NUEVE
La misiva remitida por los elfos llegó aquella mañana poco después que Belladonna. El emisario provenía del distrito élfico y se mantuvo en un silencio hermético. Había entrado en la comisaría como si fuera el dueño del lugar y escudriñaba los rostros de todos los que estaban en su interior.
—¡Tú! —bramó señalando con un dedo acusador a Belladonna.
La guardia estaba ayudando al sargento Woxholt a supervisar la construcción de las nuevas celdas a manos de los detenidos para asegurarse de que el resultado fuera satisfactorio.
—¡Tú eres la mujer que vigilaba ayer el cuerpo de nuestro hermano fallecido!
—Sí —reconoció Belladonna, intentando disipar la preocupación que pudiera reflejar su rostro.
¿Habrían descubierto los elfos la conversación que había mantenido con el espíritu del muerto? ¿Habría vuelto a hablar después de que ella lo invitara a descansar? Sabía demasiado poco sobre los rituales élficos para evaluar las posibilidades de que algo de todo eso hubiera sucedido, y el rostro del emisario permanecía impasible y no dejaba entrever cuáles podían ser sus intenciones. Belladonna se reservó sus opiniones, temerosa de ofrecer algún dato que empeorara su situación. Si ya era una mala noticia tener el cadáver de un elfo en la zona de uno, no digamos revelar que habías resucitado su espíritu y lo habías interrogado en busca de pistas para esclarecer la identidad del asesino.
—Porto una misiva de la casa de Silvermoon. Tú la leerás… ¡En voz alta!
El mensajero extrajo un rollo de pergamino grueso y amarillento anudado con un lazo negro y se lo tendió a Belladonna. La guardia lanzó una mirada al sargento, pero Jan simplemente se encogió de hombros y siguió observando desde un costado. Belladonna deslizó el lazo por el pergamino y desenrolló la misiva. Lo aferró de los extremos con la esperanza de que no le temblaran las manos.
—«La casa de los Silvermoon busca respuestas a las cuestiones todavía no resueltas surgidas del violento asesinato de Arullen Silvermoon, después de que fuera atraído para que abandonara el distrito élfico por una o varias personas sin identificar. Dichas respuestas deberán ser presentadas a la casa de los Silvermoon antes del día festivo conocido como Día del Misterio. De lo contrario, se producirá una ruptura inexorable de las relaciones entre aquellos que habitan en Rionnasänamishathir y los que habitan más allá de sus muros. Tomen en serio esta misiva».
Belladonna examinó las dos caras del pergamino, pero aquélla era toda la información que contenía. Miró al mensajero.
—No sabemos nada nuevo sobre el asesinato de Arullen… Todavía.
—Entonces aún disponen de cinco puestas de sol para averiguar la verdad —replicó el elfo con severidad.
Inclinó la cabeza ante Belladonna, reconoció diligentemente la presencia del sargento y abandonó la comisaría.
—Encantador —comentó Woxholt con sequedad—. ¿Por qué tengo el presentimiento de que todavía no hemos oído la última palabra sobre este asunto?
—Porque no lo hemos hecho —señaló Kurt mientras descendía por las escaleras—. Los elfos son un pueblo orgulloso, pero saben que somos la mejor opción para descubrir quién mató a Arullen. Si mantienen la presión sobre nosotros, aumentan las probabilidades de que nos concentremos principalmente en este caso.
—¿No ibas a dormir? —preguntó el sargento.
—Y lo he hecho.
—Dos horas no son descanso suficiente, ni siquiera para ti.
—Pues tendrán que bastar —respondió Kurt—. Además, el ruido que proviene del sótano me ha despertado. ¿Alguno de nuestros ansiosos informantes nos ha revelado algo realmente útil?
Woxholt se encogió de hombros.
—Iré a averiguarlo si Belladonna y tú vigiláis a los prisioneros.
Kurt asintió. El sargento se perdió por las escaleras que descendían al sótano y su voz retumbante prorrumpió exigiendo silencio de las personas que colmaban las dependencias del piso inferior del edificio. Ya sin el sargento, el capitán se reunió con Belladonna junto a las nuevas celdas. Ya había tres acabadas y los peones forzosos trabajaban con empeño en el último calabozo.
—Tenemos que dejar de vernos así —sugirió la guardia con una sonrisa que le brotaba de los ojos.
—No.
—¿No qué? —preguntó Belladonna con la voz llena de inocencia. Kurt la agarró del brazo con brusquedad y cruzó la comisaría tirando de ella hasta la entrada del edificio—. ¡Me hace daño! —protestó tratando de soltarse el brazo.
