CINCO

CINCO

A quien observara Marienburgo desde fuera podía parecerle que la Stadsraad, el parlamento de representantes electos, gestionaba y controlaba la ciudad. Para la mayoría de los habitantes de Marienburgo la Stadsraad estaba controlada por las Diez, las diez familias que poseían las empresas más prósperas de la ciudad. Y para aquellos que se ocupaban de los delitos —tanto mojados como secos— de Marienburgo, la ciudad estaba gestionada y controlada por dos organizaciones: el Sindicato de Estibadores y Operarios Portuarios y el grupúsculo que se reunía en el Club de Caballeros. Que las dos organizaciones tuvieran sus sedes en Riddra, la menor de las islas del distrito de Suiddock, era un hecho insólito; y ya que los dos edificios fueran colindantes era un hecho demasiado insólito como para tratarse de una mera coincidencia.

En todo el tiempo que llevaba en la ciudad, Kurt apenas había tenido ocasión de medir personalmente el verdadero poder del sindicato, cuyos miembros controlaban hasta la última y más ínfima mercancía que entraba y salía por los muelles de Marienburgo. Ese control en la mayor ciudad comercial del Viejo Mundo representaba un arma de un poder tremendo. La mayor parte de las importaciones y exportaciones del Imperio pasaban por Marienburgo, de modo que si el sindicato quería podía paralizar el resto del Imperio. El dominio de los estibadores y de los operarios en el puerto era absoluto. Una vez que partían, los navíos eran una presa muy tentadora para los piratas y los provocadores de naufragios. Aun así, la mayoría de los capitanes prefería correr los riesgos que aguardaban en el mar que la tiranía de los sindicatos.

Los estibadores y los operarios ejercían un control despiadado en los muelles, pero el grupo que se reunía en el vecino Club de Caballeros de Marienburgo sacaba provecho de todos los delitos que se comerían en la ciudad. Era el centro neurálgico de toda acción ilegal y sede de la Liga de los Caballeros Emprendedores, una organización que se conocía comúnmente por el nombre abreviado de la Liga.

Esta entidad funcionaba como un sindicato de ladrones, contrabandistas y atracadores, como una asociación donde los criminales se encontraban con sus amos. La Liga arbitraba disputas entre bandas rivales y garantizaba que todo el mundo se concentrara en su verdadero propósito: aprovecharse de las miserias y los vicios del prójimo. Kurt podía haber nacido en Altdorf, pero, como Gorra Negra, sabía perfectamente hasta qué punto la vida en Marienburgo dependía de la Liga. Sin embargo, nunca había tenido motivos para aventurarse por Riddra hasta aquel día, ni mucho menos por la escalera que separaba las sedes de las dos poderosas organizaciones y descendía hasta la orilla del Bruynwarr.

Ambos edificios guardaban un marcado contraste. La base de la Liga parecía poco más que una modesta taberna de dos pisos en el sur de Riddra, coronado por una cubierta de tejas y con una fachada ligeramente desconchada, y un observador eventual nunca podría imaginarse el poder que atesoraban las personas que se congregaban entre aquellas paredes. En comparación, la sede del gremio era un edificio fastuoso. Una mente inocente consideraría impropio que una asociación que supuestamente agrupaba a humildes trabajadores del puerto poseyera un edificio de aquella opulencia, donde cada piso era más amplio y estaba decorado con mayor profusión que el inferior.

Según se acercaba al escenario del crimen, Kurt examinó las dos construcciones en busca de rostros fisgoneando desde las ventanas o de alguna prueba de que las personas alojadas en ellos se habían enterado del hallazgo del cadáver en las inmediaciones de sus edificios. Pero, al parecer, nadie mostraba curiosidad por lo que ocurría en el exterior, y no cabía duda de que los residentes en Riddra no tenían ningún interés en acercarse a aquel lugar. La vida de los curiosos no era muy longeva en aquellos pasajes y calles adoquinados.

Dos figuras permanecían estáticas en la parte superior de la escalera, aunque mantenían las distancias entre sí, como si fueran dos extraños esperando el siguiente transbordador que atravesaba el Rijksweg. El hombre de la izquierda iba ataviado con una capa negra, cuya capucha reposaba sobre la espalda, dejando al descubierto una cabeza afeitada. Kurt aún no les veía los rostros, pero no tenía ninguna duda de que se trataba de Otto, el sacerdote de Morr que había conocido aquel mismo día.

La otra persona también vestía una capa, pero de una tela diferente y de un tono oscuro que no llegaba al negro. En este caso, las facciones del personaje permanecían ocultas a la mirada de Kurt bajo la capucha. El capitán avanzaba hacia ellos cuando la figura encapuchada se agachó y miró detenidamente algo que había cerca del escalón superior de la escalera. Kurt aceleró el paso brioso que llevaba y emprendió una carrera.

