OCHO
Era cerca de medianoche cuando el primer ciudadano entró en la comisaría y miró a su alrededor admirado por la repentina transformación del edificio. Scheusal, Bescheiden y Verletzung estaban atareados levantando los calabozos en el antiguo salón de la taberna. Scheusal se esforzaba por no perder la paciencia con las continuas protestas de Bescheiden y el silencio adusto de Verletzung. Aun así, de vez en cuando afloraba el temperamento del gigantón bretoniano y cuando el ciudadano irrumpió en la comisaria, acababa de desatarse un torbellino de improperios.
—¡Que Shallya te salve si vuelves a golpearme el pulgar con el martillo! —bramó a Bescheiden con el rostro encendido de furia.
—¿Es culpa mía que pongas el dedo en la trayectoria del martillo? —replicó Bescheiden.
—¿Será culpa mía si te meto el martillo hasta el fondo por un sitio tan oscuro que el boticario necesitará una lámpara para sacártelo?
Scheusal estaba a punto de ejecutar su amenaza cuando Verletzung le dio unos golpecitos en el hombro y señaló la entrada.
—¿Qué pasa ahora?
El ciudadano vaciló cuando la mirada de Scheusal recayó en él, pero consiguió mantener la compostura.
—He oído que este lugar ha reabierto como comisaría.
—Por una vez los rumores son ciertos.
—No estaba seguro. Verá, todavía tienen colgado fuera el letrero de la taberna.
Scheusal suspiró.
—Willy, sube y pregúntale al capitán qué quiere hacer con el letrero de La Esperanza Perdida. Dile que no estamos convencidos de que ese nombre sea la mejor manera de animar a la gente para que acuda aquí con sus problemas.
—¡Enseguida!
Bescheiden lanzó el martillo a Verletzung y subió corriendo la escalera oriental. Scheusal se volvió de nuevo al ciudadano.
—Entonces, quiere denunciar un delito, ¿verdad? —preguntó con su marcado acento bretoniano.
—Eh… Sí. Creo que mi vecina está envuelta en un caso de contrabando.
—¿Y por qué piensa eso?
—¿Cuanta gente conoce que tenga veinte esclavos de Arabia en su casa de dos habitaciones?
—No demasiadas —admitió Scheusal—. ¿Cómo se llama su vecina y dónde vive?
El ciudadano dio un paso atrás y miró con perplejidad al Gorra Negra.
—¿Cree que estoy loco? Eso no voy a decírselo. Sabrá que he sido yo quien la ha denunciado.
—Entonces, ¿por qué ha venido aquí?
—Para que la obliguen a dejar de hacerlo. No entiendo por qué debería tener veinte esclavos cuando yo no tengo ninguno. ¡Es una injusticia, una completa injusticia! —Se cruzó de brazos como si ya hubiera dicho todo lo que necesitaban saber—. ¿Y bien? ¿Qué van a hacer al respecto?
Scheusal frunció la boca.
—Lo investigaremos con carácter de urgencia. Entretanto, le sugiero que tome buena nota de todas las entradas y salidas que observe en la propiedad de esa mujer, día y noche. Es la mejor forma de controlar los movimientos de esos… esclavos.
—Pero yo no sé leer ni escribir —reconoció el ciudadano.
—¿Sabe dibujar?
—Un poco… ¿Por qué?
—Quiero que me haga un dibujo de todos los esclavos que pasen por casa de su vecina. Así podremos rastrearlos. ¿Me hará ese favor?
—Supongo —respondió el ciudadano sin demasiado convencimiento.
—Ya hemos recibido varias denuncias sobre tráfico de esclavos. Es posible que se ofrezca una recompensa a quien aporte alguna información que represente un gran adelanto en la investigación de este terrible delito.
—¿Una recompensa?
Scheusal se dio unos golpecitos en su protuberante nariz con un dedo.
—Yo no le he contado nada, ¿eh?
—¡Por supuesto! —Ahora los ojos del ciudadano brillaban de avaricia y sin duda su imaginación había echado a volar planeando en qué se gastaría el dinero—. ¿La recompensa será en florines?
—No me sorprendería que fueran florines de oro… Pero no vaya diciéndolo por ahí. Será nuestro secreto.
El visitante se golpeó un ala de la nariz con gesto conspirador.
