QUINCE

QUINCE

Uthor había descendido a un barranco del fuego. Allí en las entrañas de la tierra, la sangre de la montaña corría en gruesos canales de lava. Una abrasadora calina emanaba de los densos ríos de magma y gotas de llamas saltaban de vez en cuando en la superficie. Grupos de rocas ígneas flotaban en los afluentes de lava, desplazándose como archipiélagos en miniatura, y llegaban hasta donde alcanzaba la vista.

Unas columnas, talladas en la roca en los primeros días del mundo, sostenían un techo acanalado que se alzaba en medio de una densa cortina de humo negro grisáceo.

—No me gusta el aspecto de esta senda —comentó Rorek, que sudaba profusamente.

Un camino largo y ancho se extendía ante ellos, salpicado de grietas que escupían intermitentes columnas de vapor y rocas afiladas y salientes.

—Es el único camino que nos queda —le dijo Uthor agotado.

Al señor del clan de Kadrin le costaba hablar. Los vapores hacían que las piernas y los brazos pesaran y los pulmones ardieran. Con la ayuda de una brisa árida que privaba de aliento y voluntad, el efecto resultaba agobiante.

—En ese caso, es por donde debemos ir. —Emelda hizo acopio de toda su determinación mientras se tragaba el sabor del hollín y la ceniza que notaba en la lengua.

Después de la Barduraz Varn y el estrecho puente, los tres habían descansado un momento en la meseta de piedra; ninguno de ellos había querido, ni había estado dispuesto, a hablar de la repentina aparición de Gromrund ni de lo que significaba para el martillador. Tras reunir fuerzas, habían seguido avanzando por corredores estrechos y desprovistos de luz, adentrándose cada vez más en la fortaleza, conscientes de que las aguas de la inundación podrían estar justo detrás de ellos.

En un momento dado, Rorek había reparado en una piedra indicadora grabada con escritura rúnica. Decía LA CARRETERA SOLITARIA: le habían puesto un nombre apropiado. Habían seguido adelante en silencio, sin encontrar más letreros ni indicios de adónde podrían estar dirigiéndose. Oían un estruendo constante por encima de ellos y pequeñas esquirlas de roca caían del techo y descendían por las paredes a medida que el Agua Negra hacía su trabajo. Entonces, por fin, los alcanzó: era una aplastante ola de tal furia que habían salido huyendo. Una antigua puerta les había obstaculizado la huida, pero juntos habían abierto el antiquísimo portal y lo habían bloqueado tras ellos con los últimos clavos que le quedaban a Rorek, para luego descender a las cuevas de magma situadas en el mismo nadir de la karak.

Emelda dio los primeros pasos por la meseta, siguiendo la ruta más sólida a través de una crujiente senda bordeada de montones de ceniza ardiente y rescoldos.

Uthor y Rorek la siguieron con vacilación.

—No os acerquéis a los bordes —les gritó.

Uthor atisbó por encima del límite de la desmoronadiza meseta, hacia los profundos pozos de lava hirviendo, que burbujeaban. Cuando una sección de roca se desprendió y cayó en la lava, sólo para que la devorase al instante, el señor del clan de Kadrin retrocedió y caminó un poco más rápido. La tierra se sacudió y el techo vibró mientras un estruendo sordo emanaba a través de él.

—¡Cuidado! —exclamó Uthor.

Emelda levantó la mirada y se echó a un lado de un salto mientras una punta de roca desplazada se derrumbaba y se clavaba donde ella había estado. La hija del clan se puso en pie, justo mientras Uthor llegaba, y se limpió rápidamente una fina pátina de abrasadoras cenizas.

—Tromm —musitó la noble con el rostro rojo y sudoroso.

—Tromm —replicó Uthor.

—Será mejor que no nos entretengamos —añadió Imelda, observando que más trozos de piedra chocaban contra el suelo y se hacían añicos.

Uthor asintió y los tres siguieron adelante apresuradamente.

* * *

Hakem había muerto. Ralkan lo sabía en su fuero interno, incluso aunque no lo hubiera visto caer. Galdrakk el Rojo era una leyenda, un sombrío relato para asustar a los barbilampiños con el fin de que se fueran a dormir o para burlarse de un wazzock. El custodio del saber no había creído ni por un momento que tal bestia aún existiera. Y, sin embargo, la había visto con sus propios ojos, incluso había visualizado su sino entre sus garras. Hakem había cambiado ese sino y lo había convertido en el suyo propio.

