DOCE

DOCE

Verletzung estaba helado y empapado, y no era una sensación muy agradable. Una espesa neblina había llegado desde el mar poco después del anochecer y ahora Suiddock estaba envuelta en la niebla, que flotaba sobre el distrito como una mortaja gris, atenuando la oscuridad de la noche. También había espantado a los borrachos y a los idiotas que a Verletzung le gustaba apresar durante sus patrullas. De acuerdo con su esquema mental, la importancia de una vida se medía por su capacidad para conseguir el poder y para utilizarlo. Esa forma de pensar había arraigado en él cuando todavía era un muchacho que crecía en la desalentadora zona conocida como Doodkanaal. El padre de Verletzung se había pasado toda la vida pescando cadáveres de los incontables canales secundarios y principales que se extendían entre las numerosas islas de aquel distrito electoral.

El gobierno de Marienburgo pagaba al padre del pequeño Helmut por mantener las vías fluviales desatascadas y libres de cuerpos putrefactos y purulentos. A cambio, por esa repugnante tarea, los carroñeros profesionales podían quedarse con todo lo que encontraran en los cadáveres.

Un día, Verletzung padre descubrió el cadáver de un mediano con cien florines de oro cosidos en el forro del jubón. El peso había mantenido el cuerpo hundido durante más de una semana hasta que por fin el cadáver hinchado había salido a flote como un corcho. El padre de Helmut se había agarrado una cogorza de mil demonios con aquel dinero, que suponía el mayor hallazgo en toda su cruel, terrible y repugnante existencia. Pero había alardeado demasiado de su buena suerte mientras paladeaba un brandy bretoniano en una taberna atestada de rebanadores de gargantas, y cuando se despertó muchas horas después en una alcantarilla sin la chaqueta ni la bolsa con el dinero, el resentido Verletzung padre había enfilado hacia casa y había descargado toda su vergüenza en la familia.

El pequeño Helmut, que entonces tenía ocho años, había recibido golpes durante una hora, hasta que su padre empezó a desquitarse con la madre, que acabó muriendo por culpa de las heridas producidas por la paliza. Aun así, Verletzung padre nunca fue acusado de su asesinato. Cuando los Gorras Negras acudieron a la casa, había alegado que la había golpeado en defensa propia. Un gesto con la cabeza y un guiño fue todo lo que había necesitado el borracho para librarse de la justicia.

Helmut esperó diez años para vengarse de su padre. Esperó a que ya no tuviera las fuerzas necesarias para defenderse y lo molió a golpes y luego lo ahogó en el canal valiéndose de cien florines de oro para hundir el cuerpo. «Ahí tienes, padre —había susurrado al oído de su progenitor mientras el cuerpo se sumergía en el agua del Doodkanaal—. Ahí tienes tus preciadas monedas. Espero que las disfrutes».

Después, Helmut había esperado tres días encerrado en casa a que llamaran a la puerta y que los hombres con las gorras negras se lo llevaran detenido. Si había justicia en aquella ciudad atravesada por el agua, debería sufrir las consecuencias de su asesinato premeditado y a sangre fría. Pero Helmut había llegado a la conclusión de que la justicia no existía en Marienburgo. Uno podía cometer un asesinato impunemente si era lo bastante listo o afortunado, o rico para pagar un soborno a los Gorras Negras. Nadie se había presentado para arrestarlo por el ansiado asesinato de su padre, nadie había preguntado siquiera qué le había ocurrido. Como era de esperar, una semana después el cadáver hinchado había aparecido flotando en el Doodkanaal y los hombres que habían ocupado su puesto como limpiadores del canal lo despojaron de todo lo que llevaba. A nadie le importó. Nadie comentó nada sobre el asesinato.

Helmut había entendido aquello como una señal y lo aplicaba en la Guardia de Vigilancia Metropolitana, de modo que había decidido que impondría los castigos y tomaría represalias donde y cuando lo creyera conveniente. Las personas que gozaban de poder sobre los demás eran las que decidían entra la vida y la muerte de los demás. La moralidad, tanto la correcta como la incorrecta, carecían de significado para Helmut Verletzung desde el día que se había incorporado a los Gorras Negras.

