DIEZ
Lothar Holismus pensó que estaba soñando y que su conciencia lo torturaba de nuevo reproduciendo la pesadilla que lo había atormentado durante años. En el sueño de Lothar aparecía su hermano Joost susurrándole al oído que alcanzaría la salvación si se fundía con el Caos. Lothar había venerado a su hermano mayor, a quien había considerado una figura paterna, ya que nunca había conocido a su verdadero padre y, puesto que la diferencia de edad entre ambos era tan grande, Joost había asumido ese papel en el hogar de los Holismus de manera natural. Joost representaba todo lo que Lothar anhelaba ser: valiente, un líder carismático y una figura respetada en todo Suiddock. Nunca había sentido tanto orgullo en su vida como el día que habían nombrado a Joost capitán de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos. Lothar había sido uno de los ciudadanos que se habían congregado a las puertas de la comisaría el día de la inauguración y había aclamado al nuevo capitán cuando había anunciado su intención de convertir aquel distrito en un lugar seguro para las mujeres y los hombres honrados, decentes y trabajadores de Marienburgo.
La crisis de Joost no había tardado en manifestarse. Cada vez dedicaba más tiempo a la comisaría, hasta el punto de que el resto dela familia Holismus se pasaba meses sin verlo. Ya por entonces, Lothar oía susurros advirtiéndole que su hermano no se encontraba bien, que incluso sufría un desequilibrio, que tomaba decisiones contrarias a la razón y que ponían en peligro las vidas de los Gorras Negras destinados en el Puente de los Tres Céntimos.
Un día, el joven Lothar había regresado a casa y se había encontrado a su madre sollozando en la cocina y estrujando un trozo de papel ensangrentado en el que sólo se leían tres palabras: «Sálvame Tu hijo». A pesar de que era casi ilegible, Lothar había distinguido la letra de Joost. Después de tranquilizar a su madre había salido disparado hacia la comisaría en busca de su hermano y había llegado a tiempo para presenciar cómo Joost hería de muerte a un Gorra Negra y luego, trastornado, se hundía una daga en el rostro. Lo último que alguien había visto del capitán Joost Holismus era que se arrojaba al agua desde el Puente de los Tres Céntimos y ya no regresaba a la superficie.
Sin embargo, todas las noches lo acuciaban las visiones de su hermano, rendido a la oscura tiranía del Caos. Descubrir que tu hermano, la persona a la que habías venerado, podía asesinar a personas inocentes y suicidarse, y todo ello en nombre del Caos… había sido excesivo para Lothar, y el guardia se había refugiado en la bebida para ahogar las penas y escapar de la realidad.
De una de sus borracheras se había despertado convertido en miembro de la Guardia de Vigilancia Metropolitana; durante su estado de embriaguez absoluta se había alistado para servir los siguientes diez años en los Gorras Negras. Desde entonces había estado dando tumbos de una comisaría a otra, deshonrando el buen nombre de su familia y el uniforme que vestía. Lothar no se atrevía a echarse a dormir sin la ayuda del alcohol, pues, cuando dormía sobrio, Joost aparecía en sus sueños para mofarse de él y torturarlo. El en otro tiempo noble rostro era ahora una horrible parodia de sí mismo; sus facciones se habían retorcido y deformado, sus labios se habían contraído y su lengua era una negra y purulenta sombra en una boca que silbaba y escupía al hablar, como si una serpiente estuviera habitando el cuerpo de Joost. De modo que Lothar bebía hasta caer dormido todas las noches y así mantenía el demonio a raya. Impedía que apareciera el espectro de su hermano con cerveza o cualquier otra bebida más fuerte.
Cuando llegó al Puente de los Tres Céntimos, Lothar supo que era su última oportunidad de redención. Era toda una ironía que se tratara del mismo lugar que, al parecer, había provocado la vergüenza y el suicidio de su hermano, y había destrozado a su madre, cuya muerte, según había determinado el boticario, había sido causada por un ataque al corazón. No obstante, Lothar sabía que la había provocado un corazón roto.
En cuanto puso el pie en la comisaría, Lothar se prometió a sí mismo que no bebería, sin importar cómo se desarrollaran los acontecimientos ni hasta qué punto lo atormentaran las pesadillas. Si no quería acabar como Joost, debería dejar la botella y empezar a construirse una vida nueva. Lothar había recibido con agrado que el sargento Woxholt hubiera sugerido su nombre para el turno de noche. Esperaba que dormir durante el día mantendría alejado el fantasma de Joost, y mientras subía tambaleante junto a Raufbold y Narbig hacia el nuevo dormitorio que daba a la parte trasera de la comisaría, Lothar mantenía la esperanza de poder dormir de verdad por primera vez en años y despertarse sin resaca ni ver interrumpido su sueño con un doloroso martilleo en la cabeza.
Sólo cerrar los ojos y descansar por primera vez después de mucho, mucho tiempo.
—Yo puedo conducirte a la salvación —le susurró la voz sibilante y persuasiva.
—Déjame en paz —murmuró Lothar dormido, revolviéndose en el lecho.
