QUINCE

QUINCE

El sol estaba poniéndose cuando Kurt y Faulheit pudieron regresar al Puente de los Tres Céntimos. La marea ya se colaba por el hueco cuando por fin divisaron a un barquero navegando por las proximidades de la punta occidental de Riddra. Los Gorras Negras le hicieron señas para que acudiera en su rescate y treparon para encaramarse a su pequeña embarcación, que Faulheit estuvo a punto de hacer volcar. Kurt ofreció al barquero el doble de la tarifa habitual para que los llevara directamente al canal secundario cercano al Puente de los Tres Céntimos, y una vez allí los dos guardias pusieron el pie en tierra firme y se encaminaron hacia la comisaría.

En ningún momento intercambiaron una palabra sobre lo que habían visto en las catacumbas ni sobre sus descubrimientos. Kurt meditaba las terribles implicaciones del hallazgo, mientras que Faulheit simplemente estaba aterrorizado, con el rostro pálido y las manos temblorosas por el miedo.

Cuando tuvieron la comisaría a la vista, Kurt agarró del hombro a su compañero.

—No le cuente a nadie lo que hemos visto en las catacumbas. Si la gente se entera de que esa cosa…, esas cosas podrían estar viviendo bajo el suelo de Suiddock, se desencadenaría un ataque de pánico colectivo que tiraría por los suelos todo el trabajo que hemos realizado aquí hasta el momento.

Faulheit clavó los ojos abiertos como platos en el capitán.

—¿Lo dice en serio? ¿De verdad cree que podemos quedarnos aquí?

—No sabemos a ciencia cierta si esas cosas siguen en las catacumbas. Podrían haberse marchado.

—Usted las oyó… Los dos las oímos. Y vi lo que le ocurrió a Dedos Blake, ¡igual que usted!

—Escúcheme —le suplicó Kurt—. La mayoría de la gente de esta ciudad ni siquiera sabe que existen esas criaturas. ¡Por los dientes de Taal! Yo mismo nunca he visto una, y espero no verla nunca. Pero incluso, aunque todavía estén allí abajo, y que conste que no estoy afirmando que así sea, eso no las convierte en una amenaza para nosotros.

—Mantendré la boca cerrada con una condición —musitó Faulheit.

—Hable.

—Quiero el traslado. No me importa la comisaría ni su ubicación. Envíeme al Doodkanaal si es necesario. Pero quiero largarme del Puente de los Tres Céntimos. Ahora. Hoy.

Kurt asintió.

—Enviaré un correo al cuartel general con la petición de su traslado. Pero no recibirá una respuesta hoy, eso lo sabe tan bien como yo. Los traslados tardan como mínimo tres semanas en ser efectivos.

—Quiero estar fuera de esta comisaría para el Geheimnistag —gruñó el guardia—. Si me lo garantiza, no diré una palabra de lo que sé. ¿Trato hecho?

El capitán suspiró.

—Trato hecho. —Kurt le tendió una mano amistosa—. ¿Nos damos la mano?

—Simplemente envíe el correo —respondió Faulheit, y se introdujo en la comisaría.

Kurt lo siguió al interior del edificio y encontró a Belladonna bostezando, desplomada en la recepción. La agente se puso firmes nada más ver aparecer a Kurt.

—¡Ha regresado! ¿Dónde estaba Faulheit?

—Se lo diré, pero no aquí —respondió, tan bajito que Gerta no pudo oírlo desde su posición en la otra punta del mostrador—. ¿Dónde está Jan?

—Durmiendo. Raufbold está vigilando la sede del gremio, y acabo de enviar a Scheusal y a Bescheiden para que lo releven. —A continuación le explicó el nuevo sistema de turnos implantado por el sargento—. Narbig y Holismus están patrullando la zona comprendida por Stoessel y Luydenhoek. Woxholt quería que las rondas se hicieran en pareja.

—Una decisión sensata —afirmó Kurt, y advirtió que Belladonna reprimía otro bostezo—. No se quede despierta hasta tarde, ¿de acuerdo?

La agente sonrió.

—Ocuparme de la recepción no es lo que yo entiendo por diversión, y no es la razón por la que me ofrecí para venir a su comisaría. Si quisiera estar detrás de un escritorio, podría haberme quedado en el cuartel general.

El capitán caminó hasta la entrada.

—Venga conmigo y tendrá toda la diversión que desee.

—¿Adónde va?

—A arrestar a Abram Cobbius por los asesinatos de Mutig y el mediano Vink… ¿Viene?

Belladonna rompió a reír.

—¡No me lo perdería por nada del mundo! ¡Faulheit!

El orondo guardia estaba charlando con uno de los presos del calabozo y se dio media vuelta.

—¡Queda al mando hasta que regresen Narbig y Holismus! —le espetó la guardia de vigilancia, que salió disparada de la comisaría antes de que Faulheit tuviera tiempo de quejarse de que su turno acababa de concluir.

