ONCE

ONCE

Kurt acompañó al comandante en su visita a la comisaría mientras Belladonna se ocupaba de Lothar. Aunque en ese momento las celdas estaban vacías, el comandante se mostró intrigado.

—¿Mantiene a los prisioneros a la vista de todos?

—Es una manera de que la gente que entre en la comisaría vea lo que ocurre con quienes quebrantan la ley —respondió Kurt, que ejerciendo su papel de guía condujo a su superior al primer piso—. Tenemos tres habitaciones orientadas al sur, al Bruynwarr, y tres habitaciones que dan a la parte delantera, al Puente de los Tres Céntimos. He asignado una cámara de las que dan al sur como dormitorio para los hombres, y el cuarto adyacente, como lavabo. El turno de noche está durmiendo en estos momentos. El turno vespertino puede desplazarse a sus casas entre los períodos de servicio. El cuarto restante en la parte trasera del edificio funciona como sala de interrogatorios y comedor. En el otro lado tenemos la cocina, mi despacho y las dependencias para mujeres.

—¿Dependencias para mujeres? —preguntó con sorna el comandante—. No se ajusta demasiado al protocolo que rige una comisaría de la guardia de vigilancia, ¿no le parece?

—Con todos mis respetos, señor. Usted asignó a Belladonna Speer a esta comisaría, así que tuvimos que habilitar unas dependencias para ella. Además hemos contratado los servicios de otra mujer, Gerta Gestehen, que cocina para todos.

—¿Gestehen? Creo que he oído ese nombre antes.

Kurt suspiró.

—Probablemente la conoce como Gerta la Charlatana. Entró en la comisaría y confesó que estaba relacionada con el asesinato del elfo, Arullen Silvermoon.

El comandante puso los ojos en blanco.

—Esa mujer goza de una triste fama entre los Gorras Negras por sus desenfrenadas confesiones. No me diga que es usted tan estúpido como para tragarse una de sus estrambóticas revelaciones.

—Su historia era falsa, como de costumbre, pero tenía en su poder una prueba que la relaciona con la víctima. Creemos que pudo haberla adquirido del asesino o de alguien que por lo menos presenció cómo se deshacían del cuerpo. Hasta que encontremos a ese individuo mantendremos a Gerta aquí. Es el lugar más seguro para ella.

—Crea eso si quiere, pero dudo que los ciudadanos más sensatos compartan su opinión, Schnell.

—Puede ser…

—¡Basta! —espetó el comandante—. Ya he visto suficiente de este agujero. Lléveme a su despacho, capitán. Tenemos que hablar. Aunque sería más preciso decir que yo tengo que hablar y usted tiene que escuchar. —Kurt lo guio hasta el destartalado despacho. Las tres sillas y el improvisado escritorio no causaron muy buena impresión al comandante—. Siéntese, Schnell. Lo que tengo que decirle no nos llevará demasiado tiempo, siempre y cuando esté dispuesto a escucharlo.

—Yo siempre estoy dispuesto a…

—¡No me interrumpa! —gruñó el comandante, que se paseó lentamente en círculo por la habitación como si estuviera marcando su territorio—. En primer lugar, creo que necesita de manera apremiante algunas lecciones sobre tacto y diplomacia. Por lo que me han contado, desde que ayer llegó a este lugar sus únicos éxitos se cuentan entre los nuevos enemigos que ha conseguido granjearse. En el espacio de un día ha vuelto más gente en contra de usted, de esta comisaría y de todas las personas que trabajan en ella que la mayoría de los capitanes de la guardia de vigilancia en toda su carrera. ¿Se ha propuesto que maten a alguien?

—No, señor, pero yo…

—¡Le he dicho que no me interrumpa!

Kurt cerró la boca, dispuesto a permanecer callado y aguantar todos los agravios y las advertencias que habían motivado la visita del comandante. Discutir con aquel hombre no aportaría nada bueno a la comisaría.

—Así está mejor —aseveró el comandante tras una prolongada pausa—. Como le decía, se ha creado una lista nada corta de enemigos que no van sólo contra usted sino, por extensión, contra la Guardia de Vigilancia Metropolitana de todo Marienburgo. Tengo miembros de la Stadsraad reclamándome su cabeza, mientras que la mitad de los comerciantes de la ciudad han firmado una solicitud para su degradación. Francamente, me sorprende que el Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios no lo haya amenazado con bloquear Suiddock. Es la única de las fuerzas más poderosas del distrito que no ha puesto el grito en el cielo contra usted. A menos que aprenda a actuar con mayor discreción, dudo que llegue vivo al Geheimnistag. —Se detuvo junto a una de las ventanas que se asomaban al Puente de los Tres Céntimos—. ¿Y bien? ¿Qué tiene que decir en su favor?

Kurt respiró hondo antes de hablar, tomándose el tiempo necesario para elegir cuidadosamente las palabras.

