CATORCE

CATORCE

El cuerno de wyvern resonó por toda la fortaleza. El toque reverberante y sonoro atravesó tierra, piedra y agua.

—¡Ahí! —exclamó Gromrund, que aguardaba en el interior de la Cámara de Dibna.

—Lo oigo —contestó Thalgrim, situado ante la estatua del ingeniero. Mientras el buscavetas levantaba la piqueta, miró de reojo al martillador—. En cuanto esto empiece, habrá poco tiempo.

Gromrund asintió, indicando que lo había entendido.

—Golpea bien.

Thalgrim dejó caer la mano y golpeó la estatua con la fuerza precisa.

—Ya está hecho —anunció, dando media vuelta.

Una grieta poco profunda surgió en la roca, ascendió rápidamente por la pierna de Dibna, le atravesó el pecho, pasó el hombro y le subió por el brazo extendido hasta que por fin llegó al techo.

Gromrund observó el recorrido de la fisura con cierta expectación. Pequeñas esquirlas de roca empezaron a caer del lugar en el que terminaba en el techo.

—¡Corre! —lo exhortó Thalgrim mientras saltaba dentro del pozo y se perdía de vista.

Gromrund lo siguió rápidamente tras lanzar una última mirada nerviosa a su espalda. Salían hilitos de agua de las grietas, cada vez más grandes, y uno de los dedos de Dibna cayó y se hizo añicos al chocar contra el suelo.

El martillador sintió que la oscuridad lo llamaba mientras se acercaba al pozo y entraba en él con rapidez.

* * *

Gromrund medio bajó, medio se deslizó por el pozo. Volutas de humo se desprendían de sus guanteletes blindados debido a la intensa fricción de su descenso. Tuvo un momento de temor cuando pasó de la gruesa cadena que colgaba del Salto de Dibna a la cuerda del buscavetas, pero lo logró sin caer y matarse. Una creciente sensación de urgencia había comenzado a abrumarlo, exacerbada por la llama de las velas de Thalgrim, que iba desapareciendo con rapidez por debajo de él a medida que el buscavetas progresaba con prontitud.

—Vas a matarte a ese ritmo —le gritó Gromrund.

—Como podría pasarte a ti si no aceleras el tuyo —fue la lejana y resonante respuesta.

Gromrund intensificó sus esfuerzos todo lo que se atrevió y, al volver a mirar hacia abajo, habría jurado que podía distinguir una tenue corona de luz pálida.

«Lo lograremos», pensó el martillador, a la vez que un enorme estrépito resonaba por encima de ellos, seguido de un rugido atronador. Se había acabado el tiempo.

El agua cayó como lluvia al principio, las gotitas cayeron sobre la armadura de Gromrund sin causar daño. Luego se convirtió en un torrente que se fue volviendo más violento a cada segundo que transcurría. El martillador se deslizó entonces, casi en caía libre, decidido a detener su descenso cuando se acercara al fondo del pozo. Ese plan se hizo trizas cuando toda la furia del diluvio lo golpeó y se vio obligado a aferrarse a la cuerda para evitar que el agua lo lanzara como yesca hacia la oscuridad.

Gromrund soltó un rugido de desafío y trató de descender unos centímetros. Lo logró pero tuvo que agarrarse fuerte otra vez mientras la gélida cascada azotaba al martillador sin piedad. Gromrund mantenía la cabeza gacha y la martilleante agua le golpeaba el cuello con tanta fuerza que pensó que podría partírsele. Thalgrim se encontraba debajo de él, estaba seguro. Apenas podía distinguir la figura borrosa del buscavetas a través del aguacero. El pozo se sacudió ante la arremetida de la naturaleza y rocas sueltas cayeron hacia el suelo describiendo espirales. Una chocó contra el yelmo de guerra de Gromrund, ladeándoselo. Otro le golpeó la hombrera con un ruido sordo y al martillador casi se le escapa la cuerda mientras soltaba un grito de angustia.

Un calor espeluznante le subió por el brazo y la espalda. Gromrund cerró los ojos tratando de contener el dolor, el martillador hizo uso de todas sus fuerzas simplemente para no soltarse. Cuando los abrió de nuevo, intentó calcular la distancia hasta el suelo: diez metros, tal vez quince. Si se soltaba ahora podría sobrevivir. La decisión se tomó sin que interviniera el martillador cuando una gran losa de piedra se desprendió de la pared del pozo. El borde irregular apretó la cuerda contra el lado opuesto cortándola. Gromrund cayó y el trozo de roca descendió tras él.

* * *

Un dolor punzante le subió por la pierna derecha y algo se partió cuando Gromrund chocó contra el suelo resoplando mientras el Agua Negra, que caía a borbotones, lo envolvía. Bajo el agua, con su pesada armadura haciendo de ancla, el mundo del martillador se volvió oscuro y tranquilo. Sonido, luz y sensibilidad parecieron perder todo significado a medida que la gélida inundación lo privaba de orientación. Un recuerdo llegó hasta Gromrund procedente del pasado, del día en el que había tomado el yelmo de guerra de su clan para continuar el legado de los Yelmoalto.

Padre…

Kromrund Yelmoalto yacía ante él en un sarcófago dorado tallado en piedra por los maestros canteros de Karak Hirn. Lívido y en reposo, su señor y padre había dejado de existir. Sobre su pecho descansaba el poderoso yelmo de guerra con cuernos del clan, un prestigioso símbolo de su linaje y los juramentos que habían hecho de servir al rey Kurgaz, fundador de la Ciudadela del Cuerno, como guardaespaldas.

Mientras Gromrund extendía las manos para coger el yelmo de guerra, sintió que tiraban de él y oyó el sonido de voces lejanas que se acercaban a toda prisa.