* * *

Abram estaba hasta las narices de permanecer encerrado en la sede del gremio. Se sentía como si estuviera bajo arresto domiciliario en el ostentoso edificio sin poder salir y disfrutar de los dudosos placeres que podían obtenerse en Riddra a cambio de dinero. Después de todo, él era un Cobbius, una familia que había trabajado en los muelles y embarcaderos de Suiddock durante generaciones. Abram estaba acostumbrado a respirar la fragancia del mar y a oír los graznidos de las gaviotas y, sin embargo, se había pasado los últimos dos días viviendo a todo lujo y ya empezaba a anquilosarse, si es que eran dos días los que llevaba, porque podían ser más o menos, pues la vida entre las paredes del edificio de la sede poseía la cualidad de la intemporalidad, lo que le impedía calcular los días que habían transcurrido. La mayoría de las ventanas de la sede del gremio tenían los postigos cerrados o estaban cubiertas por pesadas cortinas que evitaban que se viera desde fuera lo que ocurría en el interior. Apenas había diferencias entre la noche y el día, ya que el bar para los miembros del gremio servía bebidas las veinticuatro horas del día y el burdel privado funcionaba sin descanso de sol a sol. «Nunca cerramos», había sido la sugerencia de Abram para el nombre del burdel. Se había divertido con su ocurrencia durante horas, pero incluso ese chiste empezaba a aburrirlo. Quería salir.

El primo de Abram se había reunido con él en la sala de juntas dos veces desde el inicio de su encierro. La primera ocasión había sido poco después de su llegada a la sede. Ya se habían visto varias veces en el pasado, pero Abram nunca se había visto honrado con una invitación al santuario de Lea-Jan.

El mobiliario de la sala era sencillo, y nada sugería que su ocupante se encontrara entre los hombres más poderosos de Marienburgo. Lea-Jan era alto y desgarbado, y fuerte de complexión a pesar de que ya debía de contar por lo menos sesenta primaveras. El pelo blanco como la nieve y rapado casi al cero era la pista más certera sobre su edad, y sus ojos grises como el acero eran mucho más aterradores de lo que Abram recordaba.

Lea-Jan había recibido a su primo con afecto y le había preguntado cuánto tiempo pensaba permanecer allí. El Cobbius joven no había sido muy preciso con su respuesta y tampoco había mencionado que habían sido los hombres de Lea-Jan quienes lo habían sacado de las calles de Suiddock y lo habían confinado en la sede del gremio. Hasta Lea-Jan habían llegado noticias sobre la lenta y dilatada muerte del idiota Gorra Negra que había desafiado a Abram en El Descanso de Vollmer. También lo sabía todo sobre el mediano que había ahogado, y había dado a entender que alardear de su relación en un accidente tan desgraciado quizá no era inteligente. Abram había asentido, consciente de que no le convenía rebatir el consejo de su primo. Después se habían despedido en términos amistosos, aunque Abram no había tenido ninguna duda de que Lea-Jan lo acogía muy a su pesar.

La segunda entrevista había sido considerablemente menos cordial. Lea-Jan estaba furioso por lo que el imbécil de Deschamp había hecho en las cloacas. Eso ya de por sí era una mala noticia, pero también estaba enterado de la decisión de Abram de entregar el cadáver del Gorra Negra en la comisaría y del contenido de la nota amenazante que lo había acompañado. Lea-Jan estaba sentado detrás de su escritorio cuando Abram fue llevado ante él con el rostro desencajado por la ira. Abram había tratado de disculparse, pero Lea-Jan no había querido escucharlo.

—Entiendo que te has dejado engatusar por Henschamnn y su Liga de los Caballeros Emprendedores.

Abram había abierto la boca para desmentir aquella afirmación, pero la había cerrado inmediatamente, sabedor de que una mentira sólo le supondría una caída en su esperanza de vida. Así que se había limitado a asentir con los ojos clavados en el suelo para evitar la mirada envenenada de su primo.

—Idiota. El gremio pervive y prospera porque no se mezcla en esos manejos —le espetó Lea-Jan—. Los hombres como Casanova vienen y van. El gremio, sin embargo, es eterno. Y para seguir así debe dirigir con mano de hierro los puertos de esta ciudad. Son el alma de Marienburgo y, por definición, del Imperio. Lo que hacen nuestros estibadores y operarios portuarios repercute en la vida de muchas personas. En comparación, Henschamnn es un vulgar ladronzuelo que cualquier día recibirá una puñalada por la espalda de otro ladronzuelo. Su tiempo al frente de lo que se denomina el sindicato del crimen es limitado. El gremio ha ejercido el poder real en esta ciudad durante más de un siglo, pero tus actos amenazan con dejarlo en evidencia y ponerlo en peligro, y eso es algo que no puedo tolerar.

—Lo siento, primo —farfulló Abram—. No me di cuenta.

—Eso es obvio —replicó Lea-Jan con un desagrado hiriente—. Si no corriera la misma sangre por nuestras venas, ya estarías flotando boca abajo en cualquier canal secundario de los alrededores del Doodkanaal. Tal y como están las cosas, no tengo ningún deseo de ver a tu madre, mi tía, llorando por el bobo de su hijo. Mis fuentes me han informado de que la comisaría del Puente de los Tres Céntimos no resistirá más allá del Día del Misterio. Si esa información se revela exacta, podrás volver al mundo exterior como un hombre libre.