—Acepta la salvación que te brindo y nunca más volverás a conocer el dolor o el miedo.
—¡Te he dicho que me dejes en paz! —gritó Lothar, despertándose sobresaltado e incorporándose en la cama como un resorte, convencido de que encontraría la presencia fantasmal encima de él. Lo que descubrió, por el contrario, fue los rostros hoscos de Raufbold y Narbig, coléricos porque los había despertado.
—¡Para con eso, Holismus! —gruñó Raufbold desde su cama en el otro lado de la habitación—. Como no lo hagas tendré que ir yo a ocuparme del asunto. ¿Me has entendido?
El semblante malencarado de Narbig sugería que estaba más que dispuesto a secundario en el cumplimiento de su amenaza.
—Lo siento —masculló Lothar—. Supongo que he tenido una pesadilla.
—Vuelve a dormirte —susurró Narbig antes de darse la vuelta y desaparecer de la vista de Holismus. Raufbold lo imitó murmurando amenazas y maldiciones.
Lothar se dejó caer de nuevo en la cama y poco a poco sintió que los latidos acelerados de su corazón se calmaban. Bajo su cama se abría una ventana, desde donde se divisaba el Bruynwarr y el sur de Suiddock, que habían cubierto con una sábana para evitar el paso de la luz del sol, y Lothar tuvo la impresión de que una sombra cruzaba la tela. Sin embargo, resolvió que eso era algo imposible. El dormitorio se encontraba en el piso superior de la comisaría y al otro lado de la ventana no había nada más que la caída en vacío al canal secundario que comunicaba el Bruynwarr con el Rijksweg. No sobresalía ningún alféizar ni balcón, nada sobre lo que pudiera sostenerse alguien lo suficientemente loco como para trepar por uno de los edificios adyacentes y cruzar a la fachada de la comisaría. La luz volvió a oscilar en la sábana y atrapó la mirada de Lothar. Probablemente no se trataba más que de una gaviota que revoloteaba en el exterior y proyectaba su sombra en la ventana.
—Acepta la salvación que te brindo… —susurró la voz.
—¡Hey! ¿Habéis oído eso? —gritó Lothar—. ¡Jorg, Joachim! ¿Habéis oído esa voz?
—¿Qué voz? —preguntó cansinamente Narbig.
—¡No hemos oído ninguna maldita voz! —bramó Raufbold—. ¡Duérmete, por el amor de Manann!
Pero Lothar no podía dormir, no se atrevía a dormir. Sabía que su hermano había vuelto y lo acechaba en el filo del sueño, aguardando para revelarse en cuanto cayera dormido, y ya sólo le restaba esperar su regreso.
—Acepta la salvación que te brindo y nunca más volverás a conocer el dolor o el miedo —le silbó de nuevo la voz.
Convencido ya de que le susurraba desde el otro lado de la ventana, Lothar se dio la vuelta en la cama y con la mano temblorosa alcanzó una esquina de la sábana. Rozó con los dedos el burdo y áspero tejido. La luz del sol bañaba la ventana, y la inconfundible silueta de una cabeza humana se dibujaba nítidamente en la sábana. Lothar se llenó de valor, levantó el trozo de tela y descubrió un rostro que lo miraba fijamente. Tenía unos ojos que refulgían con malevolencia y una boca que exhibía la parodia cruel de una sonrisa. Sus facciones retorcidas y deformadas goteaban, y su lengua negra se deslizaba y reptaba por los repugnantes labios contraídos.
—Ven conmigo, hermano —susurró Joost Holismus—. Ven conmigo y encuentra la salvación que he encontrado yo. ¡Fúndete con el Caos, Lothar!
* * *
—¿Cómo dices que me llamó? —bramó Henschamnn a la figura postrada en el suelo frente a él—. ¿Estás diciéndome que ese mocoso de Schnell me llamó «Casanova»? ¿Delante de toda la gente que pasaba por el Puente de los Tres Céntimos?
Oosterlee levantó la mirada y mantuvo la cabeza erguida el tiempo imprescindible para asentir confirmando sus palabras. Inmediatamente volvió a fijar la atención en los listones del suelo que se extendía bajo sus fofas piernas.
—¡Pagará por insultarme de esa manera! Haré entender a ese advenedizo insolente que soy yo quien manda en Suiddock y en todos los que residen o trabajan aquí, que todo el mundo hace lo que yo diga y siempre que yo se lo permita. ¡Quienquiera que se atreva a volver a llamarme así recibirá una muerte atroz e ignominiosa!
Oosterlee deseó que el suelo de madera se lo tragara para no tener que continuar escuchando la explosión de cólera de Henschamnn. Ya era bastante vergonzante verse obligado a actuar como el chico de los recados de un vulgar criminal, por mucho poder que pudiera acumular ese criminal. El vástago de una notable familia de comerciantes nunca debería padecer una humillación igual. Resultaba tremendamente incómodo tener que postrarse delante de aquel psicópata consumado, sobre todo desde que Oosterlee conocía las tendencias de Henschamnn cuando alguien se presentaba con un informe insustancial o inoportuno.