A medida que dejaba atrás la infancia de palizas y moratones, crecía el placer que encontraba haciendo sufrir a los demás. Cogía lo que quería, como había hecho su padre. Sin embargo, había un aspecto en la vida de su padre que no tenía ningún deseo de imitar: el trabajo en las aguas que bañaban Marienburgo. Durante su infancia, el hogar familiar en el Doodkanaal siempre había estado dominado por la humedad. Habían vivido en un sótano por debajo del nivel del mar y la humedad se filtraba por el suelo y las paredes.

El moho se extendía por el techo como una infección negra e insidiosa que pretendía obstruir los pulmones de los desgraciados que vivían en aquel tugurio. El padre de Helmut llegaba todas las noches y se sentaba con los pies húmedos en alto delante del fuego, así que la vivienda, de una única pieza, apestaba al alcantarillado que desembocaba directamente en los canales donde trabajaba. Verletzung padre sufría una tos crónica, una tos áspera y bronca que enfurecía al muchacho, y Helmut juró que, por muchas vueltas que diera su vida, nunca volvería a soportar un sufrimiento como el que provocaba vivir constantemente empapado.

Y ahora, allí estaba, helado y empapado una vez más, patrullando las calles de Suiddock. Para alumbrarse el camino y darse un poco de calor sólo contaba con la débil llama de una lámpara suspendida de un palo. ¡Por la dulce Shallya, cómo odiaba aquellas condiciones! Aquel tipo de neblinas húmedas podían mantenerse suspendidas sobre Marienburgo durante días si el viento no las arrastraba. Daba igual lo seco que saliera de casa, era poner un pie en la calle y antes de caminar cincuenta pasos ya estaba calado hasta los huesos. Y cuando regresaba a un lugar cálido, el mismo olor a frío y humedad que lo había atormentado en su niñez se introducía rápidamente por sus orificios nasales y en cuestión de segundos aquel olor lo transportaba a las noches horripilantes y los días funestos de su infancia, cuando su padre, borracho, los martirizaba y los torturaba a él y a su madre. Verse obligado a revivir aquellos recuerdos, aunque sólo fuera un instante, era la idea que Verletzung tenía del Purgatorio, y en esos momentos hubiera dado cualquier cosa por tener el cuerpo caliente y seco.

Oyó la campana de un templo tocando en la distancia y contó cuidadosamente las campanadas. Cuando sonó la última, no estaba seguro de cuántas habían sido. ¿Once o doce? Si habían sido once, todavía le quedaba otra hora sumido en aquella tortura de frío y humedad. Si era medianoche, en cambio, podía regresar a la comisaría y ceder al turno de noche su lugar en las calles adoquinadas. Verletzung tomó una decisión fatídica. No sabía con certeza si eran las doce, pero ya no le importaba; regresaría a la comisaría. Si el sargento Woxholt, Scheusal o aquel capitán idiota querían amonestarlo por abandono del servicio, allá ellos, porque una hora más con aquella niebla le resultaba insoportable.

Verletzung se ciñó la capa empapada a los hombros y emprendió el camino de regreso al Puente de los Tres Céntimos. Habría apagado la linterna con gusto considerando su poca utilidad en aquella condenada neblina, pero no estaba seguro de saber regresar a la comisaría sin ella. Además, no tenía ningún deseo de doblar una esquina equivocada o resbalar en los adoquines y caer en uno de los canales secundarios o principales. Así que mantuvo la linterna delante de él suspendida del pesado y poco práctico palo.

Verletzung no vio tan bien como oyó las distantes figuras furtivas. Corrían produciendo un extraño sonido doble; uno era un ruido acolchado muy parecido al golpeteo amortiguado del cuero contra la piedra, y el otro, una especie de roce o arañazo. Debían de ser al menos una docena de figuras, a juzgar por los sonidos que advertía el Gorra Negra. Corrían en su misma dirección, alejándose de él. Verletzung salió a la carrera detrás de ellos y la linterna se meció y se balanceó prendida del punto de anclaje al palo.