—Gracias, primo —respondió Abram antes de reparar en el significado último delas palabras de Lea-Jan—. ¿Un hombre libre? ¿Quieres decir que ya no seré miembro del gremio?

—Te has alineado con Henschamnn, de modo que has elegido tu destino. De momento seguiré ocupándome de tus trapos sucios, pero a partir del Geheimnistag me lavaré las manos en todo lo relacionado con tus asuntos. Hasta entonces puedes quedarte aquí y disfrutar de mi protección. Eres libre de tomar todo lo que desees de lo que albergan estas paredes. Ahora bien, como pongas un pie fuera de este edificio no me responsabilizaré de las consecuencias.

Abram salió del despacho de Lea-Jan caminando de espaldas, sin atreverse a mirar a los ojos a su primo. Desde entonces había intentado deleitarse con los vinos, las mujeres y las canciones de los que disponía a su antojo, pero la alegría se había marchitado. La pérdida de la condición de miembro del gremio implicaba la pérdida de su privilegiado estatus. Todavía podría echar mano de su nombre durante algún tiempo, pero no tardaría en correr la voz sobre la postura que Lea-Jan había adoptado respecto a él. Un futuro funesto se cernía sobre él y le había impedido disfrutar de aquellos días en el paraíso. Esa diversión se veía dificultada aún más por los dos guardaespaldas de su primo, que lo vigilaban las veinticuatro horas del día para evitar que escapara del edificio.

Abram se emborrachó como nunca antes y decidió que sólo le quedaba una salida: cruzar los adoquines que separaban la sede del gremio del Club de Caballeros de Marienburgo. Cuanto antes se uniera a Henschamnn, mejores serían sus perspectivas, así que sólo necesitaba deshacerse de sus sombras gemelas.

Abram aguardó a que uno de los dos escoltas se fuera al excusado y entonces ofreció al segundo una copa de una licorera de cristal que contenía aquavir. El hosco guardaespaldas la rechazó y se volvió asqueado, momento que aprovechó Abram para estamparle la licorera en la cabeza y dejarlo sin sentido. De esa manera resultaba mucho más sencillo salir del edificio, a pesar de que la visión doble y la falta de equilibrio no eran de gran ayuda. Por fin encontró una puerta que daba a la calle y la abrió esperando, en cierta manera, que la radiante luz del sol lo cegaría; sin embargo, fuera estaba oscuro y nublado, y apenas se vislumbraba el azul en el cielo morado, una señal inequívoca de que había pasado una hora desde que el sol se había puesto y ya empezaba a anochecer o, por el contrario, que estaba amaneciendo y el sol aparecería en breves momentos. Aunque eso a Abram le daba igual, pues sólo pretendía recorrer como buenamente pudiera los veinte pasos que lo separaban del Club de Caballeros de Merienburgo. Se llenó los pulmones con el aire marino, salió de su refugio e inmediatamente se desplomó de bruces sobre la calle adoquinada, lo que causó que se rompiera la nariz por segunda vez en pocos días.

* * *

Scheusal bostezó y se desperezó; dio un par de patadas al suelo de la calle para desentumecer las piernas cansadas. Bescheiden y él se habían pasado la noche vigilando la fachada occidental de la sede del gremio, esperando en vano que Abram Cobbius asomara su desagradable rostro. Bescheiden se había escabullido un par de veces, en principio para vaciar la vejiga, pero Scheusal albergaba sus propias sospechas al respecto. No se fiaba un pelo del guardia con cara de comadreja y no le hubiera sorprendido lo más mínimo que Willito hubiera estado realizando maliciosas visitas al cercano Club de Caballeros de Marienburgo para informar sobre sus actividades. Scheusal se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar Bescheiden por unos florines y supuso que todo el mundo tenía su precio, aunque, ¿cuánto florines costaría convencer por completo a Bescheiden?

Scheusal sabía que el capitán y Belladonna estaban merodeando por la cara occidental del edificio. Habían acordado una señal para comunicarse: dos silbidos largos seguidos por uno corto cada hora. Si alguna de las parejas de vigilantes atisbaba al escurridizo Cobbius, silbaría para que la otra acudiera en su ayuda.

Como la mayoría de los Gorras Negras destinados en el Puente de los Tres Céntimos, Scheusal se había dado cuenta de que el capitán y Belladonna pasaban mucho tiempo juntos, lo que había dado pie a una lista nada corta de chismorreos obscenos iniciada por Raufbold y Faulheit. Scheusal, sin embargo, consideraba que estaba más fundamentada en la envidia que en la realidad, pues tenía el hábito de observar a la gente, sus costumbres y su manera de relacionarse. Podía decirse un montón de cosas a partir de la postura que adoptaban los cuerpos cuando dos personas hablaban y de cómo reaccionaban respecto al cuerpo del interlocutor. Belladonna se sentía cómoda con el capitán, su presencia le transmitía seguridad, como si fueran viejos amigos. Por su parte, el capitán mantenía el cuerpo erguido y era más formal con ella, como si fuera consciente de su feminidad y se esforzara por demostrar que eso no significaba nada para él. No, no eran amantes, por mucho que Jorg el Guapo y Martin lo proclamaran a los cuatro vientos en el dormitorio de la comisaría.

