CUATRO
El barquero se humedeció los labios con la lengua con nerviosismo mientras guiaba la estrecha embarcación para incorporarse al canal secundario que separaba Riddra de Stoessel. A Marcellus Punt no le apetecía mucho pasar bajo el Puente de los Tres Céntimos —nunca se sabía lo que podía sucederle a quien se acercara por aquel mísero arco—, pero le habían pagado generosamente por hacerlo. Además lo inquietaba la condición de su pasajero.
—Si hubiera sabido a lo que se dedicaba, nunca habría aceptado el trabajo —refunfuñó por quinta vez sin que su pasajero le preguntara nada—. Todo lo que me dijeron fue su nombre: Otto. Nunca que fuera uno de… ellos.
El pasajero estaba sentado en el otro extremo la barca. Una capucha le cubría la cabeza afeitada. Chasqueó los finos dedos a la altura de su rostro altivo, patricio.
—Ya me lo había dicho —replicó Otto—. Varias veces.
—Bueno, pues no está bien. ¿No le parece? Actuar por medios fregalientos, o como se diga.
—Supongo que quiere decir medios fraudulentos.
—¡Eso es! Por medios fraudulentos. A eso me refiero.
—No cometí ningún fraude sobre mi ocupación cuando le pedí a su jefe, el señor Undershaft, que organizara el viaje que me llevara de regreso a mi morada. Si él ha preferido no contarle a usted nada sobre mí, se debe únicamente a una decisión suya.
—Vale, pero sigue estando mal. No es apropiado. Usted debería disponer de su propia embarcación para sus asuntos. No andar atemorizando a pobres e inocentes almas que sólo intentan ganarse un pedazo de pan.
Otto miró al barquero como si estuviera escudriñándole directamente el alma.
—Me da la impresión de que usted es muchas cosas, Punt, pero inocente no es una de ellas. Su conciencia carga con la sangre de tres hombres.
—¡No puede decir eso! ¡No puede decir eso con sólo mirarme! —gritó el barquero, cuyo temor por el Puente de los Tres Céntimos se había desvanecido rápidamente ahora que pasaban bajo él—. Además, sólo fueron dos, y se lo merecían. Casi todo el mundo consideraría que lo que hice fue un acto de justicia, y no se hable más.
—Piense lo que quiera. La verdad prevalecerá —respondió Otto.
Su mirada se desvió hacia un movimiento súbito que se produjo encima del barquero.
Una gran ventana de cristal emplomado que se asomaba desde la cara sur del puente estalló hacia fuera. Miles de fragmentos de cristal saltaron por los aires acompañados de una figura humana que cayó en picado sobre la embarcación e impactó ruidosamente en la espalda de Punt, quien salió despedido hacia el agua. El desconocido aterrizó con destreza sobre los pies mientras los cristales seguían lloviendo a su alrededor. Otto arqueó una ceja al recién llegado.
—Si lo que pretendía era causar una primera impresión impactante, lo ha conseguido.
—Lo único que pretendía era salvar la vida. Todo lo demás viene de regalo. Me llamo Schnell, Kurt Schnell. Soy el nuevo capitán de la comisaría del Puente de los Tres Céntimos.
Otto señaló la ventana destrozada de la taberna, desde la que un puñado de hombres insultaba a viva voz y dedicaba gestos obscenos a Kurt.
—Por lo que veo, todavía no ha establecido su autoridad.
Kurt sonrió y tendió una mano amistosa al pasajero.
—Usted debe de ser el sacerdote de Morr local.
—No suelo tocar a los vivos —replicó Otto.
Kurt retiró la mano.
—Claro. Pero tendrá un nombre, ¿no?
—Otto.
—Pues estoy en deuda con usted, Otto. El aterrizaje en su embarcación me ha evitado la vergüenza de morir ahogado.
—¿Vive en Marienburgo, una ciudad rodeada de agua, y no sabe nadar?
Kurt se encogió de hombros.
—De donde vengo no hay muchos motivos para aprender.
Otto frunció el ceño y sumergió la mano derecha en el agua que corría junto a la barca. Sondeó bajo la superficie unos segundos y extrajo la cabeza de Punt. El barquero jadeó y gorjeó, y el agua turbia salió a borbotones de su boca.
—Al parecer, mi piloto posee la misma falta de cualificación en materia acuática. Quizá podría ayudarme a subirlo de nuevo a bordo, pues fue su llegada la que lo arrojó al agua.
Kurt y Otto unieron esfuerzos para devolver al bote a Punt, que no cejaba en sus protestas.
Otto guio la barca hasta el atracadero más cercano, de donde partía una escalera de piedra que ascendía desde el canal, en el lado de Stoessel. Kurt fue el primero en pisar tierra firme, seguido de Otto. Punt optó por permanecer en su bote.