—No coquetee conmigo, y tampoco haga como si no se hubiera dado cuenta de que estaba haciéndolo —le advirtió Kurt—. Soy el capitán de esta comisaría. —Señaló a los ciudadanos que transitaban por la calle adoquinada, algunos de ellos observando con curiosidad el interior del edificio—. Mi primera y última prioridad son las personas que trabajan aquí y las personas que hay fuera de estas paredes y a las que hemos jurado proteger. No tengo tiempo para juegos ni para cortejos. Si me hubieran dejado elegir, no habría aceptado una mujer entre mis Gorras Negras, pero Otto me convenció para que le diera una oportunidad y Jan también habló a su favor. Usted ha demostrado que posee unas cualidades de las que carecen los demás agentes, y eso la convierte en un gran valor para esta comisaría, pero nunca significará nada más para mí. ¿Ha entendido?
—Le encanta dar discursos, ¿verdad? Debería ser político en vez de Gorra Negra.
Incluso Kurt tuvo que sonreír ante su comentario.
—Por favor, no me eche esa maldición.
—De acuerdo —respondió Belladonna—. Haré lo que me pide. Aun así, no espere que cambie mi forma de ser.
—Trato hecho —dijo Kurt con un suspiro.
—¡Capitán Schnell! —gritó una voz llena de autoridad—. ¡Capitán Schnell!
Belladonna miró por encima del hombro de Kurt y vio a un hombre de mediana edad vestido con ropa cara que se pavoneaba en la entrada de la comisaría. Su contorno voluminoso y su doble papada revelaban una vida rodeada de lujo, mientras que los notorios vasos capilares que exhibía su nariz y el bastón con el remate de plata sugerían una gran afición a la bebida, amaneramiento y posiblemente un caso de gota, la enfermedad de los ricos. La toga recargada y las demás galas clamaban a gritos lo obvio: el recién llegado era una persona adinerada y quería que todos lo supieran.
—Traigo un mensaje para usted.
El rostro de Kurt se avinagró mientras Belladonna estudiaba la nueva presencia.
—¿De quién?
—Quizá podríamos hablar dentro —sugirió el visitante señalando con afectación a su alrededor—, en un lugar alejado de las miradas de los curiosos, donde pudiéramos conversar en privado, de hombre a hombre.
—Lo que tenga que decirme puede decirlo en plena calle —contestó Kurt.
—Pues que así sea. Me llamo Oosterlee, Theodorus Oosterlee… Quizá haya oído hablar de mí.
Kurt meneó la cabeza, aunque sin duda aquel nombre removió la memoria de Belladonna. Hasta hacía cinco años la familia Oosterlee había sido uno de los principales importadores y exportadores de artículos de primera calidad de Marienburgo. Las más preciadas especias de Arabia, las mejores sedas de Oriente y todas las riquezas del Nuevo Mundo podían adquirirse pagando su debido precio en los almacenes Oosterlee. Sin embargo, la familia había caído en desgracia y estaba viviendo tiempos difíciles tras una serie de dolorosos escándalos. Theodorus Oosterlee había perdido todo su legado en el juego y se había visto forzado a incorporar socios capitalistas al negocio, hombres que, al parecer, eran infinitamente menos escrupulosos de lo que había sido su padre en toda su vida. Oosterlee se había mantenido como la cabeza visible y respetable de la empresa, aunque lo que se comentaba entre las altas esferas sugería que el negocio no era más que una tapadera para contrabandistas y bandoleros de la peor calaña. En Marienburgo eso conducía irremediablemente a un hombre: Adalbert Henschamnn. Belladonna carraspeó intentando atraer la atención del capitán, pero Kurt decidió ignorarla.
—Quizá no —reconoció Oosterlee cuando vio que Kurt no le contestaba a la pregunta—. No importa. Represento a un grupo de hombres de negocios que se dedican al comercio en esta zona de la ciudad. Me han pedido que me acerque a usted para presentarle una propuesta de acuerdo, una especie de respaldo para su comisaría. Hay quien incluso estaría dispuesto a ir más allá y establecer un patronazgo… en el sentido arcaico y benévolo de la palabra, por supuesto.
—Por supuesto —contestó Kurt en un tono nada comprometedor.
Oosterlee pareció alentado por su respuesta. Aun así sintió la necesidad de limpiarse el sudor de la frente.
—El bochorno es exagerado para la hora en la que estamos, ¿no cree?
—A mí me parece que la brisa matinal es bastante refrescante —masculló Kurt, y dio un paso hacia su interlocutor—. Ha mencionado algo sobre un acuerdo.
—Sí, tiene toda la razón… Lo primero son los negocios. Así es como se hacen las cosas. —Oosterlee chasqueó la lengua—. A mis asociados y a mí nos gustaría ofrecerle un obsequio, si tiene a bien aceptarlo, en agradecimiento por los servicios que su comisaría está prestando a los ciudadanos de Suiddock. —Rio tontamente, como una niña pequeña. Las cuentas de sudor reaparecieron en su frente. En un intento por desviar la atención de su persona, pasó un dedo enguantado por la descascarillada cal que cubría la fachada de la comisaría—. Podría utilizar el dinero para darle una mano de pintura a este lugar, para adecentarlo un poco, ¿no le parece?