Estaba a punto de amanecer cuando Bescheiden se escabulló para su tercera evacuación de vejiga y dejó solo a Scheusal, que esperaba con impaciencia el final del turno para poder echar una cabezada. Le parecía imposible que fuera Konistag y que sólo hiciera tres días que la guardia había regresado al Puente de los Tres Céntimos, aunque… Sus cavilaciones cesaron de manera abrupta cuando una puerta se abrió en la planta baja de la sede del gremio y la luz amarilla se desparramó alrededor de la figura corpulenta de un hombre. La silueta miró al cielo unos instantes y salió dando tumbos a la calle. La luz de una farola de gas le bañó el rostro y Scheusal dio un grito ahogado. ¡Era Cobbius! El Gorra Negra se palpó los bolsillos buscando el silbato que los agentes recibían como parte del equipo en el momento de su incorporación al cuerpo. Lo sacó de la guerrera y se lo llevó a los labios para convocar al capitán y a Belladonna con un silbido estridente. Pero cuando miró de nuevo hacia la puerta, no había ni rastro de Cobbius. «Por la dulce Shallya, no me digas que lo he perdido», se lamentó Scheusal.

Avanzó pesadamente en dirección a la puerta, corriendo todo lo rápido que su voluminoso físico le permitía, y cuando llegó a las inmediaciones de la entrada vio un cuerpo despatarrado boca abajo sobre los adoquines, con un charco cada vez mayor debajo de la cabeza. «Por favor, no dejes que Cobbius muera», rezó. Se arrodilló junto al cuerpo y descubrió con alivio que Abram roncaba. No estaba muerto, sino borracho como una cuba, y la sangre manaba de su nariz. Scheusal se llevó de nuevo el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas, y sólo se relajó cuando oyó el sonido de pisadas y vio a Kurt corriendo hacia él. «Ha sido más fácil de lo que esperaba», se dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

* * *

Tuvieron que trasladar a Cobbius al Puente de los Tres Céntimos entre los cuatro, medio cargando con él, medio arrastrando su cuerpo empapado de cerveza. El sol ya se elevaba en el cielo de Marienburgo cuando el cuarteto de Gorras Negras entró en la comisaría y arrojó a Abram en el suelo, a los pies de Jan. El sargento se cruzó de brazos y fijó la mirada en el preso, que seguía roncando.

—Buen trabajo —felicitó a Kurt y a los demás—. No podía haber sido más sencillo reducirlo.

—Te sorprendería —replicó Kurt sonriendo—. ¿Dónde sugieres que lo metamos?

Jan paseó la mirada por los calabozos, desde donde media docena de vagabundos, borrachos y cortabolsas miraban asombrados a Cobbius.

—Ahí no, eso seguro. No creo que podamos mantener su arresto en secreto mucho tiempo, pero tenerlo a la vista sería una manera de pedir problemas a gritos, y creo que ya hemos tenido suficientes. Eso sólo nos deja la opción del piso de arriba.

—Quizá no —dijo Belladonna—. Hay que tener en cuenta a quién tenemos en el despacho del capitán.

—Sigue allí, ¿verdad? —preguntó Kurt mirando al techo.

—Nuestro amigo está perfectamente —confirmó Jan—. Se ha pasado la noche llorando y quejándose, pero sigue entre nosotros. Amenaza con retractarse de su declaración si no le damos de comer pronto.

—¿Ya ha firmado una declaración?

—Todavía no. Estaba esperando a que regresaras —respondió el sargento—. ¿Qué tal si ponemos al campeón de ronquidos de Suiddock en el sótano? De momento podemos encadenar a Cobbius a la pared. —Jan olisqueó el aire y torció el gesto ante el penetrante olor a cerveza que desprendía el cuerpo de Cobbius—. Seguramente cuando suba la marea acabará con las piernas empapadas, pero no creo que en su caso un baño gratuito esté de más.

Kurt asintió.

—Scheusal, Bescheiden, arrastren a nuestro amigo al sótano y encadénenlo. Cuando acaben, pueden ir a dormir. Han hecho un buen trabajo.

—¿No deberíamos apostar a alguien para que lo vigilara? —preguntó Scheusal, golpeando a Cobbius suavemente con la bota.

—El turno de día se encargará —respondió Jan—. Ustedes váyanse.

Cuando los dos guardias desaparecieron, llevando a rastras al prisionero, Kurt hizo un gesto a Jan y a Belladonna para que lo acompañaran al piso de arriba y se reunieron en el comedor, donde aceptaron agradecidos la bebida caliente y el desayuno que les preparó Gerta. Kurt informó a sus colegas de todo lo que había descubierto en las catacumbas y concluyó su parlamento con el nombre que tanto había aterrorizado a Faulheit. Belladonna puso los ojos en blanco con incredulidad.