Ralkan maldijo en voz alta cuando dio un traspié y se golpeó la rodilla mientras buscaba a tientas en los corredores en sombras, tropezando a ciegas, sin saber dónde estaba pero desesperado por encontrar una salida. El honor tenía poca importancia para el custodio del saber en ese momento. Tenía que intentar sobrevivir o el noble sacrificio de Hakem, su gran hazaña, habría sido en vano. Ese pensamiento lo impulsaba y la certeza de que, en cuanto terminara con Hakem, el apetito de Galdrakk no se habría saciado y la bestia vendría a por más…

* * *

A Thratch le daba vueltas la cabeza. Olió a pelaje húmedo y se dio cuenta de que estaba mojado. La piedra fría le resultó dura y afilada contra la espalda. La mente se le llenó de recuerdos borrosos mientras se esforzaba por despertar del todo, de la batalla con los enanos, del terrible estruendo…

El enano pintado era rápido, quizás más rápido que Thratch. No, eso no era posible. Ningún guerrero —enano, piel verde ni skaven— lo había vencido nunca: incluso los asesinos del clan Eshin habían fracasado en todos sus torpes intentos de acabar con su vida. No, Thratch era el rey de sus dominios y ningún enano semidesnudo y sin pelo iba a cambiar eso.

Thratch se agachó por instinto y se vio obligado a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Más por un instinto de supervivencia que por su habilidad con la espada, el caudillo apartó la reluciente arma, y le soltó un gruñido de indiferencia a su enemigo.

Thratch atacó intentando destripar al gordo enano como si fuera un cerdo ensartado. La criatura pintada era rápida, pero no lo bastante, y el caudillo chilló con placer cuando le hizo un corte y luego lamió la sangre del enano de su arma. Su mente se llenó de frenesí al saborearla, la inminente muerte de su presa resultaba embriagadora. Thratch llevaría la cabeza del enano a modo de sombrero cuando lo matase.

El caudillo hizo descender un malintencionado golpe para rematarlo, pero el enano pintado desapareció en el momento de la victoria. Un dolor agudo estalló en la espalda de Thratch disipando su frenética sed de sangre. Su agudo oído de skaven oyó como las secciones partidas de chapa chocaban contra el suelo. Hubo un destello plateado cuando el enano pintado avanzó.

Thratch bloqueó frenéticamente la lluvia de golpes: ¡qué furia! El asta de la alabarda se partió bajo el ataque. Thratch le arrojó el extremo con la hoja a su atacante desesperadamente mientras combatía el impulso de soltar un chorro de almizcle del miedo y echar a correr. El skaven retrocedió un paso y estuvo a punto de huir. No, él era el señor de este reino. Thratch no había huido nunca; su fuerza era lo que lo señalaba para la grandeza, era justo lo que haría que el Consejo de los Trece se fijase en él y le consolidaría una respetada posición en los niveles más altos de Skavenblight.

Thratch desenvainó su espada. Avanzó corriendo e hirió al enano en el estómago. El skaven se relamió el hocico: qué suculentas debían saber sus entrañas Otro ataque, salvaje e implacable. El enano se estaba cansando, y Thratch podía sentirlo. Se estaba preparando para otra pasada, el golpe final, cuando el suelo comenzó a temblar. Thratch se mantuvo en pie utilizando la cola a modo de tercera pata.

Algo olía mal. Estaba empezando a tronar, podía oír los truenos acercándose con claridad. ¿Truenos? ¿Bajo tierra? Thratch se volvió. Una ola inmensa se alzó ante él, bordeada de burbujeante espuma blanca y plagada de cuerpos de skavens y enanos atrapados en sus fauces acuosas. A Thratch se le erizó el pelaje y abrió mucho los ojos con una vil sensación de terror al verse frente a la atronadora inundación. Expulsó el almizcle del miedo en el aire a la vez que la implacable ola se desplomaba…

Un dolor agudo estalló en la espalda de Thratch donde el enano pintado lo había alcanzado. El caudillo skaven hizo una mueca de dolor mientras se ponía en pie, tembloroso, y se limpiaba la sangre del hocico intentando recordar qué había ocurrido después de que la ola lo golpease. Los recuerdos eran escasos, como fragmentos de significado en el fondo de la mente. Al principio se hizo la oscuridad y luego todo sonido había desaparecido mientras se veía arrastrado hacia la penumbra.