—¡No toque eso! —gritó.

—No tenía ninguna intención —respondió una voz femenina.

Las manos enguantadas echaron hacia atrás la capucha y revelaron la mata de pelo castaño y la sonrisa familiares de Belladonna Speer.

—Usted de nuevo —exclamó Kurt—. Supongo que la ha enviado el comandante. Le ha faltado tiempo.

Belladonna se puso en pie y se quitó los guantes.

—De hecho estoy aquí por su propio bien, capitán. —Tendió una mano amistosa a Kurt—. Me ofrecí voluntaria para incorporarme a su comisaría. Soy uno de los guardias asignados al Puente de los Tres Céntimos. —El capitán no le correspondió a la mano y Belladonna suspiró y retiró la suya—. Déjeme adivinar. Nunca antes había trabajado con una mujer. No cree que esté preparada para el trabajo y le preocupa que me meta en algún lío, ya sea con los demás agentes o con los criminales, que le cause problemas a usted y a las aspiraciones que alberga para la comisaría. ¿Verdad?

—Bueno… —respondió Kurt—. Sí. No estoy seguro de si disponemos de… eh… instalaciones para mujeres.

—Seguro que encontraremos una solución para eso —contestó Belladonna—. Deme hasta mañana a esta misma hora para demostrar mi valía. Si no lo convenzo de que puedo ser de un gran valor para la comisaria, yo misma pediré el traslado al cuartel general o a cualquier otro lugar donde no lo moleste.

—Tendré que pensarlo.

Belladonna meneó la cabeza y resopló con frustración.

—De acuerdo, piénselo. Mientras tanto me gustaría examinar de cerca los escalones inferiores.

—No toque el cuerpo —le advirtió Otto cuando la mujer enfiló hacia la escalera.

—No tenía ninguna intención. Eso es responsabilidad suya, no mía.

Descendió con paso firme por la escalera.

—Menudo temperamento —señaló Otto con sequedad—. Su peor enemigo, sin duda.

—Eso vale para casi todo el mundo —respondió Kurt.

—No para mí —replicó el sacerdote.

Kurt obvió el comentario.

—¿Cómo se ha enterado del asesinato?

—Como siervo de Morr estoy en sintonía con este tipo de sucesos.

—Ya.

—Y oí desde mi ventana a una mujer entrada en carnes jactándose de su participación en el asesinato de un elfo. Dejó claro dónde se encontraba la víctima, así que acudí para ofrecer la ayuda que pudiera prestar.

—Gerta la Charlatana ataca de nuevo.

Otto frunció el ceño.

—¿Quiere decir que ya había asesinado con anterioridad?

Kurt le explicó las tendencias confesionales de aquella mujer.

—Un caso triste —declaró el sacerdote—. Un amor tan poderoso separado de su inspiradora fuente.

—En realidad he oído que el presunto amante de Gerta no la soporta. No me sorprendería que se hubiera dejado atrapar sólo con el fin de que lo enviaran a la isla de Rijker y escapar así de sus atenciones.

Otto se encogió de hombros.

—Mis conocimientos sobre esa materia son escasos. Mi devoción recae en Morr y en las cuestiones de la muerte.

—¿Ha examinado el cuerpo?

—No a conciencia, pero puedo confirmar que el elfo fue asesinado… De un manera atroz.

—Todas las muertes son atroces.

Otto frunció la boca.

—Quizá sea así por definición, pero si algo he aprendido es que se trata de un campo que ofrece infinidad de posibilidades. La muerte puede ser atroz; sin embargo, no todas las muertes atroces son asesinatos.

—Si usted lo dice. —Kurt suspiró—. ¿Cómo lo mataron?

El sacerdote formó la aguja de un campanario uniendo los dedos a la altura del pecho.

—Eso no puedo decirlo.

—¿Por qué? ¿Es ese tipo de cosas que sólo puede decir de manera confidencial a la familia? ¿O necesita pasar más tiempo con el cuerpo para estar seguro de sus conclusiones?

—No me ha entendido —respondió Otto, y señaló la escalera—. Esa pobre alma fue asesinada de una manera que nunca antes había visto. Intervino un animal, pero también la hoja de una espada, y posiblemente también otros tipos de armas. Le desgarraron las cuerdas vocales a zarpazos en un ataque de una ferocidad inhumana. No obstante, la decisión de arrancárselas con la intención de poner fin a los gritos de auxilio de la victima sugiere inteligencia, raciocinio. Creo que ésa fue una de las primeras heridas que le infligieron, quizá la segunda. A partir de entonces, el asesino se tomó su tiempo para deleitarse con la carnicería. Consistió en una celebración, casi en una prueba de fuerza. No hay duda de que el autor de esta atrocidad volverá a matar. Le ha cogido gusto.