—¡Puede contar conmigo! —Salió disparado del edificio, pero regresó al momento—. En cuanto a los dibujos… ¿al carboncillo o al pastel?
Scheusal frunció el ceño, como si estuviera meditando concienzudamente la respuesta.
—Carboncillo. Así podrá concentrarse en dibujar el retrato y no tendrá que preocuparse de qué colores utilizar.
—¡Tiene razón!
El ciudadano abandonó la comisaría escopeteado. Scheusal y Verletzung todavía reían cuando Bescheiden regresó con el capitán.
—¡Por las barbas de Sigmar! ¿Qué es tan divertido? —preguntó Kurt.
Cuando los guardias se recuperaron lo suficiente para explicárselo, el capitán señaló que la comisaría carecía de fondos y, por supuesto, de dinero para recompensas. Para sorpresa de Kurt, fue el taciturno Verletzung quien le respondió.
—Usted no es de Suiddock, capitán, así que probablemente no lo entiende. Yo crecí aquí. Si quiere obtener cualquier tipo de información de forma voluntaria de los vecinos, tendrá que ofrecerles algo que valga la pena. Ellos esperan algún tipo de recompensa. Mientras crean que hay una retribución para la información más valiosa tendrá un flujo constante de gente entrando en la comisaría para darle algún soplo, con la esperanza de llevarse unas monedas.
—En Bretonia ocurría lo mismo —observó Scheusal—. Como capitán, usted decide quién le ha facilitado la mejor información y el premio que merece.
—¿Y de dónde saco el dinero para las recompensas?
Verletzung se encogió de hombros.
—Quédese con el dinero de los delincuentes. Considérelo un impuesto criminal.
—¿Robamos a los ladrones para pagar a los pobres por la información?
—Eso no es robar. Está confiscando un artículo robado.
Kurt frunció el ceño.
—Esto nunca ocurría en Goudberg.
—En Goudberg nunca ocurría nada —dijo Belladonna entrando en la comisaría. Escoltaba a la mediana del otro lado del puente—. ¿Por qué otro motivo creía que había disfrutado de una vida tan plácida allí?
La sonrisa de Verletzung se desvaneció.
—Capitán, ahora está usted en Suiddock. Aquí las reglas habituales no sirven. Si quiere acabar con los contrabandistas, los ladrones y los asesinos, tendrá que ser tan despiadado como ellos. Incluso más.
Kurt arrugó el entrecejo mientras meditaba las palabras de sus hombres. Tras unos instantes asintió, mostrando su conformidad.
—Corta la voz entre los del turno de noche cuando lleguen. Todo lo que lleven encima los criminales en el momento del arresto será confiscado como recaudación por sus actos ilegales… no importa lo grande o pequeño que sea. Y cuando acaben de levantar esa celda, retiren el cartel de fuera. Esto es una comisaría, no una taberna.
—¡Sí, capitán! —dijo Scheusal saludando con energía, e intercambió una mirada de aprobación con Verletzung. Era raro encontrarse con un capitán que escuchaba lo que le decían sus hombres, y más aún que pusiera en práctica sus sugerencias.
* * *
Belladonna solicitó al capitán que escuchara a la afligida mediana. Los tres subieron al primer piso y se introdujeron en la habitación que habían abandonado recientemente Molly y sus chicas. Kurt había improvisado un escritorio con la puerta que había arrancado de otra habitación, colocándola sobre el somier vacío de una cama. Belladonna indicó a la mediana que se sentara en una silla baja y ella se sentó a su lado. Kurt caminaba de un lado a otro junto a la ventana que se asomaba al Puente de los Tres Céntimos.
—Su nombre es Silvia Vink —informó Belladonna—. Su marido, Titus, murió ahogado hace dos días. Le dijeron que había sido un accidente, pero ella no lo cree. Está convencida de que su marido fue asesinado. Cuéntele al capitán por qué lo piensa, Silvia.
Cuando habló, la frágil voz de la mediana se quebró por la emoción, pero no se detuvo. Toqueteaba la corona con los dedos como si fueran las cuentas de un rosario, girándolo lentamente.
