que le colgaba del costado derecho, también listo para la acción, aunque no tan ansioso por correr hacia ella. La pareja se deslizó por los escalones que restaban y atravesó el penumbroso pasillo que conducía al sótano. Delante de ellos había cuatro aberturas sin puertas que daban a cuatro cámaras distintas.

Cobbius había sido encadenado a la pared de una sala orientada al sur con varias ventanas con barrotes a ras de suelo. Cuando la marea alcanzaba su punto más alto, el agua del canal secundario solía subir lo suficiente como para introducirse en el sótano a través de aquellas ventanas y empapar los pies de quien se encontrara en su interior. Eso hacía especialmente desagradable el encarcelamiento en el sótano y era un recurso de disuasión contra los presos que se negaban a permanecer en los calabozos a la vista de todos. Belladonna fue acercándose a la sala que ocupaba Cobbius, agradecida de que la marea no hubiera alcanzado aún su punto álgido, ya que caminar chapoteando con el agua a la altura del tobillo no era una buena manera de pasar inadvertido. Se inclinó contra la pared junto a la entrada, sujetando con firmeza la ballesta y preparándose mentalmente para irrumpir en la habitación. Faulheit estaba a su espalda, blandiendo la porra y respirando hondo. Belladonna le hizo un gesto y se arrojó a la sala gritando que quien estuviera allí dentro no moviera un pelo. Lo que vio le hizo retroceder de horror.

* * *

Otto examinó el diminuto broche de plata y jade, admirado con el delicado trabajo del engaste y las piedras.

—Fíjese en la piedra que hay en el centro —le apuntó Kurt, que estaba de pie junto a la ventana de su despacho, contemplando los adoquines del Puente de los Tres Céntimos. Era mediodía, aunque las nubes que se acumulaban en el cielo de Marienburgo habían tapado el sol, y el puente debería estar viviendo uno de sus momentos de mayor actividad del día. Sin embargo, la calle parecía un asentamiento de enanos la mañana siguiente a un Fin de Keg, y apenas había un alma atravesándolo—. ¿Qué cree que es?

El sacerdote frunció el entrecejo.

—Soy un acólito de Morr, no un comerciante de piedras preciosas.

—Mírelo detenidamente —le sugirió Kurt.

Otto escudriñó la piedra central del broche. Era minúscula, algo mayor que una esquirla. A primera vista parecía una esmeralda, pero en estado bruto, lo que impedía determinar con certeza su color real. A medida que los ojos del sacerdote penetraban en el fragmento de la piedra preciosa, el temblor de sus manos aumentaba.

—Esto es… ¿De dónde lo ha sacado?

—Gerta la Charlatana se lo compró a Dedos Blake. Sospecho que él lo encontró cerca del cuerpo de Arullen Silvermoon. Sobre cómo llegó el broche a las manos de Silvermoon no tengo ni idea. Sabemos que estuvo en las cloacas, puede que incluso en las catacumbas. Quizá lo encontró allí. No lo sé. Creo que los monstruos que lo mataron andaban detrás de ese broche, del poder que posee.

Otto dejó la joya en el escritorio del capitán como si tuviera miedo de que lo infectara.

—La gema sin pulir del centro es piedra bruja —afirmó el sacerdote con gravedad—. No hay un solo mortal que pueda admirarla o poseerla durante un periodo prolongado sin sucumbir a las fuerzas del Caos.

—Lo he llevado en el bolsillo de mi guerrera y apenas he advertido su poder sobre mí. Es una suerte que no haya mantenido más que un breve contacto con ella, aun así, se introdujo en mi cerebro y me impelió a matar a todo el mundo. He sentido esos impulsos autodestructivos casi desde que puse el pie en esta comisaria y no comprendía el motivo. Estoy convencido de que el broche es el responsable.

Otto frunció el ceño.

—Ha dicho que los monstruos mataron a Arullen Silvermoon. ¿Qué monstruos?

—Los hombres rata.