Nunca llegó a ver las figuras con claridad, al menos no con la suficiente como para dar una descripción de su aspecto. Pero había algo perturbador en ellas, una cualidad siniestra que le puso los pelos de la nuca como escarpias y la piel de gallina. En un momento dado, una de las figuras se volvió hacia él y el Gorra Negra pudo ver el rostro fugazmente. Tenía los ojos negros, redondos y brillantes como cuentas, una dentadura feroz y algo más, algo que no parecía humano. Pero Verletzung sólo lo vio un instante, y no pudo distinguir los detalles por culpa de la maldita neblina. La figura miró al frente de nuevo y de pronto todas las criaturas se habían esfumado, habían desaparecido, y sus sonidos eran imperceptibles para los oídos de su perseguidor. Verletzung aminoró el paso y finalmente se detuvo; de repente había perdido la noción de su cuerpo y de sus sentidos. Esperó a que sus ojos se acostumbraran al espacio que lo envolvía, pero todo rastro de las figuras furtivas se había desvanecido en la noche neblinosa.

Profirió una maldición. Y volvió a maldecir cuando se dio cuenta de que estaba totalmente desorientado. Sabía que todavía se encontraba en Riddra, pues no había cruzado el Puente de los Tres Céntimos, que era el único paso por tierra de entrada y salida de la pequeña isla. Se planteó volver sobre sus pasos a pesar del improbable éxito de la empresa. A quienesquiera que hubiera estado persiguiendo conocían mucho mejor que él aquellos callejones y pasajes; lo habían arrastrado en una alegre cacería hasta aquel oscuro rincón de Riddra antes de desaparecer, y ahora él estaba completamente perdido. Por eso se sintió aliviado cuando oyó las enérgicas pisadas que se dirigían hacia él y la voz de un hombre que maldecía la niebla.

* * *

Belladonna se despertó al amanecer. Su sueño se vio interrumpido por los guardias del turno nocturno, que entraban a trompicones en su dormitorio, después de una larga noche patrullando las traicioneras calles de Suiddock. Se vistió rápidamente y se dirigió a la planta baja de la comisaría. Cuando llegó se sobresaltó al descubrir que había estado durmiendo desde la tarde anterior. Una densa neblina flotaba sobre el Puente de los Tres Céntimos, y el viento que pudiera disipar aquella niebla que se había instalado en tierra durante la noche brillaba por su ausencia. Faulheit era una figura triste y desamparada detrás del mostrador con la mirada fija en cinco borrachos que dormitaban en los calabozos.

—¿Una noche movida? —preguntó Belladonna con alegría.

Faulheit meneó la cabeza.

—La neblina llegó poco antes de la medianoche. A partir de entonces nadie veía lo suficiente como para crear problemas. Con un poco de suerte esta niebla nos regalará un día tranquilo.

—No contaría con ello. ¿Tienes idea de dónde están el capitán o el sargento?

—No.

Belladonna reparó en una nota colgada en la pared detrás de la cabeza de Faulheit.

—¿No has leído esa nota?

—¿Hay una nota? —Se volvió y vio la nota por primera vez. Luego se encogió de hombros con desazón—. No hubiera cambiado nada que la viera antes. No sé leer.

—Pensaba que hoy en día era un requisito para los Gorras Negras tener al menos unos conocimientos básicos de escritura.

—Sí. Bueno… —Frunció el ceño.

—Deja que adivine… No podías perder el tiempo asistiendo a clase.

—Sólo leen los sacerdotes y los ricos —masculló Faulheit—. Yo no necesito leer para hacer mi trabajo.

—No si consideras que tu trabajo consiste en estar aquí encerrado para evitar los problemas que puedas encontrarte en el exterior —aseveró Belladonna, que pasó junto a él y agarró la nota. La leyó en voz alta para que el agente se enterara:

Estoy haciendo guardia con Woxholt en el CCM Debería estar de regreso antes del inicio del turno diurno.

CAPITAN SCHNELL.

—¿El CCM?

—El Club de Caballeros de Marienburgo —aclaró Kurt entrando en la comisaría seguido por un abochornado Jan. Ambos estaban calados hasta los huesos y tiritando. Su llegada venía acompañada por los habituales graznidos de las gaviotas—. Nos hemos pasado doce horas vigilando ese lugar, ocultos en las sombras. Podríamos haber estado mirando el Bruynwarr y no hubiera cambiado nada. ¡Cuando nos envolvió esta maldita niebla ya no se veía nada!

—¿Cómo iba a saber yo el tiempo que haría? —protestó el sargento.

—Podríamos haber tenido a Dedos Blake a un palmo y no lo habríamos visto. —Kurt se quitó la capa y la arrojó al mostrador. El agua salió pulverizada de la prenda y duchó a Faulheit—. Bueno, ¿alguna novedad mientras nosotros perdíamos el tiempo en Riddra?