No importaba que Adalbert fuera el jefe de la Liga de los Caballeros Emprendedores. Los ideales por los que se regía en aquel tipo de situaciones podían resumirse en tres palabras que, aunque sencillas, cortaban el aliento: apalear al mensajero. Y ahora Oosterlee era el mensajero, y la ira con la que Henschamnn imprecaba era evidente, pues se le habían hinchado las venas del cuello y de la sien.
La sarta de maldiciones e insultos continuó varios minutos más hasta que llegó a su fin por simple agotamiento. Henschamnn se hundió en la silla del extremo más alejado de la mesa de reuniones de la Junta Directiva y dejó al desdichado Oosterlee pegado al suelo junto a la puerta.
—No obstante, no hay por qué derribar a Schnell directamente. He estado haciendo ciertas promesas, así que el nuevo capitán puede campar a sus anchas cuanto quiera. Mejor hacerlo sufrir castigando a uno de sus hombres. ¿Tienes alguna sugerencia?
Cuando Oosterlee se percató de que le había hecho una pregunta, volvió a levantar la cabeza.
—¿Me pide una sugerencia?
—Sí, necesito saber qué Gorra Negra de Schnell debería castigar en lugar del capitán.
—Había una mujer a su lado… joven, atractiva, hermosa a su manera. Estoy seguro de que su sufrimiento atormentaría enormemente al capitán si finalmente opta por ella.
—Lo haría, pero hasta hace nada era la niña de los ojos del comandante. Si le hago daño, podría malinterpretarse como una puñalada en el corazón del jefe de la Guardia de Vigilancia Metropolitana en vez de como un atentado a la figura del capitán Schnell. No, deberá ser uno de los otros. ¿Viste alguno más que pudiera ser un candidato adecuado?
Oosterlee meneó la cabeza sin atreverse a añadir nada más.
—Muy bien —aseveró Henschamnn levantándose de la silla—. Dejaré la decisión final a uno de mis matones. De todas formas, conviene delegar responsabilidades para luego poder negar las acusaciones y todas esas tonterías.
—En efecto.
Henschamnn se detuvo un momento junto a la figura postrada en el suelo.
—¿Y bien? ¿A qué esperas, bola de sebo?
—Hay otro punto en el informe que hasta ahora no he encontrado el modo de transmitirle.
—¡Por las barbas de Sigmar! ¡Trata de hablar con palabras sencillas por una vez en tu obesa e indigente existencia!
—Sí, claro. Se trata de los florines de oro que me dio como obsequio para el capitán…
—¿Qué has hecho con mis monedas? —preguntó Henschamnn frunciendo el ceño.
—Schnell me las arrebató de las manos y las lanzó al aire. Intenté recuperarlas, pero la inmensa mayoría cayó en manos de la chusma que frecuenta el Puente de los Tres Céntimos durante el día. —Oosterlee rebuscó en un bolsillo y extrajo tres solitarios florines—. Me temo que esto es todo lo que pude recuperar.
—Entonces ésa será tu paga.
—¿Cómo dice?
—Trágatelas.
—Pero prometió que si hacía lo que me pedía, me perdonaría la deuda.
El rostro de Henschamnn se ensombreció.
—Has fracasado estrepitosamente en el cumplimiento de las tareas que te encomendé. Así que, a partir de ahora, tu deuda se ha duplicado, como compensación de tu espectacular fracaso.
—¿Duplicado? —inquirió Oosterlee con la voz temblorosa a punto de quebrarse.
—Dejaré que te quedes con esos tres florines si te los tragas. Aquí y ahora.
El comerciante, postrado en el suelo, miró fijamente las monedas que sostenía en la palma rechoncha y sudorosa de la mano.
—En ese caso tendré que rechazar su generosa oferta y devolverle los Horines.
—No era una oferta, Oosterlee. Era una orden. Trágatelas. Ahora.
Henschamnn contemplaba a su subalterno mientras éste intentaba tragarse la primera moneda. Casi inmediatamente, Oosterlee empezó a ahogarse; el florín de oro se le había atascado en la tráquea y se negaba a continuar descendiendo. El hombre tosía y escupía, y su respiración degeneró rápidamente en un desesperado jadeo que suplicaba ayuda.
—¿Qué ocurre? —preguntó Henschamnn—. ¿Tienes problemas para tragarla?
Oosterlee asintió con el rostro cada vez más morado. Se agarraba la garganta con los dedos debilitados mientras hacía gestos para que le diera algo de beber. Henschamnn agarró una copa de plata con vino blanco y la derramó sobre la cabeza de Oosterlee, regocijándose con el escozor que el líquido provocaba en los ojos de su agonizante víctima.
—Helga, ¿puedes venir? Creo que mi invitado necesita ayuda.
La enorme y hombruna guardaespaldas irrumpió en la sala de reuniones y su rostro avinagrado se torció con desdén cuando vio a Oosterlee tirado en el suelo y a punto de perder el conocimiento.
—¿Era necesario hacer esto aquí? —preguntó la mujerona.
—Ayúdeme…, por fffavor… —jadeó Oosterlee.