—Titus lleva… —empezó a decir, pero enseguida se corrigió—. Titus regentaba la pescadería que hay pegada a esta comisaría, en la entrada del puente por Riddra. Se la compró al antiguo propietario, herr Middendorp, en Jahrdrung. Mi marido era un mediano, como yo, pero igualaba a cualquier hombre en fuerza y valor. Plantó cara a la vida y siempre caminó con la cabeza bien alta, sin ninguna pretensión de ser algo que no era, y tampoco se dejaba avasallar por quien intentara tratarlo como si fuera menos que un hombre sólo por su tamaño. Yo estaba tan orgullosa de él, de todo lo que había conseguido… —Ahora las lágrimas descendían libremente por el rostro de Silvia, y su barbilla temblaba por la profunda pena.
Kurt hizo una pausa en su deambular por el despacho y ofreció una sonrisa reconfortante a la mujer.
—Continúe, frau Vink, por favor.
La mediana asintió y tragó saliva antes de proseguir.
—Hace un mes llegó un hombre a la pescadería. Afirmaba que herr Middendorp había estado pagándole un porcentaje de las ganancias como una medida de seguridad. El hombre le dijo que sólo necesitaba una cerilla descuidada por la noche o una partida de pescado podrido para hundirle la tienda y arruinarle el negocio. ¿Qué pasaría si Titus se ponía enfermo o si tenía un accidente y se rompía las dos piernas? No podría trabajar y tendría que cerrar la pescadería. El hombre le dijo que podía protegerlo, garantizarle que no le pasaría nada malo.
—En otras palabras, extorsión con amenazas —apuntó Kurt.
Silvia suspiró.
—Nunca había visto a Titus tan enfadado. Fue a ver a herr Middendorp para exigirle explicaciones de por qué no le había hablado de aquel hombre. Titus también habló con otros comerciantes y vendedores de los negocios vecinos. Todos le respondieron que era más fácil pagar a ese hombre que luchar contra él. Sólo había que entregarle ese diezmo y se acababan los problemas, todo el mundo feliz. Pero Titus no era feliz.
—¿Decidió enfrentarse a él?
—Mi marido había ahorrado toda la vida para comprarle la pescadería a herr Middendorp. Su sueño era tener su propio negocio. No entendía el motivo por el que debía pagarle una décima parte de sus ganancias a un extraño. Cuando el hombre regresó por su dinero, Titus se negó a entregárselo, caminó con paso firme hasta el centro del Puente de los Tres Céntimos y dijo a todo aquel que quiso escucharle que lo único que se necesitaba era el valor para plantar cara a los matones, que entonces los dejarían tranquilos. Llamó al hombre por todo tipo de nombres horribles y le dijo que los matones no tenían ningún poder sobre ellos.
Silvia frunció el ceño, tratando de recordar lo que había ocurrido después.
—Aquella noche estuve esperando a que Titus regresara después de cerrar la tienda… pero nunca llegó a casa. Pasé toda la noche en vela, esperando que entrara por la puerta en cualquier momento. Tenía la esperanza de que se hubiera metido en una taberna, se hubiera emborrachado y no supiera volver a casa. Al día siguiente oí que un mediano se había ahogado la noche anterior, y supe que se trataba de Titus. No sabía nadar. Nunca había aprendido. Decía que si los medianos hubieran estado hechos para nadar no tendríamos barcos ni pescadores.
—¿Cree que ahogaron a su marido con la intención de que sirviera de ejemplo para los demás?
—Sí —respondió Silvia.
—¿Tiene alguna prueba? —preguntó Kurt con una voz llena de amabilidad.
La mediana hizo una mueca.
—Ese hombre se presentó al día siguiente vanagloriándose de lo que había hecho. No le importa que se sepa que ahogó a mi marido. Ese hombre alardea de haber matado a Titus, se jacta de lo que hizo. Se cree inmune a cualquier castigo o acusación. Si tuviera la fuerza necesaria, lo ahogaría yo misma por lo que ha hecho. Sin embargo, vengo aquí con la esperanza de que ustedes lo castiguen por el asesinato de mi marido.
—¿Sabe cómo se llama ese hombre?
—Todo el mundo lo sabe. Abram Cobbius.
—Entiendo. —Kurt se asomó a la ventana y observó a las pocas personas que cruzaban el puente en la oscuridad. Un sereno caminaba lentamente haciendo sonar una campana y anunciando la medianoche—. Abram Cobbius… El primo de Lea-Jan Cobbius, amo y señor del honorable Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios.
