TRECE

TRECE

Azgar volvió a entrar en la fundición seguido de Thorig, con Drimbold y Halgar cerrando la marcha.

—Cerrad y atrancad la puerta —gruñó el barbalarga entre ásperos jadeos.

Estaba casi doblado en dos, se agarraba las rodillas con las manos y resollaba.

Drimbold fue a ayudarlo, pero retrocedió ante el rugido del venerable enano.

—Déjame en paz, semienano —gruñó—. No necesito que los de tu calaña me ayuden a ponerme en pie y luchar. Yo estaba librando batallas antes de que algunos de tus antepasados fueran barbilampiños.

Con un estruendo metálico, las puertas que llevaban a la fundición se cerraron y una tranca las aseguró. El enfurecido parloteo de los skavens del otro lado se interrumpió de pronto, cuando el camino hacia las otras plantas quedó sellado.

—Preparaos —bramó Azgar, dirigiéndole una mirada de reojo a Halgar para asegurarse de que aún podía seguir.

El anciano y nudoso barbalarga estaba de nuevo en pie y balanceaba el hacha para aliviar los calambres del brazo y el hombro.

«Muy bien», pensó el matador y reunió a las escasas fuerzas que tenía ante él en cuatro líneas de hierro y acero, con hachas y martillos preparados y sosteniendo los escudos frente a ellos.

Hacia la puerta atrancada, la explanada de la fundición se estrechaba hasta tal punto que era posible cubrir todo el ancho con veinticinco escudos. Tres líneas más, armadas de modo similar, permanecían valientemente detrás. Si un enano caía, otro ocuparía su lugar. Debían contener a los skavens mientras pudieran, defendiendo con firmeza como sólo sabían hacerlo los enanos, y enfurecer a las hordas de alimañas para que asignaran todas sus fuerzas al ataque. Si las líneas fallaban —y Azgar sabía que fallarían—, entonces la plataforma del maestro forjador sería su salida y el lugar de su última batalla; una batalla digna de una saga, esperaba el matador.

—Vienen los roedores —anunció Azgar mientras evaluaba las filas de enanos— y están furiosos —añadió con una sonrisa.

Sus palabras fueron recibidas con una entusiasta ovación.

Un incesante golpeteo llegaba desde la puerta de la fundición. El metal chirriaba y gemía ante el decidido asalto y la tranca se doblaba ligeramente hacia fuera con cada golpe.

—Pronto se nos echarán encima —le dijo Halgar al matador, que había ocupado su puesto en el centro de la primera línea.

—Sí —contestó Azgar con un brillo en los ojos. Su dura mirada no se apartó nunca de la puerta. Cuando ésta se sacudió y la tranca comenzó a partirse, aferró el mango del hacha con más fuerza—. Que vengan.

Otro golpazo y la puerta retembló. Los enanos permanecieron en silencio, con las mandíbulas apretadas y los corazones latiendo acelerados a la espera de la inminente batalla. Para la mayoría, si no todos, probablemente sería la última.

La puerta se sacudió de nuevo.

El sonido fue recibido con un silencio sepulcral. La tensión resultaba casi insoportable.

—Derramad sangre conmigo —gritó Halgar al grupo—. Derramad sangre y sed mis hermanos. Somos los hijos de Grungni. ¡Solos somos rocas, juntos somos tan imperecederos como una montaña!

—¡Sí! —fue la respuesta al número de casi un centenar de enanos.

La puerta se estremeció una última vez y se abrió de golpe, saliéndose casi de los goznes. Del negro vacío llegaron los skavens, chillando y gruñendo con furia descontrolada.

—¡Ballesteros! —bramó Halgar.

Una multitud de enanos del clan Corazónpedernal que portaban ballestas se adelantó procedente de la segunda fila con el líder de su clan, Kaggi, entre ellos.

—¡Disparad! —gritó Kaggi y el chasquido de los proyectiles llenó el aire.