—Que Morr nos proteja —musitó el sacerdote—. ¿Está seguro?

—Completamente —aseveró Kurt—. Esa diminuta esquirla de piedra bruja tiene un significado especial para ellos. Han estado saliendo de sus guaridas en las catacumbas para buscarla, y cada vez se atreven a acercarse más a la superficie. Se han arriesgado a ser descubiertos en su empeño por recuperar ese fragmento incrustado en el centro del broche. Sospecho que forma parte de una pieza mayor, de un bloque de piedra bruja que precisa de ese fragmento para completarse. Quizá se trate de un tipo poco común de piedra bruja, de uno con un poder infinitamente mayor que cualquier otra piedra bruja que haya conocido ningún mortal. Desconozco el fondo del asunto, y quizá nunca llegue a conocerlo, pero hay algo que si sé: mientras esa esquirla continúe en Suiddock, todos corremos peligro.

—Entonces destrúyala.

El capitán meneó la cabeza.

—Ojalá pudiera, pero no creo que eso sea posible. Quizá haya sido por una cuestión de suerte o de destino, pero he sido enviado a este lugar en concreto y en este preciso momento, y tengo que ocuparme de este asunto. Es mi deber.

Otto se puso en pie.

—Si tiene razón, conservar este broche aquí es una invitación a los hombres rata para que ataquen este lugar.

—De momento tendrán que ponerse en la cola.

—Entonces, ¿qué intenciones tiene?

Kurt sonrió al sacerdote.

—Es gracioso que me haga esa pregunta.

* * *

La figura encorvada apretaba una hoja contra la garganta de Abram Cobbius. Afortunadamente, el prisionero continuaba dormido; de lo contrario era muy probable que llegados a aquel punto ya hubiera estado muerto. El sargento Woxholt yacía desplomado sobre el suelo del sótano, con un tajo en la frente, del que le brotaba la sangre.

—Suelte el cuchillo —espetó Belladonna, sorprendida por el tono autoritario de su voz y sosteniendo la ballesta confiscada apuntando a la cabeza del intruso.

—Diente y garra, garra y diente —dijo entre dientes la figura, cuyo rostro permanecía oculto por la capucha de su capa.

Belladonna recordó que aquello era lo que el elfo asesinado le había dicho. Fijó la mirada en la hoja ceñida a la piel de Cobbius. Estaba despuntada, y también distinguió las marcas típicas del cuchillo de un elfo en la empuñadura.

—Le robaste ese cuchillo a Arullen Silvermoon, ¿verdad? ¿He acertado?

—Él nos lo entregó —dijo entre dientes el intruso; sus palabras salían de su boca como un silbido. Tenía el acento genuino de Suiddock, más brusco y menos culto que los del resto de Marienburgo, de modo que el visitante era nativo del distrito—. También nos dio su sangre.

—Mataste al elfo con su propia arma —dijo Belladonna, comprendiendo lo que había ocurrido.

—Debíamos alimentarla para hallar la salvación. —El intruso apretó un poco más la hoja contra el cuello de Cobbius—. Éste es el culpable, él nos obligó a decir dónde estaba el fragmento de la piedra, nos obligó a contarlo. Yo era amigo de la casa de Silvermoon cuando todavía era simplemente un hombre. Joost… —Belladonna sabía que la piel de Cobbius no tardaría en ceder y que su vida se escaparía por la sangre que derramaría—— Tenemos que alimentar a la roca grande otra vez.

—¡Date la vuelta! —le exigió Belladonna—. ¡Déjame verte el rostro!

La figura encorvada giró la cabeza para encarar a la joven. Su semblante contraído era el de un hombre, pero sus facciones estaban tan retorcidas y deformadas que resultaba imposible reconocer aquella cara. Tenía los labios reventados y torcidos en una mueca que parecía una sonrisa, y su lengua negra y supurante se deslizaba una y otra vez, entrando y saliendo de su boca negra y repugnante.

