TRES

TRES

—¿Han nombrado un nuevo capitán para el Puente de los Tres Céntimos? —Adalbert Henschamnn sonrió, pero su espantosa dentadura y sus finos labios podían hacer que quienes no lo conocieran interpretaran su mueca como una expresión de desdén.

Quienes lo conocían sabían que era conveniente dejar pasar los comentarios sobre el carácter siniestro de su sonrisa, sobre todo si querían conservar su propia dentadura.

—Vaya delicia. ¿Y tiene nombre ese idiota?

La pequeña criatura con rostro de comadreja postrada a sus pies reunió el valor necesario para levantar la mirada hacia su amo.

—Schnell. Su nombre es Kurt Schnell. Es originario de Altdorf… Su padre es el viejo Barbas de Acero Schnell.

—Pues si ha ido a parar a Marienburgo, debe de ser un bribón o un idiota, por no hablar de su nombramiento como capitán de mi dominio —gruñó Henschamnn—. ¿De cuántos hombres dispone?

—Al parecer, una docena… Al menos dos ya han desertado, temerosos por sus vidas.

—Una reacción sensata dadas las circunstancias. —Henschamnn dio una patada al suelo, junto al atemorizado desgraciado encogido frente a él—. ¿Tú eres uno de los desdichados asignados a ese majadero de Schnell?

Willy Bescheiden asintió; sus oscuros y grasientos cabellos cayeron sobre sus pequeños ojos, redondos y brillantes como cuentas.

—Sí, señor Henschamnn. Creo que Quist se ha dado cuenta de que le suministro información sobre Noordmuur.

—Bueno, eso sólo era una cuestión de tiempo. Quist será muchas cosas, pero no es estúpido.

Henschamnn dirigió la mirada al otro lado de la ventana de su habitación en el Club de Caballeros de Marienburgo. Era una cámara en el piso superior decorada con gran opulencia. El espacio estaba abarrotado por una cama con cuatro columnas, un escritorio y una silla, y un lujoso armario de madera repleto de lujosas prendas de colores chillones. Henschamnn se enorgullecía de su sentido de la moda y sustituía su guardarropa al completo dos veces al año para mantenerse al día de las últimas tendencias. Nadie osaba decir al jefe del crimen de Marienburgo que tenía el gusto de un loco daltónico, pues también poseía el temperamento de un asesino psicópata. Por lo menos su carácter se ajustaba a los métodos que utilizaba para mantener el control sobre el vasto submundo de la ciudad.

Henschamnn podía ver a través de la ventana Suiddock casi en su totalidad: la colindante sede del Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios, gobernado con mano de hierro por su homólogo Lea-Jan Cobbius; la casa de sueños El Loto Dorado —el mayor antro de consumo de narcóticos de todo Marienburgo—; y detrás de esos edificios, el Puente de los Tres Céntimos, que se desplegaba a lo ancho del canal que separaba por el este las islas de Riddra y Stoessel. Y más allá, aunque quedaba fuera de la vista, se encontraba Luydenhoek, la tercera isla de la cadena. Todas estaban bajo el control de Henschamnn —de hecho, todas eran de su propiedad—, y ahora la Guardia de Vigilancia Metropolitana tenía la osadía de enviar a un forastero para que implantara la ley en aquellos canales y calles donde no regía ley alguna. Henschamnn casi sintió pena por aquel idiota.

—Pues que sea así —declaró—. ¿Por qué no me lo recuerdas, Willy? ¿Para qué está utilizándose la vieja comisaría?

—Es el lugar donde los guardaespaldas de sus… eh… socios del Club de Caballeros esperan mientras sus amos están reunidos aquí. En otras ocasiones funciona como la taberna La Esperanza Perdida, un lugar para que los matones humedezcan los labios, templen los nervios y se golpeen sin motivo unos a otros. A Abram, el primo imbécil de Cobbius, le gusta considerarlo su club privado, aunque todo aquel que ha visto las zonas privadas de Abram…

El discurso de Bescheiden quedó interrumpido de cuajo cuando Henschamnn aplastó con el talón de su bota izquierda la mano del informante al pasar.

—Está bien, gracias. Ya conozco los principales usos de la taberna y no deseo de ningún modo oír una palabra sobre la vida privada de Abram Cobbius.