Kurt se quedó mirando al sacerdote con incredulidad.

—¿Y todo eso lo ha visto en un breve examen del cuerpo?

—Un examen breve de este cuerpo en concreto, pero toda una vida dedicada al estudio de la muerte y de los moribundos.

—Punto para usted. Bueno, ya es hora de que vea con mis propios ojos el cadáver del elfo.

Kurt hizo el ademán de enfilar hacia la escalera cuando sintió una mano en el hombro que lo retenía. Se volvió y se encontró con el rostro inquisitivo del sacerdote.

—Debería darle una oportunidad —dijo Otto en un tono suave—. Conozco un poco a Belladonna Speer. Estudió nuestro oficio durante un tiempo antes de tomar otro camino. Esa joven posee unos conocimientos profundos sobre temas que la gente como usted considera arcanos o sobrenaturales. Puede que su actitud sea irritante, pero podría ser de un gran valor para su comisaría.

Aflojó la mano que apresaba al capitán con una fuerza sorprendente.

—Lo tendré en cuenta.

* * *

Belladonna estaba con un pie a cada lado del cuerpo sin vida del elfo, examinando una minúscula gota de sangre en la pared que se levantaba junto al cadáver, cuando oyó las pisadas de Kurt.

—No pise el charco de sangre del quinto escalón contando desde el agua —le advirtió sin molestarse en volver la mirada hacia el capitán.

—¿Qué charco de…? —La pregunta de Kurt quedó interrumpida por un asqueroso sonido de succión—. Ah. Este charco de sangre.

Belladonna meneó la cabeza.

—¿Por qué los Gorras Negras se empeñan en caminar por encima de las pruebas echando a perder las pistas que podrían ayudarlos a atrapar a los culpables de los delitos?

—Usted también es un Gorra Negra, ¿ya lo ha olvidado?

—Estaba generalizando —respondió, y añadió señalando la mancha de sangre de la pared—: No creo que esto saliera de un ser humano. Puede que de un animal, pero de un humano seguro que no.

—Tiene un elfo debajo. Quizá era suya —señaló Kurt.

—El sarcasmo es el ingenio del ignorante —sentenció Belladonna.

—Le convendría recordar que soy su superior, al menos en rango.

La joven sonrió a su pesar.

—Le pido disculpas, capitán Schnell.

—Discúlpeme usted a mí también —respondió Kurt—. Mi primer día y ya tengo un elfo muerto en mi zona. No puede decirse que sea un comienzo prometedor.

—Bueno, quizá le sirva de consuelo saber que nuestro amigo murió mucho antes de que usted recibiera el nuevo destino. La temperatura de su cuerpo sugiere que lleva aquí desde antes del amanecer.

—¿Eso no tendrá algo que ver con la marea?

—En circunstancias normales sí, pero el cuerpo fue arrojado a este lugar cuando la marea descendía. Quienquiera que pusiera el cuerpo aquí quería que lo encontraran los Gorras Negras, no la guardia fluvial.

Kurt resopló con desánimo.

—Dice que fue arrojado aquí. ¿Eso significa que lo mataron en otro lugar?

Belladonna señaló a su alrededor.

—Habría mucha más sangre. El elfo luchó por su vida. Fue un asesinato, de eso no le quepa duda.

—Otto opinaba lo mismo.

—Bueno, él debe de saberlo, ¿no cree? —Como no recibía respuesta de Kurt se volvió a él y lo descubrió mirándola detenidamente—. ¿Qué ocurre? ¿Pasa algo?

—Otto tenía razón sobre usted. Ve cosas que los demás no vemos. ¿A qué se debe?

Belladonna se encogió de hombros.

—Para mí, un asunto como éste es un rompecabezas, un enigma a la espera de ser resuelto.

Kurt sonrió.

—En ese caso, ¿qué más puede decirme sobre este enigma?

Belladonna se echó a un lado para que el capitán tuviera una visión completa del cadáver. El elfo estaba extremadamente pálido y su rostro parecía una máscara con un gesto de dolor y sufrimiento. La garganta era un amasijo de desgarrones y pedazos sueltos de carne, mientras que el abdomen exhibía un daño aún mayor. La misma brutalidad se apreciaba en las manos, cuya piel colgaba de los blanquecinos huesos descarnados. Curiosamente, un dedo rígido apuntaba al cielo, o quizá a los dos edificios que se asomaban encima del cadáver.

—Más que arrojarlo, lo colocaron aquí cuidadosamente. ¿Se ha fijado en el pie estirado hacia abajo, hacia el borde del agua? Eso hubiera enmarañado la cuestión de la jurisdicción, que depende de dónde se encuentre el cuerpo. Las manos revelan que el elfo se defendió luchando hasta el final. La garganta…

—Rebanada para silenciar sus gritos —señaló Kurt.

—¡Muy bien! —lo felicitó con admiración Belladonna.