—Imagino que la mayoría, si no todas esas quejas, tienen un único origen: Adalbert Henschamnn. Ayer le hice una visita y le comuniqué que los días en que su Liga de los Caballeros Emprendedores podía robar y extorsionar impunemente a los ciudadanos de Suiddock se habían acabado. No recibió con agrado mis palabras.

—No me sorprende. ¿Henschamnn lo amenazó?

—Por supuesto. También mandó a un gordo llamado Oosterlee para que me sobornara. Nada de todo eso le funcionó.

El comandante miró fijamente a Kurt.

—¿Theodorus Oosterlee?

—El mismo. Estaba henchido de vanidad. Le bajé los humos.

—Theodorus Oosterlee era uno de mis amigos más antiguos —señaló el comandante, sin ningún rastro de sentimiento en la voz ni ningún trazo de emoción en su rostro impasible ni en su gélida e inexpresiva mirada.

—Ha dicho era… en pasado. ¿Oosterlee está muerto?

—La guardia fluvial encontró su cadáver hace una hora flotando en el canal secundario que hay detrás de la comisaría. Me sorprende que no se haya enterado.

Kurt se encogió de hombros.

—Todavía tengo que presentarme a mi homólogo de la guardia fluvial de Suiddock.

—Quizá le vendría mejor empezar a establecer ese tipo de alianzas en vez de centrar sus esfuerzos en fastidiar a uno de los hombres más poderosos de la ciudad, Schnell. —El comandante se volvió de nuevo hacia la ventana, al parecer concentrado en la observación de los transeúntes que trataban de proseguir su camino por el escaso espacio que dejaba libre su vehículo. Un soldado lisiado se abrió paso apoyado en una muleta que sustituía su pierna izquierda; el uniforme raído le colgaba sobre el cuerpo escuálido—. ¿Qué ha descubierto sobre el asesinato del elfo?

—Se llamaba Arullen Silvermoon.

—De hecho, la casa de los Silvermoon me exige respuestas y yo no tengo nada que ofrecerles.

Kurt se encogió de hombros.

—Yo tampoco, señor. Ya se les ha comunicado toda la información que hemos recopilado hasta ahora.

—¿Toda la información? ¿Incluso lo de esa mujer llamada Gerta la Charlatana?

—¿Lo de Dedos Blake? No. Eso todavía no. Aún estamos tratando de encontrar al sujeto, pero parece que se lo ha tragado la tierra. No importa la cantidad que ofrezcamos como recompensa, nadie dice una palabra sobre él.

—Claro, su famosa recompensa de cien florines de oro. ¿Quién le facilita ese dinero?

—Tenemos pensado confiscar los activos de los criminales y emplearlos para financiar los informantes.

—¿Y qué me dice de los Gorras Negras de los demás distritos? ¿Cómo se supone que van a mantener contentos a sus soplones si usted está ofreciendo una pequeña fortuna a un pordiosero cualquiera que entre de la calle con chismorreos y rumores?

—Sólo pagaremos la cantidad íntegra a quien aporte la información precisa que nos conduzca al asesino del elfo.

—Eso no es lo que la gente comenta en otras partes de la ciudad, Schnell. Con sus payasadas ha generado más problemas en todo Marienburgo de los que pueda imaginarse. Había decidido visitarlo con la esperanza de hacerle entrar en razón. En cambio, me lo he encontrado saliendo dando tumbos de un prostíbulo junto a uno de sus hombres, un miembro de la guardia completamente borracho la tarde de un Backertag. ¿Qué debo hacer al respecto?

—Holismus había visto a su hermano y…

—¿Holismus? ¿Está diciéndome que vio a Joost Holismus? ¡Eso es imposible! ¡Ese hombre está muerto!

—Su hermano dice lo contrario.

—¡Su hermano es un borracho y uno no puede fiarse de los borrachos, Schnell!

Kurt se mordió la lengua para no repetir los rumores que había oído sobre el brandy que corría por las venas de la esposa del comandante. Si tomaba ese camino le esperaba un cese fulminante, y eso no hacía ningún bien a nadie.

—Considere esto como un aviso, tanto para usted como para la comisaría —continuó el comandante—. O encuentra un modo de trabajar con la comunidad local, con toda la comunidad local, o aténgase a las consecuencias.

Kurt se puso en pie, incapaz de seguir conteniendo su ira.

—¿Es una orden, señor?

—Sí, es una orden.

—¿Está ordenándome que rinda pleitesía a los tipos como Henschamnn y sus compinches, que les permita robar y extorsionar y amenazar y asesinar a su conveniencia?

—¡No, claro que no, capitán! ¡Estoy diciéndole que haga su trabajo sin perturbar el desarrollo cotidiano del distrito!

El comandante pasó a grandes zancadas junto a Kurt de camino a la puerta del despacho, pero el capitán lo agarró del brazo y lo retuvo con fuerza.

—¿Quién lo ha enviado para advertirme? —preguntó Kurt.

—¿Cómo se atreve? ¡Suélteme inmediatamente, hombre!