—Sí. Ése es —confirmó Silvia.
—¿Se da cuenta de que acudiendo a nosotros está poniendo en peligro su vida, frau Vink?
La mediana asintió.
—Titus está muerto y Abram Cobbius se ha quedado con la pescadería alegando que mi marido se la legó en una nota de suicidio. Titus era un hombre sencillo, capitán… no sabía leer ni escribir, pero de ninguna manera me hubiera desheredado, aunque su vida corriera peligro. Ahora uno de los matones de Cobbius regenta la pescadería. Ha subido los precios hasta diez veces más. Ninguno de mis amigos de Suiddock puede permitirse ya comprar allí. Las únicas personas que entran en la tienda son matones o el servicio de casas ricas. Mientras tanto, yo carezco de ingresos, me he quedado sin marido y sin esperanza, y tampoco me queda nada que pueda perder. Declararé contra ese hombre si usted tiene el valor para detenerlo.
La pequeña mujer miró a Kurt con sus afligidos ojos, enrojecidos después de tantas lágrimas vertidas. Belladonna también observaba con detenimiento al capitán. Schnell sabía que la restitución de los Gorras Negras en el Puente de los Tres Céntimos no iba a ser tarea fácil, pero no había sido consciente de la premura con la que sus decisiones se convertirían en una cuestión de vida o muerte; no sólo para él y sus agentes, sino también para los ciudadanos comunes de Suiddock.
—Dígame, capitán —inquirió Silvia—, ¿tiene el valor?
—Sí —respondió Kurt—. Tengo el valor. Mis Gorras Negras arrestarán a Abram Cobbius y presentarán cargos contra él por el asesinato de su esposo. Tiene mi palabra.
* * *
Mientras Belladonna escoltaba a frau Vink de regreso a su casa, Kurt sacó al turno de noche de sus camas. El capitán se había ofrecido a la mediana para buscarle un lugar donde alojarse hasta que Cobbius estuviera entre rejas y dejara de representar una amenaza, pero ella había rechazado su propuesta. «Quiero estar presente cuando castiguen a ese monstruo —le había asegurado—. Mi Titus no se habría escondido de ellos y yo tampoco lo haré. Gracias por su ofrecimiento, pero no huiré».
Holismus, Narbig y Raufbold rezongaron cuando tuvieron que levantarse escasas horas después de haberse acostado, pero Kurt no mostró ninguna compasión hacia ellos.
—He estado de servicio desde antes del amanecer, y dudo que vea mi cama antes de la salida del sol; Ahora salgan de patrulla. Espero que cada uno de ustedes me traiga tres personas arrestadas antes de que amanezca.
—¿Tres? —protestó Raufbold. Su cabello, normalmente lacio y brillante, aparecía ahora hecho una maraña—. ¡Por los dientes de Taal! ¿A quién vamos a detener a estas horas de la noche?
—A los borrachos —respondió Holismus, cuya voz revelaba una amarga experiencia.
—Y a los pecadores —añadió Narbig, que se fijó una daga corta con una correa en el costado izquierdo y abandonó con resolución el edificio, ansioso por iniciar la cacería.
Los otros dos guardias salieron dando tumbos minutos después, justo cuando regresaba Belladonna, que hizo oídos sordos a la proposición de Raufbold de acompañarla al interior de la comisaría.
La joven encontró a Kurt colocando una silla junto a la alargada barra de madera. Una brisa fresca que se colaba por la ventana rota arrastraba al amplio salón la fragancia del mar, que lentamente se imponía al persistente aroma a cerveza rancia y desesperación que habían supuesto el olor más habitual en la taberna La Esperanza Perdida. Belladonna se esforzó por reprimir un bostezo, pero a Kurt no le pasó desapercibido.
—¿Cuánto hace que no duerme?
—Eso mismo podría preguntarle yo a usted —replicó la guardia.
—Puede dormir en el somier de mi despacho —le sugirió Kurt—. Será mejor que compartir dormitorio con el resto de los agentes. No sé en cuántos puedo confiar, y alguno se merecería ingresar en la isla de Rijker, a juzgar por lo que Jan me ha contado sobre sus hojas de servicio.
Belladonna torció el gesto.
