CATORCE
Jan regresaba a la comisaría arrastrando a dos hoscos jóvenes por el cuello, uno bajo cada brazo, que había descubierto vendiendo lo que aseguraban que era un afrodisiaco envasado en unas diminutas botellas de arcilla que podía convertir al más debilucho de los hombres en un embravecido animal de alcoba. La pareja estaba sacando un lucrativo provecho de las amas de casa ávidas de acción hasta la intervención del sargento. Cuando las mujeres congregadas a su alrededor protestaron, Jan había obligado a los dos muchachos a beberse varias botellitas de su producto, y como era de esperar, ninguno de los dos se había transformado en una bestia enloquecida de pasión por la ingesta de tamaña sobredosis.
—¿Qué contienen? —les preguntó Jan a viva voz para asegurarse de que toda la gente que presenciaba el espectáculo le oía.
—Jugo de remolacha —admitió en un susurro uno de los vendedores.
—Más alto, para que te oiga todo el mundo —le pidió el sargento retorciéndole una oreja.
—¡Por el amor de Shallya, es jugo de remolacha! ¡Vendemos jugo de remolacha!
Un gruñido de desilusión se propagó entre las mujeres, que habían meneado las cabezas y se habían dispersado murmurando su disgusto por la juventud de aquellos días y la vergüenza que representaban aquellos muchachos para sus familias. Jan había pisoteado todos los envases y luego había llevado a los culpables al Puente de los Tres Céntimos.
—Creo que vuestros padres tendrán algo que decir sobre la forma que tenéis de invertir vuestros esfuerzos —les dijo el sargento.
—Lo dudo —respondió uno de los jóvenes—. Mi madre jura que el jugo de remolacha es un afrodisíaco.
—Sea como fuere, dudo que un boticario apruebe vuestros métodos. Además, la venta de productos de manera fraudulenta es un grave delito en una ciudad de comerciantes —replicó Jan.
Pero su determinación de castigarlos se esfumó en cuanto vio lo que estaba ocurriendo en el puente. Raufbold y Bescheiden estaban discutiendo con Scheusal delante de la comisaría, observados desde la entrada por Narbig. Holismus estaba sentado en los adoquines agarrando una botella con las manos temblorosas, mientras que Gerta estaba de pie a su lado, junto a un saco lleno a rebosar de provisiones y un montón de cacharros de cocina.
—¡En el nombre de Mannan! ¿Qué ocurre aquí? —inquirió el sargento.
—¡Nos largamos! —le espetó Bescheiden—. ¡No nos quedamos en ese edificio ni un segundo más! ¡Todo el mundo decía que estaba maldito y tenía razón!
—Baje la voz —le advirtió Ian.
—¿Por qué? ¡No tenemos por qué quedarnos aquí a esperar que nos maten como a Verletzung y a Mutig!
El sargento ya estaba a un paso del guardia con cara de comadreja. Jan soltó a sus dos prisioneros, que aprovecharon para huir. Narbig hizo el ademán de detenerlos, pero Jan meneó la cabeza.
—No se moleste —bramó el sargento, y dirigió la atención a los demás Gorras Negras—. ¿Piensan todos lo mismo? ¿Willito está hablando en nombre de todos o sólo del suyo propio?
—Ojalá la gente dejara de llamarme Willito —musitó Bescheiden.
—Usted ya ha dicho todo lo que tenía que decir —gruñó Jan—. Vuelva a abrir ese purulento orificio que tienes por boca y le meteré el puño por la garganta hasta que le haga cosquillas en los intestinos. ¿Queda claro? —Bescheiden asintió, pero no hizo nada por disimular su desacuerdo con la situación. El sargento paseó la mirada por los demás hombres—. Bueno, ¿todos piensan lo mismo? ¿Están tan asustados de su propia sombra como para huir como unos niñitos cobardicas?
Raufbold dio un paso al frente, como siempre sin temor a dar su opinión.
—No vinimos aquí para que nos rajaran la garganta o nos desmembraran por culpa de una vendetta entre Schnell y Abram Cobbius.
—Para usted, capitán Schnell. ¿Y quién ha dicho que Cobbius fuera el responsable de la muerte de Verletzung?
—Todo encaja, ¿no? —insistió Raufbold—. Hizo una carnicería con Mutig, incluso grabó las iniciales en su cuerpo, y entregaron el cadáver de Verletzung en la puerta principal de la comisaría con una nota que prometía que nos matarían a todos. Pues bien, yo me doy cuenta cuando no me quieren en un sitio, y eso es precisamente lo que ocurre en Suiddock. En este distrito funcionaban las cosas antes de que llegáramos, y volverán a hacerlo cuando nos marchemos.
—No nos vamos a ningún lado —aseguró Jan—. ¿Qué clase de hombres son ustedes que ponen los pies en polvorosa en cuanto alguien los amenaza? ¿Desde cuándo los Gorras Negras ceden a las intimidaciones y las amenazas vanas?
—¿Estás llamando amenazas vanas a lo que les ocurrió a Hans-Michael y a Helmut? —preguntó con desdén Raufbold.