—¿Ya eres feliz? —espetó a la agente.

Belladonna se esforzó por reprimir las arcadas y se tragó de nuevo la bilis que ascendía desde su estómago. Advirtió un movimiento a su espalda y vio en la entrada a Faulheit, todavía fuera de la sala y de cuya presencia el intruso no se había percatado.

—Ve a buscar ayuda —dijo entre dientes—. ¡Ve a buscar ayuda!

—¿Qué has dicho? —inquirió la figura encapuchada con una voz que sonó como el gruñido de un animal.

—Buscar ayuda… yo puedo buscarte ayuda —respondió Belladonna, aliviada al oír que Faulheit se escabullía en dirección al piso de arriba. Ahora sólo debía evitar que aquel loco matara de nuevo—. ¿Cómo te llamas?

—Joost Holismus —respondió el intruso, y señaló a su alrededor—. ¡Éste era mi dominio!

* * *

Kurt y el sacerdote bajaban del primer piso por las escaleras cuando Faulheit llegó corriendo desde el sótano. El exhausto Gorra Negra explicó entre jadeos lo que estaba ocurriendo en la planta subterránea y el capitán y Otto se dirigieron apresuradamente hacia allí, con todo el sigilo del que fueron capaces. Los ritos de un hombre a daban a enmascarar sus pasos de aproximación, si bien las amenazas que profería dejaban poco lugar a las esperanzas de una resolución que no implicara un baño de sangre.

—¡Hubo un tiempo en el que yo gobernaba este lugar! Era mío, mi dominio, mi reino. Entonces miré fijamente la piedra vi el verdadero camino, la verdadera luz… ¡El camino hacia el Caos es el camino de la virtud! Me rendí a él, entregué mi alma a su gloria… y el Caos se llevó mi rostro, mi humanidad. ¡También se llevará el tuyo, el de todos vosotros si continuáis aquí! ¡Tómalo como una advertencia!

—Háblame de la piedra —le solicitó Belladonna.

—No hay tiempo… ¡Ya vienen!

Kurt y el sacerdote se detuvieron, temerosos de que los descubriera si se acercaban más.

—¿Quién viene? ¿Quiénes son?

—Son una legión, un ejército, una horda de alimañas voraces que vienen para darse un festín con vuestros cuerpos y vuestras almas. ¡Os devorarán como si fuerais carroña, saciarán su apetito con vuestra carne y vuestra sangre!

—¿Estás hablando de… los hombres rata?

Un hombre gritó y su bramido sonó como el chillido de un animal malherido y horrorizado.

—¡No pronuncies su nombre en voz alta; podrías convocarlos! Todos estos años he estado evitándolos ocultándome entre sus sombras. Pero ahora vienen hacia aquí y nadie podrá zafarse de su cólera. Vuestras vidas están a su disposición. ¡Pero antes, mi hoja debe probar la sangre!

—¡Joost, no!

* * *

Cuando el capitán y Otto irrumpieron en la celda, el predecesor de Kurt ya estaba clavado a la pared por la flecha de una ballesta que le atravesaba el abdomen con su asta metálica. La sangre negra brotaba de la herida y se derramaba por el suelo. Holismus gritaba de dolor y profería insultos terribles a Belladonna, que había arrojado la ballesta a un lado y estaba en cuclillas sujetando entre los brazos el cuerpo de Jan. Cobbius continuaba encadenado a la pared, inconsciente y totalmente ajeno a lo que ocurría a su alrededor; una línea roja que le cruzaba el cuello de lado a lado era el único vestigio de lo cerca que había estado de la muerte.

—¿Por qué han tardado tanto? ¿Qué los tenía tan ocupados? —preguntó Belladonna, con una leve sonrisa en los labios.

—Ya sabe cómo es esto —respondió Kurt, arrodillándose junto a ella y Jan—. El papeleo siempre se interpone en el camino del cometido de un agente de la ley. ¿Cómo está el sargento?