Faulheit se cuadró, impulsado por un arrebato de importancia.

—Cuando relevé a Holismus del turno de noche, no tenía nada de lo que informar, capitán. Se ha arrestado cinco hombres en el transcurso de la noche por perturbar la paz. Todos están durmiendo la mona encerrados en los calabozos.

—Perfecto. Cuando se despierten, múlteles con cualquier cosa que lleven en los bolsillos hasta un máximo de un florín y échelos. Andamos escasos de personal y tampoco podemos permitirnos el lujo de alimentarlos. ¿Algo más?

—Verletzung no había regresado de su ronda al finalizar el turno de noche. Y aún no lo ha hecho.

—¿Por qué?

Faulheit se encogió de hombros y volvió a su posición anterior apoyado sobre el mostrador de recepción.

—¡Por el amor de Shallya! —bramó Kurt—. ¡No me diga que ha desertado!

Jan meneó la cabeza.

—Eso no parece propio de Verletzung. Tiene un temperamento violento y la reputación de intimidar a los que son más débiles que él, pero no es un desertor.

Un carro de madera cruzó traqueteando el Puente de los Tres Céntimos y se detuvo en la entrada de la comisaría. Jan lanzó un vistazo por las puertas abiertas.

—Quizá se perdió persiguiendo a un sospechoso durante la noche —continuó Jan—. La neblina era más espesa en Riddra.

—Eso no hace falta que me lo recuerdes —replicó de mala gana el capitán.

—¡Entrega para la comisaría de la guardia de vigilancia del Puente de los Tres Céntimos! —gritó una voz desde el exterior.

Instantes después alguien salió corriendo y sus pisadas se desvanecieron en la neblina. Kurt escudriñó el carro estacionado en la entrada de la comisaría con el gesto resuelto.

—Si se trata de otro cargamento de cerdos, zumbaré a quien los haya enviado —juró antes de salir al puente. Belladonna lo siguió, con curiosidad por ver lo que habían dejado.

Jan iba a desprenderse de la capa cuando un grito de Kurt requirió su presencia junto al carro. El sargento salió disparado y derrapó en el suelo adoquinado. La superficie resbaladiza estuvo a punto de suponer su perdición. Impactó con el carro y se inclinó para apoyarse en él, pero el impulso lo arrojó al interior del vehículo y lo dejó cara a cara con Helmut Verletzung, cuyos ojos sin vida devolvían una mirada acusadora al sargento. La flecha de una ballesta estaba sepultada en la garganta del cadáver, y la punta metálica sobresalía de su nuez. Alguien había atado a la flecha un trozo de papel con un cordel. Jan alargó una mano para tocar la piel de Verletzung. Estaba helado y empapado, y el único rastro de sangre que se advertía era una oscura mancha carmesí en la guerrera.

—Lleva horas muerto.

—¡Maldita sea! —gritó Kurt a la neblina. Jan le pasó la nota. Kurt desenrolló el pergamino y leyó en voz alta: «DOS MENOS. QUEDAN OCHO».

—¿Una advertencia o una promesa? —preguntó Belladonna.

—Un mensaje —afirmó el capitán—. Ni más ni menos.

—No podemos dejar a Verletzung aquí fuera —señaló Jan.

—¿Crees que no lo sé? —gruñó Kurt apretando los dientes. Descargó repetidamente el puño contra el borde del carro. La ira y la frustración empezaban a inflamarle las facciones. Finalmente la furia de Kurt se apaciguó y apartó la mirada del rostro del muerto—. Hemos perdido dos hombres en otros tantos días. El comandante se niega a facilitarnos reemplazos, así que tendremos que arreglárnoslas con los turnos como buenamente podamos. Holismus sigue afectado después de ver ayer a su hermano, eso si fue su hermano lo que vio, así que no tiene sentido mantenerlo al cargo del turno de noche. La muerte de Mutig también nos merma el turno diurno…

—Yo puedo hacerme cargo de sus patrullas —sugirió Belladonna.

—¿Está segura?

—No, pero debemos mantener nuestra presencia en las calles.

—¿Qué pasa con Gerta la Charlatana? —preguntó Jan.

—¿Qué pasa con ella?

