TRECE
Otto contempló los restos mortales de Helmut Verletzung.
—No sé qué podría añadir a lo que resulta obvio a simple vista. Murió por la flecha de arco o ballesta que le dispararon en el cuello y que sesgó la conexión del cerebro con el resto del cuerpo, así que Morr debió de reclamarlo en cuestión de segundos. Su hombre estaba de cara a la persona que lo mató. Si utilizó un arco y una flecha no debía de estar a más de veinte pasos…, que serían menos en el caso de que se tratara de una ballesta.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó Kurt abrazándose el cuerpo para tratar de entrar en calor. En la capilla lateral del templo hacía el frío de una tumba, y aquello era lo único que el capitán podía hacer para detener el castañeteo de sus dientes—. Me refiero a la distancia del disparo.
Otto señaló el pequeño orificio de entrada de la flecha.
—La ballesta dispara las flechas con una velocidad mayor que la mayoría de los arcos, aunque no de todos. Yo diría que lo mataron con una ballesta. —Kurt asintió, conforme con el veredicto del sacerdote—. Murió antes de la medianoche a juzgar por la baja temperatura y la rigidez del cuerpo. —Giró levemente el cadáver y señaló unas oscuras manchas de color morado en la piel—. Después de que lo mataran estuvo acostado de espaldas varias horas. Cuando un cuerpo muere, la sangre se estanca en su punto más bajo.
—¿Algo más?
—No. Lo siento.
El capitán frunció el ceño.
—Creía que podía hacer que los muertos le hablaran.
—Morr se vale de mi cuerpo para dar voz a quienes perdieron la vida de una manera injusta… a veces. —Otto cerró los ojos y musitó unas palabras, pero el cuerpo de Verletzung permaneció inmóvil—. Lo siento, pero el espíritu de este hombre se marchó hace mucho tiempo. Puede que incluso lo abandonara antes de que muriera.
—No lo entiendo —reconoció Kurt, con una frustración evidente en su laconismo.
—Algunos abandonan su fe en la vida antes de que la vida los abandone a ellos.
—¿Los sacerdotes siempre tienen que emplear acertijos y parábolas cuando hablan?
Otto se encogió de hombros.
—Es nuestra naturaleza, capitán. —Bordeó la mesa donde yacía el cuerpo y se detuvo delante de los pies de Verletzung. Lo primero que hizo fue despojar al cadáver de las botas de piel—. Si continúan asesinando a sus hombres con esta prontitud, acabaré teniendo yo más en mi templo que usted en su… —Otto se calló repentinamente. Sus ojos se abrieron como platos y empezó a bufar.
—¿Qué ocurre?
El sacerdote levantó una mano demandando silencio. Toda su energía se hallaba concentrada en las botas de la víctima.
—Sabía que este hombre fue asesinado en una cloaca, ¿verdad?
—No —admitió Kurt—. No sabemos nada de dónde murió, excepto que probablemente lo hizo en Riddra.
—Pues así es. Lo mataron bajo tierra. Pero su cuerpo fue abandonado en la calle. Ya ha visto las marcas de los adoquines en la sangre que se le había acumulado debajo de la piel.
—Sí, pero ¿cómo sabe que lo asesinaron en una cloaca? No desprende ningún olor que lo delate.
Otto sonrió; sus finos labios se fruncieron.
—La humedad impregnó la ropa y la piel, y el agua que las empapaba las limpió durante la noche. —Sostuvo las botas en alto—. Pero las costuras de estas botas están cubiertas de heces. Y huele a algo más, algo dulce y nauseabundo… —El sacerdote apretó el rostro contra la piel del calzado y aspiró profundamente los pestilentes aromas que se ocultaban en las costuras—. Drogas, opiáceos… Me parece que es loto negro.
—Sólo hay un sitio en Riddra donde se trafique con eso —aseveró Kurt con los ojos brillantes ante el descubrimiento—. La casa de sueños El Loto Dorado.
—El modo en que se mezcla el opiáceo con el olor de heces humanas… —reflexionó Otto en voz alta—, creo que estaba en las cloacas que se extienden debajo de El Loto Dorado o muy cerca de ellas cuando lo asesinaron. Los asesinos debieron de devolver el cuerpo a la superficie con la esperanza de ocultar ese dato. —Sonrió para sus adentros—. Y casi lo consiguen.
—Pero ¿por qué tomarse las molestias de dejarlo en la superficie? —se preguntó Kurt—. ¿Por qué no simplemente abandonar el cuerpo en la cloaca? Era bastante improbable que lo encontráramos allí abajo, y al final las corrientes marinas habrían acabado por arrastrarlo al mar. Hubiera sido el crimen perfecto.
—Yo puedo decirle lo que observo e intuyo, pero no puedo hablar de los motivos o los pensamientos de quienes cometieron el asesinato, capitán. Ése es su terreno, no el mío.