—Se pondrá bien. No es nada grave —respondió la joven. Luego miró a Otto—. Será mejor que examine a Holismus y compruebe la gravedad de su herida. He intentado detenerlo sin matarlo, pero…

El sacerdote se acercó al intruso, aunque se mantuvo fuera del alcance de las piernas y los brazos que Holismus agitaba con violencia.

—No morirá hoy. Su cuerpo está tan pervertido por el Caos que se necesita mucho más que una simple flecha de ballesta para matarlo. Puede sentirse afortunada de que la flecha lo haya clavado a la pared.

Jan se despertó y se estremeció de dolor en cuanto recuperó los sentidos.

—¡Por la salchicha de Sigmar! ¿Qué me ha golpeado?

—Joost Holismus —contestó Kurt, señalando al encolerizado intruso—. ¿Alguna idea de cómo ha podido entrar?

El sargento meneó la cabeza.

—Ni siquiera lo he oído acercarse.

—Esta comisaría era suya —señaló Belladonna—. Probablemente la conoce mejor que cualquier otra persona.

—Algo me dice que no está de humor para explicárnoslo —observó Kurt—. Otto, debería irse ya.

—Sin duda. Les deseo lo mejor en la prueba que se les presenta.

El sacerdote hizo una reverencia y salió de la sala.

—Si ve a Faulheit arriba, mándemelo —gritó el capitán a la espalda de Otto.

—¿Deja que se marche? —preguntó Belladonna con perplejidad.

—No puedo pedirle que se quede. No con la que se nos viene encima —respondió Kurt.

La joven salió corriendo por el pasillo y detuvo a Otto cuando el sacerdote ya enfilaba las escaleras.

—No puede dejarnos así. ¡Por el amor de Morr, necesitamos su ayuda!

Otto meneó la cabeza.

—Mi deber me reclama en otro lugar.

—¿Eso es todo? ¿Va corriendo a esconderse a su precioso templo? ¡Todas las personas de la comisaría estarán cenando con Morr al caer la noche y usted nos abandona a nuestra suerte!

—No lo entiende. Voy a buscar ayuda… si es que alguien puede ayudarlos.

Otto ascendió con paso firme por la escalera sin hacer caso de los gritos que profería Belladonna exigiéndole que regresara. Instantes después apareció en la escalera un temeroso Faulheit.

—El capitán quiere verte —le dijo la Gorra Negra, con la voz a punto de quebrarse, y se quedó escuchando cómo Kurt ordenaba al guardia que saliera a buscar a un cazador de brujas llamado hermano Nathaniel.

—Probablemente estará rezando para que llueva en el templo de Sigmar más cercano. Dígale que hemos capturado a su hereje devoto del Caos. Si quiere a Joost Holismus, tendrá que venir aquí abajo. Quizá debería sugerirle que se traiga un par de amigos, en el caso de que los tenga. Por lo menos se necesitan cuatro personas para sacar a este loco de aquí.

Faulheit pasó junto a Belladonna y salió disparado escaleras arriba. La joven agente regresó a la celda, sin alcanzar a comprender las decisiones de Kurt.

—¿Por qué lo ha enviado a buscar a los cazadores de brujas? Podría saber algo sobre los hombres rata.

—El hermano Nathaniel me dejó claro que arrasaría la comisaría si le ocultaba a Holismus —respondió Kurt—. Los cazadores de brujas tienen potestad para hacerlo; ninguna autoridad de la ciudad pone barreras a su poder. Si sobrevivimos a los próximos dos días, me gustaría que esta comisaría tuviera un futuro. Ni el comandante ni ningún miembro de la Stadsraad va a enfrentarse a los cazadores de brujas para defendemos.

—Además —añadió el sargento—, dudo que nada de lo que nos diga Joost tenga sentido.

Holismus les escupía gargajos de sangre negra, gruñía y los insultaba con los ojos en blanco. Las sacudidas de su cuerpo le levantaron la capucha y dejaron al descubierto la cabellera cana que empezaba a escasear. Belladonna se acercó prudentemente a él y de camino recogió la hoja del elfo del suelo del sótano.