—Por mucho que odie el agua, prefiero correr el peligro de ahogarme que pasar un minuto más en su compañía —espetó al sacerdote—. No se lo tome a mal.
Otto se dio media vuelta y subió los escalones. Ya estaba acostumbrado a las reacciones de temor que provocaba su presencia entre las personas que no estaban habituadas a rodearse de muertos y moribundos. Kurt lo siguió y se toparon con la entrada de un callejón secundario cercano al Puente de los Tres Céntimos. Cuando llegaron a la parte superior dela escalera de piedra, Kurt posó una mano sobre el hombro de Otto para detenerlo.
—¿Su templo está muy lejos?
—Siguiendo este callejón, a menos de cien pasos del puente. ¿Por qué lo pregunta?
—Me gustaría acompañarlo y hablar con usted allí.
El sacerdote entornó los ojos.
—Poca gente entra en el templo de Morr por propia voluntad, ni siquiera en tiempos de necesidad. ¿Por qué desearía hacerme una visita?
Kurt sonrió.
—Digamos que tengo una proposición para usted. Aunque antes debo poner bajo control una multitud.
El capitán enfiló hacia el Puente de los Tres Céntimos. Otto lo contempló mientras se alejaba, intrigado por el recién llegado. O Kurt Schnell se contaba entre los hombres más valientes, o entre los más majaderos. Sólo el tiempo revelaría cuál era la descripción más ajustada. Sin embargo, el interés del sacerdote por aquella nueva presencia era aún mayor. Schnell era un hombre con las manos bañadas de sangre y cargaba a sus espaldas con las vidas y las muertes de numerosos hombres. La muerte lo seguía, como un espectro al acecho del siguiente cadáver, de la siguiente alma que reclamar. Otto torció el gesto. Sin duda estaría ocupado los días venideros.
* * *
Kurt regresó a grandes zancadas al Puente de los Tres Céntimos. Encontró a Scheusal desplomado sobre los adoquines y a Narbig apaleado y ensangrentado arrodillado junto a dos matones que habían perdido el sentido. Las gaviotas revoloteaban encima de ellos y para los oídos de Kurt sus graznidos sonaban como risas burlonas. El resto de los guardias reían y bromeaban. Sus voces parecían las reverberaciones de los chillidos de las gaviotas. Kurt atrapó la atención de sus agentes cuando recogió a uno de los matones inconscientes y lo devolvió a La Esperanza Perdida lanzándolo por la entrada a una velocidad indecorosa.
—¿Quién puede resumirme lo ocurrido? —preguntó ahora que lo escuchaban.
—Ha conseguido que siete mocosos le den una paliza —respondió Bescheiden con sorna y en tono triunfalista.
—Exacto —dijo Kurt disfrutando del gesto de sorpresa que adoptó el rostro del cobarde—. Eso es lo que ocurre si no trabajamos como un equipo, apoyándonos los unos a los otros. Juntos podemos recuperar ese lugar para la gente decente de Marienburgo. Pero si permanecemos divididos, nos aplastarán.
Raufbold se abrió paso con descaro entre el grupo de guardias. Había recuperado la chulería arrogante que había exhibido antes de sufrir la humillación a manos del capitán.
—Pensaba que lo que debíamos hacer era observar y aprender, y lo único que hemos visto ha sido cómo hacía el ridículo y cómo no le quedaba otra que saltar por la ventana para salvar el maldito pescuezo.
Kurt se tuvo que morder la lengua para no responderle con severidad, consciente de que la acusación se ajustaba a la realidad, por muy doloroso que fuera admitirlo. Nunca era fácil reconocer la vanidad propia, pero no estaba dispuesto a permitir que los demás descubrieran hasta qué punto tenía el orgullo herido y la confianza mermada. Necesitaba ayuda y consejo, a alguien en quien confiar para que lo ayudara a ganarse a aquella variopinta pandilla de apestados… y sabía perfectamente dónde podía encontrar a esa persona.
—Les hago una promesa. Antes de que acabe el día, ese edificio volverá a ser una comisaría de la guardia de vigilancia.
De nuevo cosechó risas, que esta vez se mofaban de su fanfarronada.
Kurt les dejó reír y esperó a que su hilaridad se apagara para volver a hablar.
—Voy a buscar ayuda. Quiero que permanezcan aquí hasta mi regreso y no permitan que nadie salga de la taberna. Todos esos delincuentes deberán responder a las imputaciones sobre su responsabilidad en el ataque a miembros de la guardia de vigilancia. Debemos dar ejemplo con ellos.