Sus manos temblaron espasmódicamente y su cuerpo dio una sacudida, y luego otra que fue la última. Un charco de un líquido amarillo empezó a formarse debajo del cadáver de Oosterlee según se le relajaban los músculos y su vejiga vaciaba el orín que contenía.
—¿Lo ve? —preguntó la guardaespaldas señalando los excrementos en el suelo de madera—. Ahora no sólo tengo que deshacerme de este gordo, sino que también tengo que limpiar lo que ha soltado. Hubiera sido mucho más fácil si lo hubiese dejado en mis manos desde el principio.
—Entonces, ¿qué tendría de divertido? —se preguntó Henschamnn en voz alta—. Arroja esta vaca a la cámara privada del piso de abajo.
La «cámara privada» era una serie de puertas en la planta baja del Club de Caballeros de Marienburgo que supuestamente conducían a los inodoros del bar, aunque en realidad se abrían directamente al Bruynwarr, lo que suponía una desagradable sorpresa para los borrachos que cruzaban las puertas.
—Me da la sensación de que necesito un nuevo par de ojos y oídos en la comisaría del Puente de los Tres Céntimos.
Helga frunció el ceño.
—¿Esa comadreja de Bescheiden no es suficiente?
—Se venderá al mejor postor. Necesito alguien cuya lealtad esté fuera de toda cuestión.
La guardaespaldas se acarició la barbilla con gesto meditabundo.
—Uno de los Gorras Negras destinados en la comisaría compra sombra carmesí a nuestros traficantes. Controle su abastecimiento y lo tendrá controlado en cuerpo y alma.
Henschamnn sonrió, agradecido por aquella sugerencia.
—Estupendo. ¿Cómo se llama?
—Se hace llamar Jorg el Guapo.
* * *
Scheusal no tenía que reincorporarse al servicio hasta la puesta de sol, pero regresó a la comisaría antes de hora con la esperanza de volver a deleitarse con la comida de Gerta. La mujer se había ganado el favor de los Gorras Negras rápidamente, en parte debido a la desenfrenada reivindicación de todos los crímenes que había cometido, aunque sobre todo gracias a la habilidad que había demostrado en la rudimentaria cocina de la comisaría. Era capaz de transformar los ingredientes más sencillos en un estofado que hacía la boca agua, mientras que su caldo de arenque y su pan de masa fermentada no tenían parangón.
Scheusal reparó además en que dedicaba muchos de sus pensamientos a Gerta desde que la mujer había llegado a la comisaría. Quizá se debiera a que el mismo Scheusal tenía una constitución más cercana a un barril de cerveza que al mástil de un velero, pero siempre había sentido debilidad por las mujeres con las caderas anchas y un buen trasero al que agarrarse. Eso por no hablar de la sonrisa de la cocinera, que era toda mejillas y hoyuelos, y un puñado de bonitas pecas en la nariz, todo ello enmarcado en una radiante cabellera. Scheusal incrementó la velocidad de sus pasos a medida que se acercaba a la comisaría y subió de tres en tres los escalones que conducían al primer piso, de modo que cuando entró en la cocina se quedó terriblemente consternado al encontrar a Bescheiden sonriendo dulcemente a Gerta y rogándole que le dejara meter mano a sus empanadillas.
—¿Qué has dicho? —inquirió Scheusal.
—Ha estado deleitándose con mis jugosas empanadillas —explicó Gerta con una sonrisa inocente.
Dejó de remover el guiso que preparaba en una olla profunda y levantó la tapa de una fuente para dejar ala vista un puñado de empanadillas de sebo en las que se entreveían las hierbas aromáticas y el enternecedor esmero en su elaboración. En el plato faltaban dos empanadillas y aún quedaba media docena para el guardia que acabara su turno y necesitara un plato caliente. Sin embargo, la mirada de Bescheiden estaba clavada en el escote, no demasiado discreto, de Gerta, que amenazaba con desparramar su contenido cada vez que se inclinaba sobre el fogón.
—Apuesto a que eso es lo que quiere —gruñó Scheusal, cuya mirada casi era merecedora de una acusación de homicidio sin premeditación—. Me alegro de verte aquí, con tanto tiempo de antelación a la hora de inicio de tu turno, Willito.
—Te pedí que no me llamaras así —protestó Bescheiden—. No es culpa mía ser más bajo que la mayoría.
—¿Quién ha dicho que estaba aludiendo a tu altura? —replicó Scheusal.
Gerta rio el comentario disimuladamente.
—¡Vaya par, siempre tan divertidos! ¡Nunca sé cuándo habláis en serio!
Scheusal pasó con aire despreocupado junto a la silla que ocupaba su colega, asegurándose de aplastar con el talón de la bota el pie izquierdo de Bescheiden. El diminuto guardia dio un grito ahogado de dolor y se le colmaron los ojos de lágrimas.
Aunque para entonces Gerta estaba ocupada cortando cebollas, advirtió el gemido del Gorra Negra, volvió la cabeza y reparó en las lágrimas que se deslizaban por el rostro de Bescheiden.
—Oh, pobrecito. Yo siempre lloro cuando corto cebollas. ¿A ti también te ocurre?