—Otto me lo comentó.

—Ah. —Señaló el abdomen—. Hay dos tipos de heridas. Las más graves fueron causadas con ferocidad por un objeto dentado. Sin embargo, las heridas subyacentes parecen producidas por la hoja de un arma blanca, aunque no manejada por una mano experta. Alguien estuvo un buen rato entretenido rajándolo.

—¿De modo que estas heridas tenían el objetivo de disimular el primer ataque?

—Es posible —reconoció Belladonna.

Kurt frunció el ceño.

—¿Las heridas iniciales fueron la causa de la muerte?

—Fueron mortales, pero no necesariamente definitivas. Debería estudiar un poco más los cuerpos de los elfos antes de dar una respuesta concluyente a esa pregunta. Ésa es un área de especialización de Otto, no mía. Para serle sincera, me interesa más lo que hay alrededor del cadáver y la información que puede proporcionarnos.

—¿Qué me dice del dedo apuntando hacia arriba?

—Alguien quiere enviar un mensaje al Gremio, o a la Liga… o quizá a ambos. Lo que fuera que colocó el cuerpo aquí sabía que la proximidad de las dos organizaciones evitaría que se descubriera enseguida. También sabía que no contaríamos con la ayuda de ningún testigo.

—Bueno, al menos en eso se equivocaban —musitó Kurt para sus adentros, y preguntó señalando el cuerpo—: ¿Ya ha acabado aquí abajo? Me gustaría que Otto examinara con detenimiento los despojos, a ver qué más encuentra.

—Para eso sería mejor que se lo llevara al templo. Cuando las noticias de lo ocurrido lleguen al distrito élfico, le quitarán el caso de las manos, y lo mismo ocurrirá con el cuerpo.

—Veo que entiende de política —señaló Kurt con admiración.

—Cuando se pasan tres años trabajando para el comandante, se aprenden un par de cosas. Si quiere, yo puedo ayudar a Otto a trasladar el cuerpo. Los sacerdotes de Morr tienen más fuerza de la que aparentan pero aun así, pasaría apuros para atravesar Stoessel con el elfo muerto sin llamar la atención.

—De acuerdo. Le diré que baje.

Kurt ascendió por la escalera subiendo de tres en tres los escalones.

—¿Dónde podemos encontrarlo en el caso de que surja algún contratiempo? —gritó Belladonna a su espalda.

—Realizando una visita de cortesía a un importante ciudadano local.

—¿Quién?

—¡Creo que ya es hora de que me presente a Adalbert Henschamnn!

* * *

Sacar a Abram Cobbius y sus matones borrachos de La Esperanza Perdida fue una tarea relativamente sencilla una vez que los habían dejado inconscientes a base de golpes. Más problemático para Jan resultó persuadir a las mujeres que ejercían su oficio en el piso superior de la taberna. Las seis señoras se habían atrincherado en la habitación central de la parte delantera del edificio, la que daba al Puente de los Tres Céntimos.

—No se pueden quedar ahí para siempre —les gritó Jan desde el otro lado de la robusta puerta de madera—. Esto era una comisaría de la guardia antes de que ustedes llegaran y ahora volverá a ser una comisaría. No es el sitio apropiado para un negocio de su naturaleza.

—Puede que no, pero necesitamos un lugar donde trabajar —le respondió a gritos una de las mujeres—. Encuéntrenos otro sitio donde ganamos el pan y recuperará la habitación. ¡Hasta entonces no nos moveremos de donde estamos!

—Como quieran —contestó Jan, e hizo un gesto a Scheusal y a Narbig, a quienes había enviado en busca de unas tablas de madera, clavos y dos martillos—. Ya habéis oído a las damas; han decidido quedarse. Reforzad la puerta para asegurarnos de que sea así.

Los dos guardias se pusieron manos a la obra y clavaron las tablas a lo ancho de la puerta, de manera que quedó sellada, impidiendo que las mujeres pudieran cruzar la comisaría para entrar y salir aunque quisieran. Cuando por fin cesó el estruendo del martilleo, las mujeres exigieron que las informaran de cómo se suponía que iban a salir de allí.

—Les facilitaremos una escalera de cuerda —respondió Jan a viva voz—. Si quieren salir, háganlo por la ventana.

—¿Y qué pasa con los clientes?

Jan miró a los dos guardias en busca de sugerencias.

—Tienen derecho a trabajar, usted lo sabe —declaró Scheusal. Narbig no abrió la boca.

—Supongo que las visitas que reciban también pueden utilizar la escalera de cuerda —bramó Jan desde su lado de la doble barricada—; Aunque sólo hasta que les encontremos otro lugar. ¿Qué les parece?

—¡Está bien!

—¡Perfecto! Asunto arreglado, pues. —Jan se cruzó de brazos con la sensación de que lo habían embaucado y no sabía muy bien cómo.