Escupiendo y maldiciendo, Gromrund apareció por encima del agua, que caía en cascada en la planta.

—¡Sacadlo! —oyó gritar a Thalgrim, y volvieron a tirar de su cuerpo.

Gromrund parpadeó para protegerse de los hilillos de agua que le bajaban por la cara, retrocedió y cayó con fuerza sobre el trasero mientras una enorme roca y escombros se derrumbaban en el cruce. Unos momentos antes, él estaba luchando por mantenerse a flote en ese mismo punto. Gromrund miró a su alrededor y comprobó que sus compañeros estaban con él. Thalgrim y Hakem ayudaron al martillador a ponerse en pie. Al levantarse vio que el agua le llegaba a la parte inferior del torso.

—No podemos quedarnos aquí —exclamó Thalgrim por encima del retumbante estruendo de la cascada mientras avanzaba frenéticamente en la única dirección que les quedaba, pues el desprendimiento de rocas había demolido y bloqueado las otras tres.

Ralkan fue trabajosamente y entre jadeos detrás del buscavetas, luchando con su túnica empapada y arrastrando el libro de los recuerdos tras él como si guiara a un poni.

—Más adelante —dijo jadeando—. Estoy seguro de que hay un camino hacia arriba.

Sin tiempo para hacer preguntas o verificarlo, los enanos se pusieron en marcha.

Hakem y Gromrund avanzaban penosamente en la parte posterior: los dos guerreros llevaban la armadura más pesada y les estaba resultando difícil seguir el ritmo.

—¿Puedes caminar? —le preguntó Hakem al martillador mientras lo sostenía por el hombro.

—Sí —contestó Gromrund, pero no rechazó la ayuda del señor del clan mercante.

—Estás cojeando mucho —le dijo Hakem al notar el dificultoso andar del martillador.

—Sí —fue la respuesta de Gromruncl.

—Si sobrevivimos, puede que necesites un bastón.

—Ni hablar. ¡Los martilladores del clan Yelmoalto caminan con dos piernas, no con tres! —protestó furioso Gromrund, y los dos siguieron adelante con gran esfuerzo.

* * *

Los enanos progresaban muy despacio mientras vadeaban el agua, que subía con rapidez. Apenas estaban a quince metros del cruce y el agua les estaba llegando a los hombros.

Thalgrim levantó la mirada hacia los altísimos arcos del techo abovedado del túnel y comprendió que no podrían lograrlo así.

—Quitaos la armadura —les gritó a los otros mientras una columna situada detrás de ellos se resquebrajaba y caía en el agua esparciendo escombros—. Tendremos que salir nadando.

El buscavetas se desabrochó el jubón de malla y dejó que se hundiera en el río que los rodeaba.

Los otros enanos siguieron su ejemplo: se quitaron las cotas de malla, se desabrocharon los petos y las grebas, y se despojaron de los jubones de cuero y los brazales. Se sacaron la armadura con torpeza pero con rapidez. Cada pieza era una reliquia, cuya pérdida sentían profundamente, y se desechaba con un juramento a uno de los Dioses Antepasados de que se exigirían reparaciones por ello.

Cuando terminaron, el agua les llegaba a la barbilla.

—El yelmo —dijo Thalgrim—, tienes que dejarlo: te hundirá.

Gromrund cruzó los brazos.

—Ningún Yelmoalto se ha quitado nunca el yelmo en cinco generaciones, desde antes de que se fundara la Ciudadela del Cuerno. No pienso romper esa tradición ahora.

—Te ahogarás —razonó Hakem, que sólo llevaba la túnica y las calzas—. Déjalo y regresa para recuperar tu honor.

—Cuando muera podréis arrancármelo de la cabeza —gruñó el martillador, que aún llevaba toda la armadura.

El agua subió de nuevo, llegó hasta los hombros de los enanos y se fue volviendo más profunda a cada momento que pasaba.

—Ayudadme —farfulló Hakem, escupiendo tragos del Agua Negra mientras intentaba levantar a Gromrund.

Thalgrim y Ralkan se acercaron nadando a él y alzaron al martillador sujetándolo por debajo de las axilas.

—Dejadme —bramó mientras su cabeza asomaba por encima de la turbulenta línea de agua gracias a los esfuerzos conjuntos de sus compañeros.

—¡Quítate el yelmo! —le rogó Hakem, mirando al martillador a la cara.

—¡Nunca! —respondió Gromrund con un rugido antes de que su furioso semblante se suavizara—. Id. Encontrad vuestro sino y, si podéis, decidle a mi rey que luché y morí con honor.

No podían seguir sosteniéndolo. El martillador era como un ancla y los arrastraba a todos con él.

Hakem sintió que se le resbalaban los dedos y vio que Gromrund —el martillador aún tenía los brazos cruzados— se hundía en las sombrías aguas mientras le brotaban burbujas de debajo del yelmo de guerra. Nadando con fuerza, el señor del clan mercante salió a la superficie del río crecido e introdujo grandes bocanadas de aire en los pulmones.

La corriente que recorría la planta era fuerte y arrastraba a los tres enanos, estrellándolos contra columnas y sumergiéndolos bajo el agua sólo para que volvieran a salir a la superficie desesperadamente un momento después. Hakem se perdió en medio de todo ello, se perdió en una vorágine de espuma burbujeante y agua revuelta.

—¡Aquí! —oyó gritar a Thalgrim.

Vio algo en el agua, estiró la mano y lo agarró.

El buscavetas tiró de él junto a una enorme columna contra la que la presión de la inundación los tenía apretados a Ralkan y a él. En la otra mano tenía su piqueta, clavada en la pared para agarrarse. Lucía un tajo de aspecto brutal grabado en la frente, donde lo había golpeado una roca saliente.