El agente asintió con resolución, y esperó a que Gerta se volviera para dedicar a Scheusal un gesto obsceno con los dedos. El hombretón contraatacó regresando distraídamente a la puerta y poniendo cuidado en pisar el otro pie de Bescheiden cuando pasó junto a él.
—Sí, Willito es todo un llorica. Las puestas de sol le hacen llorar.
Gerta movió la cabeza con aprobación y retomó su tarea.
—Me gustan los hombres que no tienen miedo de mostrar sus emociones. Mi amado siempre ha sido completamente sincero conmigo respecto a sus sentimientos.
Bescheiden resopló con incredulidad. El hombre al que Gerta se refería como «su amado» había sido uno de los mujeriegos con peor reputación de Marienburgo antes de que lo arrestaran y lo confinaran en la isla de Rijker. Scheusal posó la mirada en su colega y se cruzó la garganta con un dedo amenazador que dejaba claro lo que le ocurriría si se atrevía a contar a Gerta la verdad sobre Engelbert el Follador, como se le conocía entre los Gorras Negras. El hombrecito giró los ojos aunque asintió con la cabeza.
—Bueno, creo que será mejor que vaya a ver si alguien necesita ayuda abajo —dijo Bescheiden—. Sé que todavía quedan algunas horas para que empiece mi turno, pero me gusta dar todo lo que llevo dentro.
—Honras el uniforme que vistes, Willito —susurró cariñosamente Gerta.
Bescheiden abandonó la cocina a grandes Zancadas con el rostro ensombrecido como un día de tormenta. Scheusal se concedió una sonrisa privada de triunfo cuando su rival desapareció y luego se acercó a Gerta.
—¿Has tenido noticias de tu amado últimamente? —se aventuró a preguntar.
—No. Nada desde el Mitterfruhl —admitió la cocinera—. Pero sé que piensa en mí. Yo siempre llevo a Engelbert en mi corazón.
Gerta rebuscó en el interior de la blusa que embutía su voluminoso busto y sacó un relicario que había tenido apretujado entre los pechos.
Abrió la tapa con un chasquido y mostró el interior del relicario a Scheusal. El hosco dibujo del camafeo tenía la mirada fija en el Gorra Negra; una única ceja recorría el rostro de Engelbert de lado a lado, como si fuera una oruga negra alargada, y sus labios dedicaban una mueca desdeñosa a quien hubiera estado dibujando el retrato.
—Siempre digo que es mucho más guapo de lo que sugiere el dibujo.
—Más le vale —musitó Scheusal.
—¿Decías, Jacques?
—Oh, nada. ¿Qué posibilidades tengo de hincarle el diente a una de tus famosas empanadillas, dime?
* * *
Kurt estaba furioso consigo mismo por haber humillado a Jan delante de Belladonna y de los presos. Ésa no era manera de tratar a sus subalternos, y mucho menos al mejor amigo que tenía en Marienburgo, al hombre que lo había ayudado a conseguir algo que poseía cierta apariencia de redención después de todo lo ocurrido. El exaltado temperamento de Kurt había supuesto su perdición en más ocasiones de las que hubiera deseado. El capitán permitía que la ira se impusiera a la razón y eran los demás quienes, sufrían las consecuencias.
Había combatido y había tratado de vencer ese demonio. A veces, sin embargo, una neblina roja lo envolvía y Kurt arremetía contra todo y contra todos los que estuvieran cerca de él. Ya le había pasado con Oosterlee, cuando la opción más sensata hubiera sido convertir al chico de los recados de Henschamnn en un arma contra su amo. ¿Qué tenía de malo que Jan creyera en las supersticiones? La gente que habitaba aquella ciudad atravesada por el agua tendía culto a una docena de creencias, ninguna de las cuales le sonaba convincente. Manann, Shallya, Ranald, Sigmar, Morr, Ulric… Había gente que los consideraba entes divinos. Para Kurt, por el contrario, no eran más que simples nombres, apelativos muy prácticos en tiempos convulsos. Si bien había creído en alguno de esos dioses en el pasado, esa fe había sido aniquilada durante la guerra contra el Caos y se había derrumbado con lo que le había acontecido en Altdorf. Ya podía culpar al destino, a los dioses o a quien quisiera, Kurt sabía que él era el verdadero culpable de su pasado. Si quería construir con éxito una nueva vida debería hallar una nueva fe y una nueva fuerza de voluntad. Ya no podía seguir dejándose llevar por su temperamento.
Lo peor de su discusión con Jan era que el sargento tenía razón. Jan siempre tenía razón. Quizá en el momento podía parecer que se equivocaba, pero cuando se contemplaban los hechos con la perspectiva que daba el tiempo, se revelaba la sabiduría que contenían sus palabras. Darse cuenta de eso alimentó la ira de Kurt y sumó amargura a su arrepentimiento. Se disculparía en cuanto Jan regresara de su ronda y se aseguraría de hacerlo en público. Como el sargento le repetía con frecuencia, la auténtica medida del valor de un hombre radicaba en su capacidad para admitir los errores y responsabilizarse de ellos. No tenía por qué avergonzarse de reconocer que se había equivocado, sobre todo si servía para reparar la amistad más estrecha que Kurt había conocido desde Sara. No, no se pondría a pensar en Sara. Esas heridas todavía estaban demasiado frescas y seguían siendo terriblemente dolorosas.