—¡Eh, sargento…! ¿Cómo se llama? —gritó la portavoz de las mujeres.

—Woxholt… Jan Woxholt. ¿Y usted?

—Molly.

—¿Molly qué más?

Una risa irónica atravesó la puerta desde el otro lado.

—En nuestro ámbito profesional no necesitamos un apellido, sargento Woxholt, y aunque lo tuviéramos, nadie se interesa nunca por él.

—Siento oír eso. —Los chillidos femeninos que provenían del piso inferior desviaron la atención de Jan—. ¿Es una de vuestras chicas?

—No. Nosotras discutimos mejor —respondió Molly.

«Podrías haberme engatusado», pensó Jan para sus adentros.

—Probablemente ha venido a ver al capitán —gritó el sargento a la puerta—. Tendré que ocuparme de que no se vaya antes de que regrese. Que pase una buena tarde, Molly.

—Usted también, espero.

Satisfecho por el curioso acuerdo, Jan enfiló hacia las escaleras.

—¡Oiga, sargento! —gritó Molly. Jan se paró en seco—. Quería decirle que… es usted un buen tipo para tratarse de un Gorra Negra.

—Se lo agradezco —respondió, y reemprendió la marcha.

* * *

Kurt permaneció delante de la puerta del Club de Caballeros de Marienburgo sin saber muy bien qué hacer. Se trataba del centro neurálgico de todos los delitos que se cometían en la ciudad, las oficinas del Gremio del no-sé-nada, la sede de la Liga de Caballeros Emprendedores. ¿Debía entrar directamente o llamar a la puerta y esperar? Se recordó que la prudencia era la madre de la ciencia y dio tres golpecitos a la puerta. Una pequeña rejilla metálica se abrió en la puerta y un gran ojo lleno de legañas se clavó en él.

—¿Qué quiere? —le inquirió una voz áspera.

—Soy el capitán Schnell, de la guardia de vigilancia. Yo… —Kurt meditó a conciencia lo que diría a continuación; no deseaba que fueran las últimas palabras que pronunciara—. He venido a presentarle mis respetos a Adalbert Henschamnn.

—Casanova está ocupado en estos momentos —replicó el portero, que empezó a reírse de un chiste que sólo él entendía.

—¿En serio? —Y añadió sonriendo—: Ya había oído alguna vez que se referían a su jefe por ese apodo, aunque doy por supuesto que nadie se atreve a llamarlo así a la cara. Seguro que le interesará saber que su portero tiene el valor de utilizar ese sobrenombre y, no digamos ya, de hacerlo aquí mismo. —Kurt levantó la mirada hacia las ventanas del primer piso—. Quizá debería comunicarle esta revelación a gritos desde aquí, seguro que me oye desde sus aposentos.

—¡No! ¡No! —le suplicó el portero. El pánico le había abierto completamente el ojo—. Le dejaré entrar, pero no le cuente que lo he llamado así… Por favor.

Descorrió los pasadores apresuradamente y la puerta se abrió hacia dentro. Kurt entró con paso firme; una enorme sonrisa le recorría el rostro, con demasiada frecuencia dominado por un gesto taciturno.

—Será nuestro pequeño secreto, ¿eh? —prometió al portero tratando de no sobresaltarse con el orificio negro que debía ocupar el ojo derecho en su rostro.

Kurt echó un vistazo a su alrededor y le sorprendió que el interior del club no fuera tan diferente de cualquier otro bar de Marienburgo. Tenía el techo bajo, los listones de madera del suelo estaban cubiertos de cerveza y serrín, y una nube baja de humo hacía irrespirable la atmósfera. En las mesas se congregaba un hosco grupo de bellacos con cara de pocos amigos.

Una camarera dirigió la mirada hacia Kurt desde la barra, donde secaba una jarra de peltre con un paño mugriento. Una chimenea emplazada en el fondo del bar era la única fuente de luz del local y alumbraba las escasas puertas de madera que conducían a las demás estancias del edificio. Una escalera, también de madera, invitó a Kurt a subir al primer piso. Había puesto el pie en el primer escalón cuando el portero se interpuso en su camino. El tuerto sacaba al menos una cabeza a Kurt y era de espaldas anchas; sin embargo, se agarraba las manos de manera tranquilizadora, como si se tratara de las manos de un padre nervioso.

—Por favor, capitán, no puede subir. Todavía no.

—Ya se lo he advertido y no se lo repetiré…

—No. De verdad, no puede subir. Casano… —empezó a decir el portero, que rápidamente se tapó la boca con la mano, horrorizado por pronunciar de nuevo el apodo—. Ahora mismo Henschamnn está en su momento de diversión.

Kurt suspiró.

—Entiendo. ¿Y normalmente cuánto dura su «diversión»?