—Sólo Shallya sabe cómo Raufbold se ganó el apodo de Jorg el Guapo. Me pone la piel de gallina. Hay algo en él que me da mala espina.
—A mí casi todos los que han sido asignados a esta comisaría me dan mala espina. —Kurt suspiró y se dio cuenta de que Belladonna le dedicaba una ceja arqueada con ironía—. A excepción de los presentes, por supuesto.
La joven echó a reír.
—No, si probablemente tenga razón. Debo de estar loca por haberme presentado voluntaria para venir aquí.
—Lo ha hecho muy bien con la mediana viuda.
—Sólo necesitaba que alguien la escuchara.
—Eso es lo único que necesita casi todo el mundo para abrir su corazón. Raro es el Gorra Negra que les concede esa oportunidad a los ciudadanos.
—Está decidida a declarar contra Abram Cobbius sin importarle las consecuencias. Si queremos construir un caso contra él, deberíamos enviar a Otto para que examinara el cuerpo de su marido. Si probamos que Titus no se ahogó o que si se ahogó fue contra su voluntad, tendremos la mitad del camino recorrido para lograr una condena.
—Una confesión decidiría el caso.
—Si ha estado fardando de lo que hizo con toda la gente del Puente de los Tres Céntimos, conseguir una confesión debería ser sencillo —señaló Belladonna.
Kurt asintió.
—De eso no tengo duda. Lo que determinará nuestro porvenir serán las consecuencias. Si el primo de Abram decide intervenir, carecemos de los hombres y los recursos necesarios para enfrentarnos al gremio. Lea-Jan Cobbius podría aplastarnos como moscas sin despeinarse.
—Pero prometió a la señora Vink que…
—Y mantendré mi promesa —afirmó Kurt—. Confío en que Lea-Jan pierda la paciencia con el matón de su primo y se convenza de que Abram es una vergüenza y una deshonra para el buen nombre de Cobbius.
—Tiene mucha fe en un hombre al que nunca ha visto.
Antes de que Belladonna pudiera continuar, Narbig regresó con los dos primeros arrestos de la comisaría; los tenía que mantener separados para evitar que se zurraran. Los dos estaban borrachos, con moratones y desnudos de cintura para abajo. Belladonna se cruzó de brazos y meneó la cabeza.
—¡Caramba! Parece que fuera hace más calor del que creía —dijo con una sonrisa irónica en los labios.
Los detenidos rápidamente se cubrieron sus partes púdicas con las manos, olvidando por completo la disputa que los había llevado a la comisaría. Kurt abrió la puerta de la celda y Narbig empujó al interior a la pareja de beodos.
—Embriaguez y desorden público —informó el guardia—. Los encontré peleándose en la entrada de El Gallo y el Toro, en el sur de Stoessel. Sugiero que pasen la noche en la celda durmiendo la mona y paguen una buena multa.
—Me parece bien —afirmó Kurt. Flanqueó la barra para alcanzar una pizarra y una tiza—. ¿Alguno le ha dicho cómo se llama?
Narbig señaló al borracho que tenía menos motivos para presumir.
—A ése le llaman el Guiño. Las razones son obvias…
—¡Nada de eso! —protestó el Guiño—. Nadie me llama así excepto este idiota apestoso.
—Y su amigo es el Arañazos. Al parecer le gusta utilizar las uñas en las reyertas.
—He tenido nombres peores —señaló el Arañazos—. Además, cualquier cosa es mejor que el Guiño.
—Eso ya lo veo —bromeó Belladonna.
—¡Ya basta! —ordenó Kurt—. ¡Los de la celda, cerrad la boca u os duplicaré la multa!
Los prisioneros refunfuñaron, pero se retiraron hacia los dos rincones del fondo de la celda y se conformaron con lanzarse miradas asesinas. Satisfecho, el capitán se volvió a sus hombres.
—Buen trabajo, Narbig, pero estoy seguro de que habrá muchos más como éstos donde los encontró.
El Gorra Negra del rostro marcado de cicatrices saludó con brío.
—Retomaré la ronda en busca de más.
Salió de la comisaría y Belladonna, que no podía reprimir sus bostezos, se quedó cara a cara con el capitán.
—Vaya a dormir un poco —insistió Kurt—. No me sirve de nada si no puede mantener los ojos abiertos.