—No, lo llamo por lo que es: asesinato. Y me quedaré aquí hasta que vea a los responsables respondiendo ante la justicia. Ésa es la diferencia entre usted y yo, Jorg el Guapo. Yo no necesito tragarme un puñado de sombra carmesí para encontrar el valor. Sí, así es, el capitán y yo lo sabemos todo sobre su secretito. Él quería concederle la oportunidad de que empezara de cero, pero le ha faltado tiempo para hacer una tontería como ésa, ¿no es así?
Raufbold bufó.
—No lo he probado desde…
—¡Mentiroso! —esperó Jan. Agarró a Raufbold por la mandíbula y se la apretó para obligar al Gorra Negra a que abriera la boca. Tenía las encías teñidas de un fulgurante carmesí, una prueba irrefutable de que había consumido el narcótico—. ¿Cuánto hace que consumiste por última vez? ¿Un día? ¿Unas horas? —El sargento empujó a Raufbold para apartarlo de él—. ¡Me da asco!
—¿Y qué pasa con mi hermano? —preguntó Holismus desde los adoquines, arrastrando las palabras—. Sufrió la maldición de este lugar. El Caos lo infectó, y aquí estoy yo ahora. Y ha vuelto para rondarme.
—Todos tenemos nuestros propios demonios a los que debemos hacer frente —contestó Jan—. Nuestros trapos sucios, las culpas que cargamos sobre los hombros. Ninguno de nosotros es perfecto, ni mucho menos. Pero eso no significa que debamos claudicar a nuestros miedos, y tampoco deberíamos entregar esta comisaría a los tipos como Abram Cobbius o Adalbert Henschamnn. No digo que no viera a su hermano, Lothar. Lo que le ocurrió a Joost fue una tragedia. Pero eso no significa que a usted tenga que pasarle lo mismo. Debemos resistir contra el Caos y contra la gente como Cobbius y Casanova. ¡Hombres de su calaña han gobernado este distrito y la mayor parte de esta ciudad una maldita eternidad!
* * *
—Yo trabajaba en el muelle —explicó Didier, completamente consciente de la ballesta cargada que le apuntaba al pecho. Los dos Gorras Negras y el repulsivo sacerdote de Morr lo mantenían inmovilizado en un rincón de la cámara de la cloaca. «Cuando alguien está apuntándote al corazón con una ballesta, le dices todo lo que quiere oír», razonó Didier. En su caso, lo que decía se correspondía con la verdad, aunque eso se debía más a una mera coincidencia que a una elección personal—. Pero nadie puede trabajar en el muelle si antes no se afilia al gremio, así que me afilié. No sé cuáles fueron mis méritos, pero Cobbius decidió que podría convertirme en un soldado de infantería válido para sus actividades. Siempre necesita reclutas nuevos, y si tienes un poco de cerebro, bueno, eso ayuda.
—¿Cobbius? ¿Te refieres a Lea-Jan Cobbius? —inquirió el otro Gorra Negra.
Didier meneó la cabeza.
—No, no a él. A su primo. Lea-Jan Cobbius nunca se mancha las manos. Sin embargo, a Abram le importa un pimiento quién se entere de lo que hace. No hace mucho vi cómo ahogaba a un mediano pescadero sólo para arrebatarle el negocio sin tener que pagarle un céntimo.
Didier se dio cuenta de las miradas que intercambiaron sus captores y sintió que tenía alguna esperanza. Ya debían de saber lo que había sucedido con el mediano, pero él estaba proporcionándoles la confirmación de un testigo presencial. Su cotización estaba subiendo, y a una velocidad mayor que la marea de aguas residuales que les bañaba los tobillos.
—Después de matarlo, Abram no hizo más que jactarse de lo que había hecho como si ahogar a un mediano indefenso lo convirtiera en el hombre más importante de Suiddock.
El sacerdote tenía el entrecejo fruncido, al parecer sumido en profundos pensamientos.
—¿Por qué un matón como Cobbius querría hacerse con el control de una pescadería?
Didier se sonrió.
—¿Como tapadera para su negocio de tráfico de drogas? Abram posee una flota de barcos pesqueros que salen al mar y se reúnen con contrabandistas que regresan de otros países. Ocultan la droga en el pescado y la venden en la tienda… justo al lado de su comisaría.
—Por eso el nuevo encargado de la pescadería ha subido tanto los precios —señaló Belladonna al darse cuenta de la jugada—. Cobbius no vende el pescado, vende la droga. El pescado sólo es el envase que oculta la mercancía.
—Eso es. Abram no es la persona más inteligente del mundo, pero tiene la astucia propia de un animal.
—Torturar y matar a uno de mis guardias no es demasiado astuto. Y grabarle las iniciales en el pecho cuando ya agonizaba… es como una bestia marcando su territorio —aseveró el capitán.
Didier se encogió de hombros y sonrió.
—Como les he dicho, no es el miembro más inteligente de la familia Cobbius.
—¿Le parece divertido?