—Es difícil saberlo, capitán.

—Menos del que yo tardo en llenar una jarra de cerveza —señaló la camarera desde la barra—. Pero le gusta que su visita pase con él casi toda la tarde. Lo ve como una forma de ensalzar su reputación con las damas.

—Bueno, yo no puedo perder toda la tarde esperándolo —insistió Kurt. Empujó a un lado al portero y reemprendió la ascensión con paso firme.

Había llegado hasta la mitad de la escalera que crujía bajo sus pisadas cuando se topó con otra figura corpulenta que le bloqueaba el paso. Kurt se quedó cara a cara con una terrorífica presencia femenina, gigante y robusta, que llevaba el cabello rubio pajizo recogido en unas trenzas que le caían por ambos lados de la cara.

—Ya has oído lo que te han dicho abajo —gruñó—. Nadie molesta al amo hasta que haya terminado.

—Pero yo…

—Nadie —repitió la mujer, crujiéndose los nudillos.

Debía de pesar el doble que Kurt, sus antebrazos parecían codillos y tenía la nariz rota; también disfrutaba de la ventaja de altura que le otorgaba su posición en la parte superior de la escalera. El conjunto no permitía presagiar que el capitán conseguiría cruzar al otro lado con facilidad.

—Muy bien —dijo Kurt sonriendo—. Dile a tu amo que vine a presentarle mis respetos, y que si quiere…

El resto de la frase se perdió en el olvido en cuanto la mujer más despampanante que Kurt había visto jamás apareció de una puerta que se abría detrás de la guardaespaldas. Tenía el cabello negro como una noche sin luna, y la palidez de su rostro poseía la perfección de la porcelana. El cautivador carmín de los labios combinaba con el llamativo corsé de seda bermellón que a duras penas contenía su imponente busto. El resto de su atuendo también era de seda, aunque del mismo color negro que el resplandeciente cabello que envolvía sus hermosas facciones. Lanzó un beso dulce al interior de la habitación que abandonaba y enfiló hacia la escalera con el rostro radiante de buen humor e inteligencia. Se detuvo un momento antes de bajar el primer escalón y se ajustó el escote; una sonrisa irónica se le dibujó en los labios. Kurt no había visto nunca a aquella mujer, pero su apabullante presencia y su dominio de sí misma le dejaba pocas dudas respecto a su identidad.

—Gracias, Helga —exclamó la mujer. Su voz sonó cálida y suave como el céfiro a última hora de la tarde de un día de verano—. Creo que Adalbert ya está listo para recibir a las visitas.

—Muy bien, madame Von Tiezer —gruñó la guardaespaldas, y se hizo a un lado para permitir el paso a la mujer.

También Kurt se apartó para dejar vía libre a la cortesana, e inclinó discretamente la cabeza a modo de saludo. Para su sorpresa, la mujer se detuvo junto a él. El aroma a almizcle y a perfume dulzón se coló como un suspiro por los orificios de su nariz.

—Me parece que no nos conocemos. Me llamo Diede —susurró, y le ofreció la mano derecha.

Kurt la tomó y le besó los delicados nudillos forzando la vista para atrapar toda la belleza de aquella mujer.

—El placer es sólo mío —respondió Kurt, que a continuación se presentó. Ella se mostró intrigada.

—¿Algún parentesco con el viejo Barbas de Acero Schnell?

—Es mi padre. —Kurt reflexionó sobre las implicaciones de su pregunta—. ¿Conoce a mi padre?

Madame Von Tizier sonrió.

—En el ejercicio de mi profesión, no. Pero los hombres de auténtico valor y grandeza escasean en estos tiempos que corren. Hago todo lo que puedo por mantenerme al tanto de la llegada de gente distinguida a Marienburgo; me sorprende que no nos hayamos conocido antes.

—He sido ascendido a capitán esta misma mañana.

—¿Y ya viene esta tarde a visitar a Adalbert? —Arqueó una ceja en dirección a Kurt—. ¡Es usted un encanto! Le deseo lo mejor en sus empeños en el Puente de los Tres Céntimos, capitán Kurt Schnell. La tarea que tiene por delante no es nada fácil, y el triunfo será costoso, pero usted lo logrará.

—¿Cómo sabe usted que…?

Madame Von Tiezer apretó un dedo contra los labios del capitán para atajar la pregunta. El resto de su cuerpo se arrimó aún más a Kurt.

—Una cortesana de verdad está instruida en numerosas artes, debe cantar, ser una buena narradora de historias, saber escuchar y hablar lo mínimo. Algunas poseemos, además, otras habilidades, como el don de la clarividencia y cosas por el estilo. Volveremos a vernos, capitán Schnell. Puede darlo por seguro.

Apartó el dedo de los labios de Kurt con un movimiento tan íntimo que Schnell estuvo a punto de ruborizarse, y se marchó por la escalera con la elegancia de una bailarina.