—Ya voy, ya voy —contestó la joven, que pasó junto a la celda de camino a las escaleras occidentales.
—Y, Belladonna —dijo a su espalda Kurt—. Buen trabajo.
La Gorra Negra saludó y desapareció escaleras arriba.
* * *
La noche fluyó como las oscuras aguas del Rijksweg, trayendo consigo más detenidos y ocupantes para la única celda de la comisaría. Cuando el amanecer se desplegó sobre Marienburgo, el calabozo estaba lleno a rebosar de ladrones, rateros, borrachos, matones y forajidos. Narbig se reveló como un implacable cazador de ladrones, y a él se debieron la mitad de los arrestos, aunque Holismus tampoco le fue a la zaga. Raufbold, en cambio, tuvo menos éxito, y al despuntar el alba entró exhausto en la comisaría con una única presa en su poder. El detenido que lo acompañaba lucía cardenales y marcas de golpes, y tenía el rostro hecho papilla y ensangrentado. Kurt examinó detenidamente al arrestado y a su captor.
—¿Cuáles son los cargos?
Raufbold sonrió con suficiencia y con su habitual semblante engreído.
—Pillé a este canalla en el Luydenhoek tratando de vender un poco de sombra carmesí a un tipo que entraba en Suiddock.
—¿Dónde están las drogas?
El Gorra Negra se encogió de hombros.
—Debieron de caerse al río durante el forcejeo para arrestarlo.
—Por lo que veo, el detenido opuso resistencia. —Kurt agarró una mano de Raufbold y escudriñó los nudillos casi en carne viva del guardia—. Lanzó repetidamente la cabeza contra sus nudillos, agente. Ha tenido suerte de regresar vivo.
El rostro del guardia se ensombreció.
—¿Está llamándome mentiroso, capitán?
—¿Por qué? ¿No tiene la conciencia tranquila?
—Nada me mantiene despierto por las noches excepto el amor de algunas mujeres. —Raufbold se volvió al prisionero buscando su complicidad—. ¿Lo has oído? Nada me mantiene despierto excepto…
—Ahórrenoslo —lo interrumpió Kurt—. No tuvo gracia la primera vez. Y usted tampoco.
Se acercó al agente sin apartar la mirada de sus ojos.
—Si se acerca más, capitán, la gente se pensará que va a proponerme matrimonio —bromeó Raufbold.
—Tiene los ojos inyectados de sangre.
—Usted también los tendría así si se hubiera pasado la noche patrullando.
—Narbig y Holismus también han estado en las calles. ¿Por qué es usted el único con los ojos rojos?
Raufbold frunció el ceño un instante, hasta que la inspiración recorrió sus facciones de zorro. Agitó al detenido por el collar que lo apresaba.
—Ahora me acuerdo. Fue este delincuente del tres al cuarto. Me arrojó un puñado de sal a los ojos. Sí, eso fue lo que ocurrió… Me entró sal en los ojos. ¿Es un crimen eso?
Kurt señaló la celda atestada de gente.
—Métalo ahí si puede.
—¡Como ordene, capitán! —Raufbold saludó con afectación y cierto afeminamiento, y se alejó con paso firme.
—Y, Raufbold.
—¿Sí, capitán?
—Si vuelvo a pillarlo consumiendo sombra carmesí durante el servicio pasará los próximos diez años en Rijker.
—Sí, claro, capitán.
Indignado por la insolencia de Raufbold, Kurt salió a grandes Zancadas de la comisaría, se detuvo sobre los adoquines del Puente de los Tres Céntimos y bostezó con los brazos extendidos.
—¿Cómo llamas a esta hora? —preguntó una voz.
—Amanecer de un Backertag —respondió Kurt con una sonrisa mientras su sargento avanzaba con paso firme hacia el arco del puente—. Tenía entendido que el turno diurno debía estar aquí antes del amanecer, así que ya deberían estar listos para relevar al grupo de la noche.
Jan se encogió de hombros.
—Siguen parándome cada diez pasos. La gente me pregunta si es verdad que los Gorras Negras han reabierto la comisaría del puente. Al parecer, ofrecemos recompensas por información sobre el asesinato del elfo. Cien florines de oro si los rumores son ciertos.
—No lo son, pero aceptaré toda la ayuda que se me ofrezca. —Kurt pasó el brazo por los anchos hombros de su sargento—. Creciste en el mismo pasaje que Lea-Jan Cobbius, ¿verdad?
