SIETE

SIETE

Otto oraba junto al cuerpo de Arullen Silvermoon mientras Belladonna observaba con impaciencia desde el otro lado de la mesa de piedra.

—Oh, todopoderoso Morr, señor de los sueños, protector de los muertos, vela por esta alma y mantenla a salvo para que conserve la felicidad hasta que halle el sendero que la guiará hasta la vida que a todos nos aguarda más allá.

Belladonna asintió con la cabeza e hizo el ademán de desnudar el cadáver, pero Otto hizo una pausa en su invocación para detenerla. Luego prosiguió.

—Otorga la misma consideración a este elfo que nos otorgarías a cualquiera de nosotros. Concédele todo tu favor y tu sabiduría, que no luche contra la luz que agoniza y que acepte de buen grado el camino de la muerte y del más allá. Permite que los presentes inclinen sus cabezas y recen en silencio por el día que todos nosotros conozcamos tu gloria y durmamos el sueño eterno en el reino de los sueños y la muerte.

El sacerdote pelón miró fijamente a Belladonna, enfrente de él, hasta que la joven se adhirió a la plegaria, dejando caer la cabeza y murmurando unas palabras. Satisfecho, Otto continuó con sus oraciones.

—La verdad se ha revelado, y volverás junto a nosotros el día final. Oh, maravilloso Morr, y nos mostrarás…

—¡Venga! ¡Descanse! —protestó Belladonna—. Se ha pasado casi toda la tarde entonando una elegía por el elfo muerto, Otto. Ya basta. Además, los elfos tienen sus propios dioses. ¿De qué sirve implorar a Morr por nuestro amigo muerto?

—Es mi naturaleza, la naturaleza de mis semejantes. Es más, sé algo sobre los ritos funerarios de los elfos y mis oraciones no le harán ningún daño, incluso puede que sean beneficiosas.

Belladonna puso los ojos en blanco.

—He estudiado con uno de sus hermanos y él podía acabar estos rituales funerarios en el tiempo que le llevó a usted terminar el primer sacramento.

—Las prisas son una indecencia en todo lo relacionado con Morr —masculló el sacerdote—. Además, se sabe que las almas que han sido arrancadas injustamente de sus cuerpos mortales antes de tiempo regresan buscando justicia por los males que han padecido. Dadas las circunstancias, pensé que…

—Pensó que Morr guiaría el espíritu de este elfo de regreso a su cuerpo y así podríamos hacerle algunas preguntas —lo interrumpió la joven, rodeando la mesa de piedra para acercarse al sacerdote. Escudriñó el rostro marchito del elfo—. Lo siento, Otto, pero parece que no hay nadie en casa. ¿Así que va a dejarme examinar correctamente su ropa o me vuelvo a la comisaría y me pongo a hacer algo útil?

—No toque el cuerpo. Si no, tendré que empezar desde el principio…

Belladonna hizo un gesto para que se callara.

—No volvamos a empezar. Confíe en mí, no tocaré su preciado cadáver. Los muertos y los moribundos son su especialidad. Yo busco las pruebas de los vivos.

Otto se echó a un lado a regañadientes, pero no abandonó la capilla lateral en la que se encontraban y vigiló cada uno de los movimientos con los que Belladonna apartaba e inspeccionaba concienzudamente las prendas hechas jirones del elfo, examinando los forros y los pliegues en busca de cualquier pista sobre la identidad del asesino. Le tiritaban las manos a causa del frío que hacía en la cámara de piedra, iluminada únicamente por una fila de velas alojadas en unos cilindros metálicos suspendidos de las paredes. No había una sola ventana que comunicara con el mundo exterior y ni un rayo de sol penetraba bajo la maciza puerta de madera que comunicaba la capilla lateral con el resto del templo.

—¿Es necesario que haga el mismo frío aquí que en una tumba? —preguntó Belladonna, y se templó las manos y los dedos con una bocanada de su cálido aliento.