—Por la salchicha de Sigmar, ¿por qué íbamos a quedarnos aquí? —inquirió Bescheiden.
Kurt sonrió.
—Si alguno de ustedes no está cuando regrese será acusado de deserción y sentenciado a veintiocho días en la isla de Rijker. Y todos ustedes ya saben cómo se las gastan los internos con los miembros de la guardia convictos, ¿me equivoco?
Los hombres refunfuñaron y protestaron por lo bajo. En la isla de Rijker se consideraba a los guardias un blanco legítimo, y los carceleros miraban hacia otro lado cuando los reclusos se congregaban para perpetrar su venganza contra los Gorras Negras por haberlos metido entre rejas.
Kurt esperó de nuevo a que se hiciera el silencio antes de continuar.
—Me prometieron que mis hombres serían lo mejor de lo mejor que Marienburgo podía ofrecer; sin embargo, parece que me han enviado lo peor de lo peor. Las demás comisarías los han enviado conmigo como si fueran desechos, así que no tenemos más remedio que continuar juntos, y más nos vale cumplir satisfactoriamente esta misión o, de lo contrario, todos sufriremos las consecuencias. Piensen en ello mientras regreso.
* * *
Jan Woxholt estaba paladeando su tercera cerveza cuando Kurt entró con paso firme en El Pirata Danzarín. La cálida y adecentada taberna gozaba de popularidad entre los medianos de las inmediaciones del distrito electoral de Kleinmoot, lo que destacaba todavía más la gran figura barbada de cabellos rubios sentada al otro lado de la barra. Kurt cruzó la taberna medio vacía a grandes zancadas y se detuvo delante de la mesa de Jan.
—Veo que sigues bebiendo la Añeja Inescrutable de Hoornweg.
—¿Cómo lo has…?
Kurt se pasó un dedo por el labio superior.
—La cerveza te tiñe de negro el bigote.
Jan se secó el mostacho con el dorso de una mano mientras ofrecía la otra amistosamente a Kurt. El capitán se la estrechó agradecido y se sentó frente a él.
—He oído que has prosperado —dijo Jan—. Nada menos que capitán de la guardia… y con tu propia comisaría.
—¿Cómo lo has…?
Jan lo interrumpió.
—Yo también me entero de las cosas, y tengo el oído muy fino. Has sido un idiota aceptando el puesto.
—Es una oportunidad única en la vida.
—Es una oportunidad única para conseguir que te maten —insistió Jan, a ti y a cualquiera lo suficientemente estúpido como para involucrarse en el asunto. Todo el mundo sabe que la comisaría del Puente de los Tres Céntimos está maldita, Kurt. Puede que tú no creas en esas cosas, pero yo sí. Yo conocía al último capitán destinado allí, Joost Holismus. Era un buen hombre, hasta que el Caos lo reclamó. Era un verdadero azote para los ladrones de Marienburgo. No permitas que ese lugar también te reclame a ti.
Kurt sonrió.
—Me da la impresión de que es tu forma indirecta de decirme que no vas a ayudarme.
Jan tomó un trago largo de su jarra.
—Todavía no me lo has pedido.
—¿Me ayudarás?
Jan vació el pilche y se puso en pie para marcharse.
—Lo siento, Kurt. De verdad que lo siento.
El capitán agarró a Jan por la muñeca derecha.
—¿Por qué? Nunca había visto que mostraras miedo por nada. Cuando me incorporé a la guardia, me salvaste de mí mismo más veces de las que soy capaz de recordar. Sin ti no hubiera sobrevivido una semana en esta ciudad. Necesito tu ayuda otra vez, Jan.
—Estoy jubilado —explicó con suavidad el grandullón—. Esos días quedaron atrás.
—No tiene por qué ser así…
—¡Tengo miedo! —dijo entre dientes, liberando el brazo del agarrón de Kurt—. ¿Era eso lo que querías oír? ¡Ese lugar me asusta… y también debería asustarte a ti! Soy uno de los pocos miembros de la guardia que han vivido lo suficiente como para jubilarse. Tengo los ahorros necesarios para mantenerme a base de cerveza y salchichas unos cuantos años más, muchos más de los que me quedan. Lo único que deseo es una vida tranquila, Kurt. ¿No puedes dejar las cosas como están y dejarme disfrutar de mis últimos días en paz?
Kurt se levantó y bloqueó el paso de su viejo amigo.
—¿Eso es lo que quieres? ¿En serio?
Jan fue incapaz de mirarlo a los ojos.
—Tendrá que ser así.
—¡No hay ninguna necesidad de que sea así! —insistió Kurt—. Estoy ofreciéndote la oportunidad de cambiar, de cambiar para mejor la manera de hacerse las cosas en esta ciudad. ¿Acaso no merece la pena correr el riesgo?