Kurt dio otro paso que lo acercó un poco más a Oosterlee. Su figura se elevaba por encima del orondo empresario.
—¿Cuánto?
—¡Disculpe!
—¿Cuánto… agradecimiento quieren demostrarnos sus amos?
Oosterlee tragó saliva intentando mantener la compostura.
—No estoy seguro de…
—¿Cuánto dinero? —espetó Kurt en un tono colérico—. Muéstreme lo que han enviado con su perrito faldero.
—Creo que no hay ninguna necesidad de ser grosero, mi querido amigo. Sólo he venido para…
—No soy amigo suyo, Oosterlee. La escoria como usted me revuelve el estómago. No son más que perritos falderos patéticos que corretean de un sitio a otro cumpliendo las órdenes de sus amos, desesperados por complacerlos, más desesperados aún por recoger la mierda de sus mesas y darse un festín con los desechos de los parásitos que exprimen esta ciudad. —Agarró a Oosterlee por su opulenta vestimenta y rebuscó en los bolsillos del obeso comerciante hasta que finalmente extrajo una bolsa de piel atiborrada de monedas—. ¿Por casualidad no será éste el agradecimiento del que me hablaba?
—Bueno, yo no quería…
—¿Lo es? —gruñó Kurt, con el rostro tan cerca de Oosterlee que sus narices se tocaban.
—Sí —farfulló el mensajero.
Kurt lo soltó y Oosterlee retrocedió titubeando por los adoquines del Puente de los Tres Céntimos y se quedó observando con consternación cómo Kurt vaciaba en su mano la bolsa con los florines de oro.
—Obviamente, si no es suficiente, estoy seguro de que mis asociados estarán encantados de…
—¿Quién quiere ser rico? —gritó Kurt a las personas que había sobre el puente—. ¿Quién quiere un pellizco de la riqueza de este hombre? ¿Quién quiere un florín de oro cortesía de Theodorus Oosterlee y sus corruptos amos?
Belladonna miró a su alrededor. La gente que transitaba por el puente se había detenido, desconcertada por el súbito arrebato del capitán de los Gorras Negras. No obstante, sus expresiones mudaron en cuanto Kurt lanzó al aire el primer puñado de monedas de oro. Antes de que cayeran al suelo, vació el resto de la bolsa en la mano y lo arrojó hacia el cielo. Al instante siguiente, sobre el Puente de los Tres Céntimos llovían florines de oro. Las monedas rebotaban en el suelo. En un abrir y cerrar de ojos todo el mundo estuvo arrodillado escarbando entre los desechos de los animales y los adoquines de piedra, recuperando todas las monedas que sus dedos les permitían. Oosterlee dejó escapar un alarido de consternación y también hincó las rodillas en el suelo, e intentó reclamar sin demasiada energía el dinero que había traído consigo. Molly y algunas de sus chicas, no tan orgullosas como para no hacerse con algún florín, acudieron corriendo desde el templo. También el hombre de la pescadería del lado opuesto de la comisaria abandonó su lugar de trabajo para recoger monedas. Sólo Kurt y Belladonna permanecían erguidos, observando el espectáculo que los rodeaba.
Cuando la última moneda fue recogida y la excitación se apaciguó, Oosterlee seguía arrastrándose por los adoquines, buscando con desesperación los florines que pudieran quedar. Kurt se interpuso en su recorrido y el orondo hombre de negocios tuvo que levantar la mirada.
—Capitán Schnell…, discúlpeme, no me di cuenta…
Kurt lanzó la rodilla derecha hacia delante y embistió la abundante papada de Qosterlee, que cayó de espaldas y aterrizó produciendo un ruido sordo en la alcantarilla que transportaba orina y heces. Cuando Oosterlee intentó ponerse en pie, Kurt lo pisó con la bota para retenerlo en el suelo.
—Ahora escuche, Theodorus. Tengo un mensaje para sus amos de la Liga de los Caballeros Emprendedores o como sea el pomposo título con el que se autodenominen. No me comprarán y tampoco conseguirán un trato conmigo. Kurt Schnell no está en venta, ni por dinero, ni por cerveza, ni por sombra carmesí ni por ninguna otra mierda que pueda ofrecerme Adalbert Henschamnn. Estoy aquí para cumplir con mi trabajo, simple y llanamente. Si se mantienen fuera de mi camino yo no me meteré en el suyo, pero si vuelve a aparecer otro baboso como usted por aquí intentando ganarse mi comprensión, me veré obligado a emprender acciones drásticas. Espero que pueda recordar lo que acabo de decirle.
Oosterlee asintió con la cabeza. Tenía el terror esculpido en las facciones.
—Entonces ya puede regresar babeando al Club de Caballeros de Marienburgo y repetirle a Casanova lo que acabo de decirle.