Mientras intentaba reconstruir lo que había transcurrido entre entonces y ahora, Thratch deambulaba como un loco por las plantas de los enanos, demasiado aturdido e incoherente para hacer nada más. Un olor, débil pero claro, flotó hacia él en una brisa caliente. Thratch movió la nariz, el fétido olor a hollín e hierro le resultaba familiar. Era como bilis acre en la garganta: el odiado hedor de los enanos.

Thratch se enfureció mientras seguía la fetidez. Su guarida estaba inundada y lo más probable era que su máquina estuviera destruida y su ejército diezmado. Aún tenía su espada y, aunque estaba mellada y un poco torcida, eso era bueno. La necesitaría para vengarse.

* * *

—Por aquí —bramó Uthor, pisando con cuidado por un sendero de roca que caía en declive hacia una profunda y ondulante charca de fuego líquido.

Emelda lo seguía agotada. La noble se había desprendido de su armadura: pesaba demasiado y hacía mucho calor para seguir llevándola. Alrededor de su cintura, reflejando el brillo de la lava, resplandecía su cinturón, la única protección que le quedaba. Rorek iba detrás de la hija del clan, a cierta distancia, mientras el trío atravesaba el sendero cada vez más estrecho y se encontraba con un ancho túnel que ascendía pero que estaba plagado de sombras y pozos de llamas.

—¿Hueles eso? —preguntó el señor del clan de Kadrin, permitiendo que Emelda lo alcanzara.

—Yo sólo huelo fuego y cenizas —contestó la hija del clan con expresión demacrada.

—Respira hondo —le indicó.

Emelda cerró los ojos y realizó una inspiración larga y profunda. Más allá del olor del aire cargado de ceniza y chamuscado por el fuego había otro aroma: algo mucho más despejado y fresco.

—El mundo exterior —exclamó Emelda, abriendo los ojos, que se le estaban llenando de lágrimas.

—Y allí —añadió Uthor, señalando a lo lejos, hacia una tenue corona de luz— la salida.

—Hemos escapado… —dijo Emelda.

Su rostro se iluminó de júbilo y luego se crispó de una forma terrible por el dolor. El extremo de una hoja oxidada le atravesó salvajemente el pecho mientras la hija del clan escupía un espeso coágulo de sangre sobre la barba manchada de hollín de Uthor. Emelda se inclinó hacia delante a la vez que el lustre del cinturón rúnico se atenuaba levemente y le arrancaban la hoja del cuerpo. El señor del clan de Kadrin se acercó corriendo para coger a la noble y, detrás de su cuerpo que se desplomaba, vio el semblante de un fornido skaven que empuñaba una espada torcida y rota. La criatura sonrió abiertamente con malicia y le gruñó al enano.

Uthor, que sostenía a Emelda en sus brazos, estaba indefenso. Vio la espada brillante por la sangre preparada para asestar un segundo ataque, un ataque que acabaría con los dos. Uthor soltó a Emelda e intentó desenganchar su hacha, aunque ya sabía que sería demasiado tarde, que incluso tan cerca de la libertad su muerte estaba asegurada.

Rorek bramó un grito de guerra y se lanzó contra el roedor hacha en mano. La criatura se volvió, plenamente consciente de la presencia del ingeniero. Le lanzó una nube de ceniza ardiendo y rescoldos a Rorek en el ojo bueno. La carga del enano falló mientras se aferraba el rostro y gritaba. El ingeniero tropezó y se desplomó en el suelo.

Uthor se había puesto en pie, aunque le pesaban los brazos, listo para luchar. Se situó de manera protectora delante de Emelda, que yacía en el suelo. Rorek se encontraba lejos, a su izquierda, gimiendo de dolor y rodando hacia delante y hacia detrás. Delante de él estaba el caudillo roedor, ensangrentado y jadeando, y con los diminutos ojos llenos de sed de venganza.