—Acabas acostumbrándote —respondió Otto—. Mantenemos los cuerpos aquí durante tres días hasta que son trasladados al lugar que les aguarda para su descanso definitivo. Muchas veces los amigos y los familiares tienen que recorrer muchos kilómetros para ver a sus seres queridos. Todos los templos de Morr están diseñados para que la temperatura en su interior sea lo más baja posible, de manera que los cuerpos se conserven y se reduzca al mínimo el hedor de su putrefacción. Por ese motivo los templos se levantan en las zonas penumbrosas, alejados de la luz directa del sol.

—Ahora me acuerdo. Ésa era una de las razones por las que dejé de acudir al templo, simplemente pasaba mucho frío. —Belladonna hizo una pausa mientras desabotonaba la túnica verde oscuro del elfo. Un solitario pelo había quedado atrapado en la sangre reseca detrás del botón. Con manos diestras recuperó el pelo y lo acercó a la vela más próxima para examinar su hallazgo a la luz de la llama—. Es humano. Y es de alguien que empieza a encanecer. El pelo fue cortado de un modo rudimentario, probablemente el propietario del cabello se lo cortó a sí mismo. Sin embargo no se ve la raíz en el otro extremo, lo que sugiere que es más probable que se cayera y no que fuera arrancado. La persona que mató a nuestra víctima rondará los cuarenta años y empieza a perder el pelo… Casi con toda seguridad, un hombre.

—¿Cómo puede deducir todo eso de un simple pelo? —preguntó Otto con incredulidad.

Belladonna regresó al cuerpo y señaló dos manchas de sangre en la prenda del muerto.

—Sufrió dos ataques. Las manchas de sangre cambian de color a medida que se secan. Las heridas del estómago fueron las primeras. La sangre es más oscura, como lo era donde encontré el pelo. Todas las otras heridas fueron causadas después, como mínimo una hora más tarde. Las manchas del segundo ataque son mucho más claras. —Señaló las zonas oscurecidas en el cuello de la túnica, justo debajo del corte que le había rebanado la garganta—. ¿Lo ve?

Otto se inclinó y observó detenidamente la tela.

—Hay otro pelo incrustado en el tejido… pero es mucho más largo que el que ha encontrado usted.

Se apartó para que Belladonna lo viera, pero antes de que la joven pudiera acercarse lo suficiente para examinarlo, el ruido de un puño aporreando una puerta de madera retumbó por todo el templo.

—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó un voz nasal desde el exterior—. ¡Soy Willy Bescheiden, de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos! ¡Me envía el sargento Woxholt!

Belladonna se apartó del sacerdote y extrajo una daga de la funda que escondía bajo la capa.

—Voy con usted. Por lo que sabemos, Bescheiden podría estar involucrado en el asesinato del elfo.

—Lo dudo —replicó Otto—. Conozco a ese hombre y tiene el valor de un vendedor de salchichas.

El sacerdote salió con paso firme de la capilla lateral seguido de Belladonna y enfiló hacia la entrada principal del templo. Abrió un pequeño postigo en la enorme puerta de madera y se asomó al exterior, donde vislumbró la coronilla de Bescheiden con el pelo grasiento serpenteando por la incipiente calva.

—¿Qué desea?

—¡Los elfos están de camino para llevarse el cuerpo! El sargento los trae desde la comisaría dando un pequeño rodeo, pero me ha enviado para que le avise. Llegarán en cualquier… —La voz de Bescheiden cesó de golpe.

—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? —susurró Otto.

—¡Ya llegan! ¡Tengo que irme!

Bescheiden se escabulló. El sonido de sus pisadas fue apagándose en la distancia y lo sustituyó el ruido acompasado de las zancadas de un grupo que se aproximaba. Otto cerró el postigo y frunció el ceño mientras cavilaba.

—Regrese junto al cuerpo y vístalo —apremió a Belladonna segundos después—. Si los elfos sospechan que ha estado toqueteándolo, tendremos problemas sin cuento.