Kurt levantó la bota del pecho de Oosterlee y se metió en la comisaría sin decir una palabra más.
El sargento esperaba en el interior con el gesto adusto e implacable. Nada más advertir su expresión, Belladonna se alejó y retomó la supervisión de los prisioneros que estaban dando los retoques finales a la última celda.
—¿Crees que ha sido sensato lo que has hecho? —inquirió Jan a Kurt—. No contamos con hombres suficientes para hacer frente a Henschamnn y sus compinches. Tenemos dos asesinatos por resolver, a los elfos echándonos el aliento en el cogote y el asunto de Cobbius.
—Lo ha iniciado Henschamnn. Empezó ordenando a sus esbirros que vaciaran una carretada de cerdos muertos en la entrada de la comisaría, y ahora ha enviado a ese jabalí abotargado de Oosterlee para que me sobornara.
—Hay un lugar y un momento para cada cosa —insistió Jan en voz baja—. Estás encendiendo demasiados fuegos y los dejas en nuestras manos para que los apaguemos. Y la mecha de tu temperamento no se ha alargado, ¿o me equivoco?
—Un hombre sabio me dijo una vez que la gente no cambia, simplemente desarrolla lo que ya es.
—¿Qué idiota te dijo eso?
Kurt sonrió.
—Fuiste tú, Jan.
El sargento meneó la cabeza con desesperación.
—¿Qué noticias tenemos de la gente del sótano que estaba tan ansiosa por cobrar su recompensa?
—Muchas más de lo que cabía esperar —respondió Jan—. Un montón de riñas insignificantes entre vecinos, acusaciones de adulterio y bigamia y dedos acusadores. Comerciantes que tienen plomos en el fondo de las balanzas y pescaderos que aseguran que la captura de ayer todavía se mantiene fresca fuera de los barcos. Esa gente no ha tenido a nadie que escuchara sus quejas en casi cinco años, así que Faulheit ha tragado con todo.
—¿Algo que nos sirva? ¿Alguien ha mencionado a Dedos Blake o a Abram Cobbius?
—Unos cuantos afirman que Blake podría haberles levantado la bolsa, pero ninguno puede probarlo. Nadie parece saber dónde vive y nadie lo ha visto por lo menos desde ayer.
—¿Y respecto a Cobbius? —preguntó Kurt—. ¿Qué tenemos?
Jan suspiró.
—Si creemos lo que la gente dice, ese tipo es como una plaga que infecta todo y a todos los que están cerca de él. Ha estado jactándose de lo que hizo con Vink, amenazando con que era una demostración de que nadie podía tocarle un pelo. Los ciudadanos sienten pánico de Abram Cobbius y consideran que es absolutamente inmune, que está protegido desde las altas esferas por su primo Lea-Jan.
—Tenemos que demostrar que se equivocan. Si arrestamos a Abram, demostraremos que vamos en serio.
—Si arrestamos a Abram, acabaremos muertos —susurró el sargento—. ¡Y no quiero morir en este lugar!
Kurt miró detenidamente a su amigo más antiguo de Marienburgo.
—Hablas en serio, ¿verdad?
—Claro que hablo en serio.
—No. Tú estás convencido de que vas a morir aquí, en el Puente de los Tres Céntimos.
Jan no respondió, pero la expresión afligida de su rostro era elocuente.
—¿Por qué lo crees? —preguntó Kurt.
—Me echaron la buenaventura en Mitterfruhl —reconoció el sargento—. Todo lo que me dijo la vidente se ha cumplido… mi jubilación, que acudieras a mí en busca de ayuda, venir aquí. Me aseguró que si hacía lo que me pedías y arrestábamos a un hombre poderoso con la nariz rota, uno de nosotros moriría.
—¡Tonterías supersticiosas! ¿Y la creíste? ¿Cuánto pagaste a esa vidente?
—No aceptó mi dinero. Dijo que no sería correcto. Me aconsejó que lo guardara para los gastos de mi funeral.
Kurt meneó la cabeza.
—No voy a cambiar de idea sólo para evitar las predicciones de una vieja bruja desdentada. No me importa hasta qué punto te comiera el coco. Seguro que estaba a sueldo de Cobbius.
—Fue ayer cuando le rompiste la nariz, ¿recuerdas? —apuntó Jan—. La vidente me dijo todo eso mucho antes de que te ofrecieran la capitanía del Puente de los Tres Céntimos.
—Me da igual —reiteró Kurt—. Arrestar a Abram Cobbius es lo más importante que podemos hacer en estos momentos. De este modo mandaremos el mensaje a todo el mundo, tanto ciudadanos como criminales, de que vamos en serio. Si queremos ser algo más en Suiddock que una simple broma, tendremos que ocupamos de lo peor que hay en este distrito.