—Tiene razón. —Kurt se pasó una mano cansina por el rastrojo que lucía en la barbilla y de pronto se dio cuenta de lo poco que había dormido desde que había llegado a Suiddock. Ni siquiera había tenido tiempo para afeitarse desde su ascenso—. Sin duda tiene un olfato más fino que yo para las pistas. ¿Le importaría venir conmigo a Riddra y ayudarme a buscar el lugar en el que mataron a Verletzung? Podríamos hallar pistas que nos conduzcan a los asesinos y nos ayuden a llevarlos ante la justicia.
Otto juntó sus manos formando un triángulo.
—Lo ayudaré, capitán, pero algún día, cuando me surja la necesidad, tendrá que ayudarme usted… sin preguntas ni titubeos.
—Por supuesto.
El sacerdote sonrió con benevolencia.
—No tiene ni idea de lo que le pediré cuando llegue el momento.
—Eso no importa —insistió Kurt—. Yo nunca rompo una promesa, por muy costoso que pueda resultarme.
—Ya había oído eso sobre usted de boca de otros. —Otto dejó las botas junto a los pies del muerto—. Muy bien. Debo cerrar el templo antes de marcharnos. En otras partes de Marienburgo los acólitos de Morr no tienen motivos para cerrar las puertas con llave, pues pueden confiar en que nadie osará profanar la santidad del templo. Pero esto es Suiddock, y la amarga experiencia me ha enseñado que aquí esas circunstancias no siempre se dan.
—¡Si lo sabré yo! —afirmó Kurt, que echó una última ojeada al cadáver del guardia antes de marcharse.
* * *
Mientras calentaba la punta metálica de la flecha en el fuego, Terfel paseaba la mirada por la hermosa figura de Belladonna. A pesar del nada favorecedor uniforme de Gorra Negra, no había duda de que era una joven bella. El brujo se preguntó cómo habría acabado en un trabajo como aquél. Sin embargo, la hechura resuelta de su mandíbula y la mirada penetrante de sus cálidos ojos sugerían que no conseguiría con preguntas directas las respuestas que perseguía, así que Terfel optó por una táctica indirecta.
—Entonces, ¿conoces bien al capitán Schnell? —preguntó mientras echaba aire con el fuelle.
—Lo conocí hace un par de días, cuando lo pusieron al mando de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos.
—¿Y qué opinas de él?
Belladonna frunció el ceño; el gesto le dibujó diminutas arrugas en el entrecejo.
—Parece valiente y resuelto, tiene confianza en sí mismo. Imagino que será bravo en la batalla y leal hasta la muerte. Pero su temperamento… algún día podría acarrearle la ruina. —Hizo una pausa para pensar—. Sí, ésa sería mi impresión.
Terfel asintió sin dar su propia opinión sobre el capitán.
—Yo lo conocí en Altdorf.
—¿En serio?
—Su padre contrató mis servicios durante un tiempo. Para un trabajo relacionado con metales preciosos y cosas así.
—Nunca he visto al general Erwin Schnell, pero he oído que fue un gran guerrero.
—Sí. Les hubiera ido muy bien contar con el viejo Barbas de Acero en la guerra contra el Caos —señaló el brujo girando la flecha sobre el fuego y dejando que las llamas ablandaran el asta metálica—. Fue una pena lo que les ocurrió a Kurt y a su hermano en el campo de batalla. Creo que su padre nunca se ha recuperado de la conmoción.
Belladonna se levantó de la silla.
—¿Ya está lista la flecha para el examen?
—Casi —respondió Terfel, manteniendo el tono despreocupado en la voz, pero observando detenidamente el rostro dela muchacha—. Por supuesto, el comportamiento de Kurt no debería haber sido una sorpresa para nadie…, sobre todo después del incidente con su esposa, Sara. Nunca conocí todos los detalles, pero sé que después de eso el viejo Barbas de Acero repudió a Kurt.
Belladonna hizo todo lo posible por ignorar aquellos comentarios.
—Demuestra un oído muy agudo para los cotilleos y las insinuaciones, Terfel. ¿Es así de habilidoso en temas metalúrgicos?
—Yo coqueteo con los cotilleos y con las mujeres —confesó—, pero los metales son mi primer amor. —El brujo sacó la flecha de las llamas y la sostuvo en alto para estudiar el asta incandescente que el calor había blanqueado. Unos diminutos puntos negros brillaban en el metal, como si estuvieran vivos—. ¿Ves eso? ¿Ves esas partículas que se mueven en la aleación?
—Sí, las veo —respondió la mujer con un ligero rasgo de admiración en la voz.
—Es sumamente extraño. Es… Tendrás suerte si vuelves a verlo alguna vez en toda tu vida.
Belladonna seguía mirando detenidamente el asta, pero ya empezaba a enfriarse y la superficie se oscurecía, haciendo imposible distinguir los puntos negros.
—¿Por qué? ¿Qué lo hace tan especial?
Terfel puso de nuevo la flecha en el fuego.