—Es un gran valor para la comisaría, sobre todo por su buena mano en la cocina, pero la mayor parte del tiempo está arriba, sentada, sin hacer nada. Podríamos ponerla en la recepción para que nos sustituyera cuando no estemos en la comisaría.

—Tomé la decisión de que se quedara en la comisaría para protegerla, ¿recuerdas? —señaló Kurt.

—¿Protegerla de qué? No hemos avanzado en la detención de Dedos Blake ni en la resolución del asesinato del elfo, y mientras tanto están asesinando a nuestros hombres en las calles —dijo Jan en voz baja y en un tono apremiante—. Creo que nosotros corremos más peligro que ella, capitán.

—Quizá tengas razón —reconoció Kurt, y dejó que su mirada regresara distraídamente a Verletzung—. De acuerdo. Habla con Gerta y averigua si le interesaría entrar en nómina.

Belladonna rompió a reír.

—Eso si el comandante vuelve a abrirnos el grifo del dinero.

—Mmm… eso es culpa mía. Nunca he sido muy político. Prefiero tener a mis enemigos cara a cara que adulándome como si fueran mis amigos y luego recibir una cuchillada por la espalda.

—Es increíble que hayas aguantado tanto tiempo en Marienburgo —comentó Jan.

Kurt asintió sin apartar la mirada de Verletzung.

—Belladonna, ¿puede extraerle la flecha del cuello?

—¿Para qué? ¿Qué piensa hacer con ella?

—Quiero que se la lleve a un brujo de la Orden Dorada. Terfel es bajito, gordo y tiene unos hábitos repugnantes, pero también tiene buen ojo con los metales. Quizá pueda decirnos quién fabricó la flecha, e incluso quién la disparó. Eso sí, vaya con cuidado; tiene las manos muy largas.

Belladonna asintió con una sonrisa irónica en los labios.

—No se preocupe. Ya me encontré gente igual o peor en otras ocasiones, cuando era la guardiana del despacho del comandante. Sé manejarme con ese tipo de personas.

Se subió al carro. Empujó el proyectil para que el resto de la flecha atravesara la garganta de Verletzung hasta que por fin el asta salió de la herida, produciendo un ruido como de desagüe que helaba la sangre.

Jan se estremeció con aquel sonido.

—¿Qué hacemos con el cuerpo de Helmut? Ya no le quedaban familiares vivos en la ciudad, al menos nadie que yo conociera.

—Llevaré el cuerpo a Otto —dijo Kurt—. Un sacerdote de Morr puede descubrir más de un cadáver de lo que muchos de nosotros podríamos averiguar de una persona viva. Quiero que te quedes aquí y te pongas al mando de la comisaría. Envía a Faulheit a patrullar las calles. Se le ve muy cómodo ahí dentro; veamos cómo se desenvuelve con el frío y la humedad del exterior.

Jan asintió, sin duda conforme con las órdenes.

—¿Cómo es que conoces a Terfel? —preguntó el sargento suavemente—. Pensaba que era el secreto mejor guardado de Suiddock.

Kurt sonrió.

—Estuvo estudiando en Altdorf una temporada. Decidió abandonar la ciudad cuando lo azotaron públicamente por intentar vender oro falso a los comerciantes locales. No creo que la alquimia fuera la asignatura en la que más destacara.

—Eso ya lo sabía —insistió Jan—. Lo que te preguntó es que cómo es que lo conoces.

El capitán estaba a punto de contestar, pero lo interrumpió Belladonna, que saltó del carro sosteniendo triunfalmente la flecha de ballesta para que los hombres la vieran.

—Tenía razón; esto no se parece a ninguna aleación que conozca. Necesitamos un experto en metales para que lo identifique.

—Entonces Terfel es nuestro hombre. Lo encontrará al otro lado de Luydenhoek, pasado el puente del norte. Allí regenta una pequeña forja, así que sólo tiene que buscar la nube de humo negro que desprende. —Kurt escudriñó el cielo. El sol empezaba a calentar a través de la niebla con la promesa de un día despejado—. Con un poco de suerte esta neblina se habrá disipado cuando llegue allí.

Belladonna asintió y partió apresuradamente.

* * *

Mientras la niebla se desvanecía lentamente, el Puente de los Tres Céntimos y las calles que desembocaban en él empezaban a llenarse de vida con la llegada de los comerciantes y los vendedores ambulantes, de los ciudadanos y los marineros. Enseguida se cubrirían los adoquines con el flujo de gente que se abría paso a empellones para llegar a su destino. El cadáver de un Gorra Negra merecía un lugar de descanso mejor. Jan entró en la comisaría en busca de una sábana para cubrir el cuerpo de Verletzung. Kurt se quedó donde estaba observando al recluta muerto, pero su soledad no se prolongaría.

—¿Capitán Schnell? —inquirió una voz altiva, patricia.

Kurt levantó la mirada y vio a un cazador de brujas al otro lado del carro. Llevaba una capa ceñida al cuerpo y un sombrero de ala ancha que proyectaba sombras en su rostro adusto.

—Ése es mi nombre; ¿cuál es el suyo?

El cazador de brujas flanqueó el carro para reunirse con Kurt. La larga capa se arremolinó alrededor de su cuerpo.

—Soy el hermano Nathaniel, del Templo de la Corte. Me facilitará toda la asistencia que precise o aténgase a las consecuencias.

El capitán se cruzó de brazos y miró con el ceño fruncido al recién llegado.

—Ahórreme las amenazas y ese comportamiento inquietante, hermano Nathaniel. Esto no es el Imperio. ¿Qué quiere de mí?

Nathaniel torció el gesto con ira.

—Soy yo quien hace las preguntas.

—Pero yo no tengo ninguna obligación de contestarlas hasta que me muestre su permiso oficial del Stadsraad para operar en la ciudad de Marienburgo. —Kurt extendió una mano—. Porque tiene un permiso, ¿verdad?

El cazador de brujas sacó un pedazo de vitela plegado y lo estrelló contra la palma de la mano del capitán. Kurt lo abrió y leyó el texto grabado en el trozo de piel con una caligrafía ornamentada. También se fijó en los sellos oficiales, tanto el del Stadsraad como el del despacho del comandante de la guardia de vigilancia.

—Bueno, parece que todo está en orden —dijo en un tono desdeñoso, doblando el permiso y devolviéndoselo a la figura que tenía plantada delante, fulminándola con la mirada.

—Me han llegado noticias de que hay un hereje corrompido por el Caos viviendo en este puente o en sus alrededores.

—¿Le han llegado noticias? —Kurt se acarició la barbilla—. Mmm… Herejes, herejes… No puedo confirmarle que haya visto alguno por aquí, y menos aún corrompido por el Caos, como ha dicho usted de manera tan ampulosa.

—¡No discuta conmigo, capitán, o las cosas se le pondrán feas!

—Si no le importa, ¿podría ser más concreto? Quizá unas vagas amenazas y unas pistas confusas sean todo lo que necesitan los de su clase como justificación para intervenir más allá de Marienburgo, pero en esta ciudad creemos en los hechos y en la verdad, no en la herejía.

—Certifico que está obstaculizando mi investigación —le espetó el cazador de brujas—. Tomo nota de su actitud, capitán Schnell, y mis hermanos se enterarán de la insolencia de sus modales.

Como Kurt no le contestaba, su interlocutor miró a su alrededor para comprobar si alguien más estaba escuchándole antes de continuar:

—¡Jost Holismus!

»Estuvo al mando de esta comisaría de los Gorras Negras hasta que murió ahogado.

»Ésa fue la versión oficial, como todos saben. El heroico capitán se sacrificó para salvar Suiddock. Eso no son más que mentiras y propaganda que difundieron sus superiores para evitar que el pánico se extendiera por el distrito.

—Creame, hay cosas mucho peores a dos pasos del Puente de los Tres Céntimos que un capitán enloquecido por el Caos que se da un chapuzón y ya no regresa.

—¡Herejía! —exclamó entre dientes Nathaniel.

—Frío, frío. Cosas más fuertes —replicó Kurt—. ¡Vamos, vaya al grano!

—Está bien —asintió el cazador de brujas, estirando todo el cuerpo—. Sé que el hermano de Joost Holismus lo vio ayer. Llevábamos tiempo sospechando que el ahogamiento del capitán había resultado demasiado conveniente. Ahora disponemos de la prueba que confirma que era mentira. Todo aquel que preste socorro a un hereje adorador del Caos debe someterse a mi poder como inquisidor. Mis hermanos y yo estaremos vigilando este lugar. Si Joost Holismus regresa, deberá notificárnoslo inmediatamente. De lo contrario, las consecuencias para usted y sus Gorras Negras serán nefastas. Reduciremos a cenizas la comisaría y usted se convertirá en mi prisionero y recibirá el castigo que yo considere oportuno.