—Tú mataste a Arullen Silvermoon, ¿verdad? ¿Por qué?

La criatura trastornada por el Caos dirigió la lengua bífida hacia la joven, metiéndola y sacándola de la boca en una serie de movimientos grotescos. Cuando Belladonna se dio la vuelta, una voz suave, como de niño, brotó de la boca del preso.

—Tenía en su poder el corazón de la piedra, la última esquirla. Le arrebaté la sangre y alimenté a la piedra pare rendirle tributo.

El hermano pequeño de Joost entró precipitadamente en la celda, sin aliento y con la mirada frenética, y cuando vio a su hermano rompió a gritar acongojado y se derrumbó sobre las rodillas.

—¡Os lo dije! ¡Os dije que lo había visto y no me creísteis! ¿Por qué? ¿Por que no confiasteis en mí?

Kurt posó una mano en el hombro del desconsolado guardia.

—Lo siento, Lothar.

La cabeza de Joost Holismus tembló y empezó a sufrir convulsiones.

—¿Lothar? ¿Eres tú, hermanito?

Lothar levantó la mirada con gesto sorprendido.

—¿Joost? ¿Me reconoces?

—¿Cómo podría olvidar a mi propio hermano?

Lothar se puso en pie y se dirigió hacia la criatura poseída por el Caos clavada a la pared. Belladonna se interpuso entre los hermanos para evitar que el más joven de los Holismus se acercara demasiado a Joost.

—Lothar, necesito que me hagas un favor —masculló Joost con voz humana, muy alejada del áspero chirrido de horror y cólera anterior.

—Lo que sea, hermano —le prometió Lothar.

—Mátame antes de que lleguen los cazadores de brujas.

—Yo… —Lothar dirigió la mirada al capitán—. ¿Ha avisado a los cazadores de brujas para que vengan por él?

—No tenía opción —admitió Kurt—. Lo siento.

—Me torturarán y me mortificarán en nombre de su dios —continuó Joost, cuya voz recuperaba el vil y maléfico tono rudo y sibilante inicial—. ¡Persiguen la derrota del Caos para glorificar a su dios, Lothar! ¡Debes detenerlos, debes vencerlos! ¡Mátalos por mí, hermano!

Lothar retrocedió tambaleándose, horrorizado por la retorcida personalidad que luchaba por imponerse en la conciencia de su hermano.

—No. No puedo hacerlo… Lo siento.

—¡Eres débil! ¡Siempre fuiste un débil! ¡El niñito de la familia! ¡Completamente inútil para todo y para todos!

Lothar se tapó las orejas con las manos para no tener que oír aquella insistente y provocadora voz.

—¡No!

—¡Morirás aquí! ¡Vienen por ti! ¡Se darán un festín con tu alma, Lothar!

—¡No!

El guardia se desplomó sobre el suelo de piedra, con los ojos en blanco. Kurt acudió junto a él para asegurarse de que no se había herido.

—Sólo se ha desmayado —señaló el capitán—. Probablemente sea lo mejor.

Desde la escalera llegó el ruido de fuertes pisadas que descendían al sótano. Kurt se puso en pie y se acercó con paso firme a Joost, apretó el antebrazo contra la garganta del excapitán convertido al Caos y la cabeza de Joost se estampó contra la pared.

—¿Cuánto tiempo nos queda, capitán Holismus? ¿Cuánto falta para que lleguen los hombres rata?

—Estaréis todos muertos antes de ver el próximo amanecer —respondió Joost, de nuevo con una voz humana y los ojos de un pálido color azul en vez del oscuro y tormentoso negro.

Pero el Caos volvió a apoderarse de él y el excapitán reemprendió su retahíla de insultos a los guardias y los acribilló con las promesas de la fatalidad que los aguardaba, y cuando el capitán le tapó la boca con la mano para poner freno a sus imprecaciones trató de mordérsela.