—Estás cometiendo un error permitiendo una vez más que te venza la ira, Kurt —insistió Jan.
—Preferiría que me llamaras capitán Schnell cuando estemos de servicio —le espetó Kurt—. Puede que en el pasado fueras mi mentor, pero ahora soy tu superior, ¿o lo has olvidado?
—Sí, capitán.
—Así está mejor. Ya es hora de que salgas a patrullar las calles. Ve a ver qué tal se maneja Mutig en su primera ronda. Mientras lo buscas aprovecha para preguntar por ahí dónde podemos encontrar a Abram Cobbius.
Jan se cuadró y saludó a su antiguo pupilo, e inmediatamente abandonó la comisaría. Kurt descubrió a Belladonna mirándolo con perplejidad.
—No empiece —advirtió a la joven—. No estoy de humor.
* * *
Mutig invirtió toda la mañana en la búsqueda de una victima que se ajustara a sus necesidades. La taberna que más prometía parecía ser El Descanso de Vollmer, una posada en el límite norte de Stoessel que contaba con una amplia terraza que se asomaba al Rijksweg. Mutig había reparado en media docena de hombres que habían entrado en la taberna dando tumbos y rayando la inconsciencia, y ninguno de ellos había conseguido salir aún.
Cuando el sol superó su cenit, el Gorra Negra decidió echar un vistazo por las ventanas grasientas de la posada. El receptor más prometedor de una tunda sin complicaciones estaba desplomado sobre la barra del salón. Exhibía dos cercos negros bajo los ojos y una hinchazón en el lugar que debía ocupar la nariz. Parecía como si alguien ya se hubiera encargado de los preliminares, aunque seguía al frente de la turba de borrachos que se tambaleaban a su alrededor, a juzgar por la manera que tenían de reírle los chistes y el respeto que mostraban por su físico. Era un hombre grande y feo, de amplio torso y con unos estrechos ojos de cerdo. No era ninguna belleza. Tenía algo que le resultaba vagamente familiar, pero fue incapaz de localizarlo en su memoria, y seguramente carecía de importancia.
Mutig tenía la certeza de que podría tumbar a aquel bufón semiinconsciente de un golpe, pero decidió utilizar el acero revestido de la porra para mayor seguridad. No tenía sentido empezar una pelea si no se disponía de los medios para acabarla. Se separó de la ventana y contempló su reflejo en el cristal; se colocó correctamente la gorra negra en la cabeza. Sí. Las calles de Suiddock pronto se harían eco con admiración del nombre de Hans-Michael Mutig, y una vez que tuviera asegurada su reputación como el nuevo tipo duro del distrito no necesitaría volver a recurrir a la violencia. Lo único que le quedaba por hacer para que la diversión empezara de verdad era encontrar un lugar donde vaciar sus quejumbrosas tripas.
Cinco minutos después, Mutig entró a grandes zancadas en El Descanso de Vollmer y aguardó a que los parroquianos le prestaran atención. Sin embargo, la concurrencia estaba concentrada en su líder, que tragaba cerveza y se jactaba de que su primo le enseñaría a no sé qué advenedizo lo que significaba el auténtico poder. ¡Aquel mocoso cobarde había tenido el descaro de desahuciarlos de su propia taberna privada! Bueno, no tardaría en cambiar de opinión.
—¡Eh! —gritó Mutig, resuelto a causar una poderosa primera impresión—. ¿Quién de vosotros, escoria, quiere demostrar su hombría? —Caminó con paso firme en dirección al grupo de borrachos malencarados y enfiló directamente hacia la barra y el fanfarrón apoyado en ella—. Tú pareces un buen candidato —espetó al matón beodo con la nariz rota—. ¿Qué tal si te enseño una lección que nunca olvidarás?
Mutig nunca supo qué lo golpeó. Sólo oyó el sonido de madera resquebrajándose como la cáscara de un huevo y poco más. Lo siguiente que advirtió fue un dolor intenso, seguido inmediatamente por una profundísima oscuridad.
* * *
Faulheit finalizó la entrevista con el último aspirante a soplón alrededor del mediodía. Trasladó la escasa información que había obtenido a Kurt y pidió permiso para salir a por algo de comer. Regresó caminando distraídamente poco después con un pastel que había comprado en un puesto que acababa de inaugurarse en el lado opuesto del puente.
—El propietario ha oído lo de su tendencia a lanzar florines de oro al aire y ha decidido probar suerte con la esperanza de que repita su actuación —explicó Faulheit al capitán cuando éste apareció en las escalaras atraído por el olor a carne humeante—. Creo que es el primer negocio que abre desde la última vez que cerró sus puertas la comisaría del Puente de los Tres Céntimos.
—Eso es bueno. Significa que estamos empezando a cambiar las cosas —replicó Kurt pasándose la lengua por los labios. Olisqueó el aire con un gesto de aprobación sin apartar la mirada de la comida de Faulheit—. ¿Qué lleva el pastel?