—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Por qué lo preguntas?
Kurt le explicó el asunto de la extorsión capitaneada por el familiar asesino de Cobbius, Abram, y la promesa que había hecho a la señora Vink.
—Así que lo que quieres es saber si Lea-Jan pondrá alguna objeción en que arrestemos a su primo, ¿no es eso?
—Más o menos.
El sargento frunció el entrecejo.
—No pasará nada por hacer un poco de ruido en la jaula de Abram, pero Lea-Jan es otra cosa.
—Eso he pensado yo. Por ahora tendremos que andamos con pies de plomo —replicó Kurt—. Hablando de jaulas, hemos tenido una noche movida en la comisaría.
Condujo a Jan al interior del edificio y escuchó con regocijo la ristra de improperios que profirió el sargento cuando vio, asombrado, la colección de bellacos y depravados que atestaban el calabozo.
—Habrá que meterlos en un barco para enviarlos a Rijker, y también tenemos que soltar a los que encerramos para que pasaran la noche aquí hasta que se despejaran. Eso nos devolverá algo de espacio. Cuando acabes te sugiero que pongas al resto de prisioneros a construir las otras tres celdas. Bajo una estrecha supervisión, por supuesto. Ah, y alguien podría buscar unos pantalones para el Guiño y el Arañazos. Tenía la intención de comerme unas salchichas para desayunar, pero esos dos me han hecho cambiar de idea.
—Bueno, otro día sin parar —certificó Jan antes de advertir que Kurt se arrastraba hacia las escaleras orientales—. ¿Adónde vas, capitán?
—A dormir un poco. El que me moleste estará cenando con Morr antes de que anochezca.
* * *
Hans-Michael Mutig llegó unos minutos más tarde, después de atravesar medio Marienburgo desde su casa, en Kruiersmuur, hasta la comisaría. Cuanto antes encontrara un nuevo alojamiento más próximo al Puente de los Tres Céntimos, mejor. Debería haberse sentido agraviado porque unos tipos como Scheusal y Holismus hubieran sido elegidos antes que él como jefes de los turnos; después de todo, uno de esos puestos le correspondía a él, pero en el fondo Mutig se sentía aliviado. Odiaba las responsabilidades y odiaba tener a otros guardias a la espera de su orientación y liderazgo.
Toda su vida adulta se había desarrollado igual por culpa de sus bellas y afiladas facciones y su tendencia a destacar en cualquier grupo de hombres. La gente esperaba de él que fuera un líder, como si la altura y el aspecto físico fueran la única medida de un hombre. Mutig podía salir airoso y encumbrado de la mayoría de las situaciones en las que se veía involucrado como Gorra Negra debido a la autoridad que le otorgaba el uniforme y al hecho de que sacaba media cabeza a la mayoría de los hombres.
En la primera comisaría donde había estado destinado, se había granjeado la reputación de ser un luchador intrépido y peligroso. La verdad era que sólo había utilizado la porra con ferocidad una vez, y había sido con un tipo tan borracho que a duras penas se sostenía en pie. Había ocurrido el primer día que pasaba completo en la comisaría. Sabía que debía causar una primera impresión contundente, de modo que había buscado una taberna donde los clientes estuvieran más bebidos de lo que era razonable y había provocado una pelea con el matón más corpulento y borracho del salón. Mutig había hecho papilla a su contrincante y había arrastrado la mole ensangrentada hasta la comisaría como prueba de su destreza y su valentía. A partir de entonces, los comentarios sobre su brutalidad y su coraje se extendieron rápidamente entre los ciudadanos y todo el mundo entendió que debía pensárselo dos veces antes de enfrentarse a Mutig. Lo que nunca supieron fue que el Gorra Negra había estado una hora vomitando en un canal antes de entrar en la taberna, pues el terror ante la perspectiva de lo que estaba a punto de hacer lo había vencido y le había revuelto las tripas. Mutig era un cobarde, y lo sabía, pero como los tartamudos que encuentran nuevas vías para sugerir las palabras que no pueden pronunciar, Mutig había desarrollado un mecanismo de defensa para ocultar la extrema cobardía que le retorcía los intestinos.