—¿Hombres rata? No hablará en serio, ¿verdad, capitán? Son una leyenda, una pesadilla que los hermanos se cuentan para asustarse cuando se meten en la cama. Es decir, ¿de verdad cree que hay toda una raza de hombres rata viviendo en ciudades subterráneas bajo el suelo del Imperio y que han pasado desapercibidas durante siglos?

—Sólo porque nunca los hayamos visto no significa que no existan —replicó Kurt.

—Yo creo en lo que veo, huelo, toco, saboreo u oigo —afirmó Belladonna—. Los asuntos de fe son cosa de los sacerdotes y los fanáticos. Yo creo en lo que percibo por los sentidos, ni más ni menos. Ése es uno de los motivos por los que abandone mis estudios en los templos de Morr.

La fe ciega puede impedirte ver la verdad.

El capitán se volvió a Jan.

—¿En qué crees tú?

El sargento se encogió de hombros.

—Si tú crees en esos hombres rata, yo también. No necesito ver cómo sale el sol cada día para saber que también saldrá al día siguiente. Además, si lo que has visto es cierto, explicaría una presencia que he estado notando desde que puse el pie en esta comisaría, una presencia furiosa y poseedora de un maléfico odio que percibo cada vez con mayor intensidad, casi como si el diablo estuviera royendo los cimientos de este lugar, ávido por algo que no puede alcanzar. —Se dio cuenta de que Kurt y Belladonna lo miraban perplejos—. Bueno, me has preguntado en qué creo yo y te he respondido con sinceridad.

—Está bien —dijo Kurt, encogiéndose de hombros—. No he visto a esos hombres rata con mis propios ojos, pero sí he visto lo que son capaces de hacer y tenemos que estar agradecidos de que se queden debajo del suelo. Aquí arriba todavía podemos sentirnos a salvo de ellos.

Belladonna acabó su desayuno y apartó el plato.

—Por el bien de la discusión, demos por hecho que esas criaturas existen. ¿Podrían ser las responsables de la muerte de Arullen Silvermoon? —Les explicó su descubrimiento de los dos cabellos de distinto origen en el cuerpo del elfo—. No he tenido la oportunidad de examinar el segundo pelo, pero, a primera vista… es decir… no parecía humano.

—Por lo que sé sobre los hombres rata, no tienen la costumbre de atacar elfos solitarios y arrojar sus cuerpos a la superficie —señaló Kurt.

—Quizá el elfo se introdujo por equivocación en las catacumbas y los vio —conjeturó Jan—. Lo siguieron hasta el exterior y lo mataron. Eso explicaría que el cuerpo de Silvermoon apareciera donde lo hizo.

—Sufrió dos ataques —apuntó Belladonna—. Estoy segura de que el primer agresor fue un hombre de unos cuarenta años, que empieza a perder su cabello cano y que lo atacó con un arma blanca. El ataque no humano fue posterior.

Kurt chasqueó los dedos y un velo de comprensión se extendió por su rostro.

—Terfel dijo que Henschamnn había utilizado las catacumbas y las cloacas para mover sus artículos de contrabando por debajo de Suiddock, ¿verdad? —Belladonna asintió—. Eso no podría haber sucedido con los hombres rata allí abajo, a menos que Henschamnn hubiera llegado a algún tipo de acuerdo con ellos. Cuando examinó el lugar donde habían arrojado el cuerpo del elfo, Belladonna, usted afirmó que había sido depositado. Quizá quien lo puso allí estaba mandándole un mensaje a Henschamnn.

—¿Qué clase de mensaje? —se preguntó la joven en voz alta.

—No lo sé —admitió el capitán—, pero conozco a un hombre que sí lo sabe.

* * *

Didier se moría de hambre. Lo habían tenido toda la noche encadenado al escritorio del despacho de Kurt y nadie le había ofrecido nada de comer. Por si no era suficiente, alguien estaba cocinando la comida con el aroma más delicioso que había penetrado por sus fosas nasales. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie se presentó. ¿Qué era aquello? ¿Algún tipo de venganza porque había matado al Gorra Negra en las cloacas? Él no había tenido ninguna intención de matarlo, había sido un golpe de fortuna más que otra cosa. Así que cuando oyó que abrían la cerradura de la puerta del despacho, Didier estaba dispuesto a contar a sus captores lo que quisieran a cambio de comida. El capitán de la guardia fue el primero en cruzar la puerta, seguido por la joven Gorra Negra y por el sargento de la comisaría. Los tres miraron fijamente a Didier, como si fuera la inoportuna porquería que se acabaran de quitar de la suela de las botas. El preso olisqueó el aire y comprendió que debía de desprender un hedor nauseabundo. No le sorprendía, pues llevaba dos días sin bañarse y casi todo ese tiempo lo había pasado caminando por aguas residuales.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Cuándo van a darme de comer?