Helga carraspeó ostensiblemente para atraer la atención de Kurt. Cuando el capitán volvió la mirada hacia ella, la mujer estaba haciéndole señas con impaciencia para que la siguiera.

—¿Viene o qué?

* * *

Henschamnn esperaba a Schnell en la sala de reuniones de la Liga de los Caballeros Emprendedores, una cámara a la que a veces se referían en tono de broma como la Junta Directiva, el mismo nombre que recibía el consejo ejecutivo de la ciudad. En lo concerniente a los señores del crimen, ellos eran los auténticos gobernantes de Marienburgo, algo que se reflejaba en la decoración de la sala de reuniones: suelo de mármol blanco, suntuosos tapices y cortinaje en las paredes y ventanas, y una araña de cristal que pendía desde el techo revestido de terciopelo. La sala estaba dominada por una larga mesa de madera cuya superficie exhibía incrustaciones de oro que trazaban remolinos y arabescos. Diez sillas a juego flanqueaban la mesa, cuatro en cada costado y una en cada punta. Henschamnn había elegido la silla más alejada de la entrada, de cara a la puerta que comunicaba con el pasillo. Había otra puerta en la Junta Directiva, pero su existencia no era advertida a simple vista y su mecanismo de apertura sólo era conocido por tres personas vivas. El criminal más poderoso de todo Marienburgo aguardaba pacientemente, con las manos unidas por las palmas apoyadas sobre la mesa y una expresión de extrema naturalidad en el rostro.

La puerta se abrió y entró Helga con las facciones contraídas en el mismo gesto severo de siempre.

—El capitán Schnell, señor.

Henschamnn observó detenidamente al recién llegado según entraba en la sala. Parecía sonrojado, sin duda a causa de un encuentro cercano con Diede cuando la mujer abandonaba su compañía. Adoraba provocar a los hombres con su feminidad.

El Gorra Negra era más joven de lo que Henschamnn había esperado, aunque sus penetrantes y clarísimos ojos azules revelaban los horrores que habían presenciado en el pasado, y la cabeza afeitada sugería que era un hombre que no admitía oposición. Parecía estar en forma y tenía un cuerpo esbelto, de una constitución más nervuda que musculosa. Sin duda Schnell había probado los pecados en su momento, pero no era esclavo de ellos, y los vicios que pudiera conservar no lo dominaban. El perfil de su mandíbula y el porte de su cuerpo, la desenvoltura que demostraba en un lugar desconocido… todo indicaba que se trataba de un hombre que había peleado para ascender en la vida, un hombre resuelto al que no era sencillo mangonear ni intimidar. «Un oponente interesante», concluyó Henschamnn. Si no se podía someter a Schnell, habría que aplastarlo.

—Bienvenido al Club de Caballeros de Marienburgo —exclamó Henschamnn, con una enorme sonrisa en el rostro—. ¿En qué puedo servirlo, capitán Schnell? Quizá esté interesado en hacerse miembro.

—He venido a presentarle mis respetos. Su nombre es conocido en toda la ciudad, por supuesto, pero sus negocios tienen mayor presencia aquí, en Suiddock. Simplemente consideré oportuno presentarme a usted como corresponde.

Henschamnn asintió, reconociendo su cortesía.

—Tengo entendido que tiene planeado reabrir la comisaría del Puente de los Tres Céntimos.

—De hecho, ya hemos pasado a la práctica —aclaró Kurt manteniendo un tono de voz neutral.

—Espero que los depravados que han estado frecuentando el edificio abandonado no le hayan causado demasiados problemas.

—Nada digno de mención,

—Me alegra oírle decir eso. —Henschamnn aguardó, pero Kurt seguía sin solicitarle un soborno ni propiciaba la ocasión para ofrecérselo—. Seguramente será costoso reacondicionar el interior de la comisaría después de tanto tiempo sin recibir ninguna atención. Quizá mis socios y yo podríamos realizar una contribución para los gastos.

Sacó una bolsa de piel llena de monedas de oro y empezó a derramarlas cuidadosamente sobre la mesa, pero el saquito se abrió de golpe y el valioso contenido se desparramó por toda la superficie de madera. Algunas monedas que habían salido rodando se precipitaron por el borde de la mesa y se detuvieron junto a las botas del visitante.

—Coincidirá conmigo en que esto será más que suficiente para cubrir el desembolso inicial que necesite realizar.

Un gesto de desdén cruzó fugazmente el rostro de Kurt.

—Una vez más debo rechazar su generosa oferta. La comisaría debe mantenerse con sus propios recursos si quiero que los planes que tengo para ella lleguen a buen puerto.

—¿En serio? ¿Y qué planes son ésos, si me permite el atrevimiento de preguntar?

Kurt se cruzó de brazos.