—La roca es débil aquí —gritó Thalgrim por encima del agitado oleaje—. Puedo atravesarla.

—¿Adónde nos llevará? —preguntó Hakem, mirando a Ralkan.

El Custodio del saber negó con la cabeza.

Aunque el agua sólo los había arrastrado durante unos cuantos minutos, podían haber recorrido una gran distancia. No había modo de saber dónde se encontraban ahora.

—¿Acaso importa? —exclamó el buscavetas—. Este camino terminará en nuestra muerte.

El agua iba subiendo cada vez más. Sólo quedaba aproximadamente un metro antes de que cegara el túnel por completo.

Hakem asintió con la cabeza.

—Aguantad —indicó Thalgrim y luego arrancó la piqueta.

Apoyándose en la columna, estrelló el arma, a dos manos, contra la roca desnuda. La pared se desmoronó y apareció una apertura lo bastante ancha para que los enanos pasaran. Thalgrim fue primero, zambulléndose en lo desconocido, luego Ralkan y por último Hakem.

Primero hubo oscuridad y después la sensación de caer mientras el señor del clan mercante chocaba contra el suelo. Bajó rodando y deslizándose sobre el trasero por un túnel largo y estrecho, arrastrado por una corriente de agua que fluía rápidamente por debajo de él. Lo que lo rodeaba era tan oscuro, y él estaba tan desorientado, que lo único que Hakem podía percibir era que estaba descendiendo, descendiendo hacia las profundidades más recónditas de la fortaleza.

* * *

—¿No hay otro modo? —gritó Uthor por encima del ruido de la atronadora máquina de bombeo skaven.

—Los rhunki crean los sellos rhun usando magia rhun, al igual que las llaves que los abren. Está más allá de mi capacidad. Sin esa llave no podemos soltar la barra y, mientras la barra esté en su sitio, la Barduraz Varn no se abrirá.

Como si quisiera mofarse de ellos, el estruendoso sonido del cuerno de wyvern resonó por la cámara.

—Tenemos que liberar el Agua Negra ya —insistió furioso Uthor—. Conseguiré cumplir al menos esta misión.

—No podemos —repuso Rorek—. Aparte de la llave rhun, no hay otro modo.

—¡Por el trasero peludo de Grimnir! —Uthor se dejó caer sentado con el hacha de Ulfgan en el regazo—. El custodio del saber no mencionó nada de esto. Si sobrevivimos, me encargaré personalmente de que le corten la barba.

Apretó el mango del hacha mientras pensaba en el castigo que le infligiría a Ralkan. Al contemplar la hoja brillante, cuyas runas resplandecían débilmente mientras sostenía el arma en las manos, cayó en la cuenta de algo.

—Esas llaves rhun —dijo Uthor de pronto mientras se ponía en pie¿quién llevaría una cosa así?

Rorek se lo quedó mirando, un tanto atónito.

—¿Y eso qué importa?

—¿Quién la llevaría? ¡Respóndeme!

—El rhunki que la fabricó, por supuesto —farfulló Rorek, que no estaba seguro de cuál era el motivo del repentino apremio de Uthor.

—¿Quién más?

El señor del clan de Kadrin estaba rebuscando bajo su jubón de malla.

—El rey —concluyó Rorek—. El rey de la fortaleza.

—¿Te acuerdas de la Cámara del Rey? —le preguntó Uthor al ingeniero.

—Por supuesto, portas el hacha del noble Lord Ulfgan desde ese día.

—Sí, así es. Pero el hacha no fue lo único que rescatamos de sus aposentos privados.

El rostro de Rorek reflejó que lo había entendido.

Emelda observaba todo el espectáculo desconcertada.

—El amuleto —dijo el ingeniero.

Uthor lo encontró bajo su armadura, donde lo había puesto a buen recaudo después de huir de la fortaleza, y lo sostuvo en alto.

El talismán de Ulfgan llevaba las marcas rúnicas del clan real grabadas alrededor del borde y en el centro tenía la insignia de su antepasado, Hraddi.

La parpadeante luz de las antorchas brilló a través de dos agujeros cuadrados en los ojos y un tercero en la boca. Sin mirar, Uthor supo que encajarían a la perfección en el mecanismo. Tenían la llave.

Uthor colocó el arcano dispositivo en el hueco de la pared situando los tres agujeros en posición sobre los tacos de hierro. Encajó en su lugar con un sonido sordo y metálico.

—Gíralo —indicó Rorek, que estaba justo detrás de él y miraba por encima del hombro del señor de clan de Kadrin.

Emelda aguardaba junto al ingeniero, inquieta y en silencio.

Uthor hizo lo que Rorek le había dicho y giró la llave rúnica una vez. Al otro lado de la pared oyó la sonora respuesta de un mecanismo oculto trabajando. Un chirrido metálico llenó la cámara, silenciando incluso los resoplidos de la máquina, a medida que la imponente barra de cierre se soltaba escupiendo polvo y esquirlas de piedra. La enorme barra, que tenía bisagras en un extremo, se dividió en dos a partir de una unión que antes había resultado imperceptible y cayó con gran estruendo en una gruesa abrazadera de bronce a cada lado de la Barduraz Varn.

Uthor se apartó de la hornacina y ocupó su lugar junto a la enorme manivela situada en el centro de la plataforma de piedra. Sus compañeros lo siguieron y juntos hicieron girar el inmenso dispositivo, que puso en movimiento aún más logros ocultos de ingeniería.