El prisionero bajó la mirada, de modo que sus captores no le veían la expresión.
—No. Y tampoco a Lea-Jan. En cuanto se enteró de lo que su primo estaba haciendo lo sacó de las calles. Desde entonces Abram está refugiado en el bar de los miembros del gremio, donde los hombres de Lea-Jan pueden tenerlo vigilarlo. Pero Abram empieza a aburrirse y acabará encontrando una forma de escabullirse para salir en busca de un poco de diversión. Ésa será su oportunidad para atraparlo.
—¿Qué más? —dijo el capitán.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Didier, tomándose el tiempo para tratar de discernir lo que sus captores querían que les contara.
—¿Por qué mató a Verletzung?
—Estaba siguiéndome. Creía que se trataba de algo más peligroso.
—¿Como qué?
Didier meneó la cabeza.
—No voy a decir nada más sobre ese asunto. No mientras sigamos aquí abajo. Si me llevan a la superficie, puede que les cuente algo más, pero no voy a continuar hablando de ello hasta que me saquen de estos túneles.
Se cruzó de brazos tratando de demostrar toda la resolución de la que fue capaz. El capitán de la guardia lo miró lleno de ira. Luego hizo un gesto al sacerdote para que vigilara a Didier y los dos Gorras Negras se retiraron al otro lado de la cámara y cuchichearon en voz tan baja que Didier fue incapaz de oír ni una palabra. Finalmente regresó la pareja de guardias, que sin duda había llegado a algún tipo de acuerdo.
—¿Qué nos costará hacerle hablar? —preguntó el capitán.
—Ya se lo he dicho. Primero llévenme arriba y luego ya veremos.
—No me refiero a lo que sea que lo tiene tan atemorizado. Quiero que me hable de Abram Cobbius.
Didier se encogió de hombros.
—¿Cuál es su oferta?
—No lo ejecutaremos públicamente por el asesinato de Verletzung.
—¡Eso es intolerable! —protestó el prisionero—. ¡No puede probar que haya matado a nadie!
—Todos hemos oído su confesión —replicó Belladonna.
—Además, yo tengo en mi poder el cadáver —musitó el sacerdote—. Ya sabe lo que se dice sobre los siervos de Morr, ¿verdad? Podemos hacer que los muertos hablen. Imagínese en el Puente de los Tres Céntimos con todos y cada uno de los ciudadanos de Suiddock observándolo mientras su víctima regresa del mundo de los muertos para acusarlo de ser su asesino. La gente se ensañaría con usted, y dudo que la guardia pudiera protegerlo de una muchedumbre enfervorizada.
—Probablemente mis hombres se unirían a la muchedumbre —apuntó el capitán con una sonrisa.
—Eso no es justo —dijo quejumbrosamente Didier, a punto de romper a llorar de desesperación.
—¿Fue justo que matara a mi agente?
—Ya se lo he dicho, no sabía que era un Gorra Negra. Pensé que era uno de ésos… —El prisionero se derrumbó, presa del terror—. ¡Por favor, tienen que sacarme de aquí! ¡No puedo soportar más tiempo en estas cloacas! ¡Por favor!
—Quizá deberíamos dejarlo aquí abajo un par de días —sugirió Belladonna al capitán—. Atarlo a esos cadáveres, a ver lo bien que se lo pasa con sus camaradas muertos.
—¡Por Manann! ¡Cualquier cosa menos eso! ¡Les diré lo que quieran!
—¿Declarará como testigo contra Abram Cobbius?
—¡Sí! ¡Lo que sea! ¡Si quieren, también les entregaré a su jefe! —suplicó Didier. El miedo le había arrebatado la última pizca de dignidad que le quedaba—. ¡Incluso les daré al mismísimo Adalbert Henschamnn…! ¡Pero sáquenme de aquí!
—¿Abram Cobbius es uno de los lugartenientes de Henschamnn? —preguntó el capitán.
—Sí, claro que lo es. Es…
El prisionero se detuvo. Se había dado cuenta de su error demasiado tarde. El capitán sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, Deschamp. Me ha alegrado el día.
Didier sintió que le cedían las piernas, su espalda se deslizó por la pared y se desmoronó sobre las aguas residuales, que se agitaron a su alrededor.
—Si me obliga a repetirlo en público, soy hombre muerto —musitó.
—Lo dice como si eso tuviera que importarnos —contestó la Gorra Negra—, pero no es así.
Didier tembló. Sus manos se hundieron en el hediondo líquido.
—No lo entienden. Henschamnn no me matará. Hará que me torturen los guardias de Rijker, y cuando tenga los nervios totalmente destrozados, quizá se moleste en matarme. Pero hasta que eso suceda estaré esperándolo, consciente de que va a ocurrir. Viviré angustiado cada día, cada hora, cada minuto. No lo soportaré —se lamentó.
Su voz se había ido apagando hasta no ser más que un susurro. Sus manos rozaron algo metálico y afilado sepultado en las aguas fecales… ¡Una daga! Alguien debía de haberla perdido y ahora estaba en su poder. Didier cerró la mano alrededor de la empuñadura. Recuperó un último halo de esperanza y se puso en pie apretándose contra el cuello el arma que acababa de encontrar.