El skaven debía haberlos seguido, los había adelantado de algún modo y había esperado en uno de los huecos en sombras para golpear. Había tantos escondites, tantos modos en los que los merodeadores ocultos podían atacar, y allí, en la meseta allanada del túnel, la criatura había decidido entrar en acción.

Las rocas caían con rapidez y abundantes chorros de agua brotaban del techo en varios lugares en los que la inundación había logrado abrirse paso.

Uthor le hizo frente al caudillo roedor, apartándose a un lado, despacio, y sin atreverse a limpiarse el reguero de sudor que le goteaba en los ojos.

—Venga, vamos —dijo de forma poco convincente, jadeando, y blandiendo el hacha de Ulfgan.

El caudillo skaven gorjeó con regocijo y estaba a punto de abalanzarse sobre el enano cuando otra figura salió de las sombras y se interpuso en su camino.

—Vete —ordenó Azgar, que tenía la espalda, tremendamente musculosa, cubierta de cortes—. Saca a los otros dos —añadió.

Él también debía haber sobrevivido a la inundación y seguido al caudillo roedor hasta llegar hasta ellos.

—Este ser y yo tenemos asuntos pendientes.

Con eso, Azgar cargó contra el roedor y lo hizo retroceder con una lluvia de feroces golpes.

El acero retumbó en los oídos de Uthor; el desprendimiento de rocas creaba un coro profundo y resonante mientras se acercaba a Emelda.

La hija del clan estaba pálida cuando la sostuvo en sus brazos, la luz se iba apagando en sus ojos.

—Déjame —le rogó con los labios manchados de sangre, su voz poco más que un murmullo áspero.

—Estamos cerca —susurró Uthor, protegiéndola instintivamente cuando un trozo de roca cayó y se hizo añicos cerca, salpicándolo con fragmentos cortantes—. Apóyate en mí —suplicó a la vez que intentaba situarse debajo de ella y usar su hombro a modo de muleta.

Emelda tosió y escupió sangre por la boca.

—No —logró decir—. No, no puedo.

Uthor la dejó en el suelo con cuidado.

—Voy al encuentro de mi padre —añadió con voz áspera, aferrando la mano de Uthor—. Dile al Gran Rey que morí con honor y que lleve a Dunrik a su lugar de descanso.

—Emelda…

La mano de la hija del clan cayó. Uthor apretó los ojos, sentía un dolor inconsolable. La ira lo empujó a la boca del estómago y abrió los ojos. Le quitó el cinturón a Emelda de la cintura con actitud reverente y lo aseguró alrededor de la suya. Cogió el hacha de Dunrik y se la ató a la espalda. Uthor se puso en pie mientras les murmuraba una plegaria a Valaya y a Gazul, y estaba punto de ir a por el roedor cuando oyó a Rorek sollozando cerca.

La furia del señor del clan de Kadrin se marchitó cuando posó la mirada en el ingeniero herido. Durante un momento sus ojos saltaron de allí a la forma batiéndose en duelo de Azgar, su hermano, que luchaba contra el caudillo skaven con fiereza. El hacha con cadena del matador se había hecho añicos y éste empuñaba el extremo roto como si fuera una tralla para contener al veloz roedor. Mientras Uthor miraba, una ardiente columna se abrió paso por el suelo, arrojando rocas y magma al aire. Otro chorro atravesó la superficie, luego otro y otro más. Azgar prácticamente se perdió al otro lado de la barrera de llamas.

* * *

—Te dije que todavía no habíamos terminado —le gruñó Azgar al caudillo skaven, y atacó.

El roedor paró el aluvión de golpes tambaleándose y luego contraatacó con furia. Por fin, la frenética arremetida de Azgar flaqueó y, cuando el matador asestó un golpe segador con su hacha, el caudillo se hizo a un lado y pisó la cadena. Una vez atrapada el arma, y sin pausa, el skaven hizo descender su espada a dos manos y cortó la cadena por la mitad.

Azgar retrocedió, desarmado, mientras llegaba el turno del skaven de atacar, y usó el trozo de cadena que le quedaba a modo de látigo para mantener a raya a la criatura. Gruesas gotas de sudor corrían por el cuerpo del matador, abriéndose paso por su marcada musculatura, mientras ellos luchaban sobre un estrecho precipicio. La lava bullía por debajo de los guerreros que se batían en duelo, escupiendo humo gaseoso e irradiando un intenso calor.