Eran tan numerosos que un roedor cayó por cada flecha, pero los skavens no titubearon y aplastaron a los muertos y moribundos. Sin tiempo para una segunda descarga, los Corazónpedernal se retiraron detrás del muro de escudos de la primera línea para desenvainar hachas y martillos.

La oleada de peludos skavens cayó sobre el grupo sin interrupción y lo envolvió. Las hojas chocaron, los escudos repicaron y la sangre empapó las losas de la explanada de la fundición. Los enanos retrocedieron tambaleándose ante la feroz arremetida. Numerosos guerreros cayeron con heridas graves, sólo para acabar pisoteados por las implacables masas de roedores que empujaban hacia delante. Otros enanos, los Corazónpedernal entre ellos, luchaban duro para llenar las brechas en su muro de escudos, pero los skavens presionaban con una ira infatigable, su frenesí era evidente en sus hocicos cubiertos de espuma. Halgar se encontraba en el centro de todo ello, se había separado de Azgar pero tenía a Drimbold a su lado.

—Recordad al rey Snaggi Manohierroson en el valle de Bryndal —exclamó el barbalarga mientras luchaba—. Recordad sus juramentos, hermanos, como yo recuerdo el mío. ¡Entonad vuestros cantos fúnebres en voz alta, gritad vuestro desafío a pleno pulmón hacia las profundidades, hasta que el sonido resuene por todos los Salones de los Antepasados! —proclamó mientras asestaba hachazos a derecha e izquierda y usaba el escudo como si fuera una porra. Su hacha levantaba una bruma roja en el aire—. Uníos a mí, valerosos dawis. ¡Uníos a mí ante la muerte!

Un grito de unión surgió de las filas de enanos con toda la fuerza y el estruendo de un desprendimiento de tierras. Los guerreros de los clanes se plantaron y rechazaron a la horda skaven con toda la resolución que lograron reunir. Halgar atacó a las alimañas con más determinación aún para que los otros dawis tomaran ejemplo. El hedor de la carnicería se le metió en la nariz y se sintió lleno de poder. Quizás fuera contagioso, incluso el enano gris parecía tener de sed de batalla.

Lo que a Drimbold le faltaba en habilidad lo compensaba con esfuerzo. Protegía el costado de Halgar con tal vehemencia que ni siquiera el barbalarga pudo dejar de notar su fervor.

Un repentino movimiento a la izquierda de la horda skaven llamó la atención de Halgar mientras acababa con otra rata. Notó cómo se movía la primera línea. Al seguir la fuente de la agitación, vio que el flanco derecho de los enanos se iba desmoronando a medida que los roedores rodeaban los bordes del muro de escudos.

—Reforzad el flanco —rugió el barbalarga por encima del fragor del combate—. No dejéis que se sitúen detrás de nosotros.

Kaggi vio el peligro y, gritando órdenes, reunió a sus guerreros para fortalecer el flanco que corría peligro. Mientras el valiente líder del clan iba en cabeza, una lanza que había arrojado alguna mano desconocida se le ensartó en el cuello. Kaggi cayó, aferrándose la herida, mientras la vida se le derramaba con rapidez. Halgar lo perdió de vista enseguida, pero los guerreros del líder del clan, enfurecidos por la muerte de Kaggi, presionaron con furia y la línea se reforzó de nuevo.

Halgar apartó la mirada. La pena que le hería el corazón se transformó en rabia mientras cortaba a un skaven de pelaje negro de la ingle al esternón.

—¡Uzkul! —gritó el barbalarga a la vez que arrancaba el hacha en medio de un chorro de sangre oscura.

—¡Uzkul! —repitió Drimbold, machacando a una rata en las fauces con el extremo del hacha antes de rematarla con un golpe dirigido a la cabeza.

No obstante, la rata siguió acercándose y Drimbold resbaló y cayó sobre la piedra húmeda. Una multitud de caras de skaven llenas de odio se abalanzó sobre él, pero entonces retrocedió ante una frenética masa de acero.