—Le daremos toda la comida que quiera —le respondió el capitán.

—¡Ya era hora, demonios! —musitó Didier.

—También le hemos conseguido un buen remojón y quizá algo de ropa limpia —añadió el sargento.

—Suena bien… pero antes, la comida, ¿de acuerdo?

—Estamos pensando en encadenarlo en el sótano, junto a su amigo Cobbius —dijo Belladonna.

Didier se quedó como un pasmarote.

—¿Abram Cobbius…? ¿Lo han arrestado? ¿Está aquí, en la comisaría?

—Lo trajimos esta mañana —explicó la agente sonriendo—. Debía de estar aburrido en la sede del gremio y decidió salir a dar una vuelta… Justo como usted nos dijo. Nos aseguraremos de contarle lo útil que nos resultó usted en cuanto se le pase la borrachera, así que estoy segura de que después de oírlo ustedes dos tendrán mucho de que hablar.

—¡No puede hacer eso! ¡Me matará!

—Igual que usted mató a Verletzung —señaló el capitán.

—¿A quién?

—El Gorra Negra que asesinó en la cloaca…; ¿lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo. Yo… —Didier se derrumbó. El miedo, el hambre y la desesperación se habían llevado lo mejor de él. Cuando dejó de gimotear levantó la vista hacia sus torturadores—. ¿Qué quieren?

—Así está mejor —dijo el capitán, cerrando la puerta y girando la llave—. Díganos lo que necesitamos saber y le conseguiremos comida, ropa limpia y un baño.

—Si nos hace perder el tiempo, lo encadenaremos junto a su amiguito Cobbius —añadió el sargento.

—Está bien. Lo que sea… Pregúntenme.

—Cuéntenos lo de las criaturas que habitan en las catacumbas. Háblenos de los hombres rata.

Didier se manchó la ropa interior con la sola mención del nombre de aquellos seres.

* * *

Raufbold se encontró con el mensajero de Henschamnn en el lavabo de la comisaría poco después del amanecer.

—Dile a tu jefe que el capitán Schnell ha arrestado a Abram Cobbius. El idiota estaba borracho y sigue durmiendo la mona, pero eso cambiará pronto. Si Henschamnn quiere cerrarle la boca o sacarlo de la celda, será mejor que se dé prisa.

El mensajero le pasó un trozo de papel enrollado y cerrado por los extremos por un agujero en la pared del retrete. Raufbold rasgó el minúsculo envoltorio, se vació el contenido directamente en la boca y se restregó con un dedo rollizo la sombra carmesí por las encías. El mensajero ya se había ido cuando la droga empezó a hacerle efecto.

* * *

Kurt no permitió a Deschamp limpiarse antes de hablar, de modo que el prisionero habló hasta agotar lo poco que sabía sobre los malignos hombres rata.

—Henschamnn lleva años utilizando las cloacas para pasar contrabando durante el día. Poco después de que el último capitán de la guardia de Suiddock intentara matarse ahogándose, un grupo de matones de Henschamnn descubrieron un agujero de entrada a las catacumbas. Los rumores sobre una ciudad subterránea siempre habían existido, pero nadie los había tomado en serio. Henschamnn envió dos docenas de hombres para explorarla… Sólo regresó vivo uno. Los hombres rata lo habían enviado como emisario, infectado por una especie de plaga que le carcomía la carne y le dejaba los huesos al aire. Sólo vivió lo suficiente para entregar el mensaje: «Encuentra el corazón de la piedra o todo Marienburgo correrá la misma suerte».

—¿«Encuentra el corazón de la piedra»? ¿Qué es eso? —inquirió Kurt.

Deschamp meneó la cabeza.

—Nadie lo sabía, así que Henschamnn envió otra partida de hombres, esta vez todos cubiertos de armaduras y con las armas necesarias para iniciar una pequeña guerra. Todos desaparecieron excepto uno, que regresó arrastrándose de las cloacas con un rollo de pergamino escrito con sangre. Henschamnn nunca permitió que nadie lo leyera, pero a partir de entonces empezamos a depositar sacrificios humanos en la entrada de las catacumbas.

—¿Fue el caso de Dedos Blake?

El preso asintió.

—Su Gorra Negra me vio entrando en las cloacas con el cuerpo, me siguió hasta las catacumbas y me plantó cara cuando ya me iba. No tenía otra opción que matarlo.

—Ahórrenos las súplicas en su defensa —espetó Kurt—. ¿Por qué eligieron a Blake como sacrificio para los hombres rata?

Deschamp se encogió de hombros.

—Yo sólo cumplía las órdenes de Cobbius. Él se encargaba de los trabajos sucios de Henschamnn sin hacer preguntas. Me dijeron que buscara algún tipo de broche en el cuerpo de Blake antes de llevarlo a las catacumbas, pero no encontré nada en su cadáver.

Kurt dio un paso atrás. Ahora lo entendía todo. Por fin las piezas del rompecabezas empezaban a encajar, aunque la imagen que se formaba era mucho más aterradora de lo que nunca habría imaginado. La muerte de Arullen Silvermoon había dejado de ser un simple asesinato. Lo que había en juego era infinitamente más importante que su carrera en la Guardia de Vigilancia Metropolitana o incluso que la comisaría del Puente de los Tres Céntimos. Deseaba compartir sus sospechas con Belladonna y Jan, pero sabía que lo mejor que podía hacer de momento era guardarse sus temores para sí mismo. Los otros dos agentes se habían percatado de su reacción, pero fueron lo suficientemente inteligentes como para no comentarlo delante de Deschamp, y Jan resolvió tomar la iniciativa en el interrogatorio. Belladonna, por su parte, escudriñaba las reacciones del preso a cada una de las preguntas, tratando de averiguar algo más de lo que decían sus palabras.

—¿Qué querían los hombres rata? —preguntó Jan—. ¿Dónde está esa piedra?

—No lo sé —insistió Deschamp—. Yo soy un mandado, un empleado. Si quieren saber algo más sobre esas criaturas, hablen con Abram Cobbius; él las ha visto. Yo no.

—¿Cuándo las vio?

El preso se encogió de hombros.

—Hace unas semanas. Cada vez son más osadas y se atreven a acercarse más a la superficie. Por eso tuve que cargar con el cuerpo de su Gorra Negra hasta el exterior. Henschamnn había prohibido arrojar cuerpos a las cloacas. Seguimos depositando los sacrificios humanos en las catacumbas, pero ahí termina todo. Cobbius me dijo que Henschamnn no quiere que alimentemos al enemigo.

—¿Qué aspecto tienen esas criaturas? —preguntó Belladonna.

—Se lo acabo de decir, no lo sé… No las he visto, ¿de acuerdo?

—¿Cómo sabemos que nos dice la verdad?

—¿Por qué iba a mentir? —respondió gimoteando Deschamp—. Estaré muerto antes del Geheimnistag…

—¿Cómo está tan seguro?

Deschamp la miró con los ojos bañados en lágrimas.

—No lo entiende, ¿verdad? Henschamnn no puede permitir que Abram Cobbius continúe bajo su custodia. Sabe demasiado. La Liga asaltará este lugar antes de que anochezca. Si no pueden rescatar a Abram, lo matarán… o harán que lo maten. Todo aquel que se interpone en su camino sólo puede acabar muerto. —Deschamp apartó la mirada—. Todos ustedes ya están muertos, aunque todavía no se han dado cuenta. En cambio, yo sí.

—¿Cómo está tan seguro? —gruñó Jan.

—Por lo menos uno, si no más, de sus guardias es un traidor. Así opera Henschamnn, comprando la complicidad de sus enemigos. Si no es capaz de sobornar a las altas esferas, compra a los subalternos e inicia la conquista desde dentro. Así llegó al poder de la Liga y así compró a la Stadsraad. Y ése es el motivo de que tenga a Abram Cobbius como empleado, como primer paso en su campaña para hacerse también con el control del gremio.

—Y ahora me dirá que también quiere convertir esta comisaría en su juguete.

Deschamp resopló y meneó la cabeza.

—¡Ya lo ha hecho! ¡Por los dientes de Taal, pero si probablemente la reapertura de esta comisaría fue idea suya, como parte de un plan mayor que a ustedes se les escapa! Todos ustedes no son más que los títeres de su representación, que utiliza y sacrificará en el caso de necesitarlo. Henschamnn se mueve en un nivel que ustedes no comprenden porque no tienen ni idea de lo que está en juego. —Paseó la mirada por la sala—. Este lugar y toda la gente que hay en su interior están a su merced de un modo u otro. Tiene en nómina a la mitad de los capitanes de la Guardia de Vigilancia Metropolitana de esta ciudad, y a la otra mitad la manipula, tanto si son o no conscientes de ello. Ni siquiera su comandante es inmune a Casanova.

Jan meneó la cabeza, desestimando la declaración del preso.

—Nunca había oído tantas tonterías juntas en mi vida. ¡Ahora nos dirá que el cielo es verde y que Henschamnn puede manejar la luna a su antojo!

—¡Crea lo que quiera! —espetó Deschamp—. Yo conozco la verdad.

* * *

Kurt salió de su despacho seguido por Jan y Belladonna. El sargento enfiló hacia la cocina y se disculpó con Gerta antes de pedirle que se encargara de Deschamp. Ella accedió, aunque su lenguaje fue lo más alejado de lo que sería propio de una dama en cuanto descubrió el repugnante estado en el que se encontraba el prisionero. El capitán esperó a que Gerta se llevara a Deschamp al piso de abajo para hablar con Jan y con Belladonna.

—Creo que sé por qué Arullen Silvermoon se encontraba en las catacumbas y por qué lo mataron.

—¿Se trataba de un sacrificio para los hombres rata? —sugirió Jan.

—En cierta manera, sí —empezó a explicar el capitán, pero decidió no continuar—. Para serles sinceros, es mejor para ambos, para su seguridad, que no sepan más. Por lo menos de momento.