—¿Quién está presionándolo, señor? ¿El Stadsraad o el mismo Henschamnn en persona?

El comandante entornó los ojos.

—¿Qué ha dicho?

Kurt le liberó el brazo.

—Ya me ha oído.

—Esto no se me olvida, Schnell. A partir de ahora esta comisaría y sus Gorras Negras quedan a su suerte. No espere ningún tipo de cooperación o asistencia de las otras comisarías, otras guarniciones, otros distritos u otras divisiones de la Guardia de Vigilancia Metropolitana. Si este lugar estalla en llamas, puede que vengamos a ver cómo arden, pero nada más. ¡Se acordará de ello cuando su temperamento los deje a usted y a sus hombres bailando con el mismísimo Morr!

El comandante abandonó indignado el despacho mascullando entre dientes imprecaciones que ruborizarían a un estibador.

Kurt salió detrás de él para tratar de impedir que nadie más saliera malparado. Ya había quemado demasiadas naves y no había ninguna necesidad de que alguien más sufriera la ira del comandante. Descendieron atropelladamente los escalones de madera que conducían a la planta baja del edificio, donde Belladonna aguardaba hecha un manojo de nervios junto a Faulheit. Los dos agentes estaban lívidos, como si hubieran oído todas y cada una de las palabras que se habían pronunciado en el despacho de Kurt. Sin embargo, el capitán no tardó en darse cuenta de que el motivo de su angustia era otro, mucho más horrible.

Jan estaba de pie en la entrada de la comisaría sosteniendo contra el pecho el cadáver mutilado de Mutig.

* * *

Raufbold había salido furtivamente de la comisaría en cuanto se había enterado de que el comandante estaba en el edificio. No porque temiera a aquel viejo detestable, sino porque consideró aquella inesperada visita como una oportunidad. Raufbold sabía que la presencia del comandante mantendría al resto de los Gorras Negras de la comisaría ocupados y distraídos, lo que le permitía satisfacer sus imperiosas ansias.

Desde que lo habían enviado al Puente de los Tres Céntimos le había resultado imposible deleitarse con el dulce y abrasador sabor de la sombra carmesí recorriéndole los pulmones. Por supuesto, se había agenciado la droga que había confiscado a aquel delincuente de poca monta, pero su sombra carmesí era de escasa calidad. Ahora esa vieja y familiar necesidad empezaba a manifestarse. La primera señal aparecía en las manos; los dedos le temblaban como si estuvieran asustados. A continuación brotaba el sudor, y una delgada y brillante capa de transpiración nerviosa le cubría la piel y le empapaba la ropa. Si no las colmaba, sus ansias le provocaban calambres en el estómago, le nublaban la visión y le embravecían su ya de por sí exaltado temperamento. Finalmente, el dolor y el delirio se apoderaban de él y era capaz de acabar con quien se cruzara en su camino y de descuartizar a cualquiera que contara con los medios para calmar su vicio. A lo largo de su vida como Gorra Negra, Raufbold había visto a algunos adictos a la sombra carmesí sufriendo los síntomas del síndrome de abstinencia; eran unos desgraciados que ni siquiera merecían desprecio ni lástima, lo más bajo; y él no tenía ninguna intención de seguir sus pasos.

Raufbold se escabulló del Puente de los Tres Céntimos en dirección a Riddra, sabedor de que allí no tendría problemas para encontrar una dosis de su demonio personal. En una ciudad donde mucha gente sobrevivía gracias a toda clase de estupefacientes, Riddra era el centro de traficantes y suministros. Los opiáceos que llegaban de contrabando desde Nippon se descargaban allí, y en la pequeña isla también se encontraba el antro de consumo de narcóticos más infame: El Loto Dorado.

Si se daban por ciertos los rumores, la mayoría de las figuras destacadas e influyentes de la ciudad visitaba aquel edificio, ocupado ilegalmente en las inmediaciones del Puente de los Tres Céntimos y cuya fachada pasaba totalmente desapercibida, para saciar sus repugnantes hábitos. Por supuesto, ellos iban al caer el sol y normalmente en barco, y utilizaban una entrada secreta en un callejón lateral.

Raufbold sabía que era conveniente no poner el pie en el edificio de madera y piedra, e incluso cruzar la calle adoquinada para evitar pasar cerca de él. Aseguraba un cuento de viejas que quien pasara por delante de la puerta de El Loto Dorado se convertiría en un adicto, tal era el poder de los oscuros humos que se filtraban desde el edificio.

La verdad era que Raufbold cruzó la calle simplemente porque todo el mundo lo hacía. Ningún ciudadano respetable pasaba junto a El Loto Dorado de día. Además, la sombra carmesí era una de las pocas drogas que no podían encontrarse en la casa de sueños. Por esa razón había que localizar a un traficante entre la gente que trataba de pasar inadvertida en los angostos pasajes y callejones que poblaban las sombras de Riddra. La sombra carmesí se extraía de las hojas de roble sangriento de Estalia. El follaje se machacaba en un laborioso proceso con el mortero hasta convertirlo en una pasta que luego se dejaba secar y se cortaba. El resultado se vendía como un fino polvo que los adictos se frotaban en las encías, esnifaban por la nariz o mezclaban con otras hierbas para fumarlo en pipa.