—Cerdo largo y castañas, creo. Nunca antes había comido cerdo largo; está delicioso.
Belladonna regresó de acompañar a la puerta de la comisaría al último de los ciudadanos decepcionados. Ningún informante se había ganado la mítica bolsa de florines de oro, y la mayoría se mostraron aún más fastidiados cuando se enteraron de que el capitán había estado arrojando monedas por la calle. También la agente entró extasiada con el aroma de la comida de Faulheit.
—¿De qué decías que era? —preguntó Belladonna.
El guardia suspiró con frustración porque las constantes preguntas le impedían hincar el diente al pastel que estaba suscitando tanto interés.
—Por última vez, es de cerdo largo y castañas.
Belladonna se quedó lívida al instante.
—¿Has dicho… cerdo largo?
—¡Por el amor de Manann! ¡Sí!
Kurt reparó en el repentino cambio en el semblante de la joven.
—¿Qué ocurre?
—Cerdo largo… He oído que así es como llaman en el Nuevo Mundo a la gente que se comen.
Belladonna salió disparada hacia la puerta principal con el tiempo justo para vaciar el contenido de su estómago sobre los adoquines. En el interior, Faulheit miraba fijamente su pastel a medio comer, cada vez más horrorizado.
—No creerá que esto es… que tiene pedazos de…
Dejó caer lo que quedaba de pastel, que salió rodando por el suelo hasta detenerse junto al calabozo más cercano, donde uno de los detenidos agarró los restos de carne y masa y los engulló. Aquello superó a Faulheit, que enfiló rápidamente hacia la entrada y se unió a Belladonna en un coro de arcadas que devolvían con presteza el contenido de sus estómagos.
Kurt pasó junto a ellos y se detuvo un momento sólo para ordenar a Faulheit que echara un cubo de agua sobre los adoquines cuando acabaran de vomitar. El capitán cruzó el puente para reunirse con el vendedor del pastel, un hombre pelirrojo y con el rostro rubicundo cubierto por un blusón bermellón, de pie junto a su carro.
—¡Hola, capitán! —lo saludó el vendedor—. Ya lo he oído todo de usted. Yo… Se ha convertido en toda una celebridad en Suiddock, y en un tiempo récord… Quién lo iba a decir, ¿eh? ¿Le gustaría probar uno de mis pasteles? Se olvidará de la escasez de carne fresca en cuanto los pruebe. Tengo algunos sabores nuevos fascinantes con los que he estado probando: ajo y cartílago, nabo y ratón de agua, cerdo largo y…
El capitán aferró con fuerza al carro y lo volcó violentamente, y los pasteles se desparramaron por el suelo adoquinado.
—¡Dígame, por las barbas de Sigmar! ¿Qué cree que está haciendo?
Kurt recogió un pastel y lo sujetó con repugnancia entre los dedos.
—¿De qué es éste?
—De cerdo largo y castañas —respondió el vendedor con orgullo—. Es el que más se ha vendido hoy.
—¿Y de dónde saca el cerdo largo para sus pasteles?
—Hay un cúter en el muelle llamado Vela gris que me lo trae fresco del océano todas las semanas. Ojalá me suministrara más, pero supongo que con los tiempos que corren, con la guerra y todo eso, se dedicará sobre todo al transporte de armamento. La carne fresca es lo primero que se acaba, por eso es tan difícil conseguirla…
Kurt partió el pastel en dos y ofreció una de las mitades al vendedor del rostro pecoso.
—Pruébelo usted mismo y dígame a qué le parece que sabe.
El hombre se metió un buen pedazo en la boca y masticó con alegría, con el ceño fruncido mientras pensaba.
—Bueno, es carne, eso es obvio. Tiene algo de cerdo, la verdad, aunque también distingo otros sabores.
En un principio, cuando Kurt le reveló lo que era el cerdo largo, el vendedor no le creyó, pero breves instantes después un velo de silencioso terror le cubrió el rostro y rápidamente arrojó al suelo el resto del pastel.
—¿Quiere decir que he estado vendiendo…? ¿Que lo que vendía era…? Oh, cielos…
—¿Qué lleva el Vela gris cuando se hace a la mar?
—Exploradores, comerciantes, mercaderes, aventureros… ya sabe, gente por el estilo.
—¿Y ha visto alguna vez a esas personas regresar a tierra?
—No, pero supongo que decidirían quedarse por ahí. Según me han dicho, lleva mucho tiempo divisar el Nuevo Mundo. Por lo que he oído, el viaje en barco puede durar meses o años.
—Si el viaje duran tanto, ¿cómo es que el Vela gris sale y regresa todas las semanas, eh?
El vendedor estaba apunto de contestar cuando se dio cuenta de que no tenía una respuesta para aquella pregunta.
—Ahora que lo dice, no lo sé.
