EPÍLOGO
Skartooth despertó en un profundo desfiladero. Se le había desgarrado la capucha, el cráneo de rata se le había desprendido y lo había perdido durante su caída en picado por encima del borde de la meseta. Unos ruidos, como si alguien mascara huesos y succionara carne, llegaban de lo alto. Aturdido y magullado, luciendo numerosos cortes y rasguños, el caudillo goblin se puso en pie con gran dificultad. Algo se le clavó en el pie descalzo, que llevaba envuelto en vendas sucias y negras. Skartooth hizo una mueca de dolor al notar que sangraba. Bajó la mirada dispuesto a desahogar su diminuta cólera en cualquier roca o piedra afilada que lo hubiera cortado. Se quedó boquiabierto. ¡Bajo su pie estaba el collar de hierro, el que Fangrak le había robado!
Se llevó el objeto al pecho rápidamente y se alejó corriendo. El goblin era plenamente consciente de las crecientes sombras que se extendían en las cuevas cercanas y, aunque no le gustaba el sol abrasador que brillaba en lo alto, lo ponía nervioso pensar en qué cosas podrían morar en esos lugares. También había que tener en cuenta la posibilidad de encontrar orcos y goblins desafectos. Lo más probable era que no recibieran demasiado bien a Skartooth después de su vil derrota, a pesar de que el fracaso fuera culpa de Fangrak.
Skartooth siguió un largo sendero que bajaba por el desfiladero, aprovechando los riscos que sobresalían por encima y evitando lo peor de la intensa luz del sol. No duró mucho, pues algo que acechaba en la penumbra le aceleró el corazón e hizo que se le erizara el pelo. Se arriesgó a entrar en una profunda cueva, con una abertura tan estrecha que era imposible que ninguna bestia de gran tamaño pudiera residir allí.
El caudillo goblin no consiguió dominar su miedo y fue dejando un reguero de orina a su paso, que se iba enfriando mientras se adentraba en una extensa caverna. Rayos de brumosa luz de sol descendían desde un anfiteatro natural e iluminaban un trozo grande de suelo. Skartooth sintió de nuevo el corazón en la boca al ver unos huesos blanqueados.
Algo se movió detrás del goblin, algo que no había visto al adentrarse. Un aliento caliente le lamió la nuca. Skartooth se dio la vuelta despacio y se encontró cara a cara con una enorme criatura con aspecto de lagarto, dotada de una cabeza gruesa y escamosa parecida a un ariete y amplias alas planas. Skartooth había visto criaturas similares: se trataba de un wyvern. El chamán al que le había robado el collar de hierro montaba una de esas bestias.
El wyvern silbó mostrando los colmillos. Skartooth se ensució y retrocedió hacia la luz. Trepó sobre el nido de huesos y desprendió cráneos y costillas con los pies en su huida. El wyvern lo siguió. Skartooth se fijó en que sólo tenía un cuerno; el otro estaba cortado casi en la base. La bestia gruñó y sacudió una cola áspera que terminaba en una púa venenosa y de aspecto feroz. Cuando abrió la boca, preparándose para devorar el escaso bocado que suponía Skartooth, el caudillo goblin alzó los brazos en un vano intento de rechazarlo y cerró los ojos mientras aguardaba a que llegara el final.
El wyvern cejó de inmediato en su intento y silbó en señal de obediencia.
Skartooth abrió los ojos al darse cuenta de que no estaba languideciendo en la garganta del wyvern y vio que la criatura se había retirado. El collar brillaba con calidez en su mano extendida. Skartooth lo blandió delante de él.
—Inclínate ante mí —murmuró con vacilación.
El wyvern se apoyó en los nudillos y bajó la cabeza con actitud sumisa.
Una sonrisa malévola se extendió por la cara del goblin.
—Skartooth tiene un wyvern.