Raufbold ya no tenía tiempo para la afectación de fumar en pipa. En sus inicios como consumidor de sombra carmesí disfrutaba con el ritual de cargar y encender la pipa, pero ahora agarraría el polvo de las manos de quien se lo suministrara e iría directo al grano, restregándoselo por las encías una y otra vez hasta que se le cubrieran los dientes de sangre, y esperaría aquel viaje que no admitía comparación con ninguna otra experiencia.

Mientras pateaba las calles de Riddra en busca de un rostro familiar, Raufbold iba rumiando que al menos había obtenido algo positivo de su nuevo destino, ya que no tendría que sufrir la larga caminata cruzando todo Marienburgo para conseguir una dosis de su vicio favorito. Por otra parte, debería elegir con cuidado a sus proveedores; tenían que ser discretos. Lo último que deseaba era que su traficante apareciera un día detenido en la comisaría y tratara de evitar una temporada en Rijker revelando el nombre de su cliente Gorra Negra. Sí. La discreción era crucial, y para ello tenía que encontrar a Marcel Roos. El traficante bretoniano tenía la costumbre de ofrecer a sus clientes un descuento especial por la sombra carmesí si accedían a leer su novela en doce volúmenes sobre el arte, la memoria, el tiempo y las galletitas dulces. Roos estaba convencido de que algún día se convertiría en un célebre escritor y de que su gran obra sería aclamada en todo el Viejo Mundo por su aguda perspicacia y su elevada poesía. El hecho de que poca gente supiera leer, y posiblemente fueran menos aún los que buscaran literatura mientras saciaban su adicción, no parecía preocupar a Roos, que clamaba continuamente que la historia reconocería su genio. Raufbold había sido su cliente habitual durante cerca de un año y a menudo le había prometido comprarle un ejemplar de su obra maestra. Algún día tenía que cumplir aquella promesa.

Raufbold divisó a Roos matando el tiempo entre las sombras de la orilla más occidental de Riddra, haciendo garabatos en un diario encuadernado en piel, y reparó en el revelador bulto de una bolsa con drogas en los pliegues de su capa.

—¡Marcel! ¡Estás ahí! He estado dándole vueltas a lo de tu novela y me he decidido.

—¿Sí? —inquirió el traficante con el rostro iluminado, pero entonces reconoció a Raufbold—. ¡Ah! Eres tú.

—¿Ésta es manera de tratar a uno de tus clientes más leales?

Roos retomó la escritura.

—Hoy no puedo venderte nada, Jorg.

—¿Por qué no? Mis florines de oro valen lo mismo que los de cualquiera.

—Órdenes. Ningún traficante de Suiddock tiene permiso para venderte un sólo grano de sombra carmesí.

—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién?

Roos se encogió de hombros.

—No conozco los detalles, pero el mensaje fue transmitido por la guardaespaldas personal de Henschamnn, Helga, así que ya puedes hacerte una idea. Hoy tu dinero no vale nada para nosotros… ni mañana.

—¿Por qué?

—Eso tendrás que preguntárselo a Helga. Mi problema no es saber el porqué, mi problema es hacer lo que me dicen si no quiero morir.

Raufbold sacó una daga y la colocó sobre el diario de Roos, impidiéndole seguir escribiendo.

—Te mataré antes de que escribas una palabra más si no me vendes lo que necesito, Marcel. ¿Cómo te suena eso?

Roos tragó saliva y meneó la cabeza a pesar de la amenaza.

—Tú me asustas, Jorg, pero Henschamnn me aterroriza. Ya sabes lo que hace con quien osa desobedecerle.

Raufbold levantó la capa del traficante con la punta de la daga y dejó al descubierto el bulto de la bolsa.

—¿Qué puede detenerme para que no te mate y te arrebate la bolsa de sombra carmesí?

—Es sal. Pruébalo si no me crees. Helga se llevó toda mi mercancía y la de los demás traficantes de Suiddock. Matarme no te servirá de nada, Jorg.

El Gorra Negra rasgó la bolsa y hundió un dedo en el contenido que se derramaba por el agujero; se frotó las encías con los cristales blancos, pero era sal, tal y como Roos le había advertido. Con una frustración galopante, Raufbold alzó la daga y apretó la punta contra la mandíbula del traficante.

—¿Por qué? ¿Por qué cortar el suministro de sombra carmesí en todo Suiddock sólo para que yo no la consiga?

—Helga dijo que quería enviarte un mensaje. Si quieres tu droga, tendrás que ir a buscarla. Está esperándote en el Club de Caballeros de Marienburgo.

Roos tragó saliva. Gotas de sudor se deslizaban por su rostro.

—¿Por qué? —inquirió Raufbold. Sus manos empezaban a temblar de manera incontrolable. La ansiedad era cada vez más intensa y había empeorado al saber que le negaban el suministro—. ¿Por qué?

—¡No lo sé, Jorg, por favor! Te he dicho todo lo que sé.

—No es suficiente —gruñó el Gorra Negra.

La ira se apoderó de él y apretó la daga hundiéndola en la cabeza de Roos hasta que la empuñadura se topó con el hueso de la mandíbula. El traficante intentó gritar, pero la hoja le había perforado la lengua.

Todavía insatisfecho, Raufbold giró el cuchillo sintiendo cómo la punta rechinaba cuando rozaba los huesos y los nervios, hasta que algo frágil se resquebrajó y la hoja se hundió en el cráneo. El cuerpo del traficante se sacudía y se revolvía, y sus dedos bailaban enloquecidos. Raufbold extrajo la daga y una mezcla de sangre y vísceras salió pulverizada junto a la hoja metálica. Roos perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre los adoquines, produciendo un repugnante ruido sordo. Un charco carmesí empezó a formarse alrededor de su cabeza.

Cuando el Gorra Negra se dio cuenta de lo que la ansiedad lo había empujado a hacer, echó un vistazo a su alrededor por si alguien había presenciado su crimen, pero todo el mundo sabía que en aquella parte de Suiddock convenía ocuparse únicamente de los propios asuntos.

Raufbold limpió la daga en la capa de Roos sin darse cuenta de que la punta de la hoja se había partido. Se quedó unos instantes inmóvil. El sudor le bañaba el rostro; el corazón le latía con fuerza y sus inspiraciones eran breves y fatigadas. Seguramente Roos le había dicho la verdad, nadie mentiría a un adicto a la sombra carmesí que lo amenazaba con un cuchillo, pero Raufbold no estaba dispuesto a entrar en la trampa que le habían tendido. Antes tenía que encontrar otro traficante y asegurarse de que no le quedaba más opción. Se miró las manos temblorosas; apenas podía distinguir sus contornos. Los síntomas de la abstinencia se acentuaban. Debía darse prisa.

* * *

El comandante no perdió el tiempo en conmiseraciones por el cuerpo de Mutig y, señalando triunfalmente el cadáver, espetó con sorna a Kurt:

—¿Lo ve? Éstas son las consecuencias de su prepotencia, capitán Schnell. ¡Uno de sus agentes ha sido asesinado y usted tiene las manos manchadas con su sangre! Bueno, estoy seguro de que el sacrificio de este pobre hombre no es más que el primero de los muchos que se sucederán en este lugar, todos sacrificados en el altar de su ego. Recuerde lo que le dije, capitán, nadie en la guardia de vigilancia moverá un dedo para ayudarlos a usted ni a ninguno de sus Gorras Negras. Así como tampoco espere reemplazos o refuerzos. ¡Está solo!

El comandante salió de la comisaría a grandes zancadas en dirección al carruaje, con cuidado de no rozar el cadáver de Mutig. En cuestión de segundos el vehículo había desaparecido y el chirrido de las ruedas de madera en el suelo adoquinado del puente se confundió con los inevitables graznidos de las gaviotas que revoloteaban en el cielo.

Jan entró tambaleante en la comisaría y depositó los restos de Mutig al final del largo mostrador.

—Ha sido Abram Cobbius —masculló—. Me lo dijo instantes antes de morir.

Kurt envió a Faulheit en busca de Otto. Entretanto, Belladonna examinó la ropa y el torso del recluta torturado.

—Esto debió de llevarles horas —apuntó la agente con voz afligida—. Lo mantuvieron con vida todo el tiempo, obligándolo a mirar mientras le cortaban las piernas y el brazo. Nunca había visto una crueldad igual.

—Yo sí —replicó Kurt. Sus pensamientos habían volado a otro tiempo y otro lugar—. Pero esta vez el asesino ha actuado por puro placer, esto no es ningún sacrificio al culto del Caos ni un acto de apaciguamiento.

—¿A qué se refería el comandante? —preguntó Jan—. ¿Nada de refuerzos?

—Henschamnn ha estado pidiendo favores por toda la ciudad con la intención de aislarnos.

—Quizá, pero el comandante no nos abandonaría a nuestra suerte sin una buena excusa.

Kurt torció el gesto.

—Lo acusé de ser el lacayo de Henschamnn.

El semblante del sargento se ensombreció.

—Has firmado nuestras sentencias de muerte, Kurt. Te das cuenta, ¿verdad?

—Cobbius asesinó a Mutig. ¡Tú mismo lo has dicho!

—¡No estoy hablando de Mutig, que Shallya cuide de su alma! ¡Estoy hablando de tu necesidad autodestructiva de demostrar tu valía sin importarte las consecuencias! ¡Hay mucho más en juego que tu reputación, maldita sea!

—¡Basta! —Belladonna se interpuso entre los dos viejos amigos antes de que decidieran resolver sus diferencias con los puños en vez de con las palabras—. Discutir no traerá de vuelta a Mutig y no cambiará la decisión del comandante. Tenemos que salir adelante con lo que tenemos, pase lo que pase.

Los guardias se miraron fijamente, todavía dispuestos a dar rienda suelta a su cólera de manera violenta. Kurt parpadeó y apartó la mirada de su antiguo mentor.

—Jan, lo siento. Yo no quería… Lo lamento.

—Tienes razones para lamentarlo, capitán, pero Belladonna tiene razón. Deberíamos luchar contra nuestros enemigos, no entre nosotros.

—Así está mejor —aseveró la agente.

Kurt clavó la mirada en el rostro salpicado de sangre de Mutig.

—Si hubiéramos arrestado a Cobbius, ahora estaría vivo.

—Eso es cierto, pero Mutig fue el arquitecto de su propia muerte —afirmó Jan y explicó de qué modo el Gorra Negra había elegido erróneamente el blanco que ensalzaría su valor—. Ahora Cobbius sabe que lo buscamos. Se esconderá bajo tierra, sin duda protegido por su primo Lea-Jan. Tendremos que esperar hasta que se nos presente la oportunidad de atraparlo.

—¿Y qué hacemos mientras tanto? —preguntó Kurt.

—Seguiremos con nuestro trabajo. Si se corre la voz sobre el asesinato de Mutig y lo que le hicieron, se levantará la veda contra los Gorras Negras de Suiddock. De momento debemos continuar con nuestras vidas como si todo fuera normal.

Faulheit regresó acompañado de Otto. El sacerdote se acercó al cuerpo de Mutig con reverencia, pero el horror lo venció cuando descubrió lo que habían hecho con el Gorra Negra. Movió la cabeza con consternación.

—Que el gran Morr se apiade de nosotros —musitó Otto antes de taparse la boca con la mano.

El sacerdote se tambaleó y perdió el equilibrio. Puso la mirada en blanco y parpadeó repetidamente hasta que sus ojos ya no se abrieron. Belladonna fue la primera en llegar junto a él, se arrodilló a su lado y pegó la oreja al pecho de Otto para auscultarlo.

—Se ha desmayado, no es nada grave —explicó la agente instantes después mientras incorporaba el cuerpo del sacerdote para colocarlo en una posición más cómoda sobre el suelo de madera—. La gente como él posee una sensibilidad más agudizada con los muertos, absorbe algo del dolor que sufrieron los fallecidos en sus últimos momentos de vida, reconforta sus almas y los guía en su camino. —Lanzó una mirada al cadáver que yacía en el mostrador—. Lo que le sucedió a Mutig, los tormentos que padeció, ha sido excesivo para Otto y su cuerpo se ha apagado como si se accionara un mecanismo de defensa.

—No lo tuve en cuenta —se disculpó Kurt.

—No tenía por qué saberlo —susurró Belladonna posando una mano reconfortante en el hombro del capitán. Otto se revolvió a los pies de Kurt y sus labios musitaron conjuros silenciosos. Parpadeó y abrió los ojos de nuevo—. No intente levantarse —le advirtió Belladonna—. Ha reaccionado a la impresión de ver el sufrimiento de Mutig.

El sacerdote se pasó la lengua por los labios resecos.

—No me había dado cuenta de lo terrible que podía ser. Raramente las personas de mi oficio se topan con una atrocidad como ésta, con semejante agonía. —Respiró hondo—. Su fantasma invadió mis pensamientos por un momento y se apoderó de mí.

Belladonna lo ayudó a ponerse en pie y lo acompañó para que examinara el cuerpo. Otto cerró los ojos y extendió las dos manos por encima de Mutig. Inspiró y espiró lentamente. Su gesto era de completa concentración.

—Todavía puedo oír en mi cabeza los ecos debilitados de su espíritu. Mutig murió aterrorizado, pero no murió solo.

—Yo estaba con él.

—Bien. Eso lo reconfortó justo antes de morir. —El sacerdote se tambaleó y dio un paso atrás, pero esta vez Belladonna estaba allí para asistirlo. Otto abrió los ojos y miró directamente a Kurt—. Mutig tiene que decirle algo, capitán Schnell. Tiene un mensaje para todos los Gorras Negras.

—¿Qué mensaje?

—Tengan cuidado con las catacumbas. La piedra, el diente y la garra esperan allí. La fatalidad aguarda. Tengan cuidado… —Otto se estremeció—. Su tormento ha llegado a su fin, pero siento que el suyo está aún por llegar, capitán.

—Me temo que tiene razón —admitió Kurt.

—¿Qué quiere hacer con los restos mortales de Mutig?

—A todos los Gorras Negras les corresponde por ley un lugar de reposo en la cripta del cuartel general, pero dudo que actualmente ninguno de nosotros sea bien recibido allí. ¿Puede conservarlo en su templo un par de días, hasta que el comandante se tranquilice?

Otto asintió.

—Necesitaré ayuda para trasladar el cuerpo al templo.

—Faulheit lo acompañará —señaló Kurt. Se volvió a Belladonna antes de que la agente pudiera protestar—. Sé que quiere examinar el cuerpo en busca de pruebas, pero eso tendrá que esperar. Antes necesita dormir. Es una orden.

Belladonna subió las escaleras sin molestarse en disimular su disgusto porque le dijeran lo que tenía que hacer. Mientras Faulheit ayudaba a Otto a preparar el cuerpo para su viaje final, Kurt se llevó a Jan a un lado.

—El comandante tenía razón en una cosa: apenas hemos progresado en la identificación del asesino de Arullen Silvermoon. Tengo mis sospechas sobre los culpables, pero ninguna prueba. Tenemos que encontrar a este tal Dedos Blake, el ladrón que vendió el broche a Gerta. ¿Alguna sugerencia?

—El turno vespertino llegará pronto, pero estarán demasiado ocupados con las habituales peleas de borrachos y las reyertas en las tabernas —respondió Jan—. ¿Te queda algo del dinero de los sobornos?

—No.

—Lástima. Podríamos haberlo utilizado para contratar a un viejo amigo mío, Sam Warble.

—¿El mediano detective?

Jan asintió.

—Es capaz de encontrar a gente e introducirse en lugares que a nosotros nos resultan imposibles, pero no es barato. Treinta florines al día, más los gastos. Por supuesto, me debe un favor…

Kurt no pudo evitar una sonrisa.

—¿Puedo preguntarte por qué?

—Digamos simplemente que está relacionado con veintisiete salchichas de arenque, una guía de taxidermia para principiantes y una camarera llamada Brünnhilde que acusó a Sam de asesinato. Yo la convencí para que cambiara de opinión.

—¿Crees que Warble puede encontrar a Blake?

—Quizá. Por lo menos nos hará algunas recomendaciones útiles.

—A lo mejor también podría encontrar a Abram Cobbius si se lo pidiéramos.

Jan meneó la cabeza.

—Encontrar a Cobbius no es ningún problema. Se habrá cobijado en la sede del gremio. Sólo tenemos que esperar a que se aburra y salga en busca de diversión.

—Confiaré en lo que dices —señaló Kurt—. Si estás dispuesto a canjear el favor que Warble te debe, ve a buscarlo y pídele que encuentre a nuestro ladrón desaparecido. Cada vez que subo al primer piso Gerta me pregunta por los progresos que hemos realizado en el caso. No puedo mantenerla aquí de manera indefinida y no me atrevo a permitir que regrese a las calles. Además, si sigo comiendo sus platos, es probable que mande al fondo del canal el próximo taxi fluvial en el que me suba.

—Sé cómo te sientes —dijo Jan golpeándose la voluminosa barriga—. Podría llevarme algo de tiempo dar con Warble. Probaré primero en los aposentos de Sam en el Winkelmarkt. Si no está allí, lo más probable es que se encuentre comiendo en una taberna de medianos que hay cerca del distrito élfico. Ya sabes cómo les gusta su comida a los medianos.

* * *

Raufbold tenía calambres en el estómago y apenas veía por dónde iba cuando entró tambaleándose en el Club de Caballeros de Marienburgo. Había abordado a otros dos traficantes después del incidente con Roos, pero siempre recibía la misma respuesta, así que si quería sombra carmesí tendría que acudir a Helga. Ahora estaba delante de la escalera que conducía al primer piso del club. La fornida rubia lo miraba con asco. La guerrera de Raufbold estaba empapada de sudor; le temblaban las manos como a un barquero que intentara atravesar con su embarcación una red de pesca, y su corazón palpitaba como si estuviera decidido a saltar de su pecho en cualquier momento.

—Por… por favor. —El Gorra Negra oyó su propia voz débil y poco convincente suplicando—: Necesito un poco de sombra carmesí… por favor…

La guardaespaldas descruzó los brazos y extendió uno con una diminuta bolsa de piel que meneó en la cara de Raufbold, quien hizo un intento desesperado por agarrar la droga, pero Helga fue más rápida que él y el agente cayó de bruces contra la escalera de madera y se rasguñó una mejilla.

—Me das asco —le esperó la mujer olisqueando el aire.

—Por favor —imploró él levantándose torpemente—. Haré lo que me pidas. ¡Lo que sea!

—¿Lo que sea?

—¡Sí!

—¿Traicionar a tus colegas de la guardia? ¿Robarles y mentirles?

—¡Sí!

—¿Asesinarlos?

Raufbold no dudo un instante.

—¡Sí! —Habría vendido los testículos por el alivio amargo de la sombra carmesí, a pesar de que sabía que sus efectos sólo durarían un día o dos como mucho—. ¡Haré lo que sea!

Helga sonrió, un gesto que no quedaba muy bien en sus facciones avinagradas; abrió la bolsita y vació el contenido en los escalones que ascendían frente al Gorra Negra. Raufbold se arrojó hacia delante, palpó los minúsculos cristales con las manos pegajosas y se metió la sombra carmesí en la boca. Cuando le resultó imposible recoger la droga con los dedos, pegó el rostro a la escalera y lamió los polvos que quedaban junto con la mugre y la porquería que habían dejado a su paso los zapatos de los visitantes del club en los días precedentes. Helga bajó los escalones y se agachó desmañadamente junto a Raufbold. Hincó una rodilla en el suelo y pegó su rostro rechoncho y fofo al del Gorra Negra.

—Ahora escúchame, asqueroso y repugnante gusano. Desde este momento me perteneces, eres mío. Me enviarás un informe cada hora con todo lo que ocurra en esa comisaría. Habrá un mensajero merodeando por el retrete de la antigua taberna ala espera de tu información. También será el encargado de transmitirte las órdenes cuando las haya. Obedece sin hacer preguntas y tendrás toda la sombra carmesí que tu corazoncito enfermo y aturdido desee. Desvíate de las instrucciones y nunca más encontrarás una sola persona en toda la ciudad dispuesta a apaciguar tus ansias. ¿Ha quedado claro? —Raufbold asintió. Todos sus problemas se habían disipado como una nube de humo—. Entonces lárgate y nunca vuelvas a deshonrar este lugar con tu presencia.

* * *

Scheusal, Bescheiden y Verletzung aparecieron puntuales para incorporarse al turno vespertino y, para alivio de Kurt, sobrios. Después de las penalidades que había sufrido con Lothar y el asesinato de Mutig, lo último que se necesitaba en la comisaría era otro agente desaparecido o con el temperamento exaltado. El capitán informó al trío de los acontecimientos y les advirtió que no patrullaran por las inmediaciones de la sede del gremio.

—Si ven a Abram Cobbius en la calle, no traten de hacerse los héroes y no se enfrenten solos a él. Limítense a vigilar sus movimientos y envíen un mensaje a la comisaría informando de su posición y de lo que hacen. ¿Han entendido?

Satisfecho porque habían comprendido sus instrucciones, Kurt dejó que Scheusal se encargará de las asignaciones de las rondas vespertinas. El bretoniano demostró su buen hacer y envió a Bescheiden al este, a Luydenhoek, y emplazó al malencarado Verletzung en la más peligrosa isla de Riddra. Scheusal se reservó la patrulla de Stoessel para sí mismo, una decisión muy sensata dadas las circunstancias. Miró al capitán buscando su aprobación y Kurt le dio el visto bueno con agrado. Jan había tenido razón, como siempre. Quizá Scheusal no tenía mucho que decir, pero no había duda de que escuchaba y aprendía. Sus músculos escondían un cerebro aparentemente intuitivo. «Tengo suerte de contar con Scheusal —pensó Kurt—. Con media docena más como él me las apañaría bien».

El regreso de Jan coincidió con la partida del turno vespertino y el sargento se despidió de ellos recordándoles que tuvieran cuidado en calles. Ya dentro de la comisaría buscó a Kurt.

—Me temo que no ha habido suerte con Warble —informó al capitán.

—¿Pensaba que te debía un favor?

—Me lo debía, y todavía me lo debe. Sam está metido hasta el cuello en un asunto de contrabando, algo relacionado con una estatua de oro macizo con forma de pájaro. De todas formas, me sugirió algunos lugares donde deberíamos buscar a nuestro ladrón, y también me explicó cómo distinguirlo entre la multitud. Blake tiene la nariz aguileña, el pelo negro rizado y, al parecer, Dedos es algo más que un mote. —Kurt sonrió aguardando pacientemente el resto de la historia—. Blake tiene seis dedos en cada mano. En condiciones normales, un individuo con una mutación de esa clase tendría encima a los cazadores de brujas, pero oculta los dedos de más con unos guantes especiales. Nadie ha visto jamás a Blake sin los guantes, así que la gente empezó a especular sobre qué le ocurriría en las manos. De ahí el apodo de Dedos.

—Entonces, ¿cómo sabe Warble que…?

El sargento levantó las manos y meneó la cabeza.

—Créeme, no quieras conocer los detalles. Todo lo que me dijo Sam fue que Blake sólo se quitaba los guantes en el excusado. Ya no quise seguir preguntando.

—Bueno. Está bien. Así pues, ¿qué lugares frecuenta nuestro amigo con la docena de dedos?

—La Taberna del Concejal, en Paleisbuurt, La Cabra y el Armiño, en Goudberg, y el Club de Caballeros de Marienburgo, en Riddra. Ya me he pasado por los dos primeros, por eso he tardado tanto en regresar.

—Entonces queda el dominio de Henschamnn, y dudo que mi visita sea bienvenida en los próximos días. —Kurt suspiró.

Jan se dio unos golpecitos en la nariz.

—No es necesario introducirse en el club para averiguar si Blake entra y sale del edificio.