—No sabes lo que estás pidiéndome.
—Entonces explícamelo.
—No puedo. —Jan cruzó sus fornidos brazos y miró a los ojos a su antiguo protegido—. Ahora, ¿vas a dejarme pasar o tengo que lanzarte al canal por la ventana de un puñetazo?
Kurt no pudo evitar una sonrisa.
—¿También has oído eso?
—Ya te lo he dicho, yo también me entero de las cosas y tengo el oído muy fino. —Se acercó aún más a Kurt, con el semblante endurecido—. ¿Y bien?
El capitán clavó la mirada en los ojos de su amigo en busca de respuestas.
—No puedo creer que no me ayudes.
—Si se tratara de cualquier otro rincón de esta ciudad lo haría, pero allí no. Ahora no. —Suspiró—. Más te valdría reincorporarte al ejército que intentar recuperar el Puente de los Tres Céntimos.
—No puedo hacer eso, y tampoco puedo regresar a mi hogar de Altdorf sin antes probar mi valía aquí. Y ésta es mi oportunidad para hacerlo —respondió Kurt.
—Entonces no te queda elección. Tendrás que encontrar algún modo de tragarte este caramelo envenenado del comandante. Pero tendrá que ser sin mí.
—Nunca pensé que vería esto, Jan. Nunca imaginé que pudieras tener miedo de nada. Supongo que me equivocaba. —Kurt se apartó para dejar pasar a su amigo, pero cuando Jan alcanzó la puerta de la taberna, añadió—: Ya sabes dónde encontrarme si cambias de opinión, ¿verdad?
El corpulento hombre de pelo rubio se detuvo un instante, pero no le respondió, y salió del bar. La puerta se balanceó hasta que finalmente se cerró detrás de él.
* * *
Mientras regresaba con paso ágil al Puente de los Tres Céntimos, Kurt daba vueltas y más vueltas a la conversación con Jan. El exsargento tenía la resistencia de un toro y un físico comparable al del más corpulento de los estibadores, además de una cautivadora sinceridad y un valor único. «Me habrían ido bien unos cuantos hombres más como él conmigo en el ejército», solía pensar. ¡Cómo deseaba que Jan se hubiera unido a él en la nueva comisaría! Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos las conversaciones que compartían y la presencia del grandullón a su lado. Dos amigos hombro con hombro contra la maldad y el crimen. La recuperación del Puente de los Tres Céntimos habría sido un desafío asequible con Jan como mano derecha. Sin él, Kurt dudaba de sus posibilidades de éxito como capitán honorario. Aquello bastaba para ahogar a un hombre en la bebida, la misma que lo había arrojado a Marienburgo, adonde había llegado como los despojos de un borracho con un billete sólo de ida a los confines del Reik.
Una mujer entrada en carnes abordó a Kurt mientras atravesaba Stoessel. Se interpuso en su camino y la considerable mole de su cuerpo bloqueó el callejón.
—Necesito confesarme —susurró la mujer de caderas anchas.
—Busque un sacerdote.
—Necesito confesar un delito —insistió, levantando brevemente la mirada hacia la gorra negra de Kurt.
—De acuerdo —respondió el capitán cruzando los brazos con impaciencia—. ¿Cómo se llama?
—Gerta Gestehen.
—¿Y qué delito ha cometido?
—Un robo. He robado la bolsa a un ciudadano importante.
Kurt la miró de arriba abajo, y le pareció que era la carterista más inverosímil que se había encontrado jamás. Pero había algo más en aquella mujer de lo que se veía a simple vista… mucho más, a juzgar por su volumen.
—¿Qué había en la bolsa que ha robado?
Gerta lo miró a los ojos como si estuviera contemplando a un loco.
—Eso no se lo diré.
—¿Quiere confesar un delito pero no va a contarme los detalles? —Kurt frunció el ceño. Algo le olía mal. Sabía que nunca había visto a aquella mujer, pero le resultaba muy familiar—. ¿Hay alguien que pueda dar fe de usted? ¿Un marido, quizá?
—Mi Engelbert todavía está en la isla de Rijker, adonde personas como usted lo enviaron injustamente hace tres años. Pero Engelbert no es mi marido, es mi amante.
—Entiendo. Veamos, ¿a quién le ha robado exactamente?
—No le pregunté cómo se llamaba, pero tenía las orejas puntiagudas, el cabello rubio, largo y lacio, y las facciones delicadas.
—Parece que está describiéndome un elfo.
Gerta sonrió y se acercó tanto a Kurt que su espléndido busto se aplastó contra el pecho del capitán.
—¿Si se tratara de un elfo podrían enviarme también a la isla de Rijker? Quizá podría compartir una celda con Engelbert.