—¡Ya no tiene por qué ser así!
El sacerdote lo miró con una ceja arqueada.
—¿Pretendes suicidarte?
—¿Qué cree usted? —gritó Didier, dispuesto a clavarse la daga en la garganta.
—Le recomiendo que se haga el corte de arriba abajo y no de lado a lado. De lo contrario notará que la tráquea es sorprendentemente resistente para esa hoja tan fina. En cambio, si se abre un agujero en la vena azul que se extiende en vertical junto a la tráquea, se desangrará y morirá en pocos segundos. Por supuesto, la elección es suya.
—¿Qué clase de morboso es usted, capaz de explicarle a un hombre la mejor manera de suicidarse? —preguntó Didier entre sollozos. Le temblaba la mano que debía sujetar con firmeza la daga.
—Vivo entre muertos. Camino bajo sus sombras —respondió el sacerdote—. He visto a hombres que morían con el valor reflejado en el rostro y a otros que perdían la dignidad en cuanto la oscuridad los reclamaba. Sólo estoy ofreciéndole las enseñanzas de mi experiencia. Aunque dudo que usted tenga el coraje de matarse, Deschamp.
—Está jugando con fuego —le advirtió entre dientes el capitán.
—¡No me asusta morir! —bramó Didier.
—Puede que no, pero es usted demasiado débil para suicidarse —señaló el sacerdote—. Suelte la daga.
El prisionero apretó la daga, como si fuera a hundírsela en el cuello, pero la fuerza de voluntad lo abandonó. El arma saltó de su mano y regresó a las aguas residuales. Didier rompió a llorar, absolutamente avergonzado, por el recuerdo de su valor perdido y vio cómo se relajaban sus captores. La Gorra Negra bajó levemente la ballesta.
—¿Y ahora qué? —preguntó el capitán.
—Vuelva a la comisaría con Deschamp. No lo meta en uno de los calabozos de la planta baja, encadénelo en mi despacho y cierre la puerta con llave para que nadie tenga acceso a él. Puede contarle al sargento Woxholt lo que nos ha dicho Deschamp, pero a nadie más. Por lo que sabemos, Henschamnn tiene un soplón infiltrado en los Gorras Negras, y, si se entera, informará de la captura de Deschamp y entonces tendremos problemas de verdad. Cuando la seguridad de Deschamp esté garantizada, diga al sargento que envíe un guardia para que vigile la sede del gremio hasta mi regreso. Pero que no hagan ningún movimiento para detener a Cobbius hasta que yo vuelva.
—¿Vuelva? ¿De dónde?
Señaló el resto de los túneles con el pulgar.
—Tengo que ir a buscar a Faulheit. Ya hemos perdido dos hombres gracias a Cobbius y a este amiguito suyo. No puedo permitirme perder ninguno más, aunque sean tan vagos y perezosos como Martin Faulheit. —Se volvió a Otto—. ¿Puede ayudar a Belladonna a llevar al prisionero al Puente de los Tres Céntimos? Sé que no es responsabilidad suya, pero…
El sacerdote asintió antes de que Kurt acabara la frase.
—Será un honor.
—Gracias. —Miró a Deschamp—. Como les cause algún problema tendrá que responder ante mí.
Didier se echó a reír.
—Métase por esos túneles y sabrá lo que son problemas de verdad.
No había acabado de pronunciar la última palabra cuando se encontró la punta de la espada corta del capitán oprimiéndole el pecho.
—¿A qué se refiere? ¿Qué hay ahí abajo?
—Ya lo verá. Ahora, que viva para poder contarlo… eso ya es otro asunto, capitán.
* * *
Una multitud de ciudadanos se había congregado para presenciar la disputa entre Jan y sus hombres. Se había corrido la voz de que los Gorras Negras iban a abandonar el Puente de los Tres Céntimos escasos días después de su llegada y la gente llegaba para abuchearlos o vitorearlos según su grado de simpatía hacia la guardia. Jan luchaba para levantar el ánimo de sus hombres. El sargento paseó brevemente la mirada en torno a él y advirtió el corro que se había formado para observarlos a él y al resto de guardias a la espera de la resolución del conflicto.
—Miren a su alrededor. Ésos son los ciudadanos a los que se supone que deberían servir. Ésa es la gente que les paga los sueldos. Se merecen algo mejor que ver cómo salimos huyendo con el rabo entre las piernas simplemente porque los poderes establecidos en Suiddock han decidido atemorizarnos. Probablemente ésta sea la última oportunidad que tenga la guardia de establecerse en el distrito. Si nos vamos ahora, las posibilidades del contingente que envíen para sustituirnos serán nulas. ¡Nadie creerá en ellos porque ustedes huyeron por pies en cuanto las cosas se pusieron feas!