Detrás de él, Azgar oyó una rugiente erupción de llamas y magma a la vez que la cámara comenzaba a desintegrarse lentamente. Si se veía obligado a retroceder mucho más, el matador acabaría consumido en ella. En cambio, arremetió con la cadena una última vez, apartando de un golpe el arma del skaven sólo un momento, y se abalanzó contra el caudillo. El roedor lo mordió y lo arañó con fiereza, apuñalándolo con el pincho que tenía en la mano izquierda cuando se le cayó la espada, a medida que el matador aplastaba despacio el cuerpo de la criatura. El arma cayó en el charco de lava y se derritió. Haciendo caso omiso de las gravísimas heridas que le infligían, Azgar empujó hacia delante, levantando al caudillo skaven en un feroz y fuerte abrazo. El roedor clavó las garras en el suelo, intentando frenar el decidido empuje del matador, pero Azgar no iba a permitir que lo detuvieran. Estiró los brazos hacia el cuello de la criatura y, con las manos desnudas, arrancó un grupo de burdos puntos. El skaven chilló cuando lo hizo y la antigua herida se abrió con rapidez a la vez que Azgar alzaba a su presa más alto y la levantaba del suelo.

El borde del precipicio lo llamaba.

Azgar soltó un rugido y se lanzó, junto con el caudillo roedor, por el borde…

* * *

Una lucha poco precisa, pues los detalles se perdían, se desarrollaba a través de la reluciente calina mientras skaven y enano forcejeaban. Entonces cayeron por el borde del precipicio y la charca de lava los engulló.

—Hermano… —murmuró Uthor, que sintió que su pesar se multiplicaba por dos.

Sin tiempo para lamentarse, el señor del clan se acercó rápidamente a Rorek, lo levantó y se echó al ingeniero a la espalda con un gruñido.

—No puedo ver —dijo Rorek entre sollozos, mientras se restregaba el ojo recién destruido.

—Te pondrás bien, amigo mío —le aseguró Uthor, colocando un pie delante del otro, simplemente intentando no caerse.

—¿Nos vamos? —preguntó Rorek, y perdió el conocimiento.

—Sí —contestó Uthor—. Sí, nos vamos.

La cámara se sacudió con toda la furia natural de un terremoto cuando una bestia, tan antigua y sobrecogedora que Uthor sintió que la fuerza de sus piernas lo abandonaba, apareció en el amplio túnel detrás de las columnas de fuego. Incluso a través de las llamas Uthor advirtió que la criatura era un dragón: el dragón al que llamaban Galdrakk el Rojo y que era enemigo de sus antepasados. Con un potente batir de alas que hizo retroceder a Uthor tambaleándose, Galdrakk redujo el fuego y lo atravesó rápidamente. La lava silbó contra su piel escamosa, pero no hizo nada, salvo chamuscarla mientras la bestia caía pesadamente al otro lado.

Uthor encontró la fuerza para retroceder mientras el dragón lo contemplaba con avidez. La vil criatura tenía el hocico destrozado y el ojo derecho aplastado, como si hubiera luchado recientemente. Las heridas sólo servían para hacer que su aspecto resultara aún más aterrador. Un pensamiento llenó la mente de Uthor a medida que la bestia se aproximaba.

«No lo lograremos…»

Una potente avalancha de rocas se derrumbó encima de Galdrakk. La bestia era tan enorme que no pudo evitarlas. Una piedra afilada le atravesó la suave membrana del ala, y la bestia soltó un rugido de dolor, seguida de una pesada roca que le aporreó el hocico mientras otras le rebotaban en el lomo, el cuello y las patas delanteras.

Uthor echó a correr, con la cabeza gacha, mientras el techo se desplomaba y el atronador grito de Galdrakk resonaba tras él. Siguió corriendo sin atreverse a mirar atrás por temor a que la bestia pudiera seguir viva, que pudiera haber escapado y les estuviera pisando los talones. Uthor huyó hasta que salió, parpadeando, al resplandeciente día, donde en un cielo despejado lucía un sol parecido a un orbe sobre su cabeza. Incluso entonces siguió corriendo, abriéndose paso entre riscos, dejando atrás a toda prisa cuevas y salvando zonas de maleza y pedregales hasta que, jadeando tanto que pensó que le iban a estallar los pulmones, se desplomó en un claro rodeado de menhires grabados con runas. Reconoció el sigil de Grungni mientras se le empañaba la vista y cayó inconsciente.