—Pero no lo he tocado —protestó la joven.

—Ha estado en contacto físico con un elfo muerto. Eso no es algo que suceda a menudo y mucho menos tratándose de una humana. En lo que a mí respecta, su mera presencia aquí ya es una afrenta a la dignidad del elfo.

—Encantador —replicó Belladonna—. Estoy intentando determinar qué o quién mató a esa pobre alma y ellos van a encontrar una manera de culparme del ultraje de su cadáver.

—Son muchos los caminos que conducen a la muerte, Belladonna Speer. No permita que el suyo empiece aquí —le advirtió Otto.

—De acuerdo, lo dejaré exactamente igual que como lo encontramos —dijo Belladonna—. Pero no voy a esconderme cuando entren en la capilla. Soy un miembro de la guardia y tengo un motivo legítimo para estar aquí.

Regresó rápidamente junto al cadáver mientras Otto prestaba atención al sonido de los pasos de los elfos que se acercaban. Instantes después, las fuertes pisadas cesaron en el exterior del templo y un puño golpeó con dureza las puertas de madera.

* * *

—Los dos sabemos que no le robó la bolsa a un elfo. Nadie la cree, ni siquiera usted misma —insistió Kurt—. En cambio, sí vio algo relacionado con un elfo que encontraron muerto esta mañana, ¿verdad? De modo que, una de dos, o presenció cómo lo mataban, o cómo lo arrojaban a las escaleras que hay entre el edificio del Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios y el del Club de Caballeros de Marienburgo.

Gerta Gestehen le sacó la lengua.

Kurt se arremangó la guerrera. Llevaba más de una hora encerrado en aquella habitación con la confesante más reincidente de la ciudad y todavía no le había sacado una palabra. Gerta estaba sentada junto a la ventana, contemplando el Puente de los Tres Céntimos, que se extendía debajo. Los faroleros andaban metidos en faena suministrando la exigua iluminación para las personas que demostraban el arrojo o la estupidez necesarios para atravesar tras la puesta del sol el famoso arco adoquinado. Un comerciante exhausto arrastraba un tenderete ambulante de madera, de regreso a casa tras un largo día vendiendo su género en una zona más próspera de Suiddock. Los adoquines eran una superficie implacable y exigían un sobreesfuerzo para hacer avanzar el carro, sobre todo si continuaba lleno del pesado cargamento tras un mal día de ventas. El aroma de la comida que llegaría a la mesa de la cena se colaba por la ventana abierta: estofado y salchichas, pan agrio y col hervida, con pimentón y granos de pimienta. El revoloteo de las sempiternas gaviotas ya no se distinguía en el cielo oscuro, pero sus graznidos seguían rasgando el aire y crispando los nervios de Kurt. En competencia directa con los chillidos de las aves se encontraban los silbidos de Molly y sus chicas, que ofrecían un buen rato —y a buen precio— a todo macho que cruzaba el puente. «Cuanto antes les encontremos otra casa, mejor», pensó Kurt, antes de obligarse a centrarse en el asunto que tenía entre manos.

—¿Y bien? ¿Presenció el asesinato o no?

—No tiene ningún derecho a retenerme aquí —respondió la mujer, rompiendo por fin su silencio.

—¡Pero si sabe hablar! —exclamó Kurt, exultante.

—No he hecho nada malo —insistió Gerta.

—Creía que era la mejor carterista de todo Suiddock.

—Quizá me equivoqué.

—Quizá, pero cuando me abordó en la calle me contó cosas que sólo el asesino o un testigo podía saber. Me dijo que el elfo tenía una túnica de un oscuro color verde, y que su piel era como de porcelana.

—Una coincidencia.

—Me dijo que le había oído murmurar algo.

—Le mentí —soltó haciéndole mohines—. Ya está. ¿Contento? ¿Puedo irme ya? —Se levantó de la silla, pero Kurt la empujó para devolverla al asiento, lo que no fue una tarea sencilla dadas las dimensiones de la mujer.