De modo que casi se sintió aliviado cuando Molly entró en la comisaría procedente del templo.
—Capitán Schnell, ¿verdad? —preguntó en tono severo e implacable, con el rostro enmarcado en su cabellera rizada y rojiza.
—Sí, Molly. ¿Qué ocurre ahora?
—Todo iba bien hasta que uno de sus hombres entró tambaleándose en mi templo borracho como un miembro del Stadsraad y se enzarzó en una pelea con una mis mejores chicas. Astrid es una buena trabajadora que nunca crea problemas. Su hombre se ha encerrado con ella y no deja entrar a nadie. —La barbilla de Molly tembló ligeramente—. Me preocupa lo que pueda hacer a la pobre Astrid. Ella no haría daño a una mosca, pero él…
—¿De quién se trata? —preguntó Kurt sacando la porra de la funda prendida en un costado.
—Afirma que es el jefe del turno de noche, pero no me ha dicho su nombre.
—Holismus —señaló Belladonna mordiéndose el labio inferior—. Hace un rato lo vi salir dando tumbos. Lo siento, iba a decírselo, capitán, pero estaba ocupado…
—Eso no importa ahora. —Le interrumpió Kurt—. Espere aquí. Yo rescataré a Lothar de la botella en la que haya decidido ahogarse. —Se volvió a Molly—. Lléveme allí.
La mujer salió de la comisaría arremangándose la blusa y entró con paso decidido en el templo, que el día anterior había exhibido un aspecto ruinoso, con bancos rotos y agujeros en el techo de paja, de modo que Kurt contempló con sorpresa el trabajo que habían realizado Molly y sus chicas desde entonces, redecorando el interior del edificio y reparando el techo. Molly condujo a Kurt por un salón profusamente amueblado, cruzaron una cortina de cuentas que dividía el templo en dos y recorrieron un pasillo con media docena de puertas a cada lado. Molly se detuvo junto a la última puerta del lado izquierdo y golpeó suavemente la madera con los nudillos.
—¿Astrid? ¿Sigues ahí?
—Ssí —respondió la muchacha con la voz temblorosa y aterrorizada.
—Astrid, soy el capitán Schnell, de la comisaría de al lado. ¿Está Lothar Holismus contigo?
—Sólo me dijo su nombre de pila. Lothar. Recordaba haberlo visto ayer.
—¿Sigue ahí contigo?
—Sí. Se ha desplomado delante de la puerta y no puedo salir. No para de murmurar frases que no entiendo. Repite lo mismo todo el rato.
Kurt apoyó el hombro en la puerta e intentó abrirla de un empujón, pero la pesada pieza de madera no cedió.
—Astrid, ¿puedes pasar por encima de Lothar y abrir la cerradura?
—Tengo… Tengo miedo.
—Todo va bien, Astrid —la tranquilizó Molly—. No te ocurrirá nada. Sólo haz lo que te dice el capitán.
—¡Juuusto! —gritó una voz desde el interior de la habitación—. ¡Juuusto! ¡Juuusto!
—¡Holismus! ¿Eres tú? —bramó Kurt.
—¡Juuusto aquí…! —dijo el embriagado Gorra Negra, arrastrando las palabras.
—Holismus, ¿puedes abrir la cerradura para que entre? Quiero ayudarte.
—No puede ayudarme. Es demasiado tarde. Para todos nosotros. Ya llega.
—¿Quién llega, Holismus? ¿Quién es?
—¡Juuusto!
El capitán se dio de bruces con la realidad en cuanto cayó en la cuenta.
—No dice justo. Está diciendo Joost. Joost era su hermano mayor, Joost Holismus. Fue el capitán de la guardia de vigilancia del Puente de los Tres Céntimos hace algunos años.
Molly frunció el ceño.
—Pero ¿no se había ahogado?
—Esa fue la versión oficial —respondió Kurt recordando lo que habían sugerido los demás capitanes el día anterior en el despacho del comandante—. Lothar, ¿has visto a tu hermano Joost?
—Joost ha estado aquí…
—¿Aquí? ¿En el templo de Molly?
—En la comisaría. Joost se acercó a mí, me habló… Dijo que íbamos a morir todos…
—Ya se lo dije, llegó borracho —insistió Molly.
—Eso no lo dudo, pero Lothar llevaba cuatro días sin probar una gota —indicó Kurt.
—Entonces el síndrome de abstinencia está provocándole visiones. He visto gente que perdía la noción de la realidad y veía cosas durante su período de desintoxicación. Lo mejor que puede hacer es agarrarse otra vez a la botella —afirmó Molly.
—Para mí no es lo mejor —replicó Kurt—. Y tampoco para él. Si ha visto a su hermano, si, de hecho, está viéndolo y no son simplemente imaginaciones, es una impresión lo suficientemente fuerte como para arrojar a cualquiera al abismo.