Procedente de abajo se pudo oír un repentino embate de agua mientras la Barduraz Varn se alzaba majestuosamente. Una serie de cadenas de hierro la izaron y la gran puerta ascendió en vertical dando lentas sacudidas e introduciéndose poco a poco en un hueco largo y profundo abierto en el techo de la cámara, muy por encima de donde permanecían los enanos. Una vez superado el punto de no retorno, la puerta seguiría abriéndose —su impulso era tan inexorable como las aguas que la atravesaban con gran estrépito— hasta que la entrada estuviera completamente despejada.

Desde su posición estratégica en la plataforma de piedra, Uthor recorrió con la mirada el embalse que se iba haciendo cada vez más profundo hasta llegar a otro grupo de escalones de piedra situados en el lado opuesto de la enorme cámara. Conducían a una gruesa puerta de madera. Con la destrucción del yelmo de inmersión de Rorek, el camino de regreso había quedado bloqueado; ésa podría ser su única vía de escape.

—Dirigíos a ese portal —exclamó mientras comenzaba a descender los peldaños de piedra—. Daos prisa, la cámara estará pronto inundada —les gritó.

Los enanos salvaron la escalera con rapidez, aflojando ligeramente el ritmo sólo al pasar con cuidado junto a la rueda, que seguía girando. Cuando llegaron al final, los rudimentarios puntales de la máquina de bombeo estaban empezando a combarse debido a los continuos embates del Agua Negra que entraba. Varias plataformas de observación ya se habían desplomado y se arremolinaban en el creciente embalse, entre los restos putrefactos de los cadáveres de los roedores.

Los enanos atravesaron penosamente la laguna llena de cuerpos, aprovechando al máximo las pocas islas de roca que aún no habían quedado sumergidas, y alcanzaron por fin la segunda escalera, vadeando con el agua hasta la cintura para llegar hasta allí. Pisar los escalones de piedra supuso un gran alivio y, en cuanto llegaron a la plataforma superior y el umbral del portal, miraron atrás.

La Barduraz Varn se había abierto un tercio y, con una fuerza aplastante, la inundación que se desencadenó a través de ella destrozó la máquina de bombeo. Los esclavos roedores movieron los labios articulando gritos silenciosos mientras se veían empujados hacia las revueltas profundidades junto con sus prisiones de ruedas, que se desplomaron y se partieron contra la crecida. Como si se tratara de un estandarte que descendiera reconociendo la derrota, las puntas de metal situadas en la parte superior de la máquina fueron lo último que se vino abajo. Relámpagos en forma de arco destellaron mientras una enorme ola sepultaba la torre y la arrastraba hacia las profundidades. Unos destellos, simples y difusos, se desataron un momento y luego desaparecieron, como si la máquina infernal no hubiera existido nunca.

Uthor, que ya había visto suficiente, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de madera.

* * *

Hakem estaba tendido de espaldas con la ropa empapada y desgarrada. Aturdido, se puso en pie mientras se tocaba distraído un grueso chichón que tenía en la cabeza. El señor del clan mercante estaba rodeado de oscuridad y un hedor viejo y viciado flotaba hasta él.

—Thalgrim —llamó entre dientes mientras se agachaba y buscaba a tientas su hacha.

No la encontraba por ninguna parte. Al palparse el cuerpo se dio cuenta de que aún llevaba sus pinzas para la barba. Hakem se las quedó mirando largo rato, luego desenganchó las pinzas del cinto y las dejó caer al suelo.

—Aquí —contestó el buscavetas en un susurro, cerca de allí.

—Custodio del saber —llamó Hakem de nuevo en voz baja a la vez que detectaba el contorno borroso de Thalgrim justo delante.

—¿Ya he muerto? —fue la respuesta de Ralkan.

Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, Hakem distinguió la forma tendida del custodio del saber, tirado boca arriba y languideciendo bajo unos hilillos de agua que se vertían en un arroyo descendente. Parecía que las rápidas aguas se habían desviado en algún punto durante su descenso. Hakem no iba a hacer preguntas.

—No estás muerto —dijo, situándose junto al agotado custodio del saber—. Vamos, levanta —añadió mientras ayudaba a Ralkan a ponerse en pie.

Thalgrim se reunió con ellos. Aunque pareciera increíble aún llevaba su piqueta pero, por más que trataba, no podía encender el puñado de velas que aferraba en el puño.

—Empapadas —explicó el buscavetas innecesariamente.

Hakem no le hizo caso. Estaban en la planta más baja, de eso estaba seguro, y como señor del clan y poseedor de la barba más larga era su deber guiarlos a través de ella y sacarlos de Karak Varn.

—¿Qué lugar es éste? —le preguntó a Ralkan.

El custodio del saber se restregó el agua de los ojos y se escurrió la barba antes de escudriñar la oscuridad que los rodeaba.

—Estamos en la parte más baja —murmuró, distinguiendo runas y sigiles desgastados por las eras tallados en dovelas.

El túnel era ancho pero bajo. Los tres enanos estaban reunidos donde se allanaba. Justo al otro lado, el túnel descendía en una pendiente poco pronunciada. Aparte de eso, el otro único camino era de nuevo hacia arriba, sobre el borde de piedra por el que habían salido despedidos los enanos y una larga y dura ascensión a través de los rápidos.

—¿Hay un modo de salir de aquí?

Ralkan se rascó la cabeza y guardó silencio. No era una buena señal.

—No recuerdo este lugar —admitió—. Creo que no he estado nunca aquí… Y sin embargo…

—¿Y sin embargo?

—Hay algo que me resulta familiar Por aquí —decidió por fin el custodio del saber mientras emprendía el descenso por la pendiente.

* * *

Parecía que llevaran vagando por los túneles una hora, aunque Ralkan no podía estar seguro: su capacidad para calcular el paso del tiempo había quedado irrevocablemente dañada durante su periodo de aislamiento en la fortaleza. Con cada paso que lo adentraba más en la parte inferior, lo atormentaba una extraña inquietud. El custodio del saber la contuvo en el fondo de su mente por el momento y los condujo hacia delante hasta que llegaron a otro cruce.