Azgar se abría paso entre ellos, un poco por delante de la primera línea, balanceando su hacha en un arco brutal y repetitivo. Una lluvia de extremidades cayó sobre el suelo de la explanada mientras el matador de rostro adusto acababa empapado de sangre.

Drimbold se levantó tambaleándose con la ayuda de dos enanos.

—Mantente en pie —gruñó Halgar mientras se tomaba un momento para restregarse los ojos.

El enano gris asintió con la cabeza, aturdido. Cuando fue a reincorporarse a la batalla vio que los skavens se habían agrupado y estaban retrocediendo. La línea de enanos, que había hecho frente al primer ataque, no presionó y enseguida se abrió una brecha entre los implacables enemigos.

—Es muy amable de su parte darnos un respiro, ¿eh, muchacho? —comentó el barbalarga, que se limpió la sangre del hacha y se reajustó el escudo.

—¿Por qué no vienen? —preguntó Drimbold, apretando los dientes.

La tensa tregua casi era más de lo que el enano gris podía soportar. Sólo cuando las torpes formas surgieron despacio de las filas de skavens, apartando a sus hermanos más pequeños con violencia para llegar a la matanza, comprendió Drimbold el motivo.

Enormes ogros, diez de ellos, llenos de músculos y aterradora fuerza bruta, soltaron rugidos de desafío y se golpearon el pecho con garras parecidas a losas de piedra. Al verse frente a estas horrendas y extrañas creaciones, la línea de enanos retrocedió medio paso de manera involuntaria.

Azgar, que se había vuelto a unir a la línea, lo vio.

—¡Khazukan Kazakit-ha! —bramó el matador, invocando el antiguo grito de guerra de los dawis, y dio un paso al frente.

—¡Khazuk! —fue la respuesta conjunta que surgió del grupo, que hizo un movimiento similar.

»¡Khazuk! —exclamaron de nuevo y dieron otro paso.

»¡Khazuk! —fue el grito final mientras los enanos se adentraban en la zona de alcance de los ogros.

* * *

Con la nariz por encima de la línea de agua, Uthor, Rorek y Emelda atravesaron sigilosamente el embalse poco profundo hacia los guardias que permanecían en la meseta de roca. Mientras se aproximaban, los tres enanos se abrieron en abanico siguiendo una orden tácita.

Uthor clavó la mirada en tres ratas que se apoyaban en lanzas y discutían entre ellas en la base de una de las destartaladas plataformas de observación. A menos de un metro de distancia, el señor del clan de Kadrin salió lenta y silenciosamente del agua con la barba y la túnica empapadas. Una de las ratas se volvió justo mientras Uthor levantaba su hacha y se paró en seco al verse frente a los ojos fríos del señor del clan.

Esa expresión permaneció en el cadáver de la criatura, que iba enfriándose poco a poco, después de que Uthor le enterrase su hacha rúnica en la frente. Tras arrancar la reluciente arma, el señor del clan decapitó a otro skaven y abatió al tercero con un feroz golpe en la espalda después de que éste diera media vuelta para salir huyendo.

Comprobó cómo les iba a sus compañeros. Tres cadáveres de roedores más yacían a los pies de Emelda en diferentes estados de mutilación. Rorek también se había ocupado de otros guardias. Dos skavens cubiertos de flechas clavadas flotaban en el agua expulsando sangre. Después de haber despachado al círculo exterior de centinelas, los tres enanos siguieron adelante con aire grave.

Los enanos se agacharon mientras atravesaban a hurtadillas la meseta de roca, volvieron a unirse y llegaron al pie del artefacto skaven. De cerca, la máquina infernal producía un enorme estruendo que ocultaba el ruido de sus botas y hacía vibrar su armadura. Mientras se acercaban, uno de los encapuchados representantes del clan Skryre se volvió y soltó un chillido de advertencia. Rorek le clavó una hilera de proyectiles de ballesta en cuello y torso mientras el skaven intentaba levantar su báculo.