—Los puntos me indican que la aleación contiene un extraño tipo de hierro que se produce a partir de la fundición de una carísima arena negra que se importa de una determinada playa de Arabia. Cuando se utiliza en la fabricación de puntas de flecha o en proyectiles de ballesta, esta aleación permite que el arma perfore cualquier armadura, cualquier piel, casi cualquier protección imaginable. Es como un guante que envuelve un puño, ocultando su poderío. Cuando se dispara una flecha como ésta, ya sea con arco o con ballesta, atraviesa su blanco como un cuchillo afilado atraviesa una salchicha.
—Nunca había oído hablar de una aleación así —dijo Belladonna.
—Por eso te envió el capitán Schnell. Mi conocimiento de los metales casi no tiene rival.
—¿Quién importa esa arena negra a Marienburgo?
El brujo pareció avergonzado ante aquella pregunta.
—Sí. Temía que me preguntaras eso. Sólo hay dos personas en toda la ciudad que se abastezcan de ella regularmente…; yo mismo y Adalbert Henschamnn.
—Una intrigante yuxtaposición de personalidades.
—Bueno, verás, no es estrictamente legal sacar arena negra de esa parte de Arabia. El lugar pertenece a un caudillo sanguinario que no ve con buenos ojos que su playa mengüe.
—¿Cada cuánto tiempo consigue un cargamento?
Terfel meneó la cabeza con consternación.
—Me has entendido mal. Sólo puedo permitirme comprar una bolsita al año, y si hubiera harina en esa bolsa en vez de arena, ni siquiera te alcanzaría para preparar un panecillo. Si te soy sincero, ahora mismo no me queda. Me tenían que entregar una remesa la semana pasada, pero un estibador con el cerebro de un mosquito me dejó cincuenta kilos por error. Pensé que era mi día de suerte, hasta que recibí la visita de una mujer hosca con los músculos del tamaño de mi cabeza que me sugirió que depositara la arena junto a la entrada de un túnel subterráneo en Riddra. Tuve que cargar con ella hasta allí aprovechando la oscuridad para que nadie me descubriera. Henschamnn podría haberme enviado alguno de sus matones para transportar la pesada carga, pero no.
Belladonna escuchó con atención las palabras de Terfel y esperó unos instantes antes de hacerle otra pregunta.
—Ese túnel, ¿adónde conducía?
—Yo qué sé. —El brujo se encogió de hombros—. Los rumores afirman que el viejo Casanova utiliza la red de túneles que recorren las catacumbas y las cloacas de Suiddock para transportar furtivamente el contrabando por todo el distrito. Podría pensarse que no tiene ninguna necesidad de molestarse en hacerlo así, pues la mitad de la ciudad es suya, pero a Henschamnn le gusta conservar las manos limpias. Lo extraño es, sin embargo, que últimamente sus hombres no han utilizado los túneles con tanta frecuencia. Los he visto merodeando por ahí con carros y carruajes, e incluso utilizando los taxis fluviales.
—¿Podría enseñarme dónde está esa entrada al túnel?
—¡Estás de broma! No voy a arriesgarme a que me rajen el cuello por ti, cariño…, a menos que estés dispuesta a que valga la pena…
Terfel enseguida notó la punta de la daga pinchándole el cuello por debajo de la mandíbula, con la firme amenaza de perforarle la piel.
—Ya le advertí lo que le ocurriría si esos deditos asquerosos se deslizaban por debajo de mi capa, ¿verdad? —repuso Belladonna con dulzura.
—Así es —respondió Terfel, retirando las manos—. Lo siento.
—Cometa el mismo error otra vez y se quedará sin manos.
—Lo pillo —afirmó el brujo, que tragó saliva mientras la guardia apartaba la hoja de su garganta—. ¿Qué tal si te dibujo un mapa del lugar en el que dejé la arena? Así tú obtendrás lo que quieres y yo me evitaré que tú o alguno de los matones más sanguinarios de Henschamnn me rajéis el cuello. ¿Trato hecho?
* * *
Kurt y Otto hicieron un alto en la comisaría, donde el capitán se procuró una espada corta del alijo de armas que habían dejado los anteriores ocupantes del edificio. Otto declinó el arma que le ofreció el capitán y prefirió continuar con su báculo de madera. «Soy sacerdote, no un luchador», se justificó. Kurt explicó a Gerta adónde se dirigían por si acaso tardaban en regresar y salieron de la comisaria del Puente de los Tres Céntimos. Acababan de poner el pie en Riddra cuando encontraron a Faulheit deambulando por las inmediaciones, intentando evitar meterse en problemas. Kurt estaba a punto de enviar a su perezoso agente de vuelta a la comisaría cuando se le ocurrió una idea mejor.
—¿Qué opina de las cloacas? —le preguntó el capitán pasándole el brazo por los hombros.
—Bueno, me parece que están llenas de…
—Me refería a si le gustaría ayudarnos a explorar las cloacas —le aclaró Kurt.
Faulheit miró infructuosamente al impasible sacerdote en busca de ayuda. Quizá porque se dio cuenta de que no le quedaba alternativa, el Gorra Negra suspiró cansinamente con resignación y preguntó:
—¿A qué cloaca tengo que bajar?
—A la que está junto a la casa de sueños El Loto Dorado.
—¡Genial! —exclamó el agente.