—No. No puede marcharse. Aunque no haya presenciado el asesinato, aunque no sepa qué aspecto tenían quienes arrojaron el cuerpo, todavía oyó las últimas palabras del elfo. Lo que dijo podría ser una pista vital, la clave para encontrar a sus asesinos. ¡Necesito saber qué dijo y usted no se marchará de aquí hasta que lo sepa!

Gerta se cruzó de brazos y sus facciones rechonchas se arrugaron.

—¿Y bien? —insistió Kurt.

—Diente y garra.

—¿Cómo?

—Fue lo que dijo… Diente y garra.

Kurt meditó aquellas enigmáticas palabras.

—¿Las había oído alguna vez?

—No exactamente —contestó Gerta.

—¿Eso significa que nunca las había oído o que sí?

—Yo personalmente no las había oído, pero conozco a un hombre que sí. También estaba allí. Me vendió esto. —Gerta rebuscó en el profundo valle que se formaba entre sus senos y extrajo un diminuto broche de plata y jade, delicadamente trabajado con materiales y gemas de la mejor calidad—. Me costó un dineral, se lo aseguro. No se consigue una pieza así todos los días. Tengo la intención de ponérmelo la noche que me reúna con mi Engelbert.

Kurt le arrebató el broche de sus dedos rollizos y lo examinó detenidamente sin hacer caso de sus berridos de protesta. El centro del broche albergaba el fragmento de una piedra preciosa de un pálido color verde que no pudo identificar. A diferencia de la mayoría de las joyas, no estaba tallada ni pulida, lo que podía hacerla pasar por la vulgar esquirla de una piedra. Sin embargo, cuando Kurt le dio la vuelta entre sus dedos, en el interior del fragmento de gema destelló fugazmente una luz que atrajo su mirada como si la piedra estuviera llamándolo, y sintió un movimiento en su interior, como si un poder invisible estuviera reclamándolo. Kurt arrancó la mirada del broche y apuntó a su prisionera con el dedo.

—El motivo por el que no ve una pieza así todos los días, Gerta, es porque parece hecha por elfos y para elfos. Nunca ve piezas como ésta, sin duda porque no se venden en las calles de Suiddock. ¿Quién le vendió esto y cuánto pagó por ello?

Gerta respondió un número de cuatro cifras. Kurt dio un resoplido de incredulidad y deslizó el broche en un bolsillo de la guerrera para ponerlo a buen resguardo. Gerta borró rápidamente un cero de la derecha del número; y otro cero a continuación.

—¿Compró un broche de un valor incalculable por veintisiete florines? —preguntó con un gruñido—. ¿No le pareció asombroso?

—Supongo que era una especie de ganga, pero el Dedos dijo que necesitaba juntar algo de metálico enseguida para… —Gerta se tapó la boca con la mano para evitar seguir hablando.

—Entonces el Dedos le vendió esto, ¿no? ¿El Dedos qué? ¿Cuál es su apellido?

Gerta se encogió de hombros.

—No importa si no me lo dice —le advirtió Kurt—. El sargento Woxholt no tardará en regresar y él conoce los nombres y los apodos de los ladrones, los borrachos y los mentirosos de todo Marienburgo. Sin embargo, si me lo dice ahora será mejor para usted. ¿Y bien?

—Blake. Su nombre es Dedos Blake.

Kurt esbozó una sonrisa.

—Eso está mejor. ¿Y dónde puedo encontrar a este tal Dedos Blake?

—Eso no voy a decírselo. Ni siquiera su sargento conocerá todos los escondrijos de Blake. Arrésteme por obstrucción a la justicia si quiere, pero nunca se lo diré.

—De acuerdo, queda arrestada —aseveró Kurt.

—¿En serio? —La alegría se esparció por el rostro de Gerta como los rayos de sol tras una tormenta eléctrica—. ¿Eso significa que… me enviarán a la isla de Rijker?

—No.

—¿No?