Kurt exhaló un suspiró de desesperación en cuanto cayó en la cuenta.
—¿Cómo dijo que se llamaba, señora?
—Gerta… Gerta Gestehen.
—¿También conocida como Gerta la Charlatana?
La recia mujer dio un paso atrás con el rostro horrorizado.
—¡Me ofende que me llame por ese nombre y todo lo que eso implica! ¡En mi vida he confesado en falso!
Kurt puso los ojos en blanco. Gerta era toda una leyenda entre los Gorras Negras, una confesante en serie que se autoinculparía de casi cualquier crimen empujada por la vana esperanza de reunirse con su presunto amante.
—¡Confesar que ha robado a un elfo…! ¿No es demasiado exagerado incluso para usted, Gerta?
La mujer lo miró con cara de pocos amigos.
—¿Está diciéndome que no me cree?
—Lo que le digo es que está haciéndome perder el tiempo. Siga así y…
—¿Me enviará a la isla de Rijker? —farfulló con un brillo en los ojos.
—… Y en el próximo Marktag la obligaré a pasar el día junto a la mercancía, en el exterior del mercado de pescado de Suiddock. ¿Ha entendido?
—Pero a mí no me gusta el pescado —protestó Gerta.
—Más razón aún para mantenerse alejada de mí —le esperó Kurt—. ¡Ahora, váyase!
Kurt empujó a un lado a la mujer, que no cejaba en sus protestas, y continuó su camino haciendo oídos sordos a sus reclamaciones de atención.
—¡Podría describirle cómo iba vestido el elfo! —bramó Gerta a la espalda del capitán—. ¡Tenía una túnica verde y su piel era como de porcelana! ¡Murmuraba algo!
Kurt no se detuvo, ansioso por alejarse de las chifladuras que profería aquella mujer. Aún estaba que echaba humo cuando su zancada briosa se vio frenada repentinamente por Bescheiden, todavía a varias calles del Puente de los Tres Céntimos.
—Pagará dos céntimos y una espada por abandonar su puesto —le prometió Kurt—. A menos que tenga una justificación.
El tipo con el rostro de comadreja palideció con la amenaza, pero mantuvo la entereza.
—Estaba buscándolo. Ha aparecido un cadáver cerca del puente, medio hundido en el Bruynwarr.
—¿Y? En esta ciudad aparecen cuerpos flotando a todas horas. —Kurt suspiró—. Las familias sin principios o demasiado pobres —para pagar una tumba esperan a que anochezca para arrojar desde los puentes los cuerpos sin vida de sus seres amados.
Bescheiden asintió.
—Sí, pero éste es un elfo… de alta alcurnia, por lo que cuentan. Importante. Ha sido asesinado y no tuvo una muerte plácida, según se comenta.
—¿Un elfo? —La mente de Kurt se agitó con la coincidencia—. ¿Sabe cómo iba vestido?
—Llevaba una túnica verde oscuro, creo.
Kurt cerró los ojos y pasó una mano áspera por la barba de tres días que le crecía en el contorno de la mandíbula. Después de todo, entre los delirios y las mentiras del relato inverosímil de Gerta había sepultada una minúscula porción de verdad. Era improbable que ella hubiera matado al elfo, pero la confesante en serie podía haber visto al asesino… Y Kurt había ignorado sus afirmaciones.
El día iba de mal en peor, y los acontecimientos se sucedían con demasiada rapidez para su gusto. La humillación en el cuartel general, la huida tras el estúpido intento de recuperar la comisaría, la negativa de Jan a ayudarlo… y ahora aquello. Los elfos poseían su propio enclave en el interior de Marienburgo y no salían de allí en la medida de lo posible; no se mezclaban con humanos, medianos ni con el resto de las razas que poblaban las calles y los canales de la ciudad. Ver un elfo fuera de su distrito era un hecho singular, y la vida de la mayoría de los ciudadanos de Marienburgo podía transcurrir sin llegar a ver un elfo nunca.
Se conocía poco sobre ellos más allá de su longevidad y de sus capacidades sobrehumanas. El asesinato de un elfo era un suceso de lo más insólito, y nunca se había producido uno fuera de los muros del distrito élfico desde que Kurt había llegado a Marienburgo. Sin duda, un crimen como aquél iba a provocar una tormenta política entre la élite dirigente de la ciudad y los problemas acuciarían a cualquiera que se viera envuelto en el caso hasta que se diera con el culpable y se entregara a los elfos para que le aplicaran su castigo. Pero todavía quedaba una posibilidad para que Kurt se salvara de aquella quema.
—¿Dónde encontraron el cuerpo?