—No se preocupe —lo tranquilizó Kurt—. Nosotros vamos con usted.
Recorrieron con paso firme las calles atestadas provocando las miradas de curiosidad y los cuchicheos de los ciudadanos. No era frecuente ver Gorras Negras en aquella isla, y mucho menos en pareja. Sin embargo, verlos acompañados por un sacerdote de Morr sólo podía significar que alguien moriría de manera inminente. El capitán no tenía ninguna duda de que ya habría corrido la voz sobre la muerte de Verletzung y la amenaza grabada en su cadáver, pues en Marienburgo los chismes volaban más rápido que las gaviotas. Por otra parte, le subió ligeramente el ánimo comprobar la reacción de la gente común a su paso. Kurt sentía que su presencia todavía no se había asentado fuera de las paredes de la comisaría, pero eso no era una tarea sencilla si disponía de tan pocos hombres a su mando.
En cuestión de minutos se plantaron en el exterior de El Loto Dorado. El enfermizo y empalagoso olor a vicio se filtraba desde el edificio de madera y piedra de tres plantas. Kurt sabía lo que sucedía en su interior, pero era la primera vez que contemplaba el infame antro de consumo de narcóticos a la luz del día. Las vigas de madera tenían una desasosegante y horrorosa inclinación, como si la estructura estuviera a punto de desmoronarse. La casa se sueños tenía un aspecto horrible, ruinoso; su fachada no daba idea de las fortunas que gastaban en su interior algunas de las personas más poderosas de la ciudad. El loto dorado pintado en la puerta principal era la única pista de lo que ocurría dentro del edificio, eso y el hedor a sufrimiento que procedía del interior. «Algún día volveré y derruiré este lugar —se prometió Kurt—. Pero hoy no». Tendría que esperar mientras otros asuntos más apremiantes requirieran todo su tiempo y su energía.
—La entrada de la cloaca… ¿Dónde estará? —se preguntó el capitán en voz alta.
Otto olisqueó el aire. Era capaz de distinguir el olor requerido entre muchos otros, como el aroma de las salchichas que asaban en un puesto cercano, la horrible fetidez del antro donde se consumían las drogas o el perfume de la ropa tendida en una cuerda que se extendía para atrapar la luz del sol de una ventana a otra del primer piso de un edificio vecino.
—Al girar esa esquina —afirmó el sacerdote—. Cerca de donde termina Riddra y empieza el Rijksweg.
Kurt dobló la esquina detrás del sacerdote asegurándose de que Faulheit no se quedaba atrás, y fue el capitán quien vio la entrada de la cloaca oculta por la sombra de El Loto Dorado. Le habían retirado la tapa, que yacía en el suelo adoquinado, junto a la apertura.
—Alguien ha estado recientemente ahí abajo —aseveró Kurt.
—Y puede que sigan —señaló Otto.
—Baje a echar un vistazo, capitán —sugirió Faulheit—. Yo me quedaré aquí para cubrirle la salida.
—Si hay alguien esperándonos en la cloaca, lo necesitaré a mi lado, Faulheit —le dijo Kurt dándole una palmada en el hombro—. De hecho, ¿por qué no va usted delante y me enseña cómo se baja?
—Lo haría, pero usted es el Gorra Negra de mayor rango, así que…
—Es una orden Faulheit. Abajo.
Faulheit se posicionó desmañadamente sobre el agujero circular que se abría en el pasaje adoquinado, rezongando y se introdujo por él, apretando sus anchas caderas para que cupieran por el hueco. Instantes después se oyó un sonoro plaf y un grito angustioso, a los que siguió el silencio.
—¡Faulheit! ¿Qué tal ahí abajo?
—¡Si hubiera sabido adónde tendría que ir hoy, me habría traído una pinza para la nariz! —gritó una desdichada voz desde la cloaca—. No veo a nadie, aunque en realidad apenas veo nada.
Kurt bajó por la escalera metálica que descendía por el agujero circular hasta poco antes de dar con el turbio y fétido líquido que se arremolinaba en la base del túnel. Por la altura que las aguas alcanzaban en las botas de Faulheit dedujo que la distancia que lo separaba del suelo no era excesiva, así que se dejó caer sobre el agua y a punto estuvo de perder el equilibrio cuando pisó las resbaladizas baldosas del túnel. Kurt prefirió no preguntarse lo que hacía que sus botas patinaran por el suelo del túnel, aunque su imaginación no se refrenó tanto. Tal y como Faulheit le había dado a entender, el hedor en la cloaca era insoportable. Los desperdicios de miles de personas fluctuaban alrededor de sus tobillos empujados por los movimientos de la marea. Kurt se tapó la cara con un brazo y sepultó la nariz y la boca en la parte interior del codo para evitar buena parte del hedor. Blandió la espada en la otra mano y recorrió el túnel circular con la mirada mientras Otto descendía por la escalera. El sacerdote aterrizó en el agua con la agilidad de un gato y utilizó su báculo de madera como punto de equilibrio adicional para moverse por el traicionero túnel. Como en el caso de sus compañeros, el rostro de Otto se contrajo en cuanto la fetidez le atacó los sentidos.
—Y yo que pensaba que el hedor de los muertos era fuerte… —comentó el sacerdote con sequedad.
—Sólo nos quedaremos el tiempo imprescindible —informó Kurt a sus acompañantes.
—¿Me ha visto quejarme? —preguntó Faulheit levantando la mirada. La luz se deslizaba al interior del túnel desde el agujero que se abría encima de sus cabezas. Sin embargo, las paredes también irradiaban un débil destello verde que iluminaba la cloaca y confería al trío una palidez enfermiza—. ¿Cómo es que podemos ver? Debería haber una oscuridad casi total.
Otto examinó las paredes con interés.
—Sospecho que es una especie de fosforescencia natural.
—Perfecto. No encendería una cerilla aquí abajo por nada del mundo —confesó Kurt—. Puede que el gas que producen todos estos olores de la cloaca sólo necesiten una chispa para estallar. Tengan cuidado con lo que hacen, ¿entendido? —El Gorra Negra y el sacerdote asintieron—. Bien. Faulheit, usted quédese aquí. Si ve algo o a alguien sospechoso, pida auxilio.
—Eso puedo hacerlo —afirmó el guardia.
—Otto, ¿me acompaña? —Kurt no quería dar la impresión de que daba órdenes a Otto como si se tratara de un Gorra Negra más, pero el sacerdote asintió sin vacilar—. Bien. Vamos.
Los dos hombres avanzaron hacia el interior dela isla, dejando el Rijksweg a sus espaldas. Otto se apoyaba en el báculo mientras que Kurt se esforzaba por no perder el equilibrio; lo último que deseaba era resbalar y caerse, lo que lo hubiera dejado empapado de aguas fecales. Se estremeció con sólo pensarlo y aceleró el paso seguido de cerca por el sacerdote. Los ruidos de la calle se atenuaban a medida que se alejaban de la entrada de la cloaca por el túnel, que giraba a la izquierda. Más adelante apareció una bifurcación con dos túneles que formaban un ángulo recto entre sí. Kurt se detuvo cuando llegaron al cruce y esperó a que Otto lo alcanzara.
—¿Prefiere que inspeccionemos primero alguno de los dos en concreto?
La respuesta del sacerdote no fue inmediata. Ladeó la cabeza.
—¿Qué ocurre?
—Escuche —susurró Otto.
Kurt hizo lo que le pidió y no tardó en oírlo también. Era el chapoteo de los pasos de alguien que se aproximaba por el túnel de la izquierda. El capitán se colocó a un lado de la boca del túnel, dejando a Otto en el otro lado, y se prepararon para abordar lo que fuera que se acercaba. El chapoteo sonó cada vez más alto y cercano hasta que de repente cesó poco antes de llegar a donde aguardaban Otto y Kurt.
—¿Hola? —preguntó una voz con nerviosismo—. ¿Hay alguien?
—¿Belladonna? —musitó Kurt, sorprendido—. ¿Es usted?
La Gorra Negra apareció por el túnel de la izquierda aferrando una daga en una mano y una ballesta cargada en la otra.
—¿Qué hacen aquí abajo? —preguntó mirándolos maravillada.
—Estamos buscando al asesino de Verletzung. ¿Usted también?
Belladonna asintió.
—No he tenido suerte en la búsqueda de la persona que disparó a Helmut con esta ballesta, pero tengo el nombre del asesino: Didier Deschamp. A juzgar por el nombre, probablemente sea de origen bretoniano.
Otto resopló con sorna.
—¡Eso es imposible! ¿Cómo puede saberlo? A menos que se permita de vez en cuando el ejercicio de la brujería o de otras prácticas blasfemas.
—No es necesaria la brujería, bastan los poderes de la observación. Eso es todo. —Belladonna giró la ballesta para mostrarles el nombre «Didier Deschamp» grabado con fuego en la culata de madera.
—Ah —exclamó el sacerdote, que por una vez pareció avergonzado—. Entiendo.
—No tiene por qué disculparse —replicó Belladonna sonriendo.
—¿Dónde la encontró? —preguntó Kurt.
Belladonna señaló a su espalda con el pulgar.
—A unos veinte pasos por el túnel, en una cámara donde convergen varios pasadizos. Terfel encontró una conexión entre la ballesta y estos túneles. Al parecer, los matones de Henschamnn los utilizan para transportar el contrabando de la peor clase. Ya sabe a lo que me refiero, polvo de momia, sombra carmesí, cadáveres de orcos congelados. Así que bajé con la esperanza de…
Sus palabras quedaron interrumpidas por el ruido que producía alguien que corría hacia ellos. Casi inmediatamente apareció Faulheit doblando la esquina. El obeso guardia mantenía con dificultad el equilibrio en las aguas repletas de heces y tenía las facciones contraídas en un gesto de terror. Se tambaleó y cayó de bruces sobre la repugnante sopa, pero volvió a ponerse en pie y continuó la carrera hacia ellos.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —susurró Kurt cuando Faulheit llegó a su altura.