—¿Dónde está el capitán? —inquirió Bescheiden—. ¿Cómo es que está dándonos usted el gran discurso sobre por qué deberíamos quedarnos? ¿Por qué no está aquí el todopoderoso Kurt Schnell para convencernos, eh?
—Le repito que para usted es el capitán Schnell —gruñó Jan—. Aprenda a mostrarle el respeto que se merece o tendré que enseñarle a hacerlo a golpes.
—Se ha metido en las cloacas para buscar pistas del asesinato de Verletzung —señaló Gerta.
—Ahí tienen —aseveró Jan—. ¡Ha salido a cumplir con su trabajo! ¿Por qué no hacen ustedes lo mismo?
—Alguien les dijo que se iba a cerrar la comisaría —respondió Scheusal—. Yo no lo creí, pero a algunos les faltó tiempo para recoger sus cosas y salir disparados.
—¿Quién les dijo eso? —preguntó Jan a Raufbold. Pero el Gorra Negra se encogió de hombros. Lo mismo hizo Bescheiden cuando el sargento desvió la mirada hacia él. Jan meneó la cabeza, indignado con sus hombres—. Si se marchan ahora, sus nombres serán sinónimo de cobardía el resto de sus días. Incluso cuando la gente ya no recuerde sus nombres ni sus rostros, siempre recordarán a los guardias que al primer indicio de peligro huyeron, a los Gorras Negras que no tuvieron agallas para aguantar y pelear. E incluso cuando todo el mundo haya olvidado eso, todavía habrá una persona que sabrá que son unos cobardes: ustedes mismos. ¡No podemos negar la existencia del miedo, pero no pueden dejar que gobierne sus vidas!
Narbig dio un paso al frente y rompió su acostumbrada taciturnidad.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—¡Nos quedamos! —bramó el sargento echando fuego por la boca—. ¡Estaremos aquí para ver cómo acaba todo esto, como quiera que sea! Conozco al capitán Schnell desde el día que llegó a esta ciudad y es un hombre que nunca huye de una batalla, sino que aguanta hasta el final. ¿Quién está dispuesto a cumplir con su deber? ¿Quién va a resistir por el bien de la gente de Suiddock?
—Yo, sargento —respondió inmediatamente Scheusal. Narbig se acercó a su colega e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Yo me quedo —dijo Gerta—. Si no puedo estar con mi Engelbert, este lugar es tan bueno como cualquier otro.
Holismus se puso en pie tambaleándose. Todavía sujetaba la botella en una mano, pero con la otra saludó a Jan.
—Estoy con usted, sargento.
Jan miró a Raufbold y a Bescheiden.
—¿Qué dicen ustedes?
Raufbold se encogió de hombros.
—Supongo que yo también me quedo.
Bescheiden miró sorprendido a su colega.
—Si Jorg el Guapo se queda, yo también.
—Genial —exclamó el sargento—. Tenemos dos hombres menos, así que estoy reorganizando los turnos hasta que el comandante se digne a mandarnos refuerzos. A partir de ahora tendremos que dividirnos en dos turnos: uno diurno y otro nocturno. Raufbold, usted estará en el turno de día con Speer, Faulheit y yo. Scheusal, estará al mando del turno de noche. Narbig, Bescheiden y Holismus le presentarán sus informes. ¿Alguna pregunta? —Jan esperó, pero la única respuesta que obtuvo fue el silencio—. Bien. Ya conocen sus asignaciones, así que todo el mundo en marcha. Raufbold, sal a hacer la ronda.
—¡Pero si estuve trabajando en el turno de noche hasta el amanecer!
—Mala suerte. Con toda la sombra carmesí que hay en su organismo no necesitará dormir en días. Vamos, a hacer la ronda. Les veré en las calles. Los demás, prepárense para el turno de noche. Desde ahora las patrullas nocturnas se realizarán en pareja, así podrán apoyarse en sus compañeros. ¡Vamos!
Los miembros del turno nocturno entraron indolentemente en la comisaría. Narbig y Holismus ayudaron a Gerta a introducir las provisiones y los cacharros de la cocina. Raufbold se fue muy ofendido hacia Stoessel, farfullando entre dientes. El sargento contemplaba cómo se alejaba con una satisfacción silenciosa. Luego llevó la mirada a los ciudadanos congregados.
—Bueno, ¿qué esperan? ¡Circulen! ¡No hay nada que ver aquí!
* * *
Kurt esperó a que Otto y Belladonna se marcharan con Deschamp antes de emprender la búsqueda de Faulheit. Si las crípticas advertencias del prisionero sobre los sucesos que le aguardaban en los túneles eran reales, Kurt no quería que sus acompañantes regresaran para rescatarlo. Prefería plantar cara en solitario a lo que se encontrara en su camino que arriesgar la vida de los tres. Se introdujo en el túnel en el que se había internado Faulheit blandiendo la espada corta, lista para atacar. Había oído un chillido de terror proferido por Faulheit poco después de ver al orondo Gorra Negra arrastrándose hacia el interior del túnel, lo que sugería que le aguardaba una sorpresa no muy lejos de la entrada abovedada.