Kurt asintió con la cabeza.

—Sí, sí, todo eso ya lo había oído antes. Gracias por su visita. No se preocupe, lo avisaré si Joost aparece para charlar un rato y tomarse una jarra de cerveza. Mientras tanto, ¡fuera de mi puente!

Nathaniel dio un paso adelante para acercarse al capitán con el rostro desencajado por la ira y el odio.

—¡Se está pasando, Schnell!

—He mirado la muerte a los ojos más veces de las que querría recordar y he luchado contra la tiranía que usted afirma combatir en la guerra contra las fuerzas de Archaon, así que no necesito que un matón de mierda con ínfulas, un libro de oraciones y un aliento que apesta me diga cómo he de llevar mi comisaría o intente asustarme. ¡Váyase con el cuento a otro!

—Esto no acaba aquí —prometió el cazador de brujas cuando ya enfilaba sulfurado hacia Stoessel.

—¡Largo de aquí! —le gritó Kurt a la espalda.

Jan apareció en la comisaría justo a tiempo para presenciar los coletazos de la desafortunada conversación.

—Veo que sigues esforzándote por entablar amistades y relaciones con gente influyente —señaló con ironía, y desplegó una sábana de un oscuro color ceniciento sobre el cuerpo de Verletzung que protegió el cadáver de las miradas de los curiosos—. ¿Quién era ése?

—El hermano Nathaniel, del Templo de la Corte —masculló Kurt.

—¿Un cazador de brujas?

—¡Uh… uhuh!

Jan puso los ojos en blanco.

—¿Queda alguien a quien no hayas agraviado todavía? Dame una lista y los invitaré a la comisaría; así podrás insultarlos a todos a la vez y te ahorrarás tener que hacerlo de uno en uno.

—Había oído decir que el sarcasmo es el ingenio del gruñón —replicó Kurt.

—Por lo menos yo todavía conservo mi ingenio —respondió el sargento—. ¿Te has empeñado en que todo y todos en esta ciudad te consideren un enemigo? —Jan posó una mano en el hombro de Kurt—. Sé que estás furioso por la perdida de otro hombre, pero ¿dar rienda suelta a tu ira con un cazador de brujas? Yo te he enseñado a hacerlo mucho mejor.

—No pude controlarme —reconoció el capitán—. He visto a demasiados hombres y mujeres de buen corazón sufrir inútilmente al servicio de la pesquisa obsesiva de un cazador de brujas.

—Mira quién fue a hablar.

Kurt no pudo evitar la risa, aunque su gesto risueño rápidamente se desvaneció. Sacó el cuerpo de Verletzung del carro asegurándose de que la sábana lo envolvía y lo mantenía oculto, pero el peso del cadáver le hizo tambalearse y tuvo que rectificar la postura para recobrar el equilibrio.

—¿Necesitas ayuda para llevarlo? —preguntó Jan.

—No, ya me las arreglo solo. Le debo un entierro digno a Verletzung, si no algo más. —Lanzó un vistazo a la comisaría—. No sé cuánto tiempo estaré con Otto en el Templo de Morr, así que será mejor que salgas a patrullar y dejes claro a la gente que nos quedamos. Ambos tenemos que darles ejemplo…, a ellos y al resto de la comisaría.

* * *

La niebla ya se había disipado cuando Belladonna llegó al extremo oriental de Luydenhoek, y el cielo bailaba con su brillante y eléctrico azul en las aguas que lamían la orilla de la isla. En medio de todo aquel esplendor azul, no fue complicado localizar las nubes negras que escupía una chimenea al final de un pasaje desierto. Belladonna se guio por los gases impregnados de hollín para dar con su origen: un edificio achaparrado de aspecto dudoso del que procedía un torrente constante de maldiciones y blasfemias proferidas por una voz bronca.