—Al menos de momento. Está ocultando una información que es vital para la investigación de un asesinato, de modo que la retendré aquí hasta que obtenga algunas respuestas. Si la envío a la isla de Rijker, no conseguiré nada, y si le permito que se vaya a casa, los asesinos podrían decidir hacerle callar para siempre. Lo más seguro es retenerla en la comisaría bajo nuestra protección mientras se desarrolla la investigación.

—Pero ¿qué se supone que voy a hacer aquí? —protestó Gerta.

—¿Sabe cocinar?

—¡Por supuesto!

—Perfecto. Necesitamos una cocinera. Los hombres saldrán de sus turnos hambrientos y exhaustos. Por la presente, la condeno a siete días de trabajos forzosos en la cocina de la comisaría de los Tres Céntimos.

Gerta parecía perpleja.

—Este lugar era una taberna por la mañana. ¿Hay un horno por lo menos?

Kurt se encogió de hombros.

—Todavía no he revisado todas las habitaciones, ¿cómo voy a saberlo? Quédese aquí. Enviaré a alguien a buscarla cuando lo averigüe. —Se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo junto a la puerta—. Sé que esto no era lo que quería, pero probablemente la comisaría es el lugar más seguro para usted en estos momentos. —Se volvió a la mujer—. ¿Trato hecho?

—¿Tengo elección?

—No exactamente, pero creí que sería más fácil que intentar convencerla. Según había oído, Gerta Gestehen podía ser una mujer extremadamente tozuda.

—Está bien. Me quedo. Con la condición de que me envíe a Rijker cuando atrape al asesino.

Kurt sonrió.

—Veré lo que encuentro por ahí.

—¿Me devuelve el broche?

—No. Es una prueba.

* * *

Cuando Belladonna regresó a la capilla lateral, se topó con una presencia fantasmagórica flotando sobre el cadáver del elfo que descansaba sobre la mesa de piedra. El translúcido espectro se volvió hacia ella cuando cruzó la puerta y la Gorra Negra se detuvo en seco. «¡Por la dulce Shallya…! ¡Otto tenía razón!», exclamó, y fascinada por la inesperada aparición, se acercó al cadáver.

—¿Puedes oírme? ¿Puedes hablar? ¿Cómo te llamas?

La boca del fantasma se movió con una lentitud desesperante.

—Moon… —susurró—. SSSilver… moon.

—¿Te llamas Silvermoon? —preguntó Belladonna con dulzura.

—SSSí…

—¿Quién te mató?

—Dieeente… y… gaaarra…

—Y una hoja. Alguien te apuñaló con una hoja.

—SSSí…

—¿Quién te ha hecho esto?

—Gaaarra… Dieeente y gaaarra…

—Eso lo entiendo. Alguien utilizó los dientes y las garras para matarte —dijo Belladonna en voz baja y tranquilizadora—. Pero necesitamos saber quién te ha hecho esto para evitar que siga haciendo daño.

—Deteneeedlosss…

—Sí, queremos detenerlos.

Belladonna advirtió gritos y voces altisonantes en el interior del templo. Otto había entretenido a los elfos cuanto había podido, pero ya estaban dentro. No disponía más que de unos segundos hasta que penetraran en la capilla lateral. Quién sabía lo que podía ocurrir si la descubrían interrogando al fantasma de su hermano fallecido.

—Descansa. Los detendremos, te lo prometo.

—Debéisss deteneeerlos…

—Te lo prometo —insistió Belladonna.

Las fuertes pisadas de los elfos aproximándose ya sonaban desde el pasillo que conducía a la capilla y el fantasma se desvaneció ante los ojos de Belladonna.

—Descansa en paz, Silvermoon. Descan…

Tyramin Silvermoon apartó al sacerdote y se abrió paso hasta el interior de la capilla lateral, donde encontró el cuerpo de su querido hermano pequeño acostado plácidamente sobre una mesa de piedra y con una expresión de reposo en el rostro. Una figura cubierta por una capucha y una capa estaba arrodillada en un extremo de la mesa con la cabeza respetuosamente inclinada y susurrando una oración por el alma del fallecido.