El enano de Barak Varr dijo algo, Ralkan no lo oyó. Le dolía la cabeza. Nada parecía estar bien.

«Al este —pensó de pronto—. Al este… eso suena bien». Y tomó el desvío de la izquierda.

Aproximadamente a medio túnel, al custodio del saber le pareció oír algo: tenue, pero no cabía duda de que estaba ahí. Unos chillidos llegaron hasta Ralkan con una débil brisa. Cincuenta años en la oscuridad. Chillando y arañando. Chillando y arañando.

No… no iba bien. Algo brotó en el interior del custodio del saber, algo que había enterrado. Se le deslizó pesadamente en la tripa y le subió gélido por la espalda hasta que le secó la lengua, convirtiéndosela en arena.

Ralkan dio media vuelta y huyó.

* * *

—Skavens —dijo Ralkan entre dientes mientras pasaba corriendo junto a Hakem.

El enano de Barak Varr miró hacia delante. Sintió el corazón en la boca al ver las sombras que se deslizaban pegadas a la pared. Entonces oyó el sonido agudo y gorjeante de los roedores a medida que la horda se acercaba cada vez más. A juzgar por la terrible algarabía, debía de haber cientos. El primer pensamiento de Hakem fue que tal vez las aguas no llegaran hasta aquí; el segundo, que no podría enfrentarse a ellos y sobrevivir. Fue tras el custodio del saber a toda prisa instando a Thalgrim, que se había entretenido, a que hiciera lo mismo. El buscavetas lo seguía de cerca cuando Hakem salió corriendo del cruce y, como Ralkan, entró directamente en el desvío occidental.

—Custodio del saber —gritó el señor del clan mercante—. Custodio del saber, más despacio.

En su frenética huida detrás de Ralkan, Hakem atravesó una miríada de túneles. Al cabo de un rato, quedó claro que se habían deshecho de los skavens o que éstos habían abandonado la persecución. Mientras aminoraba la marcha, y una sensación de creciente y antiguo terror lo invadía, Hakem pudo comprender el motivo.

Por delante de él Ralkan aún seguía corriendo, aunque era evidente que el custodio del saber estaba agotado y había aflojado el paso de manera considerable. Hakem aceleró el ritmo intentando acortar distancias. Vio que Ralkan miraba hacia atrás, aunque el custodio del saber no dio ningún indicio de haber visto al señor del clan mercante. Entonces resbaló y cayó de rodillas. Ralkan se levantó con rapidez y se perdió de vista tras una esquina.

Hakem se apresuró. El sudor le perló la frente y notó que el aire se estaba calentando: su ropa empapada se iba secando poco a poco.

«Este túnel es antiguo», pensó el señor del clan mercante mientras llegaba a la esquina y un hedor sulfúreo le provocaba picor en las fosas nasales mezclado con un viejo miedo. Hakem alcanzó por fin a Ralkan. El custodio del saber tenía el jubón de cuero, el que llevaba bajo la túnica, desgarrado y avanzaba a tientas despacio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hakem, que se dio cuenta de que Thalgrim acababa de alcanzarlos.

Ralkan pasó los dedos sobre un símbolo cubierto de polvo.

—Uzkul —murmuró.

El custodio del saber se volvió hacia el señor del clan mercante con el rostro convertido en una máscara cenicienta.

—¿Uzkul? —preguntó Thalgrim.

Ralkan asintió despacio.

Algo iba mal, el custodio del saber se estaba comportando de un modo más raro de lo normal. Con cierto nerviosismo, Hakem dirigió la mirada más allá de él, hacia el túnel. Vio un tenue resplandor más adelante.

—Quizás sea un antiguo salón chimenea —sugirió Ralkan, siguiendo la mirada del señor del clan mercante.

La voz del custodio del saber sonó ausente cuando lo dijo mientras bajaba con calma por el túnel y se dirigía hacia la luz.

—¿Estás seguro de que es por aquí? —preguntó Hakem, siguiéndolo a la vez que intercambiaba una mirada de preocupación con Thalgrim.

El hedor a azufre se volvía más intenso a cada paso.

Ralkan no respondió.

—Préstame atención, custodio del saber… —comenzó el señor del clan mercante cuando alcanzó a Ralkan, que se encontraba en la entrada de una enorme caverna.

Hakem no consiguió articular más palabras, pues se había quedado boquiabierto mientras lo envolvía un aura dorada.

* * *

—Debemos volver atrás —insistió Rorek.

—No hay vuelta atrás —repuso Uthor, enfadado.

Ante ellos había un estrecho puente de piedra que se extendía sobre una profunda garganta. Un potente chorro de agua lo atravesaba, perdiéndose en los oscuros recovecos de la grieta.

Después de salir de la cámara de la Barduraz Varn, los enanos habían bloqueado la puerta tras ellos. Dándose prisa, pues sabían que el agua los alcanzaría muy pronto, habían llegado al puente. Uthor había intentado cruzar, atado a Rorek y Emelda, pero la fuerza del aluvión lo había tumbado y casi había arrojado al señor del clan por el borde. Había regresado a gatas, empapado y derrotado, con el fuerte chorro de agua azotándolo a cada trabajoso centímetro.

—Entonces esto es el final —comentó Emelda con resignación—. No podemos cruzar y no podemos retroceder. Envidio a Azgar y a los otros —añadió, notando que Uthor apretaba la mandíbula al oír el nombre del matador—, ellos al menos morirán luchando.

—Veo algo —anunció Rorek de pronto, mirando con los ojos entrecerrados más allá de la martilleante agua. El ingeniero señaló hacia el otro lado del puente y la entrada de otro pequeño portal—. No es posible —dijo con voz entrecortada.