La agente esperó a que se produjera una pausa en la ristra de improperios para golpear la gruesa puerta de madera con los nudillos. Las maledicencias se reanudaron y sonaron cada vez más cerca de la entrada, acompañadas por el ruido de fuertes pisadas. La puerta chirrió al abrirse y apareció un hombre enfurruñado y con el rostro rojo de rabia que medía lo mismo a lo ancho que a lo alto. Su altura no era mayor que la de un mediano, pero no había duda de que era un humano a pesar de su corta estatura.

—¿Qué quieres? —gruñó nada más aparecer en la puerta aferrando en la mano peluda un trozo de metal humeante.

—Me envía mi capitán de la guardia de vigilancia —respondió Belladonna, esforzándose para que no se le notara el miedo en la voz.

El gesto agresivo del forjador se suavizó en cuanto reparó en las bellas y llamativas facciones de la guardia.

—Ah, ¿sí?

Belladonna extrajo la flecha de ballesta con la punta metálica.

—Dijo que sólo había un hombre en todo Marienburgo capaz de identificar la aleación empleada para fabricar esto…, un brujo llamado Terfel.

La oronda figura se acercó a Belladonna y arqueó las cejas sugerentemente.

—Los halagos abrirán las puertas a la mayoría de la gente, querida, pero con una cara como la tuya no tienes por qué preocuparte. Estoy a tu entera disposición.

—Mi capitán también dijo que tenía algunos hábitos repugnantes y las manos muy largas, que anduviera con cuidado.

Terfel hizo lo que pudo para parecer consternado por aquellas acusaciones.

—¿En serio? ¿Y quién es ese capitán de la guardia de vigilancia que ha difamado con una crueldad tan gratuita y de esa terrible manera mi buen nombre?

Belladonna sonrió.

—Schnell. El capitán Kurt Schnell.

—¡Ah! —El hombrecito se rascó el cogote pelado y se sorbió la nariz—. Bueno, en ese caso será mejor que entres. ¿Cómo te llamas, amorcito?

—Belladonna Speer —contestó la agente, agachando la cabeza para introducirse en los dominios del brujo—. Y si no saca la mano de mi capa, se encontrará una daga clavada en ella en cualquier momento.

—Oh. Me gustas, tienes carácter —replicó Terfel con entusiasmo retirando sus entrometidos dedos mientras seguía ala agente al interior del taller de techos bajos—. ¿Por qué no te sientas y dejas que el bueno del viejo Terfel eche un vistazo a esa flecha que traes, eh?

—Lo haría encantada, pero me da la impresión de que no hay un lugar seguro donde sentarse —observó Belladonna tosiendo educadamente.

Lo más parecido al interior de la morada de Terfel era un choque frontal entre una biblioteca y una fundición. Los libros se apilaban desde el suelo hasta el techo ocupando la mitad del espacio disponible, y las columnas de volúmenes amenazaban con derrumbarse en cualquier momento, lo mismo que los fardos de papeles garabateados con letra delgada e insegura y con ininteligibles diagramas. El resto de la estancia estaba dedicado a una fragua, complementada con una chimenea en la que el fuego ardía con vivacidad y de la que partía un enorme tubo que atravesaba el techo. También había una colección interminable de metales. En un rincón se apilaban los lingotes macizos, mientras que los sacos de mena y arena estaban diseminados por el suelo, cubierto por caños, barras y trabajos en metales de todas las formas y tamaños. Alguna bocanada de humo escapaba ocasionalmente de la aspiración de la chimenea y se quedaba flotando en la habitación, de manera que el aire sabía a fuego y metal.

—Espera, abriré un par de ventanas —dijo Terfel a su invitada.

Se dirigió apresuradamente a la más cercana y se tropezó con una pila de tomos encuadernados en piel. El brujo se dedicó una ristra de insultos por el caos que acababa de formar mientras abría los vanos que daban al mundo exterior, permitiendo que el necesario aire fresco penetrara en la atmósfera sofocante. Satisfecho por los resultados, Terfel regresó junto a Belladonna y colocó en el suelo los antiguos grimorios que ocupaban una silla, se sacó un trapo mugriento de la manga y lo pasó por el asiento de cuero.

—Prueba ésta a ver si se ajusta a tus medidas.

Belladonna se sentó cuidadosamente en la silla. Una vez sentada, su mirada y la de Terfel quedaron a la misma altura. El brujo se cruzó de brazos y esbozó una sonrisita de complicidad.

—Bueno, echemos un vistazo a esa misteriosa flecha que traes, ¿eh?