Belladonna se había recuperado lo suficiente como para reunirse con Kurt junto al desbaratado carro de madera.
—¿Qué tenemos? —preguntó la agente.
—Un navío llamado Vela gris ha estado ofreciendo viajes al Nuevo Mundo —le explicó Kurt—. Pero en vez de facilitar a la gente la experiencia de sus vidas, sospecho que los llevan a alta mar, donde los descuartizan y los traen de regreso al puerto como frescas piezas de cerdo largo. —Escudriñó el rostro turbado del vendedor y le preguntó—: ¿Quién es el dueño del Vela gris?
—El capitán Marius lleva el mando a bordo, pero creo que el propietario es Abram Cobbius.
Kurt torció el gesto.
—Menudo imperio se ha montado en el barrio.
—Y sospecho que todavía no hemos descubierto ni la mitad —indicó Belladonna—. Pero lo que sea que esté ocurriendo en el Vela gris, es un delito mojado, así que se sale de nuestra jurisdicción. ¿Tiene algún amigo en la guardia fluvial que se pueda encargar del caso?
El capitán asintió.
—Y que además me debe un favor. Le enviaré un mensaje sugiriéndole que investigue el Vela gris. Cuanto antes empecemos a apretarle las tuercas a Cobbius y sus negocios ilegales, mejor.
—No está acostumbrado a que lo desafíen, Kurt. No reaccionará bien —le advirtió.
—No empiece, ya he tenido bastante con Jan. Además, quiero a Abram Cobbius furioso y fuera de sus casillas. De ese modo cometerá antes un error y sobrepasará los límites… y entonces tendremos motivos para detenerlo. Y cuando eso suceda, unas cuantas horas en una celda interrogándolo le sacarán la verdad sobre lo que hizo con Vink. Quiero a ese animal encerrado en Rijker tanto tiempo que acabe pudriéndose.
* * *
Cuando Mutig recuperó la consciencia, olía mejor que veía dónde estaba. Todo era borroso a su alrededor, como si alguien le hubiera untado de grasa los globos oculares. Alcanzaba a oír murmullos broncos y risas distantes, pero en un principio no reconoció las voces. Sin embargo, el olor que penetraba por sus fosas nasales lo conocía muy bien. Era el hedor a cerveza rancia y a serrín, a humo de pipa y al sudor frío del pánico abyecto que flotaba en el aire como la neblina de la última hora de la tarde que provenía del mar. Otro olor se mezclaba con los primeros: el característico hedor ácido de la orina. Alguien no había podido controlar su vejiga. Mutig dejó caer la cabeza contra el pecho. Su visión continuaba siendo una masa de figuras borrosas y de formas imprecisas que oscilaban, pero descubrió una oscura mancha en su uniforme, alrededor de la entrepierna y de los muslos. Él era quien no había podido controlar la vejiga. Su humillación era total.
Intentó cubrirse, pero se encontró con que tenía los brazos atados a la espalda. Las cuerdas estaban tan apretadas que le habían cortado la circulación por las extremidades superiores, y las sentía como unos trozos inservibles de plomo. También le habían atado las piernas a la silla en la que estaba sentado, impidiéndole moverlas. Más cuerdas le mantenían el torso inmovilizado, de modo que no podía hacer nada más que forcejear inútilmente con ellas; cuando lo intentó sólo consiguió alertar de que había recuperado el sentido a las voces que murmuraban en torno a él.
—No podéis retenerme aquí —advirtió, y se sorprendió de lo débil y poco convincente que sonaron sus palabras, además del miedo que reflejaban. Se pasó la lengua por los labios en un intento de humedecer la piel agrietada y ensangrentada—. En la comisaría todo el mundo conoce la ruta de mi ronda. Vendrán a buscarme si no regreso pronto.
—Déjalos que vengan —replicó con desprecio una voz áspera.
Su interlocutor estaba plantado delante de él, pero el Gorra Negra era incapaz de distinguir sus facciones y entornó los ojos para intentar ver con mayor precisión, pero el esfuerzo le provocó un dolor punzante que le atravesó el cráneo.
—¿Qué te pasa, chaval?
—No te veo —respondió Mutig, cada vez más consciente de la opresión que sentía en el pecho y que no sabía si se debía a un dolor muscular, a una consecuencia del miedo o a algo peor—. ¿Quién eres?
El hombre se inclinó sobre el Gorra Negra. Estaban tan cerca que lo único que podía respirar Mutig era el rancio aliento de su oponente, que no era otro que el matón con los cercos negros alrededor de los ojos y la nariz rota, la persona a la que Mutig había retado.
—Me llamo Cobbius, gusano patético. —Se señaló con un dedo la trompa adherida a su rostro—. ¿Ves esto? Me lo hizo tu capitán ayer. No me sorprende que no me reconocieras cuando entraste. ¡Por el aspecto de mi cara debería estar flotando en las aguas cercanas al Doodkanaal!