Desde más allá del puente, envuelta en oscuridad, una figura de bordes imprecisos los llamaba. Cualquier palabra se perdió, engullida por el rugido de las agitadas aguas, mientras la figura les hacía señas con un brazo extendido. Aunque en su mayor parte sólo se recortaba su silueta, la forma y el tamaño del yelmo de guerra de la figura eran inconfundibles.

—¿Gromrund? —musitó Uthor y reprimió un escalofrío sin estar seguro de qué estaba viendo en realidad.

La silueta de Gromrund les hizo señas otra vez y apuntó hacia el puente.

Uthor siguió el gesto pero no pudo ver nada más allá del torrente de agua.

—Pensaba que estaba en la rejilla de desagüe, en el lado opuesto de la fortaleza —susurró Emelda, aferrando el talismán de Valaya que llevaba alrededor del cuello.

—Así es —contestó Uthor con tono sombrío mientras buscaba entre el retumbante río algún indicio de qué era lo que Gromrund quería que encontraran.

Entonces vio los bordes deshilachados de una cuerda. Se encontraba a aproximadamente un metro de distancia, Uthor podría alcanzarla estirándose.

—Agarradme los tobillos —indicó el señor del clan de Kadrin mientras se tendía boca abajo.

—¿Qué? —preguntó Rorek, que aún tenía la mirada clavada en la sombra del otro lado del puente.

—¡Tú haz lo que te pido! —le espetó Uthor.

Rorek se agachó con Emelda a su lado y los dos agarraron los tobillos de Uthor mientras él volvía a cruzar el puente, arrastrándose, con el río azotándolo sin tregua.

Con los dedos entumeciéndosele por el frío, Uthor estiró la mano y agarró la cuerda.

—Tirad —gritó.

Uthor mantuvo un extremo de la cuerda aferrado mientras lo sacaban de la cascada. Al otro lado del puente, Gromrund les mostró el extremo opuesto y les hizo señas para que cruzaran.

—¿Estás seguro de esto? —inquirió Rorek entre dientes con la voz un poco trémula a la vez que observaba el oscuro portal y la sombra que aguardaba dentro.

—Es nuestra única oportunidad.

Uthor tiró de la cuerda hasta que estuvo tensa. Vio que Gromrund tensaba el otro extremo. Con una plegaria a Valaya, pisó el puente. Al principio la fuerza del agua lo hizo caer de rodillas, pero volvió a ponerse en pie usando la cuerda para sostenerse y cruzó, palmo a palmo, centímetro tras doloroso centímetro. Rorek y Emelda lo siguieron.

Parecieron horas pero llegaron al otro lado y se desplomaron exhaustos sobre una pequeña plataforma de piedra.

—Gracias, martillador… —comenzó Uthor pero, cuando miró hacia donde había estado Gromrund, la cuerda se aflojó.

El enano de Karak Hirn había desaparecido.

* * *

Azgar saltó del yunque del maestro forjador, pasando por encima de las últimas líneas de defensores enanos, y cayó entre un puñado de guerreros roedores que se desperdigaron ante él. Antes de que las viles criaturas pudieran volver a acercarse, el matador balanceó el hacha trazando un potente círculo y cortando carne y hueso. Mientras se adentraba más en la lucha, en medio de una lluvia de extremidades amputadas y torsos destrozados, Azgar encontró a su presa.

El caudillo roedor soltó un chillido de desafío y avanzó sin temor, esquivando el primer golpe de la cadena del hacha y desviando el segundo giro de la mortífera arma con la parte plana de su alabarda. Empujó el arma hacia abajo y efectuó una potente arremetida que a Azgar le costó mucho esquivar. El matador se retorció, apartándose de la trayectoria de la alabarda, aunque le cortó la piel del costado izquierdo.

Entonces el caudillo lamió las gotitas carmesí que adornaban su arma mientras soltaba un gruñido de júbilo y se lanzó de nuevo contra Azgar. El matador pasó rodando por debajo de un furioso golpe recogiendo su hacha y aferrando el mango para blandirla. A continuación se produjo un ataque vertical de la alabarda y el matador se lanzó hacia delante para evitarlo, destripando a un skaven de pelaje negro que se acercó demasiado, antes de darse media vuelta rápidamente y alcanzar al caudillo, que se había estirado demasiado. El golpe se hundió en la espalda del roedor arrancando chapas de armadura. El caudillo gritó de dolor mientras bloqueaba un segundo hachazo con el asta de la alabarda. Azgar también rugió y golpeó una y otra vez hasta que partió el asta de la alabarda por la mitad.

El caudillo roedor retrocedió tambaleándose y le lanzó el extremo con la hoja al matador, que lo apartó con la parte plana de su hacha. Esto retrasó a Azgar el tiempo suficiente para que el caudillo desenvainara su espada.

Lentamente, los demás concedieron espacio para pelear a los guerreros que se batían en duelo, pues ningún skaven ni enano estaba dispuesto a interponerse.

Azgar blandió su arma de nuevo soltando un poco de cadena para lograr más alcance y sorpresa. El caudillo roedor la vio venir y se apartó del mortífero arco del arma. La criatura se lanzó hacia delante, con el veloz acero pasando junto a su oreja, y cortó al matador en el torso usando el impulso del golpe para situarse más allá del alcance del enano.

Azgar sintió la sangre húmeda entre los dedos cuando se aferró la herida mientras casi cae sobre una rodilla. Unos chillidos, agudos y esporádicos, surgieron de la boca del caudillo; el matador sólo pudo suponer que era una carcajada. El enano se puso en pie y se volvió —la sangre que le manaba del torso ya se estaba coagulando— sonriendo con desdén.