—¡Media docena de hombres! ¡Vienen por ahí!
—¿Por qué no les dio el alto? No deberían estar aquí abajo.
—No me gusta discutir cuando me superan en número. ¡Además, iban armados para hacer la guerra, no para rendirse!
—¿Lo han visto?
—Creo que no —respondió jadeando—. Estaban demasiado ocupados buscando algo.
Otto miró la ballesta que Belladonna tenía en las manos.
—Quizá Deschamp ha regresado para recuperar el arma del crimen. A lo mejor se le cayó en la oscuridad después de matar a su colega.
Kurt miró detenidamente por encima de Faulheit para tratar de averiguar si alguien había doblado ya la esquina. Todavía no, pero se distinguían numerosas sombras en la pared de la curva que sugerían que los intrusos no estaban muy lejos.
—Repleguémonos. Debemos encontrar un lugar más adecuado para plantarles cara por si fuera necesario.
El aterrorizado guardia clavó los ojos en su capitán.
—¿Quiere que nos internemos en la cloaca?
—No tenemos opción. No podemos defender esta bifurcación si nos superan en número. Es mejor retrasarse hasta un lugar donde podamos hacernos fuertes si hay que combatir. ¡En marcha!
—¿Por qué túnel?
—¿Encontraremos un sitio propicio para defendernos por donde ha venido usted?
Belladonna caviló un momento.
—El tramo en el que encontré la ballesta servirá. Se abre en una especie de cámara de la que parten otros tres túneles. Además hay unos salientes a cada lado de la entrada del pasadizo; eso nos concederá la ventaja de la altura a dos de nosotros en el caso de necesitarla.
—Suena bien —dijo Kurt—. ¡Llévenos allí!
* * *
Didier Deschamp empezaba a arrepentirse del paseíto por las cloacas. Se había asustado al encontrarse con aquel Gorra Negra que había estado persiguiéndolo por los túneles la noche anterior y le había entrado el pánico. El asesinato había sido un acto reflejo, ni más ni menos. Si hubiera podido, habría dejado el cuerpo allí abajo con la esperanza de que las altas mareas que se producían con el equinoccio de otoño en Mittherbest lo arrastraran al mar. Pero su jefe había dictado órdenes estrictas sobre las operaciones que tenían lugar en los túneles y dejar cadáveres en las cloacas no estaba permitido. De modo que Didier se había visto obligado a arrastrar el cuerpo del Gorra Negra durante una eternidad hasta que por fin encontró una apertura por la que pudo abandonar las cloacas. Hasta que no depositó el cadáver sobre el suelo adoquinado no se dio cuenta de que había perdido la ballesta. Para entonces ya era demasiado tarde para regresar por el arma. La marea habría subido y sería imposible moverse por los pasadizos, así que tuvo que aguantar una hora de gritos y reprimendas de su jefe beodo; a lo que había seguido la recuperación del cuerpo y su entrega en la comisaría del Puente de los Tres Céntimos con una adecuada nota de amenaza prendida del cadáver.
¿El mayor error de Didier? Mencionar la pérdida del arma delante de su jefe todavía ofendido. Esa estupidez le había supuesto un rapapolvo, y allí estaba ahora, en las condenadas cloacas de nuevo, buscando la condenada ballesta de un lado para otro en compañía de cinco matones hoscos. Didier llevaba despierto desde el día anterior al amanecer, no había comido nada en todo ese tiempo, tenía los pies hundidos en heces humanas y ni siquiera tenía la certeza de que estuviera en el túnel correcto. Tampoco le ayudaba la sospecha cada vez más viva de que los cinco musculosos matones tenían órdenes de matarlo nada más encontrar el arma. Didier andaba ocupado barruntando cómo librarse de sus guardaespaldas cuando uno de los matones, un gigantón llamado Fokkes, descubrió la apertura al final de las escaleras que subían a las calles de Riddra.
—Hay alguien más aquí abajo —señaló Fokkes, desenfundando un cuchillo curvo brutalmente mellado que llevaba prendido de la cintura—. Podrían seguir aquí, esperándonos.
—¿Qué? ¿Crees que es una emboscada? —preguntó Didier, y una vez más se lamentó por no haber aprendido a pensar antes de abrir la boca y hacerlo siempre al revés. Si poseyera ese talento, no había duda de que mejorarían sus perspectivas de sobrevivir a aquella excursión—. Pero ¿cómo podían saber que íbamos a venir aquí y ahora?
Fokkes reflexionó unos instantes y luego se encogió de hombros.
—Podrían seguir aquí.
—Entonces hay que estar en guardia —respondió Didier, agradecido por la oportunidad que se le brindaba de desenvainar la daga—. Además, creo que no estamos lejos del lugar donde perdí la ballesta. Reconozco este tramo de las cloacas. Tenemos que doblar la esquina y en la próxima bifurcación tomar el túnel de la izquierda.
Didier se abrió paso entre sus acompañantes y tomó la delantera, con la esperanza de que su falta de sutileza serviría como advertencia a quien estuviera acompañándolos en las cloacas. Lo último que deseaba era una pelea en una cámara subterránea cubierta de excrementos humanos. «¡Por los dientes de Taal! ¡Yo sé leer y escribir! —dijo para sus adentros—. Me merezco algo mejor que acabar mis días en un lugar como éste». Los matones lo seguían de cerca, un hecho que no ayudaba a apaciguarle los nervios. El grupo superó la curva del túnel y enseguida llegó al punto en el que se escindía. Didier iba a internarse con resolución por el túnel de la izquierda cuando Fokkes lo retuvo.
—¿Has oído eso? —susurró el hombretón.
—¿Oído el qué?
—El ruido de alguien desenfundando una espada.
Didier se quedó inmóvil y aguzó el oído, pero no oyó nada más que el goteo de aguas negras.
—Vamos, cuanto antes encontremos la ballesta antes saldremos de aquí, ¿de acuerdo?
Fokkes meneó la cabeza.
—Yo voy delante, luego los demás y tú, al final. Si hay enemigos aquí abajo, quiero tener a mi espalda alguien que no suelte su arma a la mínima señal de problemas.
—De acuerdo. Lo haremos a tu manera. ¡Tú eres el líder, ilumínanos! —contestó Didier, enfurruñado.
El musculoso gigantón frunció el ceño.
—Si no lo haces por tu bien, hazlo por el nuestro, ¿quieres?
—¡Por supuesto, como usted mande! ¡Por el bien de Fokkes!
Fokkes respiró hondo y los orificios de la nariz se le dilataron. Dio media vuelta y se internó por el túnel izquierdo. Los otros cuatro matones lo siguieron con las dagas y las ballestas prestas. Didier se entretuvo un momento detrás de ellos; no quería estar demasiado cerca del grupo por si acaso surgían problemas. «Huir y vivir para luchar otro día», así pensaba y así había conseguido vivir más tiempo que la mayoría de los criminales de Marienburgo.
* * *
Kurt se había colocado en el enladrillado que sobresalía del borde izquierdo de la boca del túnel. Por su parte, Otto ocupaba el saliente de la derecha. Belladonna, con la ballesta de Didier en las manos, se había acurrucado debajo de Kurt, en un rincón de la cámara que se mantenía oculto por la oscuridad. Finalmente, Faulheit aguardaba armado con una daga en un rincón debajo de Otto.
El ruido de los hombres que se aproximaban se atenuó a medida que se acercaban a la cámara, aunque el cuarteto que los esperaba lo oía con claridad. Kurt buscó la mirada de sus compañeros y les hizo un gesto con la cabeza, apretando la empuñadura de su espada corta. Cuando el primero de los matones emergió del túnel, Kurt levantó el puño para pedir a los demás que aguantaran hasta el último momento antes de lanzar el ataque.
Apareció un segundo hombre, tan grande e intimidante como el primero. Y un tercero. Tenían puesta toda la atención delante y no advirtieron al cuarteto oculto en los flancos. Un cuarto hombre salió del túnel y miró a su alrededor; sus ojos se posaron directamente en el rostro de Otto. El sacerdote se llevó un dedo a los labios para que el recién llegado se mantuviera callado. El matón frunció el entrecejo con perplejidad.
—Es aquí —afirmó una voz insidiosa desde el interior del túnel—. Reconozco esa cámara en la que estáis. Ahí es donde maté al idiota del Gorra Negra.
—¡Por el amor de Shallya, cállate! —masculló el primer hombre que había aparecido por el túnel.
Observando a los hombres que iban emergiendo del pasadizo, a Kurt se le había ocurrido que no tenía ningún motivo real para considerarlos peligrosos. Tras el hallazgo de Belladonna de la ballesta, tanto él como los demás habían dado por descontado que los tipos que venían detrás de ellos estaban relacionados con el asesinato de Verletzung. ¿Y si se habían precipitado en sus conclusiones y estaban a punto de atacar a un grupo de personas inocentes que habían bajado a las cloacas por algún motivo desconocido? Sin embargo, las palabras que acababa de pronunciar aquella voz pérfida borraron de un plumazo todas las dudas que todavía perduraban en el capitán.
Uno de aquellos cabrones había matado a Verletzung en aquel mismo lugar, y ahora estaban allí para borrar todas las pruebas de su crimen. No merecían piedad, y no tenía ninguna intención de concedérsela.
—¡Ahora! —gritó a los demás.
Saltó del enladrillado enarbolando la espada en el aire. Con el primer tajo arrancó de los hombros la cabeza del cuarto hombre, y con otro golpe de la hoja le cercenó la nariz al quinto hombre según emergía del túnel, y que todavía no se había enterado de lo que ocurría. Didier se derrumbó sobre las aguas fecales —a las que se habían unido los residuos de su colega decapitado— agarrándose la herida, de la que salía la sangre carmesí.
Belladonna había disparado la ballesta de Didier en cuanto Kurt había dado la orden de atacar. La flecha se había incrustado en el costado del primer hombre, pero eso sólo lo alertó de la presencia de la agente. El matón se dio la vuelta y se arrojó encima de la joven, que quedó aplastada contra el rincón, y sin aire; sus rodillas cedieron y los ojos le hicieron chiribitas antes de que la oscuridad la amenazara con imponerse. Las manos de Belladonna buscaron una flecha para cargar la ballesta, pero el hediondo líquido que la salpicaba por todas partes hacía que sus dedos estuvieran resbaladizos y torpes.
A Faulheit le temblaban tanto las manos que se le escurrió la daga antes de poder utilizarla. El segundo matón se dio media vuelta y empezó a reírse de él antes de iniciar el ataque con una mirada asesina. Un poderoso puño tomó impulso para aporrear el rostro aterrorizado de Faulheit contra la pared del túnel, pero el atemorizado Gorra Negra perdió el equilibrio y cayó en las aguas residuales. Su agresor ya había lanzado el puñetazo y no pudo dar marcha atrás, así que impactó con tal velocidad en la pared que se rompió todos los huesos de la mano. Su grito de dolor retumbó en la pequeña cámara cuadrada con tanta fuerza que estuvo a punto de reventar los tímpanos de todos los demás. Faulheit intuyó que era una oportunidad para escapar, así que se arrastró hasta el túnel que le quedaba más cerca y se internó aún más en las catacumbas que se extendían por debajo de Riddra. La oscuridad lo envolvía. La superficie en la que apoyaba las manos y las rodillas se convirtió de manera abrupta en una pendiente descendente y Faulheit se precipitó por ella pidiendo a gritos que alguien lo ayudara.
Otto permanecía encaramado en el saliente y aprovechaba la ventaja de la altura y la longitud de su báculo de madera para enfrentarse al enemigo desde una distancia de seguridad. Varias veces aporreó la cabeza del tercer hombre con el bastón hasta que el cráneo del matón se resquebrajó como la cáscara de un huevo podrido. Con una sucesión similar de contundentes golpes acabó con el sufrimiento del segundo hombre. Como puntilla, clavó la punta del báculo en el cuello del hombre sin nariz y mantuvo el rostro ensangrentado hundido en las aguas residuales hasta que el alma de aquel desgraciado dejó de forcejear. Sólo entonces bajó al suelo del túnel. Iba a ayudar a Kurt cuando un quejido de terror que provenía de las inmediaciones captó su atención.
Kurt había visto a Belladonna acurrucada en el rincón y embistió con su espada la espalda del agresor de la agente. La hoja se hundió hasta la empuñadura, pero el gigantón todavía arremetía contra Belladonna. Kurt giró la espada en la herida y eso llamó la atención del matón, que se dio media vuelta y le arreó un manotazo a Kurt. El capitán impactó contra una pared de ladrillo y se derrumbó en las aguas fecales casi sin aliento. Desde allí vio horrorizado que el hombretón se encaraba de nuevo con Belladonna para asestarle el golpe mortal.
—¡No!
Los ojos de la joven se cruzaron un instante con los del capitán y le sonrió. Entonces sacó la ballesta del agua turbia y disparó la flecha directamente en el entrecejo de su atacante. El extremo metálico del asta sobresalía de su cabeza como una espeluznante mancha, y el matón se tambaleó y se desplomó de espaldas sobre los cuerpos de sus compañeros. Belladonna se puso en pie, fue tambaleándose hasta Kurt y lo ayudó a levantarse.
—¿Qué ha ocurrido con Faulheit y Otto? —preguntó la agente.
—Faulheit huyó nada más empezar la lucha —respondió Kurt—. Pero no sé que ha sido de Otto.
—Oí un ruido —contestó el sacerdote saliendo de un túnel y arrastrando a una criatura empapada a su espalda—, y encontré esto agazapado entre las sombras. Dice que se llama Deschamp.
—¿Didier Deschamp? —masculló Kurt.
—Depende de quién lo pregunte —respondió el pequeño prisionero, calado hasta los huesos de aguas residuales.
Belladonna pasó la ballesta al capitán y Kurt sujetó en alto la culata para que se viera el nombre grabado con fuego en la madera.
—¿El mismo hombre que anoche se dejó la ballesta aquí después de matar a uno de mis Gorras Negras?
—Fue en defensa propia —aseguró Didier, esforzándose por sonreírles de una manera aduladora.
—Creo que sus palabras exactas fueron: «Ahí es donde maté al idiota del Gorra Negra». Si mi oído oyó bien hace unos minutos —observó Otto.
El prisionero se estremeció.
—Yo estaba…, estaba fardando. Eso es. Estaba fardando con esos matones. —Miró la pila de hombres despatarrados en el suelo—. Sinceramente, creo que me trajeron aquí para matarme.
—Es una pena que los interrumpiéramos —señaló Belladonna.
—Puedo explicarlo todo —reconoció Didier—. De verdad, puedo explicarlo.
Kurt recuperó su espada del cuerpo más cercano y la sostuvo debajo del rostro sin barbilla de Didier, de modo que la hoja se hundía en la piel ictérica del asesino.
—Empiece a hablar, Deschamp…, y le sugiero que lo que diga valga la pena.