El antiguo capitán de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos se atragantó y la bilis empezó a escurrirse entre los dedos de Kurt.

—¡Aléjese de ese monstruo! —gritó una voz inflexible.

Cinco cazadores de brujas se abrieron paso empujando a un lado a Belladonna. Sus oscuras capas revoloteaban a su alrededor mientras avanzaban por la celda. La agente iba a protestar, pero una desafiante mirada del jefe de los cazadores de brujas le mantuvo la boca cerrada.

—Soy el hermano Nathaniel, del Templo de la Corte. Y por la presente, reclamo al preso Joost Holismus, de modo que me entregará su custodia.

Kurt se apartó de la pared dejando vía libre para que la criatura del Caos luchara con cualquiera que se acercara a ella. Algunos cazadores se llevaron golpes en el cuerpo y el rostro mientras trataban de someter a Joost, que en ningún momento cejó en sus insultos y sus imprecaciones.

—¡Aunque me saquéis de aquí regresaré! ¡Me alzaré con un ejército de seguidores y reclamaré este lugar maldito! ¡Recordad mis palabras, estúpidos! ¡Recordad mis palabras!

Cuando Joost perdió el sentido, el hermano Nathaniel se acercó a él y extrajo con una severidad innecesaria la flecha que le atravesaba el cuerpo. Los ojos del cazador de brujas brillaban triunfantes.

—Llevaba mucho tiempo esperando capturar a este pecador —exclamó con orgullo—. ¡Hoy es un gran día para el Templo de la Corte!

—Sean bienvenidos —dijo irónicamente Kurt.

Los cazadores se quedaron mirándolo hasta que el hermano Nathaniel les hizo una señal para que sacaran a Joost.

—No crea que esto le deja libre de sospecha, capitán Schnell —le dijo mientras sus cuatro compañeros salían de la celda con el predecesor de Kurt a cuestas—. Lo único que ha conseguido para esta comisaría es un aplazamiento. Mis hermanos y yo estaremos vigilando de cerca este lugar, aguardando a que el próximo infectado por el Caos aparezca… y ocurrirá.

—Está bien saber que hay alguien cuidando de nosotros —comentó Kurt a Belladonna y a Jan.

—El hermano Nathaniel es todo un amigo —afirmó el sargento.

El cazador de brujas reconoció al hermano de Joost desplomado en el suelo.

—Si yo fuera usted, vigilaría a ése. A menudo el Caos se expande siguiendo la línea de sangre. Cuando un hombre se infecta, los hermanos son los siguientes.

—Ya tiene lo que quería —masculló Kurt—. Lárguese.

Con el ceño más fruncido que de costumbre, el hermano Nathaniel salió a grandes zancadas de la celda.

Kurt se volvió a Jan, todavía en el suelo.

—Supongo que ahora te quejarás de que debería haber sido más amable con él, que hay que hacer amigos y entablar relaciones con gente influyente y toda esa porquería.

El sargento se puso en pie y se frotó la frente.

—Podemos vivir sin esa clase de amigos.

—Quizá, pero necesitamos aliados para sobrevivir a los vaticinios de Joost —señaló Belladonna—. Capitán, les ha dicho a los otros guardias que esperábamos refuerzos; ¿cuándo llegarán? —Vio que los dos hombres se intercambiaban miradas—. No hay tales refuerzos, ¿verdad?

—De otras comisarías, no —confesó Kurt.

—¿Y de otro sitio?

El capitán se encogió de hombros.

—Otto parecía convencido de que podría tener mejor suerte.

—¿Parecía convencido? —preguntó Belladonna. Su incredulidad era patente en su voz—. ¿Podría tener mejor suerte? ¿En eso deposita todas nuestras esperanzas?

Kurt cruzó los brazos.