—Vamos —gruñó haciéndole señas al skaven para que se acercara—, todavía no hemos terminado.

* * *

Halgar vio al matador saltar del yunque pero lo perdió rápidamente en medio del tumulto. Ya no había tácticas ni plan en la batalla. Se trataba de morir y sobrevivir, lisa y llanamente. Los enanos que quedaban, aunque eran pocos y estaban rodeados de enemigos, luchaban como si el mismísimo espíritu de Grimnir estuviera con ellos. A Halgar se le hinchió el corazón de orgullo mientras entonaba a gritos su canto fúnebre con cada golpe y arremetida del hacha. Había perdido el escudo durante la carnicería y blandía el arma a dos manos.

El barbalarga mató a un esclavo roedor y apretó los ojos de nuevo: tenía la visión cada vez más borrosa y unas manchas oscuras persistían de modo amenazador en los márgenes de su campo visual. Cuando Halgar los abrió vio algo que avanzaba hacia él. No sabría decir si se debía a su vista deteriorada o a algún tipo de vil brujería, pero parecía como si se tratara de un harapiento manto de flotante negrura. Las sombras se congregaron en él, como si se vieran atraídas como las polillas a un farol, hasta que la sustancia apareció delante del barbalarga. Un destello de metal surgió de la masa de oscuridad. Actuando por instinto, Halgar paró el golpe de daga y dio un paso atrás mientras un segundo y veloz ataque hendía el aire delante de él.

El barbalarga bramó con actitud desafiante a la vez que avanzaba con paso firme hacia su atacante y blandía el hacha. Halgar tenía ahora la vista muy borrosa y falló por unos treinta centímetros.

El asesino retrocedió —el anciano enano sabía que sólo podía tratarse de tal criatura— esquivando el arma con gracia natural. El skaven recuperó la posición con rapidez y arremetió de nuevo, cortándole los tendones de la muñeca al barbalarga. El hacha repicó contra el suelo al escapar de los dedos laxos de Halgar. La segunda daga se le hundió en el pecho y el barbalarga descubrió de pronto que apenas podía respirar.

Halgar cayó de rodillas mientras trataba de contener en vano la sangre que le manaba abundantemente del pecho.

El asesino skaven se acercó, seguro de haber acabado con su presa, silbando con una malicia manifiesta y llena de júbilo. Irónicamente, la criatura estaba ciega y, al abrir la boca para regodearse, dejó ver que tampoco tenía lengua. No obstante, algo más llamó la atención del barbalarga, tan cerca que incluso él pudo verlo: lo último que vería nunca mientras la vista se le oscurecía por completo. Se trataba de una oreja, cortada de la cabeza de alguna desventurada víctima. Llevaba clavado en el lóbulo un pendiente dorado con la runa del clan real de Karak Izor. En otro tiempo le había pertenecido a Lokki.

Halgar soltó un rugido y estiró las manos a ciegas para estrangular a la criatura que había matado a su señor. Sólo aferró aire y sintió que dos dagas se le clavaban en el torso. El barbalarga se dobló en dos, sosteniendo su peso con una mano para no desplomarse, y notó el sabor del cobre en la boca mientras escupía sangre. Podía oler al asesino de Lokki cerca. Halgar dejó caer la cabeza en actitud sumisa, pues sabía que la criatura se acercaría para rematarlo. El hedor del skaven se volvió tan acre que ya debía tenerlo encima. Halgar se llevó la media mano al cuerpo, la otra no le resultaba más útil que un puntal con los tendones cortados, y agarró la flecha grobi que tenía clavada en el pecho. El aire y el olor se movieron a su alrededor. Ahí estaba.

Halgar se arrancó la flecha, mientras bloqueaba con la otra mano el golpe por encima de la cabeza del asesino skaven, y se la hundió al roedor en la garganta. Lo sintió sacudirse, golpearle débilmente los hombros. Halgar lo mantuvo allí, empujando la punta de la flecha cada vez más mientras le fallaban las fuerzas. Los espasmos se detuvieron y el asesino skaven se desplomó. Halgar cayó de espaldas mientras su sangre vital se derramaba por el suelo de la fundición. Aunque no podía ver, el barbalarga sonrió al oír el torrente de agua entrando de golpe en la cámara y los chillidos de terror de los roedores al ahogarse.

* * *

—Por el tesoro escondido de Grungni —dijo Hakem con voz entrecortada—. Que sus relucientes cumbres lleguen a la cima del mundo.

Oro: un brillante mar dorado se extendía delante de los enanos que permanecían ansiosos en el umbral de la inmensa cámara. Iluminadas por la luz natural que entraba por un estrecho y alto hueco abierto arriba en lo alto, pilas del resplandeciente metal se alzaban hacia el techo abovedado como si fueran montañas rozando los extremos de chorreantes estalactitas. Gemas y alhajas centelleaban como estrellas en la reluciente maraña junto con arcones ribeteados de cobre que sobresalían como islas de madera entre refulgentes estrechos. Elaboradas armas —espadas, hachas, martillos y otras más complicadas— asomaban de enormes montones de riquezas. El tesoro oculto era tan inmenso que resultaba imposible abarcarlo todo de una sola vez. La cámara propiamente dicha era grande y tenebrosa, y parecía reducirse formando una antesala en la parte posterior, que no podían ver.

Hakem podía notar el sabor del oro en la lengua; su aroma fuerte y metálico le llenaba las fosas nasales. Tuvo que combatir el impulso de entrar corriendo desaforadamente en la estancia y sumergirse en él. Pero entonces se fijó en algo más en medio del reluciente espejismo del tesoro: esqueletos de huesos limpios, armaduras ennegrecidas por el fuego y espadas partidas. Grandes charcos de azufre caliente confirmaron las repentinas sospechas de Hakem y el creciente terror que había sentido antes regresó. La cámara estaba habitada.