Kurt dio otro paso adelante y su pie patinó en el suelo, que de forma abrupta iniciaba una caída en pendiente. Intentó enderezarse, pero perdió el equilibrio y se desplomó, y el impacto lo tiró hacia delante. De pronto estaba deslizándose con los pies por delante por una pronunciada rampa que lo arrastraba hacia la oscuridad. Justo cuando Kurt empezaba a acostumbrarse a los efectos deslizantes, el túnel llegó a su fin y cayó a una cámara con las paredes de ladrillo, en medio de una pila de huesos y pedacitos de pellejo.
—¡Por los dientes de Taal! —exclamó.
Intentó salir del montón de restos de cuerpos putrefactos y ponerse en pie. Cuando se enderezó, reparó en las brillantes luces verdes que resplandecían encima de él. Pero no se trataba de ningún fenómeno de fosforescencia. Aquella luz provenía de millares de minúsculas figuras que se arrastraban por el techo. Detrás de ellas divisó más huesos y restos humanos que se mantenían por encima del suelo anegado por las aguas residuales gracias a un juego de hilos formado por pieles y tendones. Kurt comprendió que había ido a parar a algún tipo de osario, a un depósito de carne y sangre para un monstruo de una clase que sólo Sigmar conocía.
—¿Capitán? ¿Es usted? —preguntó una débil voz desde la penumbra.
Kurt se dio media vuelta y localizó a su agente desaparecido, encogido en un rincón, abrazándose las rodillas, aterrorizado.
—¿Faulheit? ¿Está herido?
El obeso Gorra Negra meneó la cabeza. El pánico le había marcado el rostro con regueros de lágrimas.
—Todavía no han venido por mí —respondió, y señaló el rincón opuesto de la cámara—. Él no fue tan afortunado.
El capitán se volvió y miró en la dirección que le indicaba Faulheit. Había un cuerpo humano… o lo que quedaba de él. Le habían cercenado las piernas, una por completo y la otra a la altura de la rodilla, de la que también habían arrancado la carne dejando al aire el fémur descarnado. El hueso mostraba trazas de arañazos. «No, no son arañazos —pensó Kurt—. Son marcas de mordiscos». Unos feroces incisivos habían roído el hueso, ávidos por desgajar hasta el último bocado de carne. Uno de los brazos mostraba el mismo destrozo; la extremidad superior derecha, sin embargo, continuaba intacta. El rostro tenía un aspecto repugnante; algo se había dado un festín con las mejillas y las había devorado hasta alcanzar la boca y devorarle la lengua. Kurt se las vio y se las deseó para reprimir las arcadas que le provocó la visión de las cuencas vacías que debían contener los ojos del muerto. Quizá lo más horroroso de todo era que aquella persona había sido encadenada a la pared para evitar que escapara. Kurt reconoció los candados utilizados para amarrar las cadenas; eran del tipo común que vendían los ferreteros por todo Marienburgo, lo que indicaba que los captores habían bajado desde la superficie para ofrecer a aquel desdichado como sacrificio a lo que fuera que habitara en las catacumbas que se extendían por debajo de Suiddock. El capitán rezó silenciosamente para que la víctima no hubiera permanecido con vida mucho tiempo, pues el horror de ser comido vivo lentamente lo habría vuelto loco.
A pesar del estado lamentable del cuerpo, algo despertó la memoria de Kurt. El capitán se acercó al cadáver, tropezó con un cráneo sumergido en el agua y acabó desplomado en el suelo, empapado. Sin embargo, el líquido que había allí abajo era en su mayor parte agua de mar y no el mejunje de aguas residuales que lo había bañado en el túnel del que había caído. Aquello sugería que las catacumbas se inundaban habitualmente con la pleamar. ¿Cuánto quedaría para que la marea volviera a subir? Kurt era incapaz de calcularlo con precisión, sobre todo después del tiempo que llevaba bajo tierra y que ya le parecía una eternidad. Cuanto antes saliera de allí con Faulheit, mejor.
La caída había dejado a Kurt al lado del desventurado cuerpo medio devorado, así que el capitán aprovechó para examinar el rostro del encadenado, toda vez que ya se le había pasado la impresión inicial causada por su aspecto. Distinguió una mata de pelo negro y rizado que cubría el cuero cabelludo y el perfil aguileño de la nariz. Una idea inquietante se le vino a la cabeza. Alargó el brazo hacia la mano que conservaba el cadáver y descubrió que estaba enguantada; retiró el guante y, en efecto, vio seis dedos en lugar de cinco.
—¡Dedos Blake! —exclamó el capitán—. ¿Qué estaría haciendo aquí?
—¿Dedos qué? —preguntó Faulheit.
—Es demasiada coincidencia —musitó Kurt para sí—. Alguien debió de enterarse de su participación en el asesinato del elfo y trajo aquí a Blake a sabiendas de lo que le ocurriría.
—Capitán —susurró el recluta—, ¡tenemos que salir de aquí!