—¿Quién es ésa? —preguntó Tyramin, cuyo recelo se había acentuado con las tácticas de demora del siervo de Morr.

—Una Gorra Negra del Puente de los Tres Céntimos. Colaboró en el traslado del cuerpo de su hermano al templo para preservar su dignidad hasta que la familia viniera a reclamarlo. Ha custodiado el cadáver durante horas sin descanso ni tregua, y no ha permitido que nadie excepto yo se acercara a él.

Tyramin dejó caer la mano hacia la empuñadura de su espada, con un movimiento lo suficientemente ostensible como para que al sacerdote no le quedaran dudas sobre sus intenciones.

—¿Me jura que nadie más ha tocado el cuerpo de mi hermano?

Otto miró directamente a los ojos del encrespado elfo.

—Juro por mi alma y mi fe en Morr que todo lo que le he dicho es verdad. Sé la importancia que ustedes otorgan a la conservación de los restos mortales hasta que pueden ser transportados a su lugar de descanso final. He realizado rituales de purga y purificación, como ustedes tienen por costumbre en circunstancias como las actuales. —El sacerdote hizo una reverencia y se hizo a un lado—. Vamos, Belladonna, demos intimidad a los hermanos.

Tyramin contempló a los dos humanos mientras abandonaban la cámara y luego ordenó a sus hombres que se apostaran en el otro lado de la puerta. Sólo cuando la capilla lateral quedó vacía se acercó al cadáver de su hermano. Cerró los ojos y dejó que los pensamientos y las emociones emanaran de su cuerpo para contactar con el espíritu de Arullen. Todo estaba como el sacerdote le había asegurado y el proceso de purga y purificación había sido completado, así que el cuerpo estaba listo para el traslado a Sith Rionnasänamishathir. En cierto modo, Tyramin estaba decepcionado. Hubiera deseado que quedara algo pendiente, alguien en quien descargar su cólera por el absurdo asesinato de su hermano, pero debería reservar aquella ira y aquella furia, convivir con el fuego de aquella cólera que ardía en su interior hasta el día que pudiera desatarlos contra el asesino de Arullen. De momento tendría que centrarse en los ritos funerarios, debería…

—Dieeente… y gaaarra…

Las palabras sonaron más como un eco en la gélida y sombría cámara que como si hubieran brotado directamente de una boca. Tyramin abrió completamente los ojos con la loca esperanza de ver que, de algún modo, su hermano pequeño seguía vivo. Pero el cuerpo de Arullen continuaba frío y sin vida, y la carne desgarrada y los huesos quebrados sólo eran una reliquia del espíritu que habían albergado en el pasado. Las palabras volvieron a sonar como un susurro en la cabeza de Tyramin. «Dieeente… y gaaarra…». Tyramin se permitió una sonrisa, consciente de que no volvería a sonreír en mucho, muchísimo tiempo. Aquellas tres sencillas palabras le decían todo lo que necesitaba para saber quiénes habían matado a Arullen. «Gracias, hermano. Gracias por indicarme el camino».

Ordenó a sus hermanos que se introdujeran en la capilla lateral y prepararan una camilla para transportar a Amllen a Sith Rionnasänamishathir, de regreso al lugar de descanso de sus ancestros, para que el más joven de los Silvermoon se reuniera con ellos en la vida que había más allá de ésta, en el mundo que había más allá de éste. Mientras la brigada cumplía con su cometido, Tyramin salió de la capilla y encontró al sacerdote hablando con la Gorra Negra.

—Gracias por respetar nuestros métodos y nuestros ritos. Desconocía que hubiera alguien fuera de las fronteras élficas que supiera celebrar nuestra liturgia. Y a usted le agradezco que estuviera presente durante la ceremonia celebrada en memoria de mi hermano. Si alguno de ustedes o alguien a quien tengan en gran estima necesita alguna vez mi ayuda, acudan a las puertas de Sith Rionnasänamishathir y pregunten por mí. La casa de los Silvermoon está en deuda con ustedes.