Thalgrim masculló algo junto a él. Hakem se volvió y encontró al buscavetas boquiabierto y con la mirada vidriosa. Un fino hilo de baba le caía del labio inferior y se extendía hasta el suelo.

—Gorl —farfulló, arrastrando las palabras.

—No —gritó el señor del clan mercante mientras alargaba las manos para agarrarlo.

Pero era demasiado tarde. Thalgrim entró a trompicones y como un loco en la cámara exclamando a su paso:

—¡Gorl, gorl, gorl!

Hakem fue tras él, a pesar de que cada fibra de su ser le instaba a no hacerlo. Ralkan lo siguió, absorto en un delirio completamente diferente.

—Thalgrim —lo llamó Hakem, deteniéndose a cerca de un metro de la entrada de la caverna y sin atreverse a alzar la voz mucho más arriba de un susurro—. ¡Espera!

El buscavetas permanecía totalmente ajeno a sus palabras y, tras zambullirse en una gigantesca pila de oro, siguió adelante a toda velocidad.

Un infierno de rugientes llamas rojizas envolvió a Thalgrim desde una fuente oculta. La ola de calor que emanó de él fue increíble e hizo caer a Hakem de rodillas. Ralkan cayó desplomado al verlo, haciéndose un ovillo y gimoteando. Hakem perdió de vista a Thalgrim en medio de la aterradora llamarada mientras se protegía los ojos del terrible resplandor.

Cuando volvió a mirar, no quedaba nada del buscavetas salvo cenizas. Ni siquiera había gritado.

El instinto de supervivencia hizo que Hakem se pusiera en pie. Se acercó corriendo a Ralkan y lo levantó tirándole del pescuezo.

—Levántate —gruñó el señor del clan mercante.

Ralkan obedeció a la vez que fuera cual fuese el temor que se había apoderado de él lo privaba de voluntad.

Unos temblores sacudieron el suelo haciendo que monedas y piedras preciosas cayeran en cascada de sus altas cimas. Fueron tan violentos que a Hakem le costó mantenerse en pie.

Del otro lado de los montones de oro que se estaban derrumbando, apareció una bestia tan antigua y malvada que muchos de los vivos no habían visto nunca nada igual.

—Drakk —susurró Hakem.

Ralkan farfullaba a su lado y se aferraba desesperadamente a la túnica del señor del clan mercante. Hakem sintió que su coraje, su resolución y su razón lo abandonaban mientras contemplaba al descomunal y resoplante monstruo.

El dragón era tan enorme que su mole hizo a un lado las gigantescas cumbres de riquezas, llenando casi todo el ancho de la inmensa cámara. Unas escamas rojas que brillaban como sangre cubrían un cuerpo musculoso lleno de cicatrices. Tenía un pecho ancho y un horrible tono amarillo. Profundos y negros lagos de odio le servían de ojos y observaban a los enanos con avidez. Unas garras tres veces más largas que una espada y la mitad de gruesas arañaron el suelo cuando la criatura se las afiló con gran estruendo. El dragón alzó su cuello, largo y casi elegante, a la vez que extendía sus poderosas alas, hechas jirones, y soltaba un rugido.

Un terror embrutecedor se apoderó de los enanos mientras se enfrentaban a las secuelas del aliento del dragón, que olía a rancio debido al hedor del azufre y la carne en descomposición. La bestia no hizo ningún intento para avanzar. Simplemente resopló y silbó mientras sacaba la lengua para saborear el miedo de sus presas.

Hakem apretó los dientes y obligó a su brazo a moverse, soltando los dedos de Ralkan de su túnica uno a uno. Libre de las manos del custodio del saber, el señor del clan mercante tuvo una repentina revelación, una certeza que le permitió enterrar su temor bajo algo puro y primitivo.

—Vete —pidió Hakem con calma.

Ralkan respondió con un murmullo, paralizado de miedo.

—Vete —repitió, con más fiereza esta vez.

El custodio del saber retrocedió medio paso con los ojos clavados en la bestia.

—He perdido mi honor —dijo Hakem con absoluta certeza, y se quitó la túnica—. No queda nada —continuó mientras tiraba su cinturón—. Quizás, si muero aquí, haya cierto honor en ello.

Se arrancó el garfio que llevaba sujeto al brazo y desenrolló el vendaje: la herida aún sangraba y la sangre se había filtrado.

—Vete, custodio del saber —ordenó Hakem mientras se agachaba y cogía un martillo de entre las riquezas desparramadas—. Narra mis hazañas para que al menos mi nombre pueda seguir vivo.

Ralkan dio otro temeroso paso.

—Huye, idiota… ¡Ya! —ordenó furioso Hakem.

Ralkan halló al fin su voluntad y salió corriendo.

—Ahora estamos solos, tú y yo —dijo el señor del clan de Barak Varr.

Las frenéticas pisadas del custodio del saber se fueron apagando a su espalda mientras dejaba que la venda empapada en sangre cayera al suelo. Se mordió el muñón de la muñeca, para volver a abrir la herida. Se embadurnó el pecho desnudo con ella de modo ritual, formando los sigiles arcanos mientras le murmuraba una plegaria a Grimnir.

El dragón se inclinó hacia delante mostrando sus dientes largos y mortíferos: sus enormes fauces podrían partir a un ogro en dos.

Hakem agarró el martillo.

—Vamos —dijo de modo adusto y tajante—. Enfréntate a mí y forja mi leyenda.

El dragón se empinó sobre las ancas y soltó un gruñido. Un ligerísimo asomo de diversión apareció en sus ojos mientras se lanzaba hacia Hakem con una fuerza aplastante.