El ruido puso en alerta a los skavens de pelaje negro, que se volvieron, junto con sus hermanos más pequeños de los clanes, y comenzaron a arrear a los esclavos hacia los enanos. Las rancias y escuálidas criaturas dejaron caer carretillas y sacos empapados llenos de tierra y cogieron picos y palas; el temor a sus amos era mayor que el miedo de enfrentarse a los enanos bien armados.

* * *

Flikrit observó cómo Gnawquell se sacudía y caía con una multitud de astas emplumadas saliéndole del pecho como si fueran púas. El brujo del clan Skryre sonrió con regocijo ante el fallecimiento de su compañero. «El favor recae en el que sobrevive —ése era su lema—. No puedes ascender a los ojos de los Trece si estás muerto». Cuando se fijó en los tres enanos avezados en la lucha que se acercaban a él de manera amenazadora, abriéndose paso entre los esclavos como si no fueran nada, expulsó enseguida un chorro de almizcle del miedo.

Flikrit retrocedió mientras dominaba el terror que amenazaba con soltarle el vientre. Hurgó en su túnica, encontró un trozo de reluciente piedra de disformidad y se la comió con avidez. La roca contaminada le produjo un cosquilleo en la lengua: amargo, acre, lleno de poder. El miedo disminuyó hasta convertirse en una duda débil y persistente a la vez que el brujo experimentaba visiones. Alzó su báculo, lleno de confianza en sí mismo, alimentada por la piedra de disformidad, y entonó un conjuro. Un nimbo de energía pura rodeó brevemente la pata extendida de Flikrit antes de que la canalizara hacia el báculo y desencadenara un rayo en forma de arco.

La energía negro-verdosa saltó por el aire, cargándolo de poder y de olor a azufre, y partió a un esclavo antes de tocar tierra, lejos, sin causar daños.

Flikrit soltó un gruñido de desagrado y volvió a chillar mientras empujaba su báculo hacia los saqueadores enanos que estaban rajando a sus esclavos; ¡esclavos por los que había pagado sus monedas! Hubo un relámpago y uno de los enanos resultó herido cuando el espeluznante rayo estalló en la tierra cerca de allí, arrojando afilados fragmentos de roca.

Rio de alegría, dando saltos, pero frunció el entrecejo al darse cuenta de que el enano seguía vivo y estaba poniéndose en pie con la ayuda de uno de los suyos. Este nuevo enemigo atravesó las filas de guerreros alimaña que estaban soportando todo el peso de la furia de los enanos después de que los esclavos hubieran muerto o huido. Carecía de barba y tenía un pelo largo y dorado que le colgaba del yelmo. Una resuelta ira aparecía grabada en la cara del enano sin barba y Flikrit soltó otro chorro de almizcle del miedo mientras los efectos del trozo de piedra de disformidad desaparecían. El brujo rebuscó rápidamente tratando de encontrar otro pedazo de aquella sustancia contaminada y se lo metió nerviosamente en la boca con dedos temblorosos. Casi tenía al enano encima cuando desencadenó otro rayo.

Flikrit soltó un chillido de alivio y júbilo cuando una violenta tormenta de energía de disformidad envolvió a su agresor. Cerró los ojos para protegerse del destello de luz, esperando ver una ruina carbonizada cuando los volviera a abrir.

¡El enano seguía vivo, con la armadura humeante! Un tenue brillo emanaba de un cinturón dorado que le rodeaba la cintura. Después de haber caído de rodillas, el enano se puso en pie, aún más furioso que antes, y balanceando el hacha de manera amenazadora. Flikrit retrocedió mientras miraba a derecha e izquierda en busca de ayuda. La mayor parte de los guerreros alimaña había muerto. Todos los guerreros del clan Rictus habían perdido la vida. Estaba solo.