El sacerdote inclinó la cabeza reconociendo el honor y el privilegio que acababa de concederle.

Para sorpresa de Tyramin, la Gorra Negra se alzó la capucha y le habló.

—Yo formo parte del equipo encargado de que la justicia recaiga sobre los asesinos de su hermano. Si me permite el atrevimiento, ¿cómo se llamaba?

—Arullen —respondió el elfo con emoción—. Se llamaba Arullen Silvermoon.

—Gracias. —Belladonna se cubrió de nuevo con la capucha e inclinó respetuosamente la cabeza.

Tyramin regresó a la capilla para supervisar los trabajos de su brigada, una vez más sorprendido por la amabilidad que les habían dispensado a él y a su hermano los humanos que aguardaban en el exterior. En su limitada experiencia, los hombres habían sido groseros, criaturas alcoholizadas más problemáticas que otra cosa. Quizá se había equivocado. Aun así, todavía no confiaba lo suficiente en ellos como para mencionarles que otros tres elfos continuaban desaparecidos. Todos habían sido amigos de Arullen y se les había visto alejarse juntos del distrito élfico. Tyramin no tenía ninguna duda de que también estaban muertos, y menos aún de quién los había matado. Un viejo enemigo volvía a asomar su repugnante cabeza a la ciudad, y esa aparición no presagiaba nada bueno para los habitantes de Marienburgo.

* * *

Belladonna relató al sargento Woxholt su encuentro con el espíritu del elfo muerto mientras regresaban al Puente de los Tres Céntimos. Hacía rato que sol se había puesto y Woxholt portaba una antorcha que les alumbraba el camino. Las farolas prendidas para iluminar las calles y los pasajes de Suiddock eran escasas y distantes entre sí, más aún a medida que uno se aproximaba al Puente de los Tres Céntimos.

—No paraba de decir que teníamos que detenerlos —reflexionó Belladonna en voz alta—. En ese momento pensé que simplemente era una muestra de que estaba de acuerdo conmigo cuando le aseguraba que los detendríamos. Pero ahora que lo pienso, quizá intentaba advertirme. Creo que Arullen Silvermoon tuvo más de un asesino.

—No, me refiero a que sufrió varios ataques. Primero le rajaron el estómago, una herida mortal, pero escapó de esa persona. Después fue atacado por alguien o algo más, quizá por un grupo de agresores. El autor del primer ataque fue un hombre… que empieza a perder el pelo, cano, quizá de cuarenta años.

—¿Y del segundo ataque?

Belladonna se encogió de hombros.

—Arullen repetía constantemente una frase: diente y garra. ¿Qué le sugiere?

—Algún tipo de animal salvaje, o una criatura tan feroz que parezca un animal salvaje.

—Los animales suelen cazar en manada.

—Así lo hacen los Somormujos del Pantano —señaló Woxholt—. Y se sabe que una vez penetraron en la ciudad al caer la noche en busca de carne fresca y otros manjares.

—Sin duda la carne de elfo sería considerada un manjar por Koos y sus parientes mutantes. —Belladonna se detuvo en cuanto divisaron la comisaría—. Hay otra pregunta más obvia que todavía no nos hemos hecho: ¡En el nombre de Verena! ¿Qué hacía un elfo de la casa de Silvermoon en Suiddock tras la puesta del sol?

El sargento asintió.

—Yo mismo he estado preguntándome lo mismo. Creo que si lo supiéramos, haríamos un gran progreso en la persecución del asesino… o asesinos de Arullen. —Señaló la comisaría, donde una hilera de muchachas desvestidas en distintos grados descendía del primer piso por una escalera de cuerda—. Parece que el capitán ya ha encontrado un nuevo lugar al que Molly y sus chicas puedan llamar «hogar».

