DOS

DOS

Belladonna Speer siempre había sentido fascinación por los cadáveres. No tanto por los cuerpos en sí como por el proceso deductivo que revelaba cómo se habían convertido en cadáveres. ¿Qué transformaba a una persona viva, que respira, en una estéril cáscara hueca? ¿Adónde se marchaba su espíritu, su esencia, cuando moría? ¿Y cómo salía ese espíritu del cuerpo? El mayor placer lo hallaba resolviendo los rompecabezas que planteaban aquellos misterios, aunque sabía que ningún mortal podía explicar ni entender muchos de esos enigmas.

Belladonna había visto su primer cadáver a la tierna edad de siete años, cuando había encontrado a su abuelo materno muerto en los alrededores de la casa familiar de Guilderveld. Cualquier otro niño habría sufrido un trauma, se habría asustado y habría quedado emocionalmente aterrorizado de por vida. Belladonna, sin embargo, simplemente se había sentido intrigada. ¿Por qué había muerto su abuelo? ¿Qué lo había matado? Los Gorras Negras habían echado un vistazo al cadáver arrugado y marchito e inmediatamente habían concluido que cualquier persona que vivía tanto como para contar la séptima década debía de haber muerto de vieja.

Se había llamado a un sacerdote de Morr para que se encargara del cuerpo antes de instalar a Ruben Speer en el mausoleo familiar del Doodkanaal. Belladonna había observado al sacerdote desde su ventana mientras éste ungía el cuerpo con diversos ungüentos y pociones. El religioso de cabeza rapada se había percatado del interés de la niña y la había invitado a unirse a él.

—¿No te doy miedo? —preguntó a la niña con una sonrisa irónica en la comisura de sus pálidos ojos grises.

—¿Por qué debería tenerle miedo?

—Mucha gente nos asocia con su propia e inevitable mortalidad. Son pocos los que desean estar cerca de nosotros. No obstante, tú no manifiestas ese temor. ¿Estás acostumbrada a la muerte, hija?

Belladonna meneó la cabeza.

—Hoy ha sido la primera vez que he visto un cadáver. Pero todo el mundo muere, ¿no?

—Así es.

—Entonces, ¿de qué hay que tener miedo? —Sonrió, satisfecha de su lógica pueril.

Fue la pequeña Belladonna quien se percató del olor a almendras que desprendió el hálito de su abuelo cuando el sacerdote se apoyó accidentalmente en el pecho del muerto. Cuando llamó la atención sobre este hecho al sacerdote, éste repitió el movimiento y recibió como recompensa otra ráfaga de aire con aroma a almendras que había escapado de los orificios nasales del cadáver.

—Veneno —musitó el sacerdote para sus adentros, más en un tono de afirmación que de pregunta.

Hizo una pausa en sus labores para inspeccionar las pupilas y las encías del cadáver. Levantó los dedos de ambas manos y los olisqueó. Pero también fue Belladonna quien encontró la petaca, que todavía conservaba en su interior un reguero de licor con olor a almendras. Estaba a punto de probar el líquido cuando el sacerdote se lo arrebató violentamente dela mano.

—¡No! —Se acercó la petaca y la olfateó—. No hay duda. Veneno. Probablemente de Arabia. —Respiró hondo—. ¿Tu abuelo era comerciante?

—Sí, hacía negocios con Arabia continuamente —respondió Belladonna—. Pero otro de los comerciantes, Clements, quería que mi abuelo se jubilara y le vendiera su negocio.

Cuando el sacerdote arqueó una ceja, extrañado por recibir aquella información de una niña, Belladonna sonrió con dulzura.

—Oí a mi abuelo discutiendo con Clements anoche. Sus gritos me despertaron. Clements le dijo que no podía seguir esperando a que mi abuelo se retirara del negocio, que debería emprender acciones drásticas. —Miró los restos sin vida de su abuelo—. Era la primera vez que oía esas palabras, por eso se me quedaron grabadas. ¿Es eso lo que significa «acciones drásticas»? ¿Clements envenenó a mi abuelo?