Desesperado por sobrevivir, el brujo hundió la pata mugrienta en la túnica y sacó toda la piedra de disformidad que le quedaba. Se metió tres trozos enormes en la boca. Flikrit tragó ruidosamente. Una oscura energía recorrió su cuerpo, poniéndole los nervios a flor de piel, como si estuviera ardiendo. Cuando estaba a punto de desencadenar un último rayo de aterrador poder, Flikrit se dio cuenta de que estaba ardiendo. Trató de apagar las llamas verdosas dándose palmadas en el pelaje humeante, pero fue en vano. Abrió la boca para gritar pero las llamas de disformidad lo devoraron por completo, deshaciendo pelo y carne, y reduciendo sus huesos a ceniza.

* * *

Emelda se protegió los ojos de la antorcha skaven que tenía ante ella mientras del cuerpo surgían desenfrenados relámpagos que chocaron contra el techo de la cámara. El repugnante brujo se desmoronó, convertido en una ennegrecida pila de nada a medida que la mortífera magia que había intentado desatar lo consumía. La armadura de la hija del clan seguía caliente debido al impacto del rayo y olió el pelo chamuscado antes de murmurarle una plegaria a Valaya. Cuando la magia skaven se disipó, las runas de su cinturón se apagaron y se volvieron inactivas una vez más.

Un poco aturdida, recorrió la carnicería con la mirada.

Rorek abatió a un grupo de ratas que huían con su ballesta antes de acercarse corriendo para rematar con el extremo del arma a un esclavo roedor que se arrastraba por el suelo.

Uthor despachó al último de los fornidos skavens negros. El hacha de Ulfgan emitía feroces destellos mientras destrozaba armadura y hueso con facilidad.

Habían salido victoriosos. Todos los skavens estaban muertos. Sólo quedaban los que se hallaban atrapados en el interior de las ruedas que giraban de manera atronadora, totalmente ajenos a la batalla y encerrados en una horrorosa pesadilla girante.

No obstante, la destrucción no había terminado. A la vez que Emelda guardaba el hacha de Dunrik, unas losas de roca se desprendieron del techo, donde los relámpagos lo habían dañado, y se desplomaron en la charca de agua que rodeaba la máquina de bombeo. Un trozo enorme, uno de los ruinosos arcos de la extensa cámara, se derrumbó sobre una de las ruedas que movía los pistones, aplastándola, junto con las criaturas que había en su interior.

—¡Debemos destruir esa abominación! —gritó Uthor, compitiendo con el estrépito de la máquina.

Su dura mirada se suavizó al pasar de la construcción skaven a Emelda.

—¿Estás…?

—Valaya me protege —contestó ella.

—Lo único que necesitamos hacer es abrir la Barduraz Varn —apuntó Rorek, los relámpagos que generaban las dos ruedas restantes proyectaban destellos en su rostro—. Las aguas de inundación derribarán lo que queda.

—¿Cómo vamos a llegar a la puerta? —preguntó Emelda.

—Esa escalera nos llevará al mecanismo de apertura —respondió Rorek, señalando unos estrechos peldaños de piedra, ocultos en parte por las extremidades de la máquina de bombeo, que conducían a una enorme barra de oro, cobre y bronce que impedía que la Barduraz Varn se abriera.

Con Uthor a la cabeza, los tres enanos subieron los escalones corriendo, superándolos de dos en dos.

—¡Cuidado con la rueda! —gritó Rorek por encima del increíble ruido de la máquina.

Parte de la escalera llevó a los enanos peligrosamente cerca de una de las zumbantes ruedas del generador. Uthor tuvo que pegar la espalda ala piedra para asegurarse de que no lo arrancaba de los escalones y lo succionaba. Mientras avanzaba lentamente, sintió el latigazo y la fuerza del aire golpeándole la cara, lleno del hedor a carne quemada. A través del efecto borroso que creaban los rápidos movimientos de la rueda, entrevió a los esclavos trabajando frenética e incansablemente dentro. Los ojos inyectados de sangre se les salían de las órbitas debido al intenso esfuerzo, jadeaban a través de hocicos cubiertos de espuma y una gruesa capa de sudor les apelmazaba el pelo. El señor de clan vio también otras formas: los restos de las desdichadas criaturas que no podían mantener el ritmo; sus cuerpos destrozados daban rumbos debido al impulso de la rueda y se iban convirtiendo lentamente en pulpa.