—No. Pero no fue cualquier persona…, fue Deschamp. Por eso estuvo anoche en las catacumbas. Debió de deshacerse de Blake aquí y cuando regresaba a la superficie se topó con Verletzung… El plan era que Blake simplemente desapareciese. —Kurt se puso en pie, acudió junto a Faulheit y le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse—. Vamos. Tenemos que marcharnos de este lugar.
El Gorra Negra se levantó del rincón.
—¡Eso estaba diciéndole!
—Bien. —Kurt escudriñó la apertura que había en la parte superior de la pared del osario—. No hay muchas opciones de regresar por ahí arriba. —La cámara disponía de dos salidas que se abrían desde el suelo, una a la derecha y la otra a la izquierda—. ¿Tiene alguna preferencia?
Faulheit meneó la cabeza.
—He olido el aroma del mar que venía de allí —dijo señalando la salida de la derecha—, y he oído un ruido de movimientos que provenía desde el otro lado. Pero no puedo darle una respuesta alentadora.
El capitán respiró hondo y asintió.
—Eso me basta. ¡Por la derecha!
* * *
Belladonna agradecía la ayuda de Otto en el traslado de Deschamp a la comisaría. El prisionero había tratado de escapar dos veces antes de abandonar las cloacas y el sacerdote lo había arrastrado de vuelta. Después de subir a pulso a Deschamp por la escalera hasta el callejón que corría junto a El Loto Dorado, Otto se quitó el cordón de cuero que llevaba alrededor de la cintura y lo utilizó para maniatar al detenido. Deschamp reaccionó con gritos contra la brutalidad de los Gorras Negras y suplicando a los transeúntes que intercedieran en su favor. Belladonna no tardó en hartarse de sus lloriqueos y dio el alto, se quitó la bota izquierda, se sacó el calcetín y le tapó la boca.
—Gracias, Morr, por esto —musitó Otto.
El imposible trío completó el resto del viaje en silencio, aunque los acompañaron los murmullos de perplejidad de la gente que transitaba por las calles adoquinadas y los graznidos de las gaviotas que trazaban círculos sobre sus cabezas. Cuando llegaron a la comisaría, Otto recuperó su cinturón y se despidió de Belladonna, que introdujo al preso a empellones en el edificio. En el interior, Woxholt y Gerta charlaban junto al mostrador.
—¿Quién es tu amigo? —preguntó el sargento.
Belladonna sacó el calcetín de la boca de Deschamp para que el detenido pudiera presentarse. Sin embargo, lo que hizo fue descargar una ristra de maldiciones e insultos tan groseros que los borrachos y los carteristas encerrados en los calabozos sintieron vergüenza ajena.
—Todo un encanto —señaló Woxholt—. Gerta, ¿tiene algo para lavar la boca de este caballero?
—Hay una pastilla de jabón en el lavabo, aunque ha estado en contacto con los pies de Bescheiden.
—Servirá perfectamente —afirmó el sargento, y empujó a Deschamp hacia las escaleras orientales.
Belladonna los siguió al primer piso, explicando a Woxholt las instrucciones de Kurt.
—¿Este gusano repugnante está dispuesto a declarar contra Cobbius y Casanova? —preguntó Woxholt.
—Siempre que consigamos mantenerlo con vida —respondió la guardia.
Encontraron unos grilletes y encadenaron a Deschamp al escritorio del capitán. El sargento echó la llave a la puerta del despacho y se la guardó en un bolsillo, bostezando efusivamente. Las oscuras ojeras bajo los ojos de Woxholt subrayaban su agotamiento.
—Debería ir a descansar un poco —le sugirió Belladonna—. Yo puedo velar por la comisaría un par de horas.
—Estoy al mando del turno diurno —respondió el sargento—. Es responsabilidad mía…
—No será de ninguna utilidad a nadie si cae desplomado en mitad del trabajo. —Lo interrumpió la joven—. Duerma un poco. Ahora.
El sargento sonrió.
—¿Quién la ha puesto al mando?
—Llámelo una manifestación de mi instinto maternal —dijo Belladonna—. Créame, no es algo que ocurra con frecuencia.
—Eso espero. Gerta ha estado haciendo de madre de la comisaría desde que llegó, y no necesitamos otra.
—No cambie de tema y vaya a descansar.
—¡Ya voy! —Woxholt enfiló con parsimonia hacia el dormitorio de los guardias de vigilancia. Al llegar a la puerta se volvió a la agente—. Raufbold ha salido a hacer la ronda, pero no debería tardar en regresar. Mándelo a vigilar la sede del gremio hasta el inicio del turno de noche.
* * *
Kurt y Faulheit avanzaban sigilosamente por las catacumbas, cada vez más conscientes de los perturbadores ruidos que se producían en las inmediaciones. Los sonidos de rozaduras y arañazos retumbaban en los túneles, como garras o zarpas raspando la roca, y unos chillidos agudos e inhumanos rasgaban el aire y mantenían los nervios de los dos Gorras Negras a flor de piel. La fragancia del mar era más intensa por momentos y las catacumbas empezaban a clarear, lo que era motivo de esperanza a pesar de que el volumen de los ruidos no dejaba de crecer. La pareja de guardias siguió adelante, aliviados porque el camino que seguían ascendía paulatinamente. Por fin doblaron una esquina y divisaron un agujero en la pared, a través de cuya rejilla oxidada se vislumbraba el cielo gris, así que apretaron el paso, ansiosos por salir de aquellas opresivas catacumbas. Kurt tenía la sensación de que había pasado horas recorriendo el subsuelo. Ahora, finalmente, tenía una vía de escape al alcance de la mano.