* * *

Se trataba de un altar a los dioses antepasados. Se podían ver runas para Grungni, Valaya, Grimnir y sus hijos menores sobre los amenazadores menhires, que parecían las paredes de alguna ciudadela impenetrable.

Uthor estaba sentado delante de una pequeña hoguera mientras las leía todas y cada una. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero ninguna bestia los había molestado ni a Rorek ni a él mientras yacían en la tierra desnuda.

Por lo que Uthor podía deducir, habían salido muy al sur de Karak Varn, junto a un afluente del río de la Calavera, que fluía tranquilamente por debajo de ellos en un estrecho desfiladero. Las muertes de sus compañeros suponían un gran peso para él, pero ninguna tanto como la de Emelda. Por eso y por no cumplir su juramento, habría un ajuste de cuentas.

Rorek estaba despertando y eso apartó al señor del clan de Kadrin de sus melancólicos pensamientos.

—¿Dónde estoy? —preguntó el ingeniero, parpadeando con el ojo marcado por el fuego, que tenía en carne viva y ennegrecido debido a la ceniza ardiente—. Estoy… Estoy ciego —dijo, tratando de ponerse en pie mientras empezaba a entrarle el pánico.

Uthor le apoyó una mano en el hombro.

—Tranquilo, estás entre amigos.

—¿Uthor…?

—Sí, soy yo.

—Uthor, no puedo ver.

La voz del ingeniero dejaba traslucir cierta histeria, pero se volvió a recostar.

—Ya lo sé —contestó el señor del clan de Kadrin, afligido, mientras contemplaba la esfera blanca y lechosa del que en otro tiempo había sido el ojo bueno de Rorek.

El señor del clan de Kadrin había esperado que quizás la pérdida de visión no fuera permanente, pero a la fuerte luz del día la herida tenía un aspecto muy grave. Él le había ocasionado eso a Rorek.

—Huelo aire libre, hierba y agua dulce, y siento el viento en la cara. ¿Dónde estamos? —quiso saber el ingeniero.

—Cerca del río de la Calavera, al sureste de Karak Varn y, según mis cálculos, a un día de marcha a través de las montañas hasta el Pico Eterno —le explicó Uthor.

—¿Vamos a acompañar a lady Emelda de regreso a Karaz-a-Karak? —preguntó el ingeniero.

—No, Rorek. Emelda cayó.

Uthor no pudo evitar que su voz reflejara un tono sombrío.

—Entonces, ¿somos los únicos supervivientes?

—Sí, así es.

Un sonido más allá del círculo del altar rompió el silencio. Uthor se puso en pie, hacha en mano.

—¿Qué pasa? —Rorek se estaba dejando llevar por el pánico de nuevo.

—Quédate aquí —susurró Uthor.

El señor del clan de Kadrin salió del círculo sigilosamente y se agachó pegado al suelo, usando las largas gramíneas y las rocas desperdigadas para cubrir su avance.

Algo se movía hacia él bajo la protección de un saliente de tierra.

Uthor se agachó para coger un puñado de piedrecillas y lo lanzó por delante de él. Luego aferró su arma y, ocultándose en las sombras, aguardó a que su presa se acercara.

—Por Grimnir —susurró entre dientes—, voy a hacerte pedazos.

La piedra crujió cuando lo que fuera que se acercaba pisó unas piedras haciendo mucho ruido.

Uthor salió de un salto de su escondite rugiendo y con el hacha en alto, listo para matar.

Ralkan se apartó del repentino ataque y retrocedió. El arma de Uthor hendió el aire tras él.

—¡Custodio del saber! —exclamó Uthor a la vez que bajaba el arma y corría en ayuda de Ralkan mientras éste se dejaba caer sentado sobre el trasero.

—¿Estoy libre? —preguntó Ralkan con temor—. ¿Estoy vivo?

—Sí. Sí, estás libre y vivo.

Uthor estiró la mano para ayudar a Ralkan a ponerse en pie.

—¡Uthor! —Era Rorek.

El señor del clan de Kadrin se volvió, a la vez que levantaba a Ralkan, y vio al ingeniero acercándose a él tambaleándose, hacha en mano.

—¿Son grobis? ¿Roedores? Indícame dónde están —gruñó—. Aún puedo derramar sangre de piel verde.

—Espera —repuso Uthor con voz exultante—. Es Ralkan. ¡El custodio del saber está vivo!

»Dime, Ralkan, ¿sabes algo de alguno de nuestros otros hermanos?

El rostro del custodio del saber se ensombreció.

—Sí —contestó simplemente.

* * *

El camino de regreso al Pico Eterno fue lento y laborioso, pues la ceguera de Rorek imposibilitaba cualquier escalada de cierta importancia, y se llevó a cabo en silenciosa remembranza. De todas formas, Uthor quería evitar la mayor parte de los riscos montañosos. Eran lugares malignos, plagados de monstruos, y los tres enanos no estaban en condiciones de luchar. En lugar de eso, se dirigieron hacia el sur, siguiendo la lánguida corriente del río de la Calavera, manteniéndose en los bajíos, y descendieron hacia un tupido bosque. Los lobos los acosaron bajo la falsa oscuridad del enramado de los árboles y en más de una ocasión Uthor se vio obligado a sacarlos del sendero y ocultarlos en el amplio tronco de algún roble enorme al oír el parloteo de los goblins. Lo sacaba de quicio tener que esconderse en las sombras, pero el peligro acechaba a cada paso y si llamaban la atención de aunque fuera el depredador más inofensivo, su muerte sería segura.

Karaz-a-Karak era una sombra inmensa e impresionante en un horizonte desteñido por el sol cuando al fin llegaron hasta allí; la ardiente esfera aparecía roja y sangrante en un cielo cada vez más oscuro que amenazaba con la llegada de la noche, cuando se manifestarían los auténticos peligros de la naturaleza.

Con un gran peso en el corazón y en los pies, los tres enanos recorrieron el sendero de terracota dorada y piedra gris que conducía a la imponente puerta de la capital enana. Habían transcurrido muchos meses desde que habían partido del Pico Eterno. No sería un reencuentro feliz.

* * *

Uthor mantenía la cabeza gacha. Se encontraba solo en la Corte del Gran Rey, ya que tanto Rorek como Ralkan estaban siendo atendidos por las sacerdotisas de Valaya en unas antecámaras.

—Uthor, hijo de Algrim —tronó lawoz de Skorri Morgrimson, Gran Rey de Karaz-a-Karak—. Has regresado con nosotros.

—Sí, mi rey —respondió Uthor con la debida deferencia.

El señor del clan de Kadrin se apoyó en una rodilla. Mantuvo la vista clavada en el suelo, pues no se atrevía a mirar al Gran Rey a la cara.

—¿Y qué ha sido de Karak Varn? —preguntó el Gran Rey.

Uthor se armó de valor mientras trataba de encontrar las palabras para relatar su fracaso.

—Habla rápido —dijo irritado el Gran Rey—. ¡Partimos para Ungor esta misma noche!

Uthor levantó la mirada.

El Gran Rey estaba sentado en el gran Trono del Poder y vestía toda su panoplia de guerra. Ataviado con una reluciente armadura rúnica como las que forjaba el venerable Skaldour en la antigüedad, con la corona del dragón descansando con orgullo sobre la frente prominente y el hacha de Grimnir aferrada en la mano, Skorri Morgrimson resultaba aterrador. En la otra mano sostenía una pluma, cuyo extremo estaba manchado de lo que parecía ser tinta carmesí. Delante del Gran Rey, sobre un elaborado atril dorado, se hallaba el Dammaz Kron. El Gran Libro de Agravios estaba abierto en una página en blanco.

El hijo del rey, Furgil, permanecía detrás de él, también listo para la guerra. El Consejo de Mayores había recibido permiso para retirarse; sólo estaban presentes el maestro del saber del Gran Rey, su guardaespaldas martillador y Bromgar, el guardián de la puerta al que Uthor había conocido muchos meses atrás.

—Karak Varn ha caído. Nuestra expedición fracasó.

Las palabras fueron como espadas calientes en el corazón de Uthor mientras permanecía genuflexo ante su rey.

—¿Supervivientes? —inquirió el Gran Rey, observando que el señor de clan de Kadrin era el único presente en su fortaleza.

—Sólo los tres que hemos llegado al Pico Eterno.

El rostro de Skorri Morgrimson se ensombreció ante tal admisión.

—Mi señor —añadió Uthor, al que empezó a ahogársele la voz mientras le tendía el cinto rúnico—. Hay algo que no sabes.

El Gran Rey abrió mucho los ojos al reconocer el cinturón.

—No… —musitó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Mi señor —repitió Uthor, haciendo acopio de resolución—. Emelda Skorrisdottir, hija del clan de la casa real de Karaz-a-Karak nos acompañó en nuestra misión pero cayó ante las hordas de roedores. Murió con honor.

—Dreng tromm —masculló el rey mientras se mesaba la barba y las lagrimas le corrían por el rostro—. Dreng tromm.

Bromgar se acercó a Uthor y cogió el cinturón de sus manos para presentárselo solemnemente a su rey. Skorri Morgrimson trazó con los dedos las runas salpicadas de sangre grabadas en la superficie como si acariciara el rostro de la misma Emelda.

—Llévatelo —susurró, apartando la mirada del objeto ensangrentado.

Cuando volvió a clavar los ojos en Uthor, todo asomo de pesar y angustia desapareció del rostro del Gran Rey, que se volvió duro como la piedra.

—Al menos puedes mirarme a la cara y decirlo —comentó el Gran Rey con frialdad.

»Quedas desterrado —añadió simplemente, adoptando un tono más fuerte y vengativo—, expulsado. Tu nombre y el de tus compañeros se grabarán con sangre en el Dammaz Kron y no se tacharán nunca… ¡Nunca! —sentenció furioso mientras se levantaba de su trono y partía la pluma en dos.

Uthor tembló ante la ira del Gran Rey, pero se mantuvo firme.

—Abandona este lugar, unbaraki. ¡Desde este momento quedas expulsado!

Unos martilladores se acercaron desde los blancos de la estancia y se llevaron a Uthor, al que tuvieron que ayudar a ponerse en pie: tal era la magnitud de su vergüenza.

* * *

A la mañana siguiente, mientras las grandes puertas del Pico Eterno se cerraban con gran estruendo tras ellos, Uthor dirigió la mirada hacia el cielo. Ráfagas de nieve se iban acumulando en medio de nubes cada vez más oscuras y un toque de gélida escarcha salpicaba las gramíneas silvestres. El otoño estaba llegando a su fin y en unas semanas, comenzaría el invierno. Uthor pensó en Skorri Morgrimson mientras el Gran Rey conducía a su ejército hacia Karak Ungor: grandes columnas de dawis marchando resueltos a vengarse bajo el tenue brillo del sol, y en los estandartes, y entre el redoble de los tambores y el estruendo de los cuernos. Hubo un tiempo en el que al señor del clan de Kadrin le habría entusiasmado formar parte de tal asamblea: ahora no veía el momento de encontrarse lo más lejos posible.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Rorek.

Ralkan lo guiaba con expresión ausente. El ingeniero llevaba una venda sobre los ojos y había renunciado al parche.

Ralkan ya no portaba el libro de los recuerdos. Se lo habían quedado los maestros del saber del Pico Eterno como registro de lo que había acontecido. Ralkan se había esforzado por escribir en él todas las hazañas de los enanos en el tiempo que habían tardado en llegar a Karaz-a-Karak, con la esperanza de que, por lo menos, los nombres de los caídos fueran recordados.

Les habían devuelto sus armas y otras pertenencias, e incluso les habían dado provisiones y ropa limpia, antes de expulsarlos sumariamente de la fortaleza. El hacha de Dunrik fue lo único que dejaron atrás para que los sacerdotes de Gazul la sepultasen y así al menos su espíritu pudiera descansar en los Salones de los Antepasados.

Uthor no perdió de vista el horizonte mientras contestaba:

—Vamos hacia el norte, a Karak Kadrin y el Santuario de Grimnir. Hay una promesa más que debemos cumplir, y me gustaría hacerla allí, ante mi padre, si sigue con vida.

Así, los enanos se alejaron del Pico Eterno, sumidos en sus pensamientos. El viento arreciaba por el norte. Se avecinaba una tormenta.