Uthor atravesó el mortífero tramo de escalera y llegó por fin al mecanismo de cierre de la puerta. El camino se abría formando una sencilla plataforma de piedra con una gran manivela en el centro, unida al suelo por medio de una chapa plana. Los otros no se encontraban lejos cuando el señor de clan de Kadrin se situó junto a la manivela. Empujó con fuerza pero ésta no cedió, ni siquiera una fracción.

—Está dura —gritó—. Usad vuestra fuerza.

—No se puede abrir así —le explicó Rorek al llegar a la plataforma justo detrás de Emelda—. Primero debemos soltar el cierre —añadió, señalando la magnífica barra de oro, cobre y bronce que abarcaba todo el ancho de la puerta.

—Aquí —exclamó Emelda, que se encontraba ante una hornacina abierta en la pared.

Tras inspeccionarla más detenidamente, Uthor observó que había un hueco redondo de metal en ella, con cuatro tacos cuadrados de hierro que sobresalían.

—¿Y ahora qué? —inquirió el señor del clan de Kadrin, volviéndose hacia el ingeniero.

—Está cerrada con rhun —contestó Rorek mientras examinaba la hendidura en la roca antes de mirar directamente a Uthor—. No podemos abrirla sin una llave.

* * *

De pie sobre el gran yunque, con el hacha chorreando sangre, Azgar contempló la batalla que se desarrollaba debajo. Hordas ingentes de roedores se estrellaban contra el muro de escudos cada vez más fino de los enanos, que se habían visto obligados a retroceder hasta la plataforma del maestro forjador. Las viles criaturas parecían poseídas de un mortífero frenesí, los hocicos se les llenaban de espuma mientras chillaban como locos por llegar hasta los dawis a través del gran arco. Un interminable y ondulante mar de cuerpos peludos se extendía al otro lado a medida que aún más hombres rata entraban atropelladamente en la fundición.

Azgar mantuvo la mano sobre el cuerno de Wyvern mientras buscaba entrecerrando los ojos entre los skavens que se apiñaban. Los enanos sólo sumaban la mitad de los que eran al principio de la batalla. No aguantarían mucho más. Sin embargo, el matador resistió el impulso de tocar la nota que señalaría la muerte de todos ellos. Estaba esperando, esperando a que algo se dejara ver…

* * *

Halgar se estaba cansando. No querría admitirlo pero el dolor en las extremidades, el ardor en espalda y hombro, y el atronador aliento en el pecho se lo decían. Le abrió la garganta a un roedor de un tajo antes de romperle el hocico a otro con un violento puñetazo. Tres alimañas más se lanzaron contra él —los skavens parecían tenerlos rodeados— y se vio obligado a retroceder defendiéndose de un aluvión de golpes. La vista se le volvió borrosa un momento y calculó mal un quite. El golpe le dio en el muslo y el barbalarga soltó un grito.

Drimbold intervino y le asestó un machetazo al hombre rata, que se reía con socarronería, antes de que pudiera aprovechar la ventaja.

Halgar le hizo una señal con la cabeza al enano gris mientras introducía más aire en sus pulmones con gran esfuerzo.

—Quédate a mi lado —dijo, reuniendo todo el aliento que pudo.

—No hace falta que me vigiles —contestó Drimbold a la vez que le cortaba la oreja un esclavo—. Seguiré peleando.

—No, muchacho, no es por eso —repuso Halgar, sosteniendo el hacha con aire vacilante en la mano—. Es porque me estoy quedando ciego.

—Así lo haré —dijo Drimbold con determinación mientras se situaba a la espalda del barbalarga y rechazaba la lanzada de un roedor.

Halgar había superado la barrera del dolor, sobrepasado el agotamiento. Un odio puro hacia sus enemigos le permitía seguir adelante, le hacía blandir el hