UNO

UNO

Arullen Silvermoon siempre había sabido que estaba destinado a morir en Marienburgo. Pero no de aquella manera; no asediado por criaturas voraces en mitad de la noche en unas catacumbas frías y húmedas bajo el suelo de Suiddock. Toda tentativa de huida o evasión era rastreada y atajada con una facilidad pasmosa, y sus esperanzas se desvanecían a medida que las sombras reptaban para acecharlo. El alto y esbelto elfo era incapaz de advertir un olor distinto a la fetidez de sus perseguidores, al nauseabundo hedor, la rancia acritud que le obstruía los delicados orificios de la nariz y le henchía los pulmones. A lo largo de su vida, Arullen sólo había respirado dos tipos de aire: el perfumado con sándalo y jazmín de las estancias de su cálida y acogedora morada en Sith Rionnasänamishathir, y la fresca y salobre brisa marina que atravesaba el distrito élfico de la ciudad.

Ahora, aquella pestilencia de basura sin tratar y de descomposición rancia y putrefacta le provocaba náuseas. Era el tufo de los hombres, amargo como el regusto metálico de la adrenalina que notaba en la parte posterior de la garganta. Además, una neblina amarillenta y grasienta —tan agria que le provocaba escozor en los ojos— inundaba aquellos túneles abiertos en la roca. Cuando la atroz fetidez se volvió insoportable, Arullen se llevó una mano a la cara y se tapó la nariz apretándola entre los dedos pulgar e índice, viéndose obligado a respirar únicamente por la boca. Si debía morir allí, que fuera dando guerra y llevándose por delante a alguno de aquellos enemigos que todavía no se habían dejado ver. Al menos, en ese caso, lo haría con honor. En lo que no había honor era en morir ahogado por las emanaciones gaseosas de los residuos de la ciudad.

Se esforzó por ponerse en pie a pesar de que el agua que le cubría hasta los muslos le minaba las fuerzas de las piernas. Salió de un túnel y apareció en una cámara circular de la que partían en forma radial otros cinco pasadizos, como los radios de las ruedas de un carro de madera. El elfo levantó la mirada, más con la esperanza que con la expectativa de ver el cielo sobre su cabeza. Sin embargo, lo que descubrió fue un dosel de huesos y pedazos desgarrados de pellejos con los bordes recortados de quién sabía qué. Arullen miró detenidamente aquel cenáculo de los horrores. Los huesos eran de todos los tamaños y formas; algunos tan pequeños que debieron pertenecer a niños o a medianos, mientras que otros habían sido arrancados de esqueletos de animales y de criaturas marinas.

La mayoría estaban totalmente sin rastro de carne, y unos cuantos aparecían quebrados y con la médula extraída. Una asquerosa luz verde bañaba el terrorífico retablo. Arullen descubrió que la iluminación provenía de un millar de diminutos destellos, cada uno de los cuales se movía y se trasladaba de manera independiente por la parte inferior del dosel. Eran gusanos luminosos que se alimentaban de los restos de carne y sangre y se valían de esos nutrientes para mantener el calor de sus cuerpos luminiscentes.

De repente, un grito ensordecedor, inhumano, desgarró el aire viciado. Era un bramido nasal de ira y voracidad que retumbaba alrededor de Arullen y desaparecía y reaparecía por los túneles circulares. La mano del elfo se cerró alrededor de la empuñadura de su daga. Le habían arrebatado el resto de las armas en el terrible combate inicial que había librado nada más toparse con la guarida de las criaturas. En esa breve y atolondrada escaramuza había acabado con seis enemigos; cuatro derribados con las flechas y los otros dos con la cabeza cercenada por su larga hoja. ¡Lo que habría dado Arullen por seguir en posesión de aquellas armas! Con ellas podría sobrevivir a aquella noche y transformar la adversidad en triunfo. Por el contrario, ahora se veía obligado a huir por la penumbra en busca de la única oportunidad que le ofrecía ver de nuevo la luz de la luna; si su rostro volvía a recibirla, no había duda de que recuperaría el valor, revitalizado por su homónimo lunar. Pero la luna creciente todavía no se había alzado. Según se apagaba el eco, Arullen musitó una plegaria por su salvación —por improbable que pudiera ser—, que finalizó: «Por lo menos no permitas que mi muerte sea en vano».

La respuesta que recibió fue rápida e inmisericorde. Los ecos del grito inhumano cesaron por completo y fueron sustituidos por el chirrido de uñas arañando la roca y el ruido de seres que se aproximaban desde todas las direcciones. Arullen comprendió que el infame bramido había sido una convocatoria. Lo habían encontrado y ahora estaban cercándolo para matarlo. El joven elfo miró la daga que aferraba en la mano, cuya hoja continuaba impoluta, todavía incólume de cualquier tipo de sangre, aunque no duraría así mucho más.

—Puedo conducirte a la salvación —susurró una áspera voz desde la penumbra.

Arullen se dio la vuelta blandiendo la hoja, listo para asestar un golpe letal. Sus ojos escudriñaron los sombríos túneles que se abrían en torno a él, pero no distinguió nada en la impenetrable oscuridad.

—¿Quién ha hablado? ¡Muéstrate!

—He sido yo —respondió la voz.

Arullen se volvió y vio una figura que emergía de las sombras con el andar pesado. Su forma era humana, pero tenía los rasgos deformados y contraídos. Los demás horrores que pudieran martirizar el cuerpo de aquella criatura permanecían ocultos bajo una oscura y húmeda mortaja.

—Te ofrezco la salvación, ¿la aceptas?

—¿Puedes sacarme de aquí y ponerme a salvo? —preguntó Arullen, todavía con la daga alzada y preparada para golpear.

—Acepta la salvación que te brindo y nunca más volverás a conocer el dolor ni el miedo.

El chirrido sonaba cada vez más alto; sus perseguidores estaban acercándose. Arullen se esforzó por discernir de qué túnel provenía el ruido, pero las paredes y la crecida de las aguas producían un eco tras otro. Cerró los ojos y se concentró, con la cabeza inclinada hacia abajo, en distinguir el origen de los sonidos. Sus sentidos se expandieron por la oscuridad y sondearon y palparon la penumbra. No, los monstruos no llegaban de una única dirección, sino de todas. Estaba atrapado, rodeado por la horda que estaba a punto de caer sobre él. Cuando abrió los ojos, el misterioso extraño seguía a la espera de una respuesta.

—¿Y bien?

—Acepto tu propuesta de salvación —contestó Arullen.

¿Qué otra opción tenía? Su ofrecimiento era tan deseable como un baile con Isha, pero quizá todavía quedaba alguna esperanza.

El rostro del extraño se contrajo y sus labios se torcieron en un escalofriante gesto que guardaba cierta semejanza con una sonrisa.

—Estupendo. Sígueme y todo saldrá bien. Tienes mi palabra.

La encorvada figura se internó caminando pesadamente por el túnel más próximo y enfiló directamente hacia donde el chirrido sonaba con mayor intensidad.

—No puedes ir en esa dirección —dijo el elfo entre dientes—. De allí…

El extraño se detuvo, pero no se molestó en volverse.

—Sígueme, o tu muerte será inexorable.

* * *

Kurt Schnell albergaba pocas ilusiones respecto a los ingredientes que se empleaban para elaborar las salchichas en La Gaviota y la Escupidera. Dos antiguos propietarios de la taberna se encontraban ahora empleando su tiempo en la isla de Rijker a causa de sus crímenes culinarios. Aunque pensó para sus adentros que aquello tampoco era del todo exacto, pues ambos habían admitido los cargos por asesinato que se habían presentado en su contra. El hecho de que optaran por convertir pedazos selectos de sus víctimas en relleno para las salchichas había otorgado una truculenta notoriedad a la carta de La Gaviota y la Escupidera. El nuevo propietario, un pícaro bretoniano llamado Jacques Pottage con una desmesurada afición por el ajo —ajo y más ajo—, tenía que soportar las inspecciones semanales a su cocina para garantizar que un suceso como aquél no se repitiera por tercera vez. No obstante, eso no lo había privado de levantar un lucrativo negocio especializado en despojos de carne embutidos en un envoltorio de tripas de animal en forma de tubo con nombres, condimentos y precios exóticos.

Como sargento de la Guardia de Vigilancia Metropolitana en el extremo oriental de Goudberg, Kurt tenía el cometido de realizar aquellas inspecciones semanales. Una vez que los resultados eran satisfactorios, formaba parte de la rutina que le dieran a elegir de forma gratuita uno de los platos principales de la carta. Siempre insistía en pagar, consciente a todas luces del pantanoso terreno en el que se adentraba aceptando el esporádico soborno. Al principio, sus hombres habían protestado la prohibición de aceptar aquel tipo de dádivas, pero no habían tardado en aprender a convivir con ello o simplemente habían solicitado el traslado a otros destinos menos honrados. Como consecuencia de su buen hacer, aquella zona de Goudberg disfrutaba de uno de los índices de criminalidad más bajos de todo Marienburgo.

El hecho de que no hubiera demasiadas cosas de valor que robar en Goudberg tampoco le venía mal, y ya hacía tiempo que Kurt había aprendido a buscar sus triunfos donde sabía que podía cosecharlos. La vida tenía la costumbre de darte una patada en tu lugar más preciado cuando menos te lo esperabas, de modo que era mejor saborear el éxito mientras estuviera al alcance de la mano.

Sonrió cuando la pechugona camarera de la taberna se acercó a él luciendo un generoso escote que atraía las miradas de admiración del resto de los hombres que poblaban La Gaviota y la Escupidera.

—Bueno, Inga, ¿cuál es el plato del día? —preguntó Kurt—. ¿Por casualidad no serán las magníficas empanadillas hervidas?

La rubia sirvienta se ruborizó con el comentario y no pudo contener una risita tonta mientras meneaba la cabeza.

—No debería preguntar esas cosas, sargento Schnell —respondió mientras depositaba un espumoso pichel de cerveza sobre la tosca mesa de madera delante del agente—. Sólo le causará problemas en su nueva comisaría.

—¿Mi nueva comisaría? —Kurt hizo un esfuerzo por asentir con la cabeza, como si realmente supiera de lo que estaba hablando.

Al parecer, el ascenso que perseguía desde hacía seis meses por fin se había aprobado. Sin embargo, como era habitual en Marienburgo, la velocidad de los rumores era mucho mayor que la de la burocracia. Si uno quería saber lo que ocurría en las angostas calles y los múltiples canales de aquella ciudad, no tenía más que meterse en la taberna más cercana y aguzar el oído. Eso era lo que le había dicho a Kurt el primer sargento que había tenido, y seguía siendo tan cierto ahora como lo había sido entonces, si no más.

—Tiene razón, Inga. Tendré que andarme con ojo a dondequiera que vaya.

Aguardó, pero la curvilínea mujer se limitó a asentir con la cabeza al comentario del sargento, sin dar más pistas de lo que sabía. Kurt suspiró y se quitó la gorra negra, la prenda que motivaba el sobrenombre del cuerpo de la guardia.

—Bueno, ¿cuál es el plato del día? ¿Cormorán con cilantro? ¿Cerdo de los pantanos con hojas de mostaza? ¿Rata con rabanitos?

Inga meneó la cabeza con una sonrisa picara en los labios.

—Sorpresa de salchicha de carne y nabo.

—¿Qué tipo de carne? —preguntó Kurt, pero alzó una mano para acallar la ineludible respuesta—. No me lo diga. Es una sorpresa, ¿verdad?

—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Inga, enfurruñada porque le habían aguado el chiste de la noche.

—He estado inspeccionando la cocina —replicó el sargento—, y créame, nada de lo que aparece en la carta me sorprenderá.

Kurt entornó los ojos para mirar a través de la inevitable nube de humo de pipa que colmaba la taberna y leer los platos escritos rudimentariamente con tiza en la pared de piedra que se alzaba detrás dela barra.

—Tomaré las de… ajo y jabón fresco.

—Ajo y jamón fresco —le corrigió Inga.

—Sí, mejor eso —afirmó Kurt.

—¿Verdura salteada, en puré o hervida?

—En puré.

—¿Y de postre?

Kurt meneó la cabeza.

—La última vez que comí aquí estuve acribillando el retrete durante tres días. Antes de aventurarme con el siguiente plato comprobemos si tolero las salchichas.

—Una decisión muy sabia —señaló Inga—. Regresaré en unos minutos.

La camarera se alejó pavoneándose hacia la cocina, pero antes de llegar se detuvo un instante para abofetear a un mediano que intentaba mirarle por debajo de la falda manchada de hollín.

Kurt apuró la cerveza paladeando los sabores peleones del lúpulo y la miel mientras escudriñaba a los demás bebedores. La mayoría de los rostros le resultaban familiares: estibadores de Suiddock que ganaban lo suficiente con su duro trabajo en el puerto como para vivir en la isla menos violenta y peligrosa de Marienburgo, comerciantes ambulantes cansados tras un día agotador yendo y viniendo por los estrechos y tortuosos callejones y pasajes de la ciudad, un puñado de achispados medianos buscando pelea con cualquiera que los mirara directamente a los ojos, y una figura solitaria en el rincón opuesto, envuelta en una capa oscura y con el rostro oculto bajo una capucha, y que se valía de las sombras para mantenerse oculta. Kurt no dudó un instante de que aquél era el individuo que debía tener vigilado. Había estado en más reyertas de taberna de las que le correspondían y había luchado en demasiados campos de batalla sangrientos como para no reconocer un problema cuando lo tenía delante de los ojos. Deslizó con aire despreocupado la mano que le quedaba libre hacia la maciza porra asegurada a su cintura por una correa de cuero. La amenaza de violencia flotaba en el aire como una furiosa y atroz tormenta eléctrica que se aproxima a tierra desde mar adentro. Sólo quedaba por ver si le daría tiempo a comer antes de que saltara la chispa que prendiera la furia latente en la taberna.

* * *

El extraño condujo a Arullen por el desconcertante laberinto de túneles y pasadizos, algunos tan estrechos que el elfo se vio obligado a atravesar de costado los angostos y claustrofóbicos espacios. Cada nuevo paso por las hediondas aguas que crecían paulatinamente era más duro que el anterior, y Arullen comprendió que la marea debía de estar subiendo. «Llevo tanto tiempo debajo del suelo que he perdido la noción del tiempo», dijo para sus adentros. Entretanto, a medida que los perseguidores del elfo se acercaban, aumentaba el volumen del chirrido; también su fetidez se volvía más intensa y llegaba hasta ellos como las gotas pulverizadas de una ola poderosa, hasta que llegó un momento en que el ruido y el rancio olor vencieron a Arullen y el elfo se dio la vuelta para encarar la horda que se cernía sobre él, aferrando la daga con el puño totalmente cerrado alrededor de la empuñadura.

Arullen advirtió unos movimientos en la oscuridad y distinguió las figuras que se acercaban a la carrera. Vislumbró brevemente sus rostros y se le heló la sangre.

—Ya están aquí —susurró al extraño—. ¡Es demasiado tarde! ¡Ya están aquí!

Entonces lo tiraron violentamente y su cráneo impactó contra la esquina pedregosa de un pasadizo. Los dedos que lo aferraban lo introdujeron por un hueco tan estrecho que el tejido de su túnica se rasgó por delante y por detrás. Las manos del extraño tantearon el cuerpo de Arullen y le desgarraron la vestimenta; las uñas irregularmente recortadas se hundieron en su piel y se clavaron en la carne que revestía los huesos. El elfo se miró las manos y se dio cuenta de que había perdido la daga. No disponía de ningún arma para arremeter contra el enemigo antes de que lo atacaran y barruntó que había llegado su fin.

El torrente de perseguidores cruzó en tropel la entrada del pasadizo y se perdió a la carrera por el túnel donde escasos instantes antes había estado el elfo. La interminable oleada de criaturas voraces —docenas y más docenas— pasó de largo cuchicheando entre sí en una horrenda lengua gutural de su propia invención y con los despiadados ojos negros refulgiendo de furia. Arullen aguzó el oído mientras pasaban para contar cuántos elementos componían la horda, y que ya sumaban más de cien cuando el tumulto empezó a debilitarse. Otro centenar desfiló durante el siguiente minuto; hasta que por fin pasó renqueando el último, el más débil del pelotón.

Arullen había contenido la respiración mientras pasaban, tratando de mantenerse como una tumba, y sólo abrió los ojos cuando el chirrido cesó.

—Éste es el camino a tu salvación —dijo el extraño—. Ven. No tardarán en darse cuenta de su error y regresarán. No disponemos de mucho tiempo para alcanzar un lugar seguro.

Arullen se dejó arrastrar por el desconocido hacia el interior del pasadizo, cuyas paredes eran cada vez más estrechas. Justo cuando pensó que ya no podría continuar, el pasadizo se abrió abruptamente en otra cámara subterránea, que en este caso disponía de una diminuta ventana con barrotes en el techo que permitía entrever el cielo nocturno. El elfo levantó la mirada y sintió la gloria del reflejo de la luna en forma de hoz bañándole el rostro.

—Gracias —exclamó Arullen volviéndose hacia su salvador.

El extraño extendió la mano con el puñal del elfo.

—¿Mío?

—Tuyo —respondió Arullen—, siempre y cuando me saques de aquí con vida.

El desconocido dejó caer la cabeza.

—¡Mío! —repitió.

Entonces clavó la daga en el abdomen de Arullen y retorció la hoja en la herida, a continuación extrajo el arma del cuerpo del elfo y lamió la daga hasta dejarla reluciente. De su lengua purulenta se escapó un hilo de sangre que goteaba sobre la mortaja.

Arullen se derrumbó sobre una rodilla mientras trataba de taponarse inútilmente la herida con las manos, pero el extraño se las rajó, obligándolo a apartarlas del enorme hueco irregular de la herida. El elfo cayó desplomado de espaldas contra la pared cenagosa, jadeando. El desconocido se acercó a él, formó un cuenco con las manos y las hundió en la herida, las giró repetidamente para abrirse paso por los bordes carnosos y se las ungió con la sangre del elfo. Finalmente las extrajo del cuerpo de Arullen produciendo un ruido de succión y algo que cayó al agua los salpicó.

El elfo contempló con incredulidad al extraño, que alzó las manos ensangrentadas y ofreció sus dedos teñidos de carmesí a la luz de la luna, acompañando la ofrenda con un conjuro que balbuceaba en un histérico tono de voz. Las palabras se confundían unas con otras, haciendo imposible comprender su significado ni su sentido. El desconocido hizo una pausa para escuchar, como si esperara que la luna en forma de hoz le respondiera. Aparentemente satisfecho, fue arrastrando los pies hacia una columna de piedra que se elevaba hasta el techo de la cámara y aporreó repetidamente la columna con las manos ensangrentadas, como si fuera la carne de la tabla de cortar de un carnicero, de nuevo acompañando los movimientos con la disparatada proclama. Cuando el extraño apartó las manos, Arullen habría jurado que acababa de ver cómo la estructura de piedra había absorbido la sangre, como si se hubiera bebido el espeso líquido carmesí.

—Hubo un tiempo en que fui monarca de este lugar —masculló el extraño—. Éste fue mi reino, mi dominio, hasta que la locura me reclamó y la anarquía desencadenó la revolución de mi cuerpo y de mi alma.

—¿Eras el rey de las catacumbas? —preguntó Arullen entrecortadamente, tratando de mantener el tono seco de su voz—. ¿Soberano de las cloacas? ¿Señor de los albañales?

—¡No de aquí abajo, elfo idiota! —Un dedo deformado apuntó hacia la luna, que se elevaba sobre sus cabezas al otro lado de los barrotes metálicos—. ¡De allí arriba! Aquél era mi mundo, mi lugar… mi hogar.

Arullen se valió de unas reservas de energía que hasta ese momento desconocía que tuviera para arrojarse desde el otro lado de la cámara y derribar al extraño, que cayó desplomado sobre la sopa que componía la mezcla de aguas residuales con el agua del mar. El elfo forcejeó con el extraño para hundirle el rostro pustuloso en el agua, regodeándose con el pataleo y el braceo desesperados de su oponente.

—¡Tú me has matado! —gruñó el elfo—. ¡Ahora me toca a mí!

Mantuvo sumergido al extraño durante un tiempo que le pareció una eternidad, hasta mucho después de que dejara de agitar las extremidades. Por fin retrocedió tambaleándose, tratando de recuperar el aliento entre jadeos y plenamente consciente de que se le escapaba la vida por la herida abierta en la cintura. Un mareo se apoderó de él y Arullen extendió el brazo hacia la pared y apoyó la mano ensangrentada en la columna de piedra, que le chupó la piel como un bebé succiona el pezón de un pecho y sorbió con voracidad la sangre que le cubría las palmas de las manos. El elfo herido, moribundo, consiguió retirar el brazo y maldijo su desmemoria. Cualquiera que fuera el monstruo que alojara aquella columna, Arullen no sentía ningún deseo de continuar alimentándolo, y sólo pensaba en alcanzar la superficie y alertar a los demás sobre lo que había presenciado en aquel infierno acuático del subsuelo. Echó un vistazo a su alrededor y eligió un pasadizo abovedado que se adentraba en la oscuridad. Regresar por el angosto corredor que lo había conducido hasta allí quedaba totalmente descartado, pues si atravesarlo ileso le había resultado dificultoso, sin duda moriría si trataba de volver sobre sus pasos, y la perspectiva de permanecer para la eternidad con los huesos entre aquellas paredes hasta que acabaran por salir arrastrados al mar no le producía ningún placer. «Por el pasadizo abovedado», se dijo el elfo, que torció el gesto de dolor y fue tambaleándose en esa dirección.

* * *

—Sólo lo preguntaré una vez —advirtió Kurt, asegurándose de que su autoritaria voz se proyectara de modo que llegara a todo aquel que todavía no había perdido la consciencia en La Gaviota y la Escupidera—. ¿Quién lanzó al primer mediano?

La trifulca había resultado inevitable. Desafortunadamente, había estallado en el preciso momento en el que Inga servía la carne y la sorpresa de salchicha y nabo al sargento con la mejor de sus sonrisas de invitación a la cama en los labios. Aunque eso era algo que hacía con frecuencia los Aubentag, pues su marido solía pasar fuera de casa el segundo día de la semana, dedicado a las entregas a los prisioneros y celadores de la isla de Rijker, y dejaba sola a su mujer, e Inga era conocida por su apego a una cama cálida.

Kurt había esquivado sus insinuaciones en otras ocasiones y, por supuesto, no tenía ninguna intención de sucumbir a sus licenciosos encantos aquella noche. Lo único que deseaba era comer algo, quizá otro pichel de cerveza y una tranquila noche de descanso en su propia cama, sin la compañía de Inga.

Lo que tenía, por el contrario, era una riña de taberna de una brutalidad y una ferocidad tales que únicamente cuatro individuos seguían en pie una vez que finalizó; entre ellos, dos medianos. Los otros dos eran la inquietante figura del rincón y, como no podía ser de otra manera, Kurt. La pelea se había iniciado cuando alguien había decidido dedicarse a la poco recreativa actividad de «lanzar al enano». Y puesto que no había enanos a mano, uno de los achispados medianos había sido obligado a cubrir su puesto, de modo que había volado sin ninguna gracia por el aire para terminar aterrizando con la cabeza entre los voluminosos pechos de Inga.

Aquello había provocado que la comida de Kurt saliera disparada por los aires, aunque había disfrutado de un vuelo considerablemente corto, pues las dos salchichas, todavía intactas, habían aterrizado limpiamente en los picheles de dos corpulentos estibadores, que se habían ofendido sobremanera al ver su preciada cerveza mancillada. Desde ese momento apenas habían transcurrido unos breves instantes antes de que el barullo se hubiera convertido en un caos de violencia. Kurt había contemplado con abatimiento cómo los puños contactaban con los rostros, las botas pateaban cuerpos y los bancos se convertían en arietes, y había hecho todo lo posible por mantenerse ajeno a aquella carnicería, algo que había logrado con éxito hasta que un estibador había decidido arremeter contra un ser de su tamaño tras lanzar contra el techo a un mediano de una patada.

—¡Tú! —le había gruñido el ebrio estibador, pronunciando esa única sílaba con grandes dificultades—. Tú eres el de las salchichas que…

Kurt había silenciado su acusación sacudiendo al fornido matón. A pesar de que era un hombre de una enorme envergadura, acostumbrado a levantar unos pesos que dejarían lisiadas a la mayoría de las bestias de carga, el estibador desconocía los rudimentos de una pelea y había caído al suelo hecho un amasijo desordenado de extremidades. Sus compañeros de bebida no se lo habían tomado muy bien y habían arrinconado a Kurt, formando entre los cuatro un semicírculo alrededor de él. El sargento de la guardia había recuperado la gorra negra del cinturón y la había sostenido delante de ellos para que la vieran.

—Soy un representante de la ley en esta ciudad. Mi trabajo es mantenerla paz. Si me atacáis…

Pero habían hecho caso omiso de su advertencia y el estibador que tenía al lado lo había embestido. Kurt había burlado la acometida echándose a un lado, y el atacante había hundido la cabeza en la maciza pared de piedra. Uno ya había caído, pero quedaban tres. El siguiente se había lanzado directo hacia Kurt con los brazos abiertos para asegurarse de que el sargento de la guardia no se le escapaba, pero Kurt había descargado su garrote en la mejilla derecha del agresor. La pieza de plomo alojada en el interior de la porra había hecho añicos el hueso facial del atacante, que había proferido un inconsolable alarido de dolor.

Habían caído dos, así que quedaban otros dos. Éstos habían permanecido de pie a cada lado de Kurt, observándolo con recelo y buscando un hueco para lanzarse sobre él. Lo habían visto deshacerse de sus camaradas de uno en uno, pero ¿no se impondría un ataque doble? Los estibadores se habían hecho un gesto con la cabeza y habían arremetido sin reparar en la viga que cruzaba sobre sus cabezas, en diagonal, de una pared a otra. Kurt había saltado en vertical y había flexionado sus largas piernas para esquivar el ataque, lo que había provocado que las cabezas de los estibadores chocaran entre sí. El tremendo crujido de sus cráneos había precedido el sonido ahogado de sus cuerpos desplomándose sobre el suelo húmedo y cubierto de lamparones de cerveza.

Kurt había balanceado las piernas un par de veces para ganar impulso antes de soltarse de la viga y aterrizar con agilidad de pie al otro lado de los tres hombres, que yacían inconscientes junto a su quejicoso compañero, quien estaba demasiado ocupado atendiéndose el rostro destrozado como para intentar otro ataque. El resto de los contendientes había caído durante el transcurso de la reyerta; algunos habían perdido el sentido y otros rezongaban por el dolor. Sólo quedaban en pie dos medianos y la inquietante figura del rincón. Inga estaba agazapada bajo una mesa, aunque sus gemidos no eran ni por asomo de dolor, a juzgar por su frecuencia y por la presencia del propietario de La Gaviota y la Escupidera debajo de ella.

—¡Inga, por el amor de Manann, baja la voz! —exclamó Kurt antes de repetir la pregunta sobre el lanzamiento del mediano que había desencadenado la trifulca.

—Creo que fue uno de los majaderos que han acabado inconscientes después de intentar atacarlo —respondió la figura del rincón emergiendo de las sombras.

Kurt se sorprendió de la suavidad de su voz, y se sorprendió aún más cuando se levantó la capucha y dejó al descubierto el rostro de una hermosa joven. El cabello castaño le caía como una cascada alrededor de sus facciones en forma de corazón, y sus cálidos ojos brillaban con excitación posados en el sargento de la guardia.

—Probablemente el que todavía tiene la cabeza incrustada en la pared de piedra.

—Muy bien —dijo Kurt—. El dolor que sentirá cuando se despierte por la mañana lo convencerá para pensárselo antes de volver a lanzar medianos por los aires. —Inspeccionó el resto de los cuerpos sangrientos desparramados por la taberna—. Al parecer, usted se ha mantenido al margen de la pelea.

—Sólo he venido para entregar un mensaje.

—¿Un mensaje? ¿A quién?

—A usted —contestó con una sonrisa jugueteando en los labios—. Entiendo que usted es Kurt Schnell, sargento de la guardia de esta zona de Goudberg. ¿Estoy en lo correcto?

—Así es. ¿Cuál es el mensaje?

—Debe presentarse en el despacho del comandante al amanecer, donde se le asignará un nuevo destino… Antes de que me pregunte, desconozco los detalles. Yo debo regresar e informar de la impresión que me ha causado. ¿Le gustaría que dijera algo en particular?

—La verdad será suficiente —respondió Kurt, sin ningún interés en entrar en juegos políticos ni de cualquier otro tipo con la emisaria.

La joven ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Siempre va con la verdad por delante?

—Considero que es la manera más sencilla de recordar las cosas. Las mentiras requieren un esfuerzo mayor.

La emisaria asintió comprensivamente y se dio la vuelta cortando el aire con el arco que trazó su capa negra. Cuando ya alcanzaba la puerta de salida de la taberna, se detuvo un instante y lanzó una mirada a Kurt volviendo el rostro.

—Por cierto, mi nombre es Belladonna Speer. Sospecho que volveremos a vernos, sargento Schnell. —Y desapareció en la negrura de la noche que se desplegaba en el exterior.

Inga reapareció de debajo de la mesa donde se había refugiado del barullo.

—¿Ya ha terminado?

Kurt no pudo reprimir una sonrisa.

—Presumo que la diversión no ha hecho más que comenzar.

* * *

Arullen avanzaba tambaleándose por la oscuridad. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía ni de cómo era capaz de seguir caminando. Tenía los dedos entumecidos y sus piernas eran como dos rocas, demasiado pesadas para levantarlas en las infectas aguas de las catacumbas, que ya le cubrían hasta la cintura. Aun así, continuaba arrastrándose con dificultad, apretándose con una mano la herida del abdomen mientras que con la otra se aferraba a las abovedadas y cenagosas paredes. No le cabía duda alguna de que ya debería estar muerto; sin embargo, algo le impedía detenerse y lo animaba a continuar. El elfo no quería perecer en aquel agujero y convertirse en carroña para las alimañas y los demás moradores de las cloacas. Había descendido a las catacumbas con tres hermanos, atraídos por los relatos sobre los extraños objetos que podían hallarse en aquellos inmundos túneles y cámaras. Según los mitos, una vez un navío elfo había colisionado con las rocas de Riddra y había volcado en aquellas aguas un cargamento de joyas extraordinarias. Parte del tesoro había sido recuperado, pero el resto había desaparecido con la marea. Si se concedía veracidad a la leyenda, el grueso del cargamento había sido arrastrado hasta las catacumbas por las corrientes provocadas por la misma tormenta que había destrozado el barco, y había permanecido bajo la superficie generación tras generación, aguardando a los elfos que tuvieran la valentía y el atrevimiento necesarios para aventurarse por las catacumbas, recuperar el cargamento y llevarlo de regreso al distrito élfico.

Arullen había convencido a tres hermanos para introducirse en las catacumbas junto con él, pero su búsqueda se había revelado una estupidez y una tragedia, muy alejada de una acción valerosa e intrépida. Los demás habían perecido despedazados por los monstruos voraces, y todo lo que Arullen había recuperado se reducía a un solitario broche de plata que sus manos habían hallado sondeando la oscuridad. Extrajo el broche de su vestimenta ensangrentada y miró fijamente el fragmento de piedra insertado en la joya; un minúsculo brillo de luz trémula destelló en la piedra sin pulir y un murmullo llenó la cabeza de Arullen de ideas sombrías, insistiéndole en que regresara y se entregara a los seres que lo asediaban. «No, no lo haré —decidió apartando el broche de su vista—. Debo alcanzar la superficie». «Concédeme morir con la luz de la luna bañándome el rostro y moriré feliz», pensó.

Había otra razón para no detenerse: debía advertir a sus hermanos, avisarlos del inminente cataclismo. A menos que se diera la alarma, lo que los acechaba desde allí debajo —oculto en la penumbra— arrasaría Marienburgo sin hacer distinciones entre elfos y hombres, medianos o enanos, y si Marienburgo sucumbía a esas pesadillas podría desatar el reinado del Caos, y un horror inimaginable se extendería por el Viejo Mundo. El Imperio continuaba acuciado por el legado de su lucha contra el Caos y no resistiría otra guerra tan pronto. Arullen sabía que no sobreviviría mucho más tiempo, pero aún podía prevenir a los habitantes de la ciudad, y ellos se prepararían para el terror que se avecinaba. Era lo mínimo que debía a sus hermanos fallecidos, de modo que siguió avanzando tambaleándose, con sus delicadas y afiladas facciones empapadas de sudor y pálidas por culpa del miedo y del sufrimiento.

Un dolor punzante e irregular le atravesó el cuerpo y le llevó a los labios un grito involuntario de desesperación. Se detuvo y reclinó la espalda contra la pared curva; cerró los ojos, acuciado por el dolor. Tenía un objeto afilado dentro de la herida que estaba destrozándole los intestinos, desgarrándolos lentamente. La punta de la daga debía de haberse roto en su interior al impactar con un hueso y ahora enfilaba hacia el corazón, ascendiendo por su cuerpo para matarlo.

Vaya ironía. El hechizo que yacía en su hoja para asegurarse de que la daga siempre fuera contra su objetivo ahora se volvía contra él. La madre de Arullen siempre le había dicho que inmiscuirse en la magia le ocasionaría la muerte. Como siempre, el destino iba a demostrar que tenía razón. Pero no era el momento para la autocompasión.

Arullen abrió los ojos de nuevo y respiró entrecortadamente. Ahora la iluminación del túnel era mayor. La luz se introducía en el hueco del pasadizo por un recodo que se formaba más adelante. El elfo se detuvo y aguzó el oído tratando de descubrir alguna pista de los perseguidores que lo acechaban, pero sólo advirtió el sonido del agua que lamia las paredes. Arullen avanzó a duras penas hacia la curva del túnel y la luz que provenía de más allá. Quizá no se trataba más que de otro cúmulo de gusanos luminiscentes comedores de carne, pero era una razón para continuar. El elfo rompió a reír cuando giró y descubrió el origen real de la luz. Una estrecha escalera de piedra se elevaba desde las catacumbas, y la luz se desparramaba desde los escalones superiores junto a la primera bocanada de aire limpio que Arullen había respirado en horas. Lo había conseguido. Contra todo pronóstico, había encontrado una salida de aquel laberinto.

Si hubiera podido, el elfo habría echado a correr hacia la escalera. Sin embargo, caminó con dificultad, respirando entre jadeos. La punta de la daga se acercaba aún más a su corazón con cada paso que daba. Por fin alcanzó los escalones inferiores y se aferró a la Vetusta barandilla metálica que conducía a la superficie.

—¡Socorro…! ——gritó. Sin embargo, su voz sonó débil y poco convincente—. ¡Por favor! ¡Que alguien me ayude!

Pero nadie lo oyó. Nadie acudió a su rescate. Así que el moribundo elfo emprendió la ascensión por la escalera, arrastrándose de escalón en escalón, reptando hacia la libertad. Los destellos fugaces de la luz de la luna lo empujaban a continuar, lo exhortaban en su ascensión, lo reclamaban para que acudiera a su abrazo.

Apareció en un angosto saliente que se asomaba sobre un estrecho canal secundario. Arullen no tenía ni idea de en qué parte de Marienburgo se encontraba, pero no le preocupaba. Había escapado de las penalidades del subsuelo y eso era lo único que importaba. Avanzó por el saliente y llegó a un sendero más ancho. No vio a nadie; sin embargo, esa circunstancia no duraría demasiado. Era rara la ocasión en que Marienburgo dormía, pues el corazón palpitante de su economía basada en el comercio requería una atención constante y un inquebrantable empuje para sostenerse. Arullen se detuvo un momento y miró en todas direcciones buscando a alguien, a quien fuera, para que lo ayudara. No le cabía ninguna duda de que su familia pagaría una apreciable recompensa a quienes salvaran a su hijo.

Oyó el sonido de pesadas y veloces pisadas que se dirigían hacia él por su espalda. «Por fin», pensó Arullen, y una sensación de alivio empezó a recorrerle el cuerpo. Se volvió para encarar las figuras que se aproximaban con una leve sonrisa en los labios.

—Por favor, necesito ayuda… —empezó a decir, pero entonces su mirada reparó en las alargadas y oxidadas hojas que se alzaban y en el brillo asesino y malévolo de los ojos de sus portadores.

Después de todo no había logrado escapar. Lo habían seguido hasta allí arriba y ahora estaban a punto de terminar el trabajo que el extraño encorvado había comenzado. Ya daba igual lo que ocurriera; sin embargo, debía evitar a toda costa que descubrieran el broche que ocultaba en el cuerpo. Retrocedió tambaleándose, agitando un brazo como una hélice en dirección al enemigo que se acercaba para distraerlo mientras buscaba el broche en el interior de su vestimenta con la otra mano. Cuando lo encontró, lo dejó caer en las sombras y echó a correr por la penumbra, presintiendo que había una figura frente a él.

—¡Los hijos de la casa de Silvermoon no se entregan, monstruo! —bramó—. ¡Tu muerte será mi legado!

* * *

Un terrible aullido de dolor y congoja resonó fugazmente en el Puente de los Tres Céntimos, pero nadie reaccionó, nadie acudió a la carrera para ver qué ocurría o si podía prestar auxilio a aquella alma que padecía. No era lugar para obrar así. En cualquier otra parte de Marienburgo un grito en la noche congregaba vecinos y provocaba preocupación. A lo largo del Puente de los Tres Céntimos y de las calles adoquinadas que desembocaban en él nadie oyó nada y fueron menos los que se inquietaron. No se abrieron postigos para comprobar lo que sucedía y nadie levantó un dedo para ayudar a Arullen Silvermoon mientras moría. De todas las zonas de aquella metrópoli marítima había elegido el distrito equivocado para ser asesinado. Las reglas de la ley no significaban nada en las proximidades del Puente de los Tres Céntimos.