—Parece que hable en clave —señaló Belladonna—. Es casi peor que una conversación con Otto.

Kurt asintió.

—Tiene razón. Debería hablar con Otto.

—No, no me refería a…

—¿Puede ir a buscarlo y traerlo?

—Supongo —respondió la joven—. ¿Cuándo quiere que…?

—Ahora —dijo Kurt—. Cuanto antes, mejor.

—¡De acuerdo! —Belladonna tomó el camino de las escaleras sin añadir una palabra. La frustración era evidente en su rostro.

—Bueno, ya te la has quitado de encima —dijo Jan—, aunque yo no me ahorraría una disculpa para calmarla cuando regrese. Bueno, ¿qué querías decirme que no podía oír ella?

—Nada —respondió Kurt—. Necesito hablar con Otto. Eso es todo.

El sargento no se conformaba con aquella respuesta.

—Algo que dijo Deschamp te asustó. ¿Qué fue?

Kurt posó una mano en el hombro de su amigo.

—Sinceramente, estarás más seguro si no lo sabes.

Jan meneó la cabeza.

—Te dije que este lugar sería la tumba para uno de nosotros.

—Todavía tengo la esperanza de que estés equivocado.

—¡Capitán! —gritó Raufbold desde el pie de la escalera—. ¡Ha venido una mediana a visitarlo!

Kurt y Jan bajaron a la recepción, donde los aguardaba Silvia Vink. Todavía iba ataviada con el rigurosos negro del luto, y llevaba un rollo de pergamino en las manos diminutas.

—¿Es verdad lo que la gente comenta en la calle? ¿Ha arrestado a Abram Cobbius y lo ha acusado del asesinato de mi marido?

—Sí. También tendrá que responder de al menos otro asesinato y de muchos delitos más.

La viuda sonrió.

—Gracias. No creía que lo haría, ni usted ni nadie. Si ya es difícil encontrar a un hombre que cumpla su palabra, lo es mucho más cuando eres un mediano. Gracias, capitán Schnell, de todo corazón. Seguro que mi marido también se lo agradece desde dondequiera que esté.

—De nada —respondió Kurt, conmovido por la fuerza de sus palabras. Esperaba que la señora Vink se marchase, pero no se movió de donde estaba; las manos le temblaban—. ¿Desea algo más?

La mediana asintió con lágrimas en los ojos.

—Ahora que sé lo que ha hecho por mí, esto me resulta mucho más difícil, pero es el precio que debo pagar para recuperar la pescadería de mi marido.

—No la entiendo…

La señora Vink tendió la mano con el rollo.

—Me pidieron que le entregara esto en mano. A cambio recibiría la escritura de la pescadería. La reabriré después del Geheimnistag.

—Es una noticia estupenda, pero ¿por qué no abrirla antes?

Después de enterarse de lo que ocultaba el pescado en su interior, Kurt había planeado realizar una redada en la pescadería que se encontraba al lado de la comisaría; sin embargo, el local había permanecido cerrado toda la mañana.

La señora Vink meneó la cabeza.

—Dudo que nadie cruce el Puente de los Tres Céntimos hoy ni mañana, y mucho menos que se detenga a comprar pescado. No lo harán hasta que… Bueno, lea el mensaje y lo entenderá. —Apretó la palma de la mano suave y cálida en las enormes manos de Kurt—. Adiós, capitán Schnell. Ha sido un honor conocerlo.

La mediana salió apresuradamente de la comisaría y cruzó el puente de regreso a su casa; la puerta se cerró de un portazo y a continuación se oyó el sonido de los cerrojos que cerraban aquella casa para el mundo.

—¿De qué iba esto? —preguntó Raufbold, desconcertado.

—No estoy seguro —reconoció Kurt.

El capitán se acercó a la entrada de la comisaria y echó un vistazo al exterior. A aquellas horas del día era normal que los adoquines del Puente de los Tres Céntimos estuvieran tomados por ciudadanos, comerciantes, vagabundos y visitantes que iban de Stoessel a Riddra o a la inversa. Por el contrario, el lugar estaba casi desierto, y la poca gente que cruzaba el puente lo hacía apresuradamente, con la mirada resuelta y fija al frente; nadie se atrevía a volverse hacia la comisaría. Kurt desenrolló el pergamino y leyó el mensaje; a continuación se lo pasó al sargento, que leyó y releyó las palabras; su rostro se endurecía a medida que comprendía el fondo del escrito.

—Deberías leerlo en voz alta para que todo el mundo se entere —le sugirió Kurt—. Es mejor que lo sepan ahora a que se enteren por los chismorreos y los murmullos que oigan en la calle.

—¿Estás seguro? —preguntó Jan.

El capitán asintió, así que el sargento procedió a cumplir la orden.

—«A la atención del capitán y de todos los guardias de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos: liberen a Abram Cobbius antes de la puesta de sol o aténganse a las consecuencias».

—En otras palabras: nos rendimos o morimos —señaló Kurt.