—Recuperar Suiddock para la gente decente. Traer la ley a este territorio de calles sin ley. Aniquilar el tiránico yugo del Gremio de Ladrones que somete esta ciudad casi por completo y expulsar a todos aquellos que hacen dinero extorsionando, aterrorizando y asesinando a ciudadanos inocentes. Quien se enfrente a nosotros irá directo a la isla de Rijker, o se encontrará bailando con Morr.

Henschamnn también se cruzó de brazos, parodiando la postura de su visitante.

—Un discurso impresionante. Seguro que incluso se cree de verdad que esas aspiraciones son factibles. Pero yo temería por la seguridad de quien intentara hacer respetar una lista de pretensiones y objetivos como la suya. Según dicen, los elementos criminales de esta ciudad pueden ser muy despiadados a la hora de practicar la vendetta. Por supuesto, yo lo desconozco todo sobre esa materia, pero he oído rumores que hablan de ese tipo de represalias.

—No me cabe duda… Casanova.

Henschamnn se puso en pie como un resorte. Se había quedado lívido de la ira.

—¿Cómo me ha llamado?

—Tenía entendido que la mayoría de la gente lo llamaba comúnmente por ese nombre. Algo relacionado con su reputación de donjuán. Por supuesto, yo no creo en esos rumores. Después de todo, ¿por qué un amante de su categoría necesitaría los servicios de una cortesana? Sólo alguien tan repulsivo que es incapaz de conseguir amor sin comprarlo recurriría a ese tipo de métodos para satisfacer sus deseos carnales.

El jefe del crimen miró fijamente a Schnell, bufando de rabia y luchando por contener su cólera.

—Capitán, me habían dicho que era un hombre inteligente y considerado, que había ascendido en la cadena de mando de los Gorras Negras a base de perspicacia e ingenio. Ahora veo que me habían informado mal. Dadas las circunstancias, creo que deberíamos hablar sin rodeos, de hombre a hombre.

—Será un placer —respondió Kurt, a quién ya se le había borrado todo rastro de ironía del rostro.

—Seguir por el camino que ha tomado lo conducirá a la destrucción total. No sólo la comisaria estará cerrada antes de que acabe el Geheimnistag, sino que todas las personas albergadas entre esas paredes perecerán sufriendo la agonía más atroz que pueda imaginarse. Usted quedará para el final; así gozará de la oportunidad de presenciar la muerte de sus colegas, uno a uno, antes de unirse a ellos en la otra vida —prometió Henschamnn.

—¿Debo considerar esto una amenaza?

—Una promesa, capitán Schnell. Considérelo una promesa.

Kurt se dirigió hacia Henschamnn con el rostro inexpresivo como el granito, y se detuvo a escasos pasos del jefe del crimen. Miró de arriba abajo a Henschamnn y espetó:

—Luché en la guerra contra el Caos. Peleé contra criaturas que sobrepasan sus peores pesadillas y me he enfrentado a demonios chupasangre en batallas que lo dejarían helado hasta la médula. Si cree que las amenazas de un vulgar delincuente harán tambalearse mi decisión, desgraciadamente los informes de sus espías sobre mí carecen de profundidad y precisión. —Acentuó su desprecio con un escupitajo al suelo de mármol que mediaba entre él y Henschamnn.

Helga se había mantenido roja de ira junto a la puerta, luchando por dominar su furia durante la conversación, pero los insultos de Kurt habían traspasado el límite y se abalanzó al borde la mesa con toda la intención de atacar al capitán. Sin embargo, Henschamnn le ordenó que se detuviera con un simple gesto, y la guardaespaldas regresó a su posición al lado de la puerta, mascullando cruentas e impetuosas amenazas para sus adentros.

—Tendrá que disculpar a Helga —dijo Henschamnn sonriendo hacia Kurt—. Está privada de mi sentido de la compostura en este tipo de situaciones.

—Si hubiera dado un paso más, ahora estaría muerta —aseveró Kurt.

La sonrisa de Henschamnn se borró.

—Creo que ya ha hablado suficiente para una primera visita, capitán Schnell. Lamentablemente, debo poner fin a la hospitalidad que le dispenso. Por favor, no olvide lo que le he dicho sobre el destino de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos y de todas las personas asignadas a ella. Sería una lástima sacrificar tantas vidas sobre el altar de sus pueriles e imposibles ambiciones.

—Los Gorras Negras han venido para quedarse —afirmó Kurt—. Acostúmbrese… Casanova.

El visitante giró sobre los talones y se marchó, seguido de cerca por Helga. Henschamnn permaneció sumido en la ira en la sala de reuniones. El jefe del crimen de Marienburgo esperó a que Schnell hubiera abandonado el edificio para destrozar una de las sillas con incrustaciones de oro y cubrir de astillas el suelo de mármol blanco.