—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Tenemos nueve Gorras Negras en esta comisaría, un puñado de armas para cada uno y un edificio que ha vivido tiempos mejores. De modo que no, no veo que tengamos muchas opciones, pero me las he visto en peores situaciones y aquí sigo. De vez en cuando debería creer en sí misma… sobre todo cuando no queda otra cosa en lo que creer. ¿Le parece suficiente?

Belladonna exhaló un suspiro de exasperación.

—Bueno, supongo que tendré que conformarme, ¿no?

—Puede que no —respondió el capitán, y abandonó a grandes zancadas la celda—. ¡Que alguien cuide de Lothar!

—¿Adónde vas? —le gritó Kurt a la espalda.

Un lejano trueno retumbó de fondo; la inminente tormenta se abría paso desde el océano.

—No dejes salir a nadie hasta que yo regrese.

* * *

—¿Se ha llevado a mi primo Abram detenido? —Lea-Jan no tuvo más remedio que admirar el coraje de su visitante. Pocos capitanes de la guardia se atreverían a solicitar una audiencia con el amo del Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios, y eran menos aún los que empezarían aquella entrevista comunicándole que habían arrestado a un miembro de la familia Cobbius. De hecho, Kurt Schnell era el primero y, sin duda alguna, sería el último—. ¿Puedo preguntarle cuáles son los cargos?

—Dos acusaciones de asesinato, con agravantes por extorsión y tortura. La lista podría ampliarse.

—Entiendo. —Lea-Jan apoyó los codos en el escritorio, formando la aguja de un campanario con los dedos—. Bueno, me preguntaba dónde se habría metido. Abram atacó a uno de mis hombres esta mañana a primera hora y desapareció poco después. Imaginé que se había tratado de una pelea entre borrachos. Tiene un temperamento terrible.

—Ya me he dado cuenta.

—¿En serio? ¿Ése es el motivo de su visita…? ¿Informarme de su arresto?

—Tengo un testigo que afirma que Abram es un lugarteniente de Adalbert Henschamnn, así como miembro de su gremio, señor Cobbius. Consideré que era mi obligación informarle sobre ese desliz en la conducta de uno los miembros de su asociación.

—¿De verdad?

—Me pareció apropiado. El gremio es un órgano honrado y muy valorado en esta zona del distrito, y naturalmente no deseará que esa reputación se empañe por los actos de un inadaptado.

—Naturalmente —admitió Lea-Jan, asintiendo con sagacidad. En pocas palabras, Schnell no era ningún idiota, si bien estaba jugando con fuego—. Bueno, ¿y qué sugiere que haga mi organización en este asunto?

—Nada.

—¿Nada?

El capitán se inclinó sobre el escritorio de Lea-Jan y fijó la mirada en los ojos acerados de su anfitrión.

—No haga nada. Deje que las cosas sigan su cauce natural. Si alguien más decide que quiere liberar a su primo, por la razón que sea, el derramamiento de sangre en el Puente de los Tres Céntimos será inevitable, y no me apetece nada ver cómo los miembros inocentes de su gremio son arrastrados a un conflicto tan innecesario como condenado al fracaso.

—Una exposición interesante.

—Cuando el asunto ya esté encauzado, el gremio se habrá ganado el respeto de quien haya salido victorioso, pero independientemente de quién gane, ambos bandos habrán quedado terriblemente debilitados. Usted y sus asociados pueden lograr todo eso sin hacer nada, simplemente permaneciendo neutrales. —Schnell se puso derecho y con los brazos en jarras—. ¿Podría ser más sencillo?

Lea-Jan entornó los ojos.

—Muy bien, capitán Schnell. El gremio se limitará a contemplar los sucesos. —Se puso en pie y tendió una mano amistosa al Gorra Negra—. Espero que salga exitoso de los acontecimientos que se producirán en las próximas horas. Sería una pena para el distrito perder a un hombre como usted tan pronto. Estoy seguro de que podríamos entablar una fructífera relación en el futuro.

El capitán correspondió a su mano con una sonrisa en los labios.

—Gracias, pero ya me preocuparé del futuro mañana.