—Capitán —susurró Lothar desde el otro lado de la puerta—. Lo he visto, lo juro. Pensé que sólo era una pesadilla más, pero Joost era real. No paraba de ofrecerse para conducirme a la salvación.
—Lothar, escuche, esto es importante. ¿Dónde lo ha visto?
—En el dormitorio. En el primer piso. Debió de trepar por la fachada del edificio. Estaba mojado, como si acabara de salir del canal. Creo que Narbig y Raufbold no lo vieron porque estaban durmiendo.
—Muy bien. Le creo —aseguró Kurt—. Ahora necesito que usted me crea a mí. A menos que abra esa puerta y libere a Astrid, será denunciado, sentenciado y probablemente pase el resto de sus días en Rijker. Pero estoy dispuesto a concederle otra oportunidad. Necesito su ayuda, Lothar. Juntos podemos salvar a su hermano. Pero para conseguirlo necesito que se mantenga sobrio. ¿Podrá hacer eso por mí? ¿O tengo que darme por vencido con usted y encerrarlo y arrojar al agua la llave de su celda?
Molly no recibió con agrado la propuesta del capitán.
—¿No va a arrestarlo? ¿Y qué pasa con la que está armando aquí, atemorizando a la pobre Astrid y destrozando los muebles?
—Si me ciñera a la ley, debería cerrar este lugar, por no hablar de que tendría que arrestarlas a usted y a las chicas —contestó Kurt—. Sin embargo, tanto yo como el resto de Suiddock tenemos problemas más apremiantes, así que he optado por aplicar en este lugar la política del vive y deja vivir. —Devolvió la mirada a la puerta—. ¿Y bien, Lothar? ¿Qué hacemos?
Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió lentamente hacia dentro. Astrid salió como un ciclón de la habitación y se arrojó a los brazos de Molly. Kurt entró en el dormitorio y sacó a Lothar. El desolado Gorra Negra apestaba a cerveza, pero no le había puesto una mano encima a Astrid.
—Lléveselo de aquí —le instó Molly—. Y advierta al resto de sus hombres que tienen prohibida la entrada en mi establecimiento hasta que aprendan a beber.
—Mejor para mí —afirmó Kurt, y condujo a Lothar, que iba dando bandazos, fuera del local de Molly.
Los guardias salieron a la tenue luz de las últimas horas de la tarde y se toparon con un enorme carruaje que exhibía el emblema de la Guardia de Vigilancia Metropolitana estampado en un costado estacionado en el Puente de los Tres Céntimos. La presencia de aquel solemne vehículo había paralizado prácticamente el tráfico de los viandantes por el puente, y la multitud se agolpaba con la esperanza de descubrir qué importante visitante podía haberse detenido en el arco de un puente de tan mala fama. Algunos hombres con aire sospechoso y ataviados con uniformes desgastados se mezclaban entre el gentío e intentaban pasar desapercibidos, lo que resultaba una prueba irrefutable de que se trataba de desertores. Junto a ellos se apiñaban varios medianos que contemplaban con admiración los ornamentos tallados en las ruedas del carruaje. El cochero bajó del asiento de un salto y espantó a los medianos a patadas; luego abrió la puerta y desplegó los escalones que se abrían de dentro afuera. Una figura enjuta y con el rostro avinagrado surgió del interior y olisqueó el aire con desagrado. El hombre, elegantemente vestido, puso el pie en el suelo adoquinado y miró con desdén a Kurt.
—¡Maravilloso! Vengo a inspeccionar la comisaría de la guardia de vigilancia que acaba de reabrir sus puertas y me encuentro a mi capitán honorario recién ascendido abandonando, tambaleante y sosteniendo a uno de sus hombres embriagado, lo que tiene toda la apariencia de ser un burdel en el edificio contiguo —espetó el comandante—. Me alegra ver que está disfrutando de las prebendas que acarrea su cargo, capitán Schnell. ¡Pero quizá debería aconsejarle que se concentre en frenar la ola de crímenes que estamos padeciendo últimamente!
Kurt respiró hondo e hizo una venia a su comandante.
—Le pido disculpas, señor, pero no esperaba su visita tan pronto.
—Eso parece obvio —constestó el comandante, tapándose la nariz con un pañuelo de lino para enmascarar los olores—. ¿Y bien? ¿Va a invitarme a entrar en la comisaría o debo realizar mi inspección desde estos adoquines de aquí fuera?
—Por favor, pase. —Kurt dejó a Lothar apoyado contra la pared más cercana y se dirigió rápidamente hacia la entrada, pero antes de que pudiera acompañar a su superior al interior, Holismus se deslizó por la pared y ya roncaba cuando dio con sus huesos en el suelo.
Kurt bajó la cabeza, avergonzado. Lo habían pillado desprevenido y no tenía nada preparado. Empujó la puerta y la mantuvo abierta para que su distinguido visitante entrara.
—Bienvenido a la comisaría del Puente de los Tres Céntimos, señor —exclamó Kurt proyectando la voz hacia el interior, con la esperanza de que Belladonna se percatara de la situación—. Confío en que reservará su veredicto definitivo sobre nuestros progresos en este lugar hasta ver todo lo que hemos logrado hasta ahora.