El capitán llegó el primero a la abertura y echó un vistazo al exterior. El agua lamía el muro justamente debajo de la ventana, de modo que seguían por debajo del nivel de la calle. A lo lejos divisó una isla, pero el agua que se extendía entre ella y Riddra estaba mucho más picada de lo que se veía habitualmente en el Rijksweg.
—Es la isla de Rijker —adivinó—. Hemos debido caminar en dirección oeste todo este tiempo. Estamos en la otra punta de Riddra.
—Como si me importara —replicó Faulheit—. ¿Salimos de aquí o qué?
El capitán retrocedió para tener una visión completa de los barrotes que atravesaban el agujero de la pared. Formaban parte de un marco sujeto al muro, aunque las juntas estaban corroídas tras años de exposición al agua del mar y a los elementos.
—Écheme una mano. Intentaré arrancar los barrotes.
Faulheit agarró de un lado y Kurt del otro, y ambos tiraron con fuerza. Sin embargo, el marco no cedió.
—Tenemos que encontrar una manera mejor de hacer palanca. Apoye las piernas contra la pared y tire más fuerte.
Faulheit hizo lo que le ordenó el capitán, imitando su ejemplo. Tiraron y tiraron, y aunque el marco crujió y protestó, los barrotes permanecieron en su sitio.
—Esto no va bien —afirmó Faulheit, jadeando, cuando ya había cejado en su empeño—. Nunca lo moveremos. Tenemos que buscar otra salida.
Como si se tratara de una respuesta a sus palabras, un nuevo chillido de voracidad animal estalló en las catacumbas que tenían a sus espaldas. Entretanto, la marea seguía subiendo y empezaba a bañar la base de la ventana, y las primeras gotas de agua de mar se colaron en el interior. En pocos minutos esas gotas se convertirían en una riada y los Gorras Negras tendrían que huir de allí.
—No creo que haya otra salida —gruñó Kurt—, ¡así que vuelva a intentarlo!
Reemprendieron su batalla desigual contra los barrotes. El capitán se apuntaló con los pies en la pared y dejó caer todo el peso hacia atrás. Faulheit hizo lo mismo y obtuvo la recompensa del primer barrote arrancado.
—¡Ha saltado! —exclamó Kurt—. ¡Siga tirando, no se detenga!
El marco cedió y los dos Gorras Negras salieron despedidos contra el suelo, donde permanecieron unos instantes para recuperar el aliento. Cuando Kurt iba a ponerse en pie, algo atrapó su atención y se quedó inmóvil observando detenidamente el techo de piedra que tenía justo encima. Faulheit se levantó y comparó las medidas de su voluminosa cintura con la anchura de la ventana.
—Creo que quepo. —Se volvió al capitán, que continuaba sentado en el suelo—. ¿Qué ocurre? ¡Creía que íbamos a salir!
—Espere un momento.
Kurt señaló una serie de inscripciones y dibujos grabados en las piedras que formaban el techo. Las imágenes eran rudimentarias, no del tipo que henchirían de orgullo a un artista, pero no por ello la historia que narraban perdía vitalidad. Relataban la llegada de unos elfos en unos barcos enormes a un grupo de rocas. Las rocas se convertían después en castillos, y entre los castillos se tendían puentes. También aparecían humanos y otras figuras más pequeñas. El asentamiento se transformaba rápidamente en un cúmulo de gente y construcciones, y evolucionaba hacia la anarquía organizada de una ciudad. Todas aquellas viñetas estaban recorridas por debajo por una serie de símbolos recurrentes que en algunos tramos eran muy abundantes y en otros se reducían a unos pocos, que fluían y refluían como la marea.
—Es la historia de la ciudad —apuntó Kurt—. Es la historia de la fundación y el crecimiento de Marienburgo.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Faulheit, señalando los símbolos que se repetían debajo de las pinturas.
—Una vez vi unos parecidos a ésos —explicó Kurt con un escalofrío—. Son la marca de una raza de monstruos, de unas criaturas terroríficas que sólo deberían habitar en las pesadillas y las leyendas…, ser materia de mitos y fábulas. Bestias que cazan en manada y se alimentan de carne humana, bichos maléficos que caminan a dos patas y alcanzan la altura de un ser humano. —Miró a Faulheit—. Ya sabe de lo que hablo, ¿verdad? —El Gorra Negra meneó la cabeza, pero sus ojos no mintieron—. Dígalo, Faulheit.
El guardia tragó saliva, y cuando las pronunció, sus palabras sonaron como un susurro.
—Los hombres rata.