Cada vez que lo transferían a una comisaría nueva, Mutig repetía el mismo truco de zurrar a un matón borracho para escudar sus propios miedos internos, y aquél era el día que debía pasar por esa cruda experiencia una vez más, así que rezó por encontrar a la víctima propicia, alguien que no pudiera plantarle cara, alguien que no adivinara su flaqueza innata.
Sabía que si acababa el día vivo, su futuro en el Puente de los Tres Céntimos estaba asegurado; podría refugiarse detrás de su físico, y luego bastaba con preocuparse de permanecer siempre un paso por detrás de los demás cuando se ofrecieran voluntarios para las acciones peligrosas y ser el último en incorporarse a una reyerta tabernaria para poner paz. De esa manera conservaría la vida. De esa manera nadie descubriría su ignominioso secreto. «Sólo pasa este día», se dijo para sus adentros.
Se introdujo en la comisaría del Puente de los Tres Céntimos y se topó con que el lugar se había convertido en una casa de locos invadida por hombres medio desnudos, ciudadanos encolerizados reclamando cien florines de oro por la información que poseían y visitantes varios que se empujaban en el tumulto para que los atendieran. Mutig estaba a punto de volver a la calle cuando se tropezó con el rostro somnoliento de Faulheit, que entraba a trompicones detrás de él.
—¡Mira por dónde vas! —espetó el orondo gruñón a Mutig antes de reparar en la altura del guardia—. Ah, eres tú. Perdona, no me había dado cuenta.
Mutig no estaba seguro de haber entendido a Faulheit, tal era el barullo de gritos y discusiones que reinaba en la comisaría.
—¿Qué has dicho?
De repente una botella de cristal vacía se hizo añicos detrás de la barra y silenció convincentemente a la muchedumbre. Mutig dio media vuelta y vio al sargento Woxholt encaramado a la barra, con los brazos cruzados y el gesto resuelto.
—¡Así está mucho mejor! —bramó—. Veamos. ¿Quién ha venido para reclamar el dinero de la recompensa por la información sobre el elfo asesinado? —La mayoría de los ciudadanos cortaron el aire con sus manos impacientes—. De acuerdo. Vayan todos al piso de abajo y allí los… —El repentino torrente de gente que enfiló hacia las escaleras que descendían al sótano del edificio ahogó el resto de la frase. Cuando el grueso del tumulto ya había desaparecido, Woxholt continuó su alocución—. Como estaba diciendo, los que tengan información deben ir abajo, donde un Gorra Negra los entrevistará. —Recorrió la sala con la mirada en busca de agentes y divisó a los dos agentes que rondaban por la entrada—. ¡Faulheit! Justo a tiempo. Me han dicho que sabe leer y escribir.
—Un poco —respondió Faulheit con reticencia.
—Bastará. Baje al sótano y empiece a tomar declaraciones.
—Pero debe de haber un centenar de personas allí abajo.
—He contado ciento veinte, así que no se tire todo el día con esto. Recuerde que la decisión de quién se queda con la recompensa corresponde al capitán. Si garantiza a alguien que se va a llevar los florines de oro, el dinero saldrá de su sueldo de los próximos diecisiete años. ¿Ha quedado claro?
—Sí, sargento —contestó Faulheit, que no paró de rezongar entre dientes mientras descendía al sótano.
—¡Mutig! —gritó Woxholt.
—¿Sí, sargento?
—Cuando el Guiño y el Arañazos acaben de ponerse los pantalones, acompáñelos a casa y espere con ellos mientras explican a sus mujeres dónde han pasado la noche y el motivo de que lleven ropa prestada. Si alguno le da problemas arrójelo al Rijksweg. Después quédese patrullando las calles, ¿de acuerdo?
—Sí, sargento —respondió Mutig, y suspiró aliviado.
Con un poco de suerte, en el camino de vuelta encontraría alguna taberna donde los clientes se hubieran pasado toda la noche bebiendo y padecieran los estragos de la larga velada. Unos cuantos porrazos brutales y su reputación como el tipo duro del Puente de los Tres Céntimos quedaría establecida. Lo que más deseaba ahora era mitigar el dolor que el pánico le provocaba en la boca del estómago. Mutig se acercó a los dos detenidos medio desnudos esforzándose por poner un rostro valiente pese a sus miedos. «Sólo pasa el día».