—Sí, señor Henschamnn —respondió Bescheiden estremeciéndose. Los mocos se le escurrían desde los orificios de la nariz y empapaban el tímido proyecto de bigote que estaba dejándose crecer—. Por supuesto no quiere oír nada sobre Abram Cobbius, señor.

—Muy bien. Regresa a la taberna y dile a todo el mundo que preparen una bienvenida especial al Puente de los Tres Céntimos para ese advenedizo de Altdorf. Ya sabrán lo que tienen que hacer. Después quiero que te pegues como una lapa a ese tal Schnell y averigües qué planes tiene, qué piensa. Ven a informarme todos los días, varias veces al día si lo consideras oportuno. A cambio te recompensaré por tus… —Henschamnn volvió a pasar con zancadas firmes junto a Bescheiden y de nuevo pisoteó la mano del guardia postrado en el suelo— sufrimientos. ¿Ha quedado claro?

Esta vez Bescheiden simplemente asintió con la cabeza y sabiamente se guardó para sí mismo cualquier nuevo comentario.

—Eso es todo. Ahora fuera. Espero visita y lo último que deseo que se encuentre cuando aparezca aquí es tu vil y repulsiva presencia. —Henschamnn arrojó contra la puerta un puñado de monedas de oro—. Toma eso como pago inicial por tus servicios y lárgate.

El informante se lanzó por las monedas antes de que cayeran inmóviles en el suelo de madera, las reunió con sus dedos cetrinos y se despojó de la gorra negra para despedirse de Henschamnn mientras se escabullía de la habitación. Todavía no había alcanzado la planta baja cuando una hermosa mujer con una cabellera azabache y ataviada con un seductor vestido de seda rojo y negro apareció en el pie de la escalera. La mujer esperó a que Bescheiden bajara antes de iniciar el ascenso por la escalera hacia su cliente vespertino, y no se molestó en reaccionar al repaso libidinoso que le dedicó el guardia.

«Willy de nombre y atento por naturaleza», ése era el lema de Bescheiden. Si las mujeres le hubieran dedicado la misma atención que les dispensaba él, no habría tenido que gastarse la mayor parte de los sobornos que recibía en comprar su cariño, aunque dudaba que las ganancias de toda su vida bastaran para pagar el afecto de la mujer que subía por la escalera para distraer a Adalbert Henschamnn. Las cortesanas como madame Von Tiezer escaseaban en aquella ciudad, y entre su clientela sólo se contaban los hombres más ricos y poderosos.

* * *

Kurt invirtió casi toda la mañana en el viaje al Puente de los Tres Céntimos, pues había decidido realizarlo a pie. La afluencia de personas en las calles y las vías públicas de Marienburgo durante las horas de sol era constante. Los viajeros, los vendedores ambulantes y los ciudadanos atestaban la ciudad, aunque el problema se multiplicaba cualquier Marktag. Quizá la fabulosa tradición del día de mercado se había debilitado con el paso de los años, pero la mayoría de las amas de casa seguía eligiendo el Marktag como el día para realizar la compra e intercambiar cotilleos. Artífices y artesanos enviaban a sus aprendices a las calles para vender los artículos que, de lo contrario, tendrían que ser desechados, mientras que los granjeros y los pescadores, por su parte, se adentraban en la ciudad con sus últimas cosechas y capturas.

Con tanto dinero cambiando de manos, el Marktag también era el día de la semana más ajetreado para los carteristas y los ladrones, los desvalijadores, los rateros, los bandidos y los matones. La guerra había multiplicado la aglomeración de gente, pues los soldados tullidos ocupaban la calle mendigando limosnas, mientras que los desertores merodeaban las tabernas y los burdeles intentando vencer las penas y las culpas.

Kurt apenas avanzaba un centenar de pasos sin oír los gritos provenientes de algún oscuro callejón lateral o sin ser abordado por algún ciudadano o comerciante a quien habían robado el dinero o que había sido víctima de un fraude. La prenda que los Gorras Negras lucían en la cabeza se había elegido concienzudamente, ya que gracias a ella era fácil divisar a los guardias de vigilancia entre la muchedumbre, al tiempo que les proporcionaba una pequeña salvaguarda contra las atrocidades que se perpetraban contra los ciudadanos comunes. Con ella se le decía a todo el mundo lo que planeaba hacer allí, y el camino de Kurt se despejaba milagrosamente hasta el siguiente grito de auxilio o la siguiente víctima beligerante que le cortaba el paso. Al final se despojó de la gorra de tela y pudo progresar a mayor velocidad. En el cielo las gaviotas revoloteaban y graznaban; la algarabía de sus chillidos era una compañía constante para quien eligiera residir en Marienburgo. A Kurt le habían asegurado que uno se acostumbraba al sonido de las gaviotas pasados diez o veinte años. Entretanto, hacía lo que podía para ignorar las aves, incluso aunque sus graznidos le recordaban las risas burlonas de los capitanes en la imponente cámara del comandante.

El sol se encontraba en su cenit cuando Kurt por fin puso el pie en Luydenhoek, pero transcurrió otra hora hasta que alcanzó el extremo occidental de Stoessel, debido a la extrema angostura de las calles de Suiddock y al denso tránsito de personas, animales y carros. Sabía bien que debía caminar bajo la sombra de los edificios que sobresalían a ambos lados de las calles. Sólo los recién llegados se movían por los adoquines centrales, donde la orina y las heces viajaban por una alcantarilla en busca del desagüe. Pero lo que pilló desprevenida a la mayoría de los visitantes neófitos de la ciudad fue el inesperado chaparrón que cayó desde la ventana de un primer piso con el contenido que llenaba a rebosar un orinal, Aun así, hubo quien reincidió en el error.

Kurt oyó a un pregonero que anunciaba las dos en punto cuando vislumbró por primera vez el Puente de los Tres Céntimos. La estructura en sí difería muy poco del resto de los puentes que existían en Marienburgo. Las casas y los comercios se extendían a cada lado del arco del puente, una consecuencia más de la escasez de suelo para la construcción que padecía la ciudad. Los edificios sobresalían del espacio acotado por el enorme canal Rijksweg al norte y por el canal Bruynwarr al sur.

Kurt siempre se sorprendía de que aquellas precarias estructuras colgantes no se derrumbaran sobre el agua más a menudo; la mayoría llevaba en pie más de un siglo y sin duda aguantaría otros cien años… si no se producía una intervención externa. Pero ¿cuál de ellos era la comisaría? Kurt se detuvo en la entrada del puente para que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz que penetraba en el Puente de los Tres Céntimos y buscó algún indicio que delatara el edificio.

Una línea de casas formidablemente fortificadas se extendía por la cara norte del puente. Todas daban la impresión de estar esperando que la guerra estallase de un instante a otro, y Kurt presumió que seguramente eran asaltadas o atacadas con frecuencia. Algunas tenían el aspecto de haber sido abandonadas definitivamente, mientras que de otra no quedaba más que la estructura calcinada, y las manchas de humo que teñían la fachada sobre las ventanas carbonizadas parecían rímel, tan popular entre las meretrices.

Tres edificios dominaban la cara sur del Puente de los Tres Céntimos: un templo abandonado en la entrada desde Stoessel, una pescadería en la entrada desde Riddra y una enorme y amenazadora estructura en el centro, por cuyas ventanas del primer piso se asomaban las prostitutas y gritaban a los hombres que pasaban debajo ofreciéndoles diversión, risas y un buen rato. Los borrachos yacían despatarrados en la entrada y conferían al edificio un aire de indecencia. Las risas y el jolgorio proveniente del interior llegaban hasta Kurt, que se sintió familiarizado con el barullo de hombres jugando y discutiendo. Encima de la entrada sobresalía un puntal metálico retuerto del que colgaba un letrero de madera maltrecho y resquebrajado. Las palabras «Guardia de Vigilancia Metropolitana» se escondían detrás del nuevo nombre del establecimiento: taberna La Esperanza Perdida.

Kurt comprendió que su primer cometido sería recuperar la comisaría abandonada, y no prometía ser una tarea fácil. Un fracaso demostraría inmediatamente que las burlas de los capitanes habían estado justificadas. «Por lo menos no estaré solo —masculló—. Mis agentes deberían haber llegado antes que yo».

* * *

Examinó la muchedumbre que iba y venía por el puente con peor reputación de Marienburgo buscando a los candidatos más probables, a «los mejores entre los mejores», como le habían prometido. Pero se le cayó el alma a los pies cuando descubrió el pobre material que le habían suministrado.

Había siete hombres matando el tiempo junto a la pescadería, tratando de evitar que se notara que se conocían, y aún más que iban juntos. Todos parecían aburridos, tenían el pelo alborotado y una pobre condición física. Algunos lanzaban miradas lascivas a las mujeres que pasaban, mientras que otros bebían furtivamente de una botella que sin duda contenía alguna clase de bebida alcohólica. Ni uno solo de ellos vestía el uniforme reglamentario de la guardia al completo, ni tampoco la gorra negra.

Entonces Kurt reparó con un sentimiento de culpa en que él también se había desprendido de la característica prenda de la cabeza, así que la recuperó del cinturón de cuero y se la colocó con orgullo. «Si yo me comporto con ejemplaridad, seguro que me imitarán», pensó con esperanza. Había llegado el momento de descubrir si todo lo que le había enseñado su mentor funcionaría con la misma eficacia en el Puente de los Tres Céntimos que como lo había hecho en la apacible Goudberg.

—Buenas tardes, señores —saludó Kurt con firmeza, acercándose a los hombres y esforzándose para que su voz sonara más animada de lo que él se sentía en realidad—. Todos ustedes han sido asignados a esa comisaría, ¿verdad? —Señaló con el pulgar La Esperanza Perdida, sin molestarse en hacer referencia a la parodia en la que se había convertido el edificio.

No obtuvo respuesta.

—¡He preguntado si todos ustedes han sido asignados a esa comisaría! —insistió Kurt, permitiendo que la ira se filtrara por su voz y asegurándose de que lo oían.

Los hombres empezaron a enderezarse al comprender que su nuevo jefe había llegado, y que estaba hablando muy en serio. Algunos devolvieron con un sentimiento de culpa las gorras negras a sus cabezas. Un menudo e insulso miembro del grupo dio un paso al frente para hablar.

—Nos han enviado aquí, pero algunos ni se han molestado en aparecer.

—¿Por qué no?

La única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros.

Kurt respiró hondo en un intento por mantener la calma. Se acercó al autoproclamado portavoz y agarró por el cuello a la asustadiza criatura.

—¿Cómo se llama?

—Bescheiden. Wi… Willy Bescheiden.

—¿Willy Bescheiden qué?

El desconcierto nubló los ojos redondos y brillantes como cuentas de Willy.

—Willy Bescheiden tercero.

Su respuesta provocó las risas de los demás. Kurt apretó la mano que envolvía la garganta de su subordinado y lo elevó en el aire hasta que sus pies perdieron el contacto con los adoquines. El guardia pataleó inútilmente.

—Intentémoslo de nuevo, ¿le parece bien? —sugirió Kurt—. Si yo le pregunto cómo se llama, deberá decirme su nombre… y luego no le dé vergüenza añadir la palabra «señor» al final de la frase. ¿He sido lo bastante claro?

Willy asintió como pudo. Su cara estaba adquiriendo poco a poco un leve tono morado.

—De hecho, a cualquier pregunta que le haga o cada vez que usted necesite hablar conmigo por la razón que sea, acabará todas las frases con la palabra «señor». ¿Ha entendido?

Willy asintió de nuevo. Ahora su rostro abandonaba rápidamente el ligero tono morado para tomar un nauseabundo color púrpura.

Kurt abrió la mano y Willy se desmoronó sobre el suelo adoquinado; tosió y jadeó tratando de recuperar el aire, y las arcadas expulsaron de su interior un reguero de bilis verde. Kurt esperó a que la desdichada figura que yacía encima de la alcantarilla repleta de heces se hubiera recuperado lo suficiente para hablar.

—Veamos, intentémoslo una vez más, ¿le parece bien? ¿Cómo se llama?

—Willy Bescheiden…, señor.

—Así está mejor. —Kurt dirigió una sonrisa al resto de los agentes para dejarles claro que no se andaba con chiquitas—. Y dígame, ¿por qué no han aparecido todos los hombres asignados a esta comisaría, Willy?

—Tenían miedo de lo que podría ocurrir aquí.

—Discúlpeme, pero ¿que ha dicho al terminar la frase?

Willy se levantó tambaleándose hacia atrás con el propósito de quedar fuera del alcance de la patada que Kurt pudiera propinarle con sus botas de piel.

—Tenían miedo de lo que podría ocurrir aquí, señor.

—¿Ve qué fácil es adquirir hábitos tan simples?

—Sí, señor.

Kurt asintió y paseó la mirada por los rostros de sus hombres. Había conseguido captar su atención, pero necesitaba algo más que simplemente obligarlos a entrar en razón si quería granjearse su respeto. El temor era una buena herramienta de autoridad por un tiempo, pero sin respeto nunca podría sacar lo mejor de ellos. Tocaba una demostración de implicación, debía dejarles claro que nunca les pediría que hicieran algo que él no estuviera dispuesto a hacer. Su padre le había enseñado que no había un soldado mejor que el oficial que lo comandaba.

Sacó la porra de la presilla de cuero que tenía en un costado y empezó a golpearse la palma de la mano con la punta del arma.

—Ese edificio ha sido usurpado a la guardia de vigilancia, es decir, a nosotros. Nuestra primera tarea será recuperarlo de los borrachos y la mala reputación, y transformarlo en un refugio para los ciudadanos respetuosos con la ley, en un lugar donde la gente acuda en busca de ayuda. No será fácil ni agradable, pero es indispensable si queremos que la guardia de vigilancia restablezca la ley en Suiddock. ¿Quién viene conmigo?

Dos agentes respondieron a la pasión y la retórica de Kurt alzando la mano. Otros dos titubearon, pero mantuvieron las manos sepultadas en los bolsillos. Los demás, incluido el todavía afligido Bescheiden, no hicieron ningún ademán de responder, lo que dejaba muy clara su postura.

Kurt ordenó a los dos hombres que se habían presentado Voluntarios para ayudarlo que se adelantaran. Uno era una bestia enorme, un hombre en el cuerpo de un oso que al menos sacaba una cabeza a Kurt. Tenía los hombros tan anchos que probablemente se veía obligado a cruzar de lado la mayoría de las puertas; sin embargo, poseía unos ojos afables que contrastaban profundamente con su imponente físico. El otro era de la constitución y de la edad de Kurt, aunque lucía más cicatrices en el rostro y en las manos de las que Kurt había visto jamás en una criatura viva. Su cara tenía una expresión de angustia, lo que no representaba ninguna sorpresa en las facciones de quien había sufrido heridas como las suyas.

—¿Cómo se llaman?

—Joaquim Narbig —respondió el más pequeño—. Para servir a Manann, a la ciudad y a usted… en ese orden, señor.

Kurt pasó por alto aquella puntualización, consciente de que necesitaba todos los aliados que pudiera reunir. El origen del fervor religioso de Narbig podía establecerse —y, en el caso de que fuera necesario, resolverse— más tarde. Se volvió al otro voluntario con una inquisitiva ceja arqueada.

—Jacques Scheusal —contestó el hombre montaña, con un marcado acento bretoniano.

—Justo lo que necesitamos, otro maldito extranjero —farfulló uno de los hombres ganándose las risas de sus colegas.

Kurt apartó a un lado a Jacques y a Joaquim para abrirse paso hasta los demás guardias.

—¿Quién ha sido?

Nadie respondió.

—¡Vamos, muéstrenos el valor que desprenden sus convicciones! ¿O es tan cobarde que no se atreve?

Tras unos segundos, uno de los guardias se adelantó para ponerse frente a Kurt. Una sonrisa chulesca le cubría el rostro, como la manteca de cerdo untada en un trozo de pan. Adoptó una postura relajada, con los pulgares anclados en el cinturón, y un ligero tic le dominaba el rabillo de un ojo.

—He sido yo…, señor —exclamó, pronunciando la última palabra con un marcado tono sarcástico.

—¿Cómo se llama?

—Raufbold, Jorg Raufbold. Pero las mujeres me llaman Jorg el Guapo.

—¿No aprueba la presencia de extranjeros en la guardia de vigilancia?

—Tendríamos que echarlos del cuerpo de una patada —respondió Raufbold—. Esta ciudad es nuestra, y nosotros debemos ocupamos de ella.

—¿En serio? No le he visto ofrecerse voluntario para ayudarme a despejar la taberna.

Raufbold se acarició el contorno de la mandíbula.

—Las mujeres me desean así como estoy. Si entra ahí, lo único que conseguirá es que le partan la cara. Si quiere hacerse el héroe, adelante. Nosotros esperaremos aquí, a ver lo que aguanta.

Kurt se acercó a su interlocutor. Sus narices casi se rozaban.

—¿No olvida algo?

El guardia se encogió de hombros, miró por encima del hombro a sus compañeros y les sonrió con suficiencia. Sin embargo, su expresión se torció inmediatamente cuando Kurt cerró la mano alrededor de la entrepierna de Raufbold.

—Lo que le he dicho a Willy también iba por usted, para todos ustedes. Cuando se dirijan a mí emplearán la palabra «señor», o sufrirán las consecuencias. Ahora, Jorg el Guapo, ¿hasta cuándo cree que le desearán las mujeres si mi mano aplasta su tesoro?

Raufbold gimoteó una respuesta ininteligible.

Kurt apretó más fuerte, provocando un gemido de dolor del guardia.

—¿Qué ha dicho?

—¡No lo sé…, señor!

—Eso está mejor.

Kurt aflojó la mano y Raufbold hincó las rodillas en el suelo. Todo rastro de chulería se había desvanecido. El capitán miró al resto de los guardias reacios.

—Todos los demás pueden esperar aquí. Jacques, Joaquim y yo les enseñaremos cómo hay que ocuparse de quien pretende ridiculizar nuestra comisaría. Observen y aprendan.

Enfiló hacia el edificio reconvertido con la esperanza de que los dos voluntarios lo siguieran, cosa que hicieron, para alivio de Kurt. Ya había concluido la parte sencilla; cualquiera podía intimidar a un par de idiotas. Recuperar la comisaría sería mucho más difícil.

* * *

Abram Cobbius disfrutaba de las atenciones de una camarera cuando tres desconocidos se introdujeron en su taberna. En realidad el bar no era de su propiedad, pero lo consideraba una segunda casa. Tras una larga jornada extorsionando a los residentes y a los comerciantes de los alrededores, a Abram le gustaba retirarse en la taberna La Esperanza Perdida y tomarse uno o dos pilches de la cerveza más potente de Marienburgo. Sabía que no tenía nada que temer gracias a la proximidad de la sede del Gremio de Estibadores y Operarios Portuarios. Mientras su primo Lea-Jan se mantuviera al mando de la poderosa asociación, Abram estaría a salvo de cualquier peligro. Pocos se atreverían a desafiarlo y nadie osaría interferir en sus fuentes de ingresos. ¡Así que, en el nombre de Mannan, por qué tres Gorras Negras se habían atrevido a invadir sus dominios! Abram echó a un lado ala camarera y se puso en pie, irritado por la interrupción.

—¿Quién les ha dado permiso para entrar aquí? —gruñó, arrastrando los pies hacia el inoportuno trío.

Uno de los guardias, con el semblante resuelto, salió al encuentro de Abram.

—Yo estaba a punto de hacerle la misma pregunta. ¿Es usted el responsable de todo esto?

—Si se refiere a la conversión de un edificio abandonado en la taberna con más clase al sur del Rijksweg, supongo que es todo obra mía —contestó Abram. A continuación hizo un gesto señalando las paredes grasientas y amarillentas y el suelo manchado de cerveza. El techo permanecía oculto detrás de una nube de humo de pipa—. La decoración la delego en las camareras.

—Muy noble por su parte —replicó el intruso—. Hemos venido a reclamar esta propiedad y a recuperarla para la guardia de vigilancia.

Abram rompió a reír de manera estruendosa e incontenible. Se volvió hacia sus siete esbirros que, cuando no daban un trago a su cerveza o atosigaban a las camareras, contemplaban con regocijo aquella conversación.

—¿Habéis oído? ¡Nuestro visitante reclama la comisaría!

Los secuaces respondieron con risas.

—Los tiene bien adiestrados, ¿no? —señaló el extraño—. ¿Conocen algún truco más? ¿Saben hacer equilibrio con la vejiga de un cerdo en la punta de la nariz, quizá? ¿O ponerse boca abajo y hacerse el muerto?

El alborozo de Abram empezaba a agotarse a marchas forzadas.

—Usted será el que estará muerto como no se marche inmediatamente.

Miró con detenimiento al líder de los Gorras Negras, calculando las aptitudes de su contrincante, e ignoró a sus dos acompañantes, sabedor de que sus hombres darían buena cuenta de ellos en la remota posibilidad de que la situación se pusiera violenta. El intruso era de mediana edad, tenía la mandíbula firme y ningún rastro de exceso de carne en el rostro. La guerrera se ajustaba a su cuerpo nervudo y sus músculos se perfilaban en las mangas de la prenda. Mostraba un semblante implacable. No se advertía ni un atisbo de miedo en sus penetrantes y clarísimos ojos azules, mientras que la cabeza rapada probaba que no era un hombre preso de la vanidad. Hablaba en serio y con la bravura que correspondía. Su poderosa presencia física intimidaría a la mayoría de la gente, pero eso no podía importarle menos a Abram. Aquel lugar era parte de su dominio.

—Su acento me indica que no es de la zona. Si lo fuera, se lo habría pensado mejor antes de entrar y ponerse a mangonear. Salga de aquí por su propio pie ahora que todavía puede, extranjero. ¿Me ha entendido?

—Perfectamente. —El recién llegado hizo el ademán de marcharse, pero enseguida se detuvo y añadió levantando un dedo—: Sólo una cosa antes de irme. —Hizo un gesto a Abram para que se acercara y oyera lo que iba a susurrarle.

Divertido, Abram se inclinó hacia el desconocido. Esperaba que aquel idiota hubiera entrado en razón y le ofreciera una disculpa. Sin embargo, el Gorra Negra embistió con la frente el puente de la nariz de Abram. El extorsionista retrocedió titubeando; veía luces blancas bailando ante sus ojos. El dolor le atravesó la cabeza y por los orificios de la nariz empezó a brotarle la sangre, que le empapó la parte frontal del elegante jubón de piel. Además tuvo la desgracia de no recordar la silla que había sorteado para acudir al encuentro de los intrusos, tropezó de lleno con ella y su cabeza golpeó estruendosamente las tablas del suelo.

—¡Atrapadlo! —gritó Abram a sus compinches—. ¡Todos a por él!

Sus secuaces se levantaron, listos para la acción y con un brillo asesino en los ojos. Los tres Gorras Negras intercambiaron miradas y sonrieron… hasta que otra docena de matones apareció abrochándose apresuradamente los pantalones por las escaleras que ascendían desde el salón central de la taberna.

—Pufff —suspiró el lider de los Gorras Negras—. Joder.

* * *

Jacques Scheusal se consideraba un hombre sencillo. Creía en la lealtad y en el acatamiento de las órdenes, en ofrecer lo mejor de sí mismo y nunca darse por vencido. Cuando su nuevo capitán había solicitado voluntarios para despejar la comisaria, Jacques no había dudado ni un instante. Sabía que seguramente el cometido implicaba violencia y riesgo, pero un hombre de su tamaño no tenía demasiado que temer en la mayoría de los tumultos en los que se veía involucrado. Podía derribar cualquier puerta y tumbar a la mayoría de sus oponentes simplemente con el aire que levantaban sus rollizos antebrazos, y había sobrevivido a más puñaladas de las que podía recordar a bote pronto.

Por ser el guardia de mayor tamaño y corpulencia de Rijkspoort, lo habían utilizado como mera fuerza bruta. Su sola presencia bastaba para intimidar a cualquiera que pretendiera causar problemas. Jacques había recibido con agrado el traslado al Puente de los Tres Céntimos, pues confiaba en que se le abrieran nuevas perspectivas. Los hombres que se suponía que eran sus hermanos de armas le habían amargado el periodo que había pasado en Rijkspoort con sus comentarios antibretonianos. Menos le había alegrado descubrir que Raufbold también había sido trasladado, ya que él había sido el promotor de las insidiosas observaciones. La actitud del nuevo oficial y su acento de Altdorf eran más prometedores, aunque, en su opinión, sus conocimientos tácticos dejaban algo que desear. ¿Provocar una pelea en la taberna con peor reputación de Marienburgo? Hasta el hombre más simple sabía que existían maneras más sencillas de producir una buena impresión.

La pelea fue feroz. Tres Gorras Negras contra media docena de ladrones y atracadores borrachos parecía una apuesta segura cuando Jacques había decidido seguir a su nuevo jefe al interior de la taberna. Pero ¿tres contra dieciocho? Eso era pedir demasiado, incluso para un hombre montaña como Jacques. Luchó bien y se deshizo de cuatro oponentes en la primera carga, pero primero un hombre y luego otro se colgaron de su espalda y le rodearon la cabeza y el cuello con los brazos, hundiéndole los dedos en los ojos y la boca. Jacques atisbó una viga de madera y retrocedió hacia ella. Uno de los hombres que tenía sobre la espalda se dejó caer con un aullido de dolor, pero el otro se aferró a él con todas sus fuerzas, apretando las manos alrededor de la garganta del bretoniano e impidiendo que el hombretón respirara. Aun así, Jacques no cejó en su lucha y descargó el puño en la cabeza de un matón que pasaba junto a él, que se desmoronó inconsciente. Sin embargo, la oscuridad estaba apoderándose del guardia; la vista se le nublaba y le flojeaban las piernas. Hincó una rodilla en el suelo y siguió agitando sus portentosas manos como molinos contra los matones que zumbaban como moscas en torno a él, pero terminó por perder el conocimiento y cayó de cabeza sobre las tablas manchadas de cerveza del suelo.

* * *

Joaquim Narbig luchó como un poseso, utilizó rápidos y precisos movimientos para eliminar a los oponentes que se le acercaban. Dejó sin aire a un matón con un codazo en la garganta y rechazó a otro, que se alejó gritando de dolor, hundiéndole dos dedos en los ojos. Había noqueado a siete sicarios achispados mientras mascullaba ininterrumpidamente el catecismo de un auténtico creyente, implorando a Manann que lo protegiera de aquellos que desconocían los caminos de la virtud. Pero ni siquiera Manann podía contener una carga como aquélla y la mera superioridad numérica del enemigo supuso la perdición de Joaquim. No paró de pelear con valor mientras lo sacaban de la taberna, y se llevó consigo dos esbirros de Abram.

—Un poco de ayuda no vendría mal —gruñó a los demás guardias de vigilancia.

* * *

Kurt se quedó admirado con la forma de pelear de Jacques y Joaquim, sobre todo teniendo en cuenta que las apuestas estaban en su contra y que pisaban terreno desconocido. Ambos constituían una valiosa incorporación a la dotación de hombres de la nueva comisaría y los consideró unos buenos candidatos potenciales para ocupar los puestos de sargento que podría necesitar. Por supuesto, su máxima prioridad en aquel momento era sobrevivir a su estúpido intento de recuperar la comisaría. Kurt sabía que debía haber averiguado el alcance de la fuerza enemiga antes de iniciar la pelea. Su viejo sargento no habría aprobado ese desprecio gratuito hacia la táctica y el sentido común. Pero bueno, ya tendría tiempo para la autocrítica más tarde, siempre y cuando conservara la vida para poder permitírselo. Antes tenía que escapar de allí.

Cuando Jacques fue abatido quedaba menos de una docena de enemigos en pie. Para desgracia de Kurt, a Joaquim lo habían sacado a golpes instantes antes, de modo que se había quedado solo ante los diez amenazadores matones que estaban cercándolo. Algunos ya estaban sangrando por las heridas causadas durante la reyerta. Al frente de ellos se había situado el líder de la cuadrilla, que tenía alrededor de los ojos dos anillos negros causados por el golpetazo brutal que Kurt le había propinado y que le había destrozado la nariz.

—¿Tiene idea de quién soy? —preguntó el enfurecido extorsionista.

—No puedo decirle que sepa su nombre —admitió Kurt—, pero su cara me resulta familiar. De camino aquí me crucé con un burro cuyo trasero era exactamente igual a usted. ¿Por causalidad no serán familia?

—Me llamo Abram Cobbius. Mi primo es uno de los hombres más poderosos de todo Marienburgo.

—¡Huy! ¿Y se llevan bien?

—¡Matad a ese idiota! —bramó Abram.

Sus hombres avanzaron hacia Kurt enarbolando cuchillos y garrotes, dispuestos a despedazarlo. El capitán fue retrocediendo poco a poco hasta que la maciza barra de madera le impidió seguir reculando. Lanzó una mirada en todas direcciones buscando algo con lo que ayudarse. La horda que lo acechaba imposibilitaba una huida por la entrada principal; sin embargo, había una gran ventana de cristal emplomado en el otro extremo de la barra desde la que se veía el sur de Suiddock, en la orilla opuesta del Bruynwarr. Kurt no tenía ningún deseo de probar el agua del canal, pero la experiencia le había enseñado que una retirada siempre era mejor que una rendición, sobre todo si en los planes del enemigo no entraba hacer prisioneros. Dio un salto para encaramarse a la barra justo cuando los matones más próximos embestían con sus cuchillos el espacio que acababa de abandonar.

—Ha sido un placer conocerlo, pero tendremos que resolver este asunto en otro momento —se disculpó Kurt con una sonrisa en los labios.

—¡He dicho que lo matéis! —gritó Abram.

Kurt ya corría por la barra de la taberna hacia la ventana. «Tanto esfuerzo sólo para causar una primera impresión impactante», pensó distraídamente, y se lanzó de cabeza por la ventana de cristales emplomados.