—En Riddra, a los pies de una escalera, entre el Club de Caballeros y la sede del Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios —respondió Bescheiden.
—Me refería a si lo encontraron dentro o fuera del agua.
Existía una estricta distinción jurisdiccional entre los crímenes cometidos en el agua y los que sucedían en la superficie. Los primeros eran conocidos como los crímenes mojados y eran investigados por la Guardia de Vigilancia Fluvial, mientras que los segundos —los crímenes secos— eran responsabilidad de los Gorras Negras. Si al menos la mitad del cuerpo del elfo se encontraba sumergido en el Bruynwarr cuando se descubrió el cadáver, Kurt y sus hombres podían evitarse la ingrata tarea de buscar al individuo que se había atrevido a matar a un elfo.
Bescheiden meneó la cabeza.
—Lo siento, capitán…, sólo tenía un pie en el agua.
Kurt blasfemó con tanta ira que su subordinado se vio obligado a retroceder.
Bescheiden sonrió.
—Y antes se pensaba que tenía un problema; ¿eh? Los amigotes del comandante se lanzarán sobre este caso como los Somormujos del Pantano sobre un barco cargado de viajeros extraviados.
—Parece que necesitarás ayuda.
Una voz familiar retumbó detrás de Kurt.
El capitán se volvió y vio a Jan aproximándose a grandes zancadas con la gorra negra de la guardia de vigilancia en la cabeza. El resto del uniforme no le favorecía tanto; la tela de la guerrera se tensaba para abarcar el amplio torso de Jan y la aún más voluminosa barriga. Kurt no pudo evitar sonreír al ver a su amigo, de nuevo embutido en el uniforme, y lo abrazó con afecto, dándole palmaditas en la espalda.
—¿No estabas jubilado?
Jan se encogió de hombros.
—Por mucho que disfrute bebiendo en El Pirata Danzarín en compañía de medianos e imbéciles, no es suficiente distracción, ni siquiera para alguien tan fácil de contentar como yo. Además, todos tenemos que morir de algo, ¿no? Y una forma tan buena como cualquier otra puede ser tratando de evitar que te maten.
—Ninguno de mis hombres va a morir en el Puente de los Tres Céntimos —sentenció Kurt.
El rostro de Jan se endureció.
—No hagas promesas que no puedas mantener. —Se percató de la presencia apesadumbrada de Bescheiden acechando a su alrededor—. Éste es de los tuyos, ¿verdad?
Kurt asintió y puso los ojos en blanco.
—Espera a conocer a los demás.
Jan rompió a reír.
—Contigo nunca hay nada fácil, ¿eh, Kurt? ¿O a partir de ahora debería llamarte «señor»?
—Capitán bastará.
—Pues que sea capitán. Veamos, ¿qué es eso que he oído sobre un elfo muerto en tu territorio?
—¿Cómo lo ha…? —empezó a preguntar Bescheiden.
—Ni se moleste en preguntar —le advirtió Kurt sin dejarle acabar—. El sargento Woxholt tiene la mejor red de soplones de todo Marienburgo, ¿no es así?
Jan se encogió de hombros.
—Vive aquí el tiempo suficiente y acabarás enterándote de todo y conociendo a todo el mundo. ¿Por dónde empezamos, capitán?
—Bescheiden, quiero que encuentre a Gerta Gestehen y la lleve a la comisaría. Puede que haya visto al asesino del elfo, o al menos quizá haya presenciado cómo se deshacían del cuerpo.
El enjuto guardia asintió y se alejó apresuradamente.
—No te creas una palabra de lo que diga —le aconsejó.
—Quizá no, pero si sabe algo sobre el asesino también la convierte en un objetivo. De momento el elfo muerto puede esperar. A menos que reciba una cura milagrosa o una intervención mágica, dudo que próximamente vaya a ningún lado —declaró Kurt—. Antes de empezar a resolver asesinatos debemos recuperar la comisaría.
* * *
Martin Faulheit era uno de los hombres más perezosos de Marienburgo. Había ingresado en los Gorras Negras porque parecía ofrecer el mejor sueldo en relación a la carga de trabajo y responsabilidad. Había arrastrado su cuerpo de una comisaría a otra cumpliendo exclusivamente con lo justo para conservar el empleo. Si le pedían que prolongara un segundo su turno, probablemente estaban exigiéndole algo que valía más que su puesto de trabajo; y si se le pedía que corriera peligros y se arriesgara a ser descuartizado o asesinado, ya era algo de un valor infinitamente superior a su puesto de trabajo. La apatía de su carácter era extensible a su aspecto físico. Un pegote de grasa de ganso mantenía su cabello, cada vez más escaso, aplastado hacia atrás sobre la incipiente calva. La panza, forjada con el exceso de comida y cerveza, se precipitaba por encima del cinturón de un uniforme que rara vez lavaba, y el hedor de su aliento era peor que el de cualquier canal en bajamar, pues no se tomaba la molestia de lavarse los dientes. La única razón por la que Faulheit lucía barba y bigote era que le evitaban el esfuerzo de afeitarse. Por otra parte, no practicaba una corrupción activa —de hecho, no era activo en nada de lo que hacía, excepto en la pereza—, pero estaba dispuesto a aceptar un soborno si eso le ahorraba el trabajo de un arresto o correr cualquier tipo de peligro.
En todo el tiempo que llevaba en los Gorras Negras sólo un hombre había sido capaz de atemorizar a Faulheit hasta el punto de conseguir que cumpliera honradamente una jornada de trabajo. Cuando ese hombre apareció en el Puente de los Tres Céntimos junto al nuevo capitán, Faulheit sintió que se le caía el alma a los pies y se le hundía más allá de las catacumbas de la ciudad.
«¡Por los dientes de Taal! —musitó para sus adentros mientras el pánico se apoderaba de sus desagradables facciones—. ¡Él no! ¡Aquí no!»
Raufbold estaba pavoneándose por ahí, pero advirtió la consternación en el rostro de su colega.
—¿Qué ocurre?
—Es el sargento Woxholt —contestó Faulheit—. Nuestro maravilloso jefe se ha traído al sargento Woxholt.
El rostro engreído de Raufbold se puso blanco.
—Pero si se había jubilado…; oí que se había jubilado.
—Al parecer se ha jubilado de la jubilación.
Raufbold profirió una obscenidad y se puso firmes. El resto de los guardias se echaron a reír por el repentino cambio de actitud hasta que vieron a Woxholt avanzando hacia su posición. Uno a uno fueron enderezándose siguiendo el ejemplo de Raufbold, incluso Faulheit. Cuando el capitán y su sargento se reunieron con ellos en el centro del puente, todos los Gorras Negras formaban en línea, con los uniformes sin arrugas y una actitud inédita hasta entonces.
—Me parece que te han visto de lejos —dijo Kurt con una amplia sonrisa en el rostro—. ¡Te habrán reconocido, Jan!
Faulheit advirtió la mirada del sargento recorriendo el grupo de guardias con sus ojos penetrantes como el haz de luz de una farola en una noche sin luna. El guardia rechoncho cerró los ojos y deseó hacerse invisible, pero no le fue nada bien. Woxholt lo reconoció y estalló en carcajadas.
—¿Faulheit? Faulheit, ¿es usted? —La voz del hombretón retumbó.
—Responda al sargento —ordenó Kurt.
—Sí, señor —respondió Faulheit con una voz que apenas era un susurro.
—¿Qué ha sido eso, Faulheit? Ya no tengo el oído tan fino como antes —bramó Woxholt.
—¡Sí, señor!
Woxholt se acercó a su presa, con una macabra sonrisa de satisfacción en el rostro.
—¿Qué me ha llamado, Faulheit, gusano asqueroso?
—Señor. Le he llamado señor, señor —Faulheit hizo el gesto de saludo sin saber muy bien a cuento de qué.
—¡Yo no soy ningún señor, yo soy sargento! —espetó Woxholt. Su voz emergió como una ráfaga de viento cálido que azotó la cara del guardia y le levantó el flequillo según brotaban las palabras de la boca—. ¡Puede llamar «señor» al capitán Schnell, si él lo desea así, pero a mi llámeme «sargento»! ¿He hablado claro?
—Sí, sargento —gimoteó Faulheit.
—¡No lo oigo!
—¡Sí, sargento!
—Mucho mejor.
Woxholt recorrió lentamente, retrocediendo y avanzando de nuevo, la apretada línea de guardias, suspirando y meneando la cabeza con gesto abatido.
—Por favor. ¡Oh, por favor! ¿Qué tenemos aquí? ¡Probablemente la peor selección de gandules rastreros e inadaptados que jamás hayan supuesto una vergüenza mayor para el uniforme de la guardia! ¡Aspirantes a héroes, monstruos con la piel cetrina, matones ávidos de sangre, cabrones, navajeros con alevosía y locos aletargados…! ¡Dudo que haya un solo guardia que valga la pena entre todos vosotros! ¿Tengo razón?
Ningún miembro del grupo severamente reprendido tuvo la osadía de contestar.
—¡Les he hecho una pregunta! ¿Tengo razón sobre ustedes?
—Sí, sargento —respondieron unos pocos hombres, sin alzar demasiado la voz.
—¡Tendrán que hablar más alto!
—¡Sí, sargento! —bramaron todos al unísono esta vez. Incluso Faulheit sintió que la sangre le bullía de furia y una neblina de ira roja le nublaba el juicio.
—Muy bien. Escuchen. Estoy seguro de que todos ustedes se han ganado que los envíen a este agujero, pero estoy igualmente seguro de que el capitán Schnell no lo merecía. Ha intentado darle ejemplo y la mayoría de ustedes, cobardes, no tuvo las agallas de ir con él. Pues bien, esta vez no tienen elección. Vamos a ir juntos a esa taberna y limpiaremos el lugar de toda la escoria que haya en su interior y no vista un uniforme delos Gorras Negras. ¿Alguien tiene alguna objeción?
Faulheit levantó mansamente la mano izquierda.
—Eh… sargento…
Woxholt resopló con sorna y avanzó pisando fuerte hacia el guardia.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
Faulheit sudaba a mares y se apretaba la mano contra el pecho.
—No me encuentro bien. Creo que necesito ver a un boticario antes de que el corazón se me pare por completo.
Woxholt sonrió.
—¿Es eso cierto? Bueno, entonces no hay tiempo que perder, ¿no? En marcha.
—¿Quiere decir que… puedo irme?
—No exactamente. Puede ir delante. Puede entrar el primero en la taberna.
—Pero yo…
—¿No quiere quedarse toda la gloria usted solo? No se preocupe, Faulheit, los demás irán inmediatamente detrás de usted.
Faulheit tragó saliva. «Debería pensarlo mejor antes de abrir la boca —pensó—. Siempre hay problemas que no valen este trabajo. ¡Por Manann, esto no vale más que mi vida!»
—Andando —ordenó Woxholt, señalándole las puertas abiertas de la antigua comisaría, en el lado opuesto del puente—. Muéstrenos cómo marcha un hombre de verdad hacia una muerte casi segura.
Faulheit lanzó una mirada suplicante al capitán Schnell, pero no halló compasión alguna en el oficial. El rechoncho Gorra Negra extrajo la porra de la funda a regañadientes y caminó de puntillas en dirección a la taberna.
—¡Vamos! —bramó W/oxholt—. ¡Todos en marcha!
Faulheit oyó otro grito de guerra cuando cargaba contra la puerta de dos hojas de la taberna, pero lo extraño del caso fue que reconoció aquella voz. Era la suya.
* * *
Kurt permaneció en el exterior mientras Jan y los nuevos agentes se enzarzaban en una batalla por el dominio de La Esperanza Perdida. Tras varios minutos de puños aporreando cuerpos, del estruendo de muebles haciéndose añicos y de alaridos de dolor, el sargento reapareció con una enorme sonrisa en el rostro.
—Ya no debe de quedar mucho —informó al capitán.
El cuerpo sin sentido de Abram Cobbius salió volando por una ventana del primer piso y aterrizó sobre los adoquines con un espantoso ruido seco. Scheusal se asomó por la ventana de la que había salido Cobbius y agitó con furia un puño hacia la figura derrumbada en el suelo. A Kurt y a Jan se les escapó la risa ante el espectáculo que estaban presenciando.
—Piensa que lo aflojamos un poco para cuando entrarais —dijo Kurt mientras el bullicio de la pelea amainaba.
—¿A qué te refieres con que lo aflojasteis?
Kurt señaló la taberna con el pulgar.
—Tú imagínate que ese lugar es un enorme tarro de arenques en escabeche al que no puedes quitarle la tapa. Yo la aflojé cuando entré antes. Entre nosotros, Scheusal, Narbig y yo, sacamos casi todos los matones que había dentro. Si entonces hubiéramos contado con el apoyo de varios hombres más, habríamos acabado el trabajo. Tú y los nuevos agentes lo habéis tenido más fácil. Lo aflojamos para vosotros.
—Si tú lo dices, capitán.
Kurt palmeó la espalda de su amigo.
—Una pregunta, ¿desde cuándo te queda tan ajustado el uniforme?
Jan se encogió de hombros.
—Debió de encogerse al lavarlo.
—Será eso —afirmó Kurt—. Gracias por acudir en mi auxilio.
La sonrisa de Jan desapareció.
—Recuerda esto que voy a decirte: sólo conocerás el verdadero valor de mi ayuda cuando todo acabe.
Una pregunta asomaba de los labios de Kurt cuando los alaridos de Faulheit pidiendo ayuda desde el interior reclamaron la atención de Jan.
—Ve a inspeccionar el cadáver del elfo mientras yo ayudo a los hombres a despejar la taberna. Para cuando regreses ya habremos recuperado la comisaría del Puente de los Tres Céntimos. Entonces empezarán los verdaderos problemas.