Kurt sujetaba una antorcha y animaba a las mujeres desde el extremo inferior de la escalera. Entretanto, los hombres del turno vespertino y los del nocturno trasladaban las camas de la comisaría al templo abandonado del edificio contiguo.

—Parecía la solución más lógica —explicó Kurt cuando Belladonna y el sargento se reunieron con él—. Nadie más se atreve a poner el pie en el templo porque es donde Joost Holismus se volvió loco hace cinco años. Al parecer, los vecinos creen que el lugar podría estar maldito, pero…

—Pero dijeron lo mismo sobre la comisaría y las chicas de Molly nunca tuvieron ningún problema en ella —afirmó Belladonna terminando la frase del capitán—. Una solución inteligente.

—Ha sido idea mía —aclaró Molly cuando saltó de la escalera y puso los pies en el suelo adoquinado. Se volvió a Kurt—. Ya baja la última chica y todas nuestras cosas están fuera. He quitado la barricada que bloqueaba la puerta por dentro, así que ya no deberían tener ningún problema para poder entrar en la habitación.

—Gracias por su comprensión —respondió Kurt.

—¡Ya ve! —contestó posando la mirada en el templo—. Usted no nos quiere trabajando en su comisaria y sabe Manann que desde que llegó esta mañana no hemos tenido demasiados clientes. Además, ya le tenía echado yo el ojo a ese templo. Quizá invente mi propia religión… El culto a Molly.

Se alejó a grandes zancadas y se introdujo en el templo advirtiendo a gritos a Raufbold y a Narbig que tuvieran cuidado con la cama que trasportaban.

—¿Saben qué? No me extrañaría nada que creara una iglesia —observó Belladonna con sequedad.

—Perdonen —se disculpó una voz tímida.

La puerta principal de una de las casas fortificadas del otro lado del Puente de los Tres Céntimos permanecía abierta y, junto a ella, una mediana les hacía un gesto para que se acercaran. La mujer iba vestida de negro de los pies a la cabeza y en las manos aferraba una corona.

—Quiero denunciar un asesinato.

Woxholt se inclinó hacia Kurt y le susurró al oído, reprimiendo un bostezo:

—¿Quieres que me encargue yo de esto?

Kurt meneó la cabeza.

—Ve a casa y duerme un poco, viejo amigo. Pareces agotado. Yo puedo ocuparme de este asunto. Además, tienes que estar de vuelta antes del amanecer para supervisar el relevo de turnos.

—Tienes razón —convino el sargento, que esta vez no pudo contener el bostezo—. Te veré por la mañana.

Woxholt hizo un gesto de buenas noches a Belladonna con la cabeza y se alejó arrastrando los pies.

La joven miró a la vecina inquieta.

—¿Por qué no hablo yo con ella? Lo que sea que le preocupe, se sentirá más cómoda hablando con una mujer.

—Eso es cierto, pero si ha presenciado un asesinato…

—Entonces la traeré ante usted —prometió Belladonna, y añadió sonriendo—: No lo puede hacer todo usted, capitán. Debe aprender a delegar las tareas en sus subordinados. Además, así tendrá la oportunidad de echar un vistazo a los demás, ver cómo trabajan, averiguar sus puntos fuertes y los débiles.

—Debería ser capitán usted y no yo —afirmó Kurt con el ceño fruncido.

—No, gracias. Los hombres de la guardia no aceptarían a una mujer como jefe. Además, yo no quiero el puesto. Ya he visto lo que el poder hace con las personas y cómo corrompe a la mayoría de la gente.

—¿Cómo sabe que a mí no me corromperá?

—Leí el informe sobre usted antes de presentarme voluntaria para su comisaría. Sé lo que le ocurrió en Altdorf. Puede que hiciera muchas cosas en el pasado, pero nadie lo acusó de corrupción. Belladonna cruzó el puente en dirección a la mediana y dejó a Kurt reflexionando sobre la sabiduría de sus palabras.