—No contaría con eso —contestó el comandante—. Ya estaba disgustado con su comportamiento antes de mi llegada. De hecho ése es el motivo de mi visita. Pero, al parecer, las cosas están mucho peor de lo que preveía. Esperemos que lo que vea a partir de ahora incline la balanza a su favor, capitán Schnell. De lo contrario, esta comisaría podría estar clausurada antes de que se ponga el sol y su nombre asociado a la vergüenza por el resto de sus días. Aunque si tenemos en cuenta su pasado en Altdorf, estoy seguro de que ya estará acostumbrado.
Sonrió y entró dándose aires en la comisaría, dejando a Kurt de pie en el suelo adoquinado, echando humo frente a una docena de ciudadanos perplejos.
* * *
Jan encontró los despojos de Mutig en un muelle en el norte del distrito electoral de Stoessel, de cara al Rijksweg. Al Gorra Negra le habían cercenado las dos piernas a la altura de las rodillas y casi un brazo completo, y le habían apretado unas correas de cuero alrededor de los muñones, lo que suponía una cruel prueba de que Mutig aún vivía cuando le habían realizado las brutales amputaciones. Había sido torturado; de eso no había duda. Alguien se había ensañado con el cuerpo del guardia de vigilancia con un entusiasmo feroz y se había deleitado con sus chillidos de agonía mientras le seccionaba las extremidades.
Si se hubiera tratado del cadáver de un criminal o de un prisionero de guerra, Jan habría considerado que aquel maltrato había formado parte de un espantoso interrogatorio. Sin embargo, la hoja de servicios de Mutig era intachable, aparte de la tendencia a ser citado por comportamiento violento justo cuando se incorporaba a un nuevo destino. Tenía reputación de matón, pero Jan albergaba sus sospechas respecto a ese tema e, independientemente de la veracidad de dicha reputación, no existía una razón cabal para el ultraje que Mutig había sufrido. Quienquiera que fuera el autor de aquello estaba mandando un mensaje y, para despejar cualquier duda, había grabado cruelmente cinco palabras en el torso del agente y le había desgarrado la guerrera para que las personas que encontraran el cuerpo tuvieran claro el significado de aquel asesinato. No era sutil, pero sí efectivo.
El sargento se acercó para leer el mensaje completo: «GORRAS NEGRAS FUERA DE SUIDDOCK». Había dos letras más grabadas en la piel de Mutig debajo de la palabra «SUIDDOCK». Jan meneó la cabeza, incapaz de creer que el sádico responsable de aquella atrocidad cometiera la temeridad de estampar su firma en el cuerpo de su víctima. «AC». El sargento no tenía ninguna duda del nombre que se escondía tras aquellas iniciales: Abram Cobbius. «Kurt tenía razón —masculló Jan para sus adentros—. Cuanto antes arrestemos a ese animal, mejor para todos». Se arrodilló junto al cuerpo de Mutig y alargó una mano para cerrar delicadamente los ojos del cadáver, fijos en el horizonte.
—Todavía no estoy muerto —dijo entrecortadamente y con una voz áspera.
—¡Por los dientes de Taal! —exclamó Jan, que a punto estuvo de caerse de espaldas sobre el muelle del susto. Sin embargo, se recuperó rápidamente de la impresión y sacó un pequeño cuenco de calabaza seca del bolsillo de la guerrera; le quitó el cierre y derramó un poco del brandy bretoniano en la boca de Mutig. El Gorra Negra tosió un par de veces, regurgitando buena parte del líquido, aunque tragó lo suficiente para reanimarse levemente. Jan se quitó la guerrera y la colocó debajo de la cabeza de Mutig, proporcionándole una pizca de comodidad—. ¿Quién te ha hecho esto?
—Cobbius… —El guardia de vigilancia se estremeció y su rostro se contrajo de dolor—. Abram Cobbius…
—¿Por qué?
Mutig casi sonrió.
—No lo reconocí… Buscaba a alguien para pelear…
Jan asintió.
—Zurras al matón más grande que encuentras el primer día en tu nueva comisaría y ya nadie te causa problemas, ¿no es eso?
—¿Cómo lo ha…?
—Reserva las fuerzas. —El sargento puso un dedo en los labios de Mutig para que no hablara—. Yo también he utilizado ese truco durante años, pero no deberías elegir locos sádicos como objetivo.
—Él me… me ha dicho… —Mutig empezó a toser y ladeó la cabeza.
De sus labios escaparon oscuras y terribles gotas de sangre y bilis que formaron un charco en el suelo del muelle.
—¿Dónde ha ocurrido?
Los ojos de Mutig lanzaron una mirada de soslayo hacia la taberna.
—Pero ya no está. Su primo lo llamó.
—¿Lea-Jan Cobbius?
Mutig asintió. Tenía la tez cada vez más pálida.
—Dile al capitán… que siento no…
Jan se inclinó para oír lo que le decía el Gorra Negra, pero Mutig ya estaba muerto.