—Así es, hija. Me temo que podrías tener razón. Pero no debes contarle esto a nadie, ¿comprendes? —le indicó el sacerdote—. Si Clements se entera de que sospechamos de él, huirá de la ciudad… o algo peor.

De esa manera había nacido la fascinación de Belladonna por los cadáveres y las distintas formas de morir. Clements había confesado cuando se había visto obligado a responder ante los Gorras Negras y había sido internado en la prisión de la isla de Rijker, donde había muerto en una reyerta. A Belladonna le hubiera gustado ver su cuerpo e investigar las pistas que ofrecía, pero eso no era cosa de chicas.

No existían las palabras que describieran su talento para ver lo que los demás no veían. Se trataba de algo más que un mero instinto o de una intuición. Podía mirar un cuerpo y averiguar al instante lo que le había ocurrido donde el resto de la gente sólo veía dolor y sufrimiento. A medida que pasaron los años, el sacerdote de Morr le permitió observarlo mientras trabajaba, y de él aprendió las numerosas formas de asesinar a una persona. El interés de Belladonna se centraba más en los métodos de asesinato que en los cadáveres. Por su condición de mujer nunca podría convertirse en una sacerdotisa de Morr, aunque no albergaba ningún deseo de pasarse la vida ataviada con la insulsa túnica clerical que aterrorizaba a todo el mundo. Amaba demasiado la vida para enclaustrarse en un templo o un mausoleo por el resto de sus días.

Como no podía ser de otra manera, su fascinación por los crímenes y los homicidios no era vista con buenos ojos en su familia. El destino vital de las muchachas descendientes de las familias de comerciantes acaudaladas solía elegirse entre uno de estos tres roles: esposa, madre o amante. Algunas se las arreglaban para ejercer con igual vigor las tres funciones, aunque la mayoría se conformaba con desarrollar una o dos.

Las cuatro hermanas de Belladonna no llegaban a la altura de su inteligencia ni de su astucia, ni siquiera sumando el ingenio y la sabiduría de todas juntas. Sin embargo, eran las niñas de los ojos de sus padres. Por comparación, Belladonna había sido una niña problemática al principio; una jovencita preocupante después; y una mujer de una belleza extraordinaria, que rechazaba someterse a las convenciones sociales en su madurez. Una vida de arreglos florales y criando niños no era algo que fuera con ella. Al contrario, Belladonna había horrorizado al resto de la familia Speer ingresando en los Gorras Negras al cumplir los veintiún años. Desde entonces no había regresado a casa excepto para el funeral de su padre, celebrado el invierno anterior. En una ciudad donde se esperaba de las mujeres que fueran esposas o putas —y en ocasiones, las dos cosas a la vez—, Belladonna Speer dedicaba su tiempo a instaurar un nuevo destino, reinventándose a sí misma desde cero.

Bueno, ésa era la teoría, porque los hechos reflejaban que había pasado los últimos tres años trabajando como mensajera y secretaria privada del comandante. Era sus ojos y sus oídos en las calles de Marienburgo, y lo informaba de todo cuanto observaba en sus periplos. No podía negar que era interesante recorrer los peores nidos de escoria y perversión con la garantía que le otorgaba el brazalete del comandante, y gracias a ello, Belladonna había visto cosas que muy pocas mujeres habían presenciado alguna vez. Eso había satisfecho su curiosidad innata durante algún tiempo, pero se le estaba agotando la paciencia. Ya había aprendido todo lo que podía aprenderse de aquellas excursiones ocasionales cumpliendo los encargos del comandante, y ahora anhelaba poner en práctica todas sus teorías y observaciones en las calles y canales de aquella espléndida ciudad. El problema radicaba en convencer al comandante de que renunciara a ella.

La campanada que anunciaba el amanecer despertó a Belladonna de su ensimismamiento. Ya se había levantado y se había vestido, y ahora estaba de pie junto a la única ventana de su aposento privado en el cuartel general de la Guardia de Vigilancia Metropolitana de Marienburgo. Las dimensiones del cuarto no eran mayores que las de la celda de un monasterio, al igual que la austeridad del mobiliario, y la única posesión auténticamente personal que había era un fardo de diarios atados con una correa de cuero. Belladonna anotó mentalmente que debía regresar para recoger los diarios tras el encuentro con el comandante. Contenían observaciones y notas recopiladas durante más de una docena de años; eran los frutos de su trabajo aprendiendo todo lo que había podido sobre los numerosos métodos para causar la muerte. A decir verdad, estaba tan familiarizada con el contenido de aquellos diarios como con la ciudad misma. Aun así, las anotaciones representaban un bálsamo contra la duda. Si todo transcurría según lo planeado, aquellos volúmenes se alojarían en un nuevo hogar antes de que acabara el día. Se alejó a grandes zancadas del dormitorio sin molestarse en echar la vista atrás. Cuando uno tenía una fascinación de aquella magnitud por los cadáveres y las causas de la muerte, los lujos de la vida carecían de todo interés.

* * *

Kurt esperaba en la entrada de la antecámara del comandante de la guardia cuando repicó la campanada que anunciaba el amanecer. El ruido resonó por el largo pasillo vacío, amplificado por el elevado techo abovedado y las paredes de piedra. El cuartel general de la Guardia de Vigilancia Metropolitana ocupaba un amplio y majestuoso edificio, en marcado contraste con los lugares de trabajo de los guardias de rango más bajo. La mayoría de las comisarías eran humildes edificios en los rincones más apartados de la ciudad, a menudo emplazadas en casas privadas reconvertidas o en almacenes que se habían embargado como parte de una pena.

El espacio escaseaba en Marienburgo, algo que no suponía ninguna sorpresa en una ciudad que se levantaba sobre un archipiélago de islas dispersas en la desembocadura del Reik. Las casas y los comercios crecían a lo alto. Las plantas superiores de los edificios eran más amplias que las que se encontraban a ras de suelo, y se elevaban por encima de los canales y los callejones adoquinados. Algunas calles recibían los rayos de sol, de modo que nunca llegaban a secarse, y los ciudadanos condenados a habitar los espacios que se extendían al nivel del suelo sufrían toda su vida resfriados y dolencias respiratorias, pues la humedad en su ropa y sus hogares era perpetua.

En cambio, el edificio del cuartel general era cálido no había ni rastro de humedad. La luz del sol se filtraba por los cristales policromados de las ventanas y coloreaba los pasillos con su agradable y reconfortante resplandor. Kurt había estado allí en una ocasión anterior, cuando había dado con su persona en la guardia de vigilancia, ya que era un requisito de iniciación que los nuevos guardias se presentaran ante el comandante antes de jurar el cargo. Kurt era incapaz de recordar los detalles de aquella visita; estaba sepultada en un rincón de su memoria junto con todos los eventos que lo habían expulsado de Altdorf, tras aquellos oscuros días que había combatido en la guerra contra el Caos y las tragedias que había padecido. Como la mayoría de los hombres que habían sobrevivido a aquel conflicto, que habían visto el rostro del enemigo y habían vivido para contarlo, era rara la vez que Kurt hablaba de sus experiencias en el campo de batalla. Ver a tus hermanos de armas abatidos por un enemigo de una ferocidad y una malignidad absolutas dejaba profundas heridas soterradas que nunca podrían desenterrar unas cuantas cervezas. Sólo los cobardes y los embusteros se jactaban de sus hazañas bélicas.

Se miró las manos y examinó la maraña de cicatrices que le habían dejado todas las batallas que había librado hasta llegar a aquel corredor. ¿Habían valido la pena todos los sacrificios? ¿Todas las pérdidas? No. La respuesta era un no rotundo. Sabía que jamás recuperaría todo lo que había perdido en Altdorf, todo lo que se había echado a perder en los campos de batalla del Imperio. Pero lo pasado, pasado estaba, como le gustaba decir a su antiguo sargento de la guardia. Era mejor no entretenerse pensando en cosas que no tenían vuelta atrás, así que Kurt había tomado la determinación de vivir el presente y dejar de lado los recuerdos y el dolor de lo acontecido. Si no lo hacia acabaría volviéndose loco. Bien sabía Sigmar que por ese motivo había terminado en Marienburgo. No tenía ningún deseo de revivir aquellos oscuros días.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó una voz llena de malicia. Kurt levantó la mirada y vio cuatro hombres que se acercaban ataviados con los uniformes de la guardia, todos ellos con la insignia de capitán. Los reconoció al momento, tanto por su reputación como por su aspecto. El hombre que había hablado era Bram Quist, un veterano con veinte años en los Gorras Negras y el rostro marcado por una cicatriz; era el responsable de mantener la paz en Noordmuur, al norte de Marienburgo. A su izquierda lo acompañaba un fornido hipopótamo con el rostro cubierto por una espesa barba rojiza que no podía ser otro que Tito Rottenrow, encargado de los distritos conocidos como Rijkspoort, en el este. A la derecha de Quist caminaba un hombre extremadamente delgado, con el gesto sardónico y unos extraños andares balanceando todo el cuerpo; su nombre era Zachirias Wout y comandaba el cuerpo de vigilancia en Tempelwijk, al oeste de Suiddock. Otra figura marchaba pausadamente detrás de ellos, pero Kurt no fue capaz de fijar su rostro. Aun así, no tenía ninguna duda de quién debía ser. Los tres primeros se encontraban entre los capitanes más célebres de la ciudad, poseían una ambición descomunal y ansiaban ocupar el puesto del comandante cuando éste se jubilara o muriera. Sin embargo, todo el mundo sabía quién era el niño mimado de la guardia de vigilancia y el principal candidato para la sucesión: Georges Sandler. No se equivocó. Cuando el cuarteto llegó a la altura de Kurt, el hombre que marchaba retrasado se reveló como Georges Sandler. Una profusa melena castaña descendía majestuosamente por sus rasgos aristocráticos y el exceso de carne que se intuía alrededor de sus carrillos confería a su rostro un curioso aire infantil.

Kurt se cuadró.

—¡Sargento de la guardia de vigilancia Kurt Schnell, del distrito de Goudberg!

Sandler se rio entre dientes dela precisión militar de Kurt.

—Diría que este tipo se toma a sí mismo demasiado en serio, ¿no os parece?

Quist miró con el ceño fruncido a Sandler.

—No todos nacimos en una cuna de oro, Georges. Algunos tuvimos que ganarnos los ascensos y no fueron nuestros padres precisamente quienes los compraron.

Kurt advirtió que la mirada de Quist se trasladaba a él.

—Tiene el genuino acento de Altdorf, y a juzgar por su actitud… ¿exmilitar?

Kurt asintió.

—¿Cuál ha sido la batalla más importante en la que ha participado?

—No hay unas batallas más importantes que otras —respondió Kurt—. Sólo victorias y derrotas.

—Todo un filósofo —replicó Sandler en tono jocoso, ganándose la risa fácil de Rottenrow y Wout.

Todavía reían a carcajadas cuando las puertas de la antecámara se abrieron y los capitanes recibieron una señal para que entraran. Quist esperó a que los demás estuvieran dentro y posó una mano sobre el hombro izquierdo de Kurt.

—No haga caso de ese bufón —gruñó el veterano oficial—. Nunca ha luchado por nada en toda su vida.

Estaba a punto de atravesar el umbral de la antecámara cuando frunció el ceño y preguntó:

—Schnell, ¿verdad?

Kurt asintió. «Ya está», pensó, esforzándose por vencer el impulso de mentir.

—¿Algún parentesco con Erwin Schnell?

—Es mi padre.

—¿El viejo Barbas de Acero es su padre? —preguntó Quist, incapaz de controlar la admiración que le desbordaba el rostro devastado por las cicatrices—. Entonces usted debe de ser…

A medida que caía en la cuenta su rostro fue avinagrándose. Apartó la mano del hombro de Kurt como si la hubiera tenido apoyada en un montón de heces y entró en la antecámara maldiciendo entre dientes con tanta vehemencia que sus palabras hubieran escandalizado a cualquier marinero que se hubiera cruzado a su paso.

Las altas e imponentes puertas se cerraron de un portazo y el avergonzado hijo de Altdorf volvió a quedarse solo en el corredor.

Kurt cerró los ojos y esperó a que se le pasara el ataque de vergüenza. ¿Es que nunca se libraría del pasado?

* * *

La silla que ocupaba el comandante de la guardia de vigilancia tenía un respaldo altísimo. Delante de él se alzaba un escritorio imponente fabricado con la madera de un clíper que había encallado y naufragado en la isla de Rijker hacia cuarenta años. Aquellos muebles descansaban sobre una tarima que se había construido supuestamente para soportar el exagerado peso del escritorio. La verdad era, no obstante, que se había diseñado para ayudar a imponer la autoridad del comandante sobre todo aquel que entrara en su despacho. La cámara era amplia y estaba profusamente decorada con la intención de intimidar e inquietar a quien pusiera el pie en su interior, aunque el comandante actual no tenía ninguna necesidad de artificios arquitectónicos para imponer su autoridad sobre nadie. Poseía una voz áspera y profunda, y una mirada penetrante que podían estremecer al más duro de los hombres; además era propenso a reírse del sufrimiento o la frustración de los demás, sobre todo en las ocasiones más inapropiadas.

Había quien decía que era un genio ilegítimo que había utilizado su carisma personal para escapar de morir ahogado nada más nacer junto a otros huérfanos engendrados por prostitutas. Otros sostenían que había hecho algún tipo de pacto con los Dioses Oscuros, sin duda firmado con su propia sangre. Ésa era la única explicación que se encontraba a su imparable ascenso desde humilde guardia a comandante. Sin embargo, todo el mundo coincidía en dos cosas: poseía una perspicacia asombrosa juzgando el carácter de las personas y era un cabrón, en toda la extensión de la palabra.

—El sargento Schnell… hábleme de él —pidió el comandante a Belladonna, que estaba de pie frente a su escritorio, con las manos enlazadas en la espalda.

La mujer miró fijamente a su superior. La amarga experiencia le había enseñado que mirarlo a los ojos era el mejor modo de ganarse su respeto.

—Es rápido y ágil, bueno con los puños y los pies. Diría que no inicia demasiadas peleas, pero sin duda sabe cómo resolverlas. Anoche utilicé las monedas que me dio usted para provocar una reyerta de taberna en La Gaviota y la Escupidera. Para entonces Schnell ya llevaba doce horas de servicio; sin embargo, derrotó con facilidad a cuatro hombres infinitamente más corpulentos que él. Es valiente, transmite autoridad y es un líder nato. Sabe ejercer el mando. Además no tuvo problemas en esquivar las proposiciones de una camarera demasiado efusiva.

El comandante no pudo disimular la sonrisa.

—Déjeme adivinar… También la sobornó, ¿verdad?

—No fue necesario. Inga parecía resuelta a hacer honor a su dedicación al servicio de los clientes. No observé nada más… Aparte de que Kurt Schnell es uno de los hombres más ambiciosos que he conocido.

—¿Incluso más que ese idiota de Sandler?

—He dicho uno de los más ambiciosos —respondió Belladonna.

El comandante frunció el ceño fugazmente.

—¿Y cómo fue capaz de evaluar el nivel de su ambición en una pelea de taberna? Sé que sus capacidades deductivas son excepcionales, querida; aun así…

—He oído que lleva esperando dos horas en las puertas de su antecámara.

—Mmm… Está bien. Haga entrar a Quist, Sandler y esos dos imbéciles que se pasan el día pendientes de lo que dice Sandler. Denos cinco minutos y luego ordene a Schnell que se una a nosotros.

Belladonna asintió.

—Hay otro asunto, señor… Me gustaría solicitar el traslado.

—¿Por qué?

—Aunque he disfrutado enormemente estudiando en su compañía las intrigas políticas entre despachos, creo que mi talento estaría mejor aprovechado en las calles. Usted no me necesita aquí.

—Quizá no, pero me complace su presencia —contestó el comandante. Se le había endurecido el rostro y sus ojos revelaban la furia que le había provocado la petición de Belladonna.

—Sea como fuere, estoy convencida de que ofrecería un servicio más valioso a la ciudad si ocupara un puesto más activo.

—Sin duda ya tiene algo en mente.

Belladonna sonrió.

—Me gustaría trabajar con Schnell. No creo que su cometido como guardia de vigilancia sea siempre anodino.

El comandante sonrió como un tiburón a punto de engullir su presa.

—Debería tener cuidado con sus deseos. He oído que las gentes de Catay tienen un dicho sobre que es una maldición vivir tiempos interesantes. —Apoyó los codos en los brazos de la silla y formó la aguja de un campanario juntando los dedos frente a su inquietante rostro—. Cuando traiga a Schnell ante mí, quédese a observar. Si entonces continúa deseando acompañarlo a donde lo enviaré, demostrará ser lo suficientemente estúpida como para merecer ese destino. Yo no me interpondré en su camino.

Belladonna asintió mostrando su agradecimiento y se retiró hacia la recámara.

* * *

Kurt se sorprendió cuando la mujer de La Gaviota y la Escupidera apareció de la antecámara del comandante.

—Enseguida lo atenderán —dijo, haciendo un gesto con la cabeza hacia la puerta.

Kurt había supuesto que no era más que una simple emisaria; sin embargo, actuaba como si fuera la ayudante del comandante. Una labor curiosa en una ciudad donde las mujeres ejercían todo su poder como matriarcas del hogar o dominando los círculos más distinguidos. Se veía pocas mujeres en las fuerzas de la ley y aún menos en la guardia. Quizá era la consorte del comandante y tenerla empleada en su despacho sólo era una artimaña para enmascarar su verdadera función. Sin embargo, cualquiera que fuera el papel que jugara en realidad, Kurt presintió que era una persona que comulgaba con su causa. Levantó la cabeza hacia las enormes puertas que conducían al despacho del comandante.

—He visto entrar a Quist, Sandler, Rottenrow y Wout… ¿Quién más hay en la cámara?

—Sólo el comandante.

«Cuatro capitanes y el jefe», caviló Kurt, tratando de interpretar aquellos augurios.

Belladonna le dedicó una sonrisa afable.

—No se preocupe, no se ha metido en ningún lio… De momento. —Esperó un minuto entretenida con los rollos de pergaminos que descansaban sobre un escritorio. Por fin enfiló de nuevo hacia las puertas de entrada al despacho del comandante—. Ha llegado el momento.

—Cedió el paso a Kurt y entró detrás de él.

—Acérquese —le espetó el comandante, haciéndole un gesto para que se aproximara a la tarima.

Los cuatro capitanes se habían dividido por parejas; Rottenrow y Wout esperaban en un lado de la plataforma y Quist y Sandler lo hacían en el otro. Kurt decidió ignorarlos y centró toda la atención en el comandante. Su padre le había enseñado que en cualquier situación siempre debía concentrarse en el enemigo más peligroso. «Encárgate primero de él y los demás serán presas más sencillas». «El guerrero valeroso lucha contra el contrincante más duro, incluso aunque tenga que pagar un alto precio. Ésa es la marca del valor».

—Antes que nada, me gustaría felicitarlo, sargento Schnell.

—Gracias, señor —respondió Kurt. No dijo más. Aguantó la mirada del comandante, pero rechazó realizar la pregunta obvia: ¿cuál era el motivo de la felicitación? Por el contrario, Kurt contó mentalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…

—¡Fantástico, Schnell! La mayoría de la gente en esta situación es incapaz de aguantar siete segundos en silencio antes de doblegarse a la curiosidad y demandar más información. Ha demostrado una capacidad de autocontrol excepcional.

—Debe de llevarlo en la sangre —masculló Quist—. Es una pena que no posea un número mayor de las habilidades del viejo Barbas de Acero.

El comandante lanzó una mirada al capitán para que se callara. La atención se centró de nuevo en Kurt.

—Ha hecho un buen trabajo desde que ingresó en los Gorras Negras. Algunos incluso describirían el desarrollo de su carrera en la guardia como un ascenso meteórico. En todas las zonas de Marienburgo donde ha servido, los índices de criminalidad han descendido de manera espectacular y se ha duplicado la proporción de casos pendientes resueltos. En esos mismos distritos también ha jugado un papel fundamental en la limpieza del cuerpo de sus miembros más corruptos.

—He tenido suerte con mis destinos —explicó Kurt—. A la vista de las tendencias de esos distritos de Goudberg, no los describiría precisamente como los más peligrosos de la ciudad ni como los que plantean un desafío mayor.

—Me parece entender que está preparado para algo más exigente, ¿estoy en lo cierto?

Kurt asintió con la cabeza. Aquí venía…

—Muy bien. Por la presente lo asciendo al rango de capitán honorifico. Su misión en los próximos doce meses consistirá en restablecer nuestra presencia en una zona de la ciudad que hemos tenido desatendida demasiado tiempo. Reabrirá la vieja comisaria e impondrá una férrea autoridad sobre los elementos más contumaces del vecindario. No será una tarea sencilla, no le quepa duda, de modo que he pedido a los capitanes aquí presentes que le presten toda la ayuda que precise. Cada uno de ellos renunciará a tres de sus mejores hombres para ponerlos a su servicio en su nuevo destino, y todos ellos me han asegurado que se lleva lo mejor de lo mejor que puede encontrarse entre sus filas.

A uno de los oficiales se le escapó una risita, pero Kurt puso todo su empeño en ignorarla.

El comandante se levantó de su asiento y rodeó el escritorio para acercarse a Kurt, sin abandonar nunca la tarima. Aun así, su mirada y la del capitán recién ascendido se mantuvieron a la misma altura.

—Cumpla con éxito esta tarea, Schnell, y su ascenso será definitivo. Fracase, y…

—No fracasaré —lo interrumpió Kurt. Su voz expresaba más confianza de la que sentía en realidad—. ¿Dónde está mi comisaría?

El comandante, con la mirada traviesa, esbozó una amplia sonrisa.

—En el Puente de los Tres Céntimos.

Kurt sintió cómo se le tensaban contra su voluntad los músculos de la mandíbula mientras luchaba por evitar que sus ojos revelaran el pánico que lo dominaba. No era oriundo de Marienburgo, pero conocía perfectamente la reputación del Puente de los Tres Céntimos; se trataba del área más peligrosa y anárquica de la ciudad. La ley llevaba ausente de aquel distrito de Suiddock, una zona sumida en el oscurantismo, cinco largos años. Si se creían las leyendas, la comisaría estaba maldita y su sino era ocasionar la fatalidad de quien pusiera un pie en su interior.

—¿Quiere que reabra la comisaria del Puente de los Tres Céntimos? —preguntó, incapaz de contenerse y ansioso por asegurarse de que no estaban gastándole una broma minuciosamente elaborada.

—Correcto. Acaba de afirmar que quería un reto, Schnell, ¿no?

Kurt asintió.

—¿No enloqueció el último capitán, infectado por el Caos? —preguntó el nuevo capitán honorifico.

—Joost Holismus fue un buen hombre —contestó Sandler—. Yo lo consideraba un amigo personal muy cercano. Joost nunca se hubiera entregado a una deshonra como ésa. Prefirió matarse ahogado antes que ver cómo se infectaban los demás.

El comandante resopló con sorna.

—Si eso es lo que quiere creer, Sandler. Los demás tenemos nuestras propias sospechas sobre lo que le ocurrió a Joost, y ninguna de ellas es tan honrosa.

Sandler empezó a refunfuñar, pero enmudeció al advertir el ceño fruncido del comandante.

Kurt respiró hondo.

—¿Cuándo empiezo?

—Esta noche. Hoy, si quiere… cuanto antes limpiemos ese lugar, mejor —respondió el comandante, que palmeó con entusiasmo el hombro derecho de Kurt—. Le deseo buena suerte, Schnell, y, aunque espero que no la necesite, ojalá lo acompañe la fortuna en la tarea que le espera.

—Gracias, señor. —Kurt retrocedió, saludó y se dio media vuelta.

Belladonna ya estaba sujetando la puerta abierta para que el nuevo capitán saliera del despacho. Mientras abandonaba la sala con paso firme, Kurt oyó las risas y las burlas sobre su suerte que intercambiaban los capitanes.

—¿Doce meses? ¡Tendrá suerte si dura doce días! —exclamó socarronamente Wout.

—¿Doce días? ¡Tendrá suerte si dura allí doce horas! —corrigió entre risotadas Rottenrow.

—Yo le doy hasta el Geheimnistag —declaró el comandante de la guardia de vigilancia—. Si sigue allí, y además vivo, pasado el Día del Misterio, será un pequeño milagro.

Todos rieron con regocijo mientras la puerta se cerraba a la espalda de Kurt.

—¿Se fijó en su cara cuando mencionó el Puente de los Tres Céntimos, señor? ¡No tenía precio!

Belladonna posó una mano tranquilizadora en el brazo izquierdo de Kurt.

—No les haga caso. Sólo están celebrando que este caramelo envenenado le haya tocado a usted y no a alguno de ellos.

—Gracias —masculló—. Sus palabras son de gran ayuda.

La mujer se encogió de hombros.

—¿Hay alguna persona en la ciudad en la que confíe? ¿Alguien en quien pueda apoyarse?

Kurt reflexionó sobre la pregunta unos instantes.

—Hay un hombre, pero ya está jubilado del cuerpo.

—Hable abiertamente del tema con él. Donde va necesitará toda la ayuda que pueda conseguir.

Belladonna le apretó el brazo con suavidad para animarlo y lo acompañó al exterior de la antecámara. Las puertas se cerraron detrás de él y Kurt Schnell, capitán honorífico del Puente de los Tres Céntimos, se encontraba de nuevo en el pasillo en el que había esperado desde mucho antes del amanecer. En ese momento deseó no haberse levantado de la cama aquel día.

Belladonna aguardó a que los capitanes salieran del despacho del comandante para regresar. Al contrario de lo que tenía por costumbre, el oficial superior esperaba su vuelta alejado del escritorio.

—Dígame, ¿cómo reaccionó nuestro nuevo capitán honorífico cuando abandonó mi compañía?

—Como un hombre que acaba de recibir un puñetazo en la entrepierna.

—Bueno, por lo menos no es idiota. —Se acercó a Belladonna y se detuvo cuando la tuvo al alcance de la mano—. ¿Y qué me dice de usted? Acompañar a Schnell en su misión es una estupidez.

—Sigo queriendo formar parte de su equipo.

El comandante se acercó aún más a su subordinada, hasta que sus caderas casi se rozaban. El oficial era media cabeza más bajo que ella, así que el aliento cálido del comandante alcanzaba el cuello de Belladonna. Pasó una mano alrededor de la cintura de la joven y con la otra exploró partes más sensibles del cuerpo de Belladonna.

—No hay ninguna necesidad de que te expongas a un peligro tan grande, querida. Yo podría ofrecerte una vida muy cómoda a cambio de ciertos… trabajos.

—Prefiero ganarme mis recompensas —exclamó, intentando evitar con todas sus fuerzas que su rostro revelara la repugnancia que la embargaba.

El comandante se inclinó para acercarse más a ella, con los ojos desbordantes de lujuria.

—Ah, te las ganarás, te lo aseguro.

Belladonna le lanzó un rodillazo en la entrepierna. El impacto fue tan violento que le levantó los pies del suelo. El comandante se arrugó como un saco que acabaran de vaciar y jadeó tratando de recuperar el aliento al tiempo que escupía obscenidades a Belladonna, que contemplaba sonriente la figura abatida que se retorcía en el suelo.

—¿Esto significa que tengo su permiso para marcharme, señor?

Otra sarta de improperios informó a Belladonna de adónde podía irse y de lo que podía hacer en cuanto llegara allí.

—Bueno, me parece que eso es físicamente imposible, pero lo tomaré como una sugerencia en vez de como una orden. Adiós, señor.

Belladonna se alejó lentamente de la imponente cámara con una sonrisa irónica en los labios. Había esperado mucho tiempo para devolvérsela a aquel baboso que la devoraba con los ojos. Con un poco de suerte pasaría una semana antes de que pudiera volver a caminar derecho. Pensó que quizá debería llamar a un boticario para que ayudara al comandante a curarse el orgullo herido, pero decidió que no, que le dejaría sufrir. No tenía ninguna duda de que él ya estaba planeando cómo devolverle aquel sufrimiento.