Mutig se atragantó con su saliva cuando oyó el nombre de su captor.
De toda la gente que podía haber elegido para pelearse, de algún modo el destino lo había conducido hasta uno de los sádicos con peor reputación de Suiddock.
—Si me torturas, el capitán comprenderá que lo hiciste por ese motivo —le advirtió. Sus palabras reflejaban más valentía de la que sentía.
Cobbius se limitó a reír y sus hombres lo secundaron.
—¿Torturarte? ¡Una idea maravillosa! No se me había ocurrido. Estaba a punto de arrojar tu cuerpo a un cúter que yo me sé y convertirte en exquisitos pedazos de cerdo largo. Me encanta un buen trozo de cerdo largo. Pero me has dado…
Sus palabras quedaron interrumpidas por el sonido de pasos que se acercaban a la carrera, e inmediatamente se abrió con violencia la puerta de la taberna.
—¿Marius? ¿Por qué entras de esta manera, corriendo como si te persiguiera una manada de lobos de Ulric? La taberna está cerrada. ¿O es que no has leído el letrero que hay colgado fuera?
Una voz con el refinado acento bretoniano, desconocida para Mutig, respondió:
—Se trata de la guardia fluvial. Ha confiscado el Vela gris y está registrando la bodega. Yo he escapado porque estaba en tierra firme realizando una entrega en el mercado de carne.
—¿Por qué la guardia fluvial se interesaría por mi barco? —inquirió Cobbius en un tono cada vez más encolerizado.
—¡Se ha enterado de lo que hacemos a bordo! Me acerqué sigilosamente y oí de refilón a un grupo de agentes hablando en el muelle. Alguien ha debido de darles el soplo.
—Querrás decir que se ha enterado de lo que haces tú a bordo. El Vela gris es de mi propiedad, pero yo te lo arrendé, Marius. Tú eres el capitán. Eres el responsable de todo lo que ocurre a bordo.
—¡Pero yo seguía tus instrucciones, Cobbius!
—Es tu palabra contra la mía. Y yo cuento con mi primo para que declare a mi favor.
—Yo no conozco a tu primo —protestó Marius.
—Sí. Si que lo conoces. Él estuvo de testigo cuando te arrendé el Vela gris, ¿o no lo recuerdas?
—¡No! ¡Estás mintiendo!
Mutig oyó el brusco bufido del resto de los hombres que se encontraban en la taberna.
—¿Me acabas de llamar mentiroso? —preguntó Cobbius. Su voz revelaba una furia implacable.
—No. No era mi intención…
—¡Me has llamado mentiroso y lo has hecho delante de mis hombres!
—Por favor, estaba alterado, sólo intentaba…
—¡Nadie me llama mentiroso, maldito bretoniano profanador de tumbas cara de sapo!
Mutig oyó que un movimiento rápido y certero cortaba el aire antes de hundirse en su blanco. El golpe sonó como un cuchillo de trinchar atravesando una col, y alguien jadeó y gorjeó repetidamente antes de desplomarse como un peso muerto sobre el suelo de madera.
—¡Chúpate ésa, Marius! —gruñó Cobbius.
Los demás rompieron a reír. Se respiraba una sensación de alivio en la atmósfera reducida y viciada de la taberna.
Mutig tragó saliva temiéndose lo peor. Si ésa era la forma que Cobbius tenía de lidiar con los subalternos que le desagradaban, ¿cómo, en el nombre de Manann, trataría a un miembro de la guardia de vigilancia? La respuesta no tardó en llegar, aunque el Gorra Negra no halló en las palabras de su captor ningún motivo para tranquilizarse.
—Veamos, ¿dónde estaba antes de que ese idiota me interrumpiera?
—Tortura —apuntó uno de los hombres.
—Eso es. Tortura —repitió Cobbius. Se inclinó hacia delante y su rostro apareció perfectamente definido ante los ojos horrorizados e inundados de lágrimas de Mutig—. Dime, ¿sabes leer y escribir?
—SSSí —respondió el guardia—. Un po… poco.
—Eso esta bien. La educación es importante. A menudo desearía haber hecho el esfuerzo de estudiar un poco más. —Los hombres a su alrededor rieron; disfrutaban del buen humor de su amo. Abram les hizo callar y retomó el minucioso interrogatorio a Mutig—. Así pues, mi inoportuno invitado… ¿Con qué mano escribes, eh?
—Con la derecha —gimoteó Mutig, incapaz de ocultar su miedo por más tiempo.
—Que alguien me deje un cuchillo —solicitó a la concurrencia de la sala—. Y que esté bien afilado. No queremos pasarnos toda la tarde trinchando, ¿verdad? Estoy seguro de que este Gorra Negra tendrá que ir a algún sitio, tendrá cosas que hacer…
Mutig empezó a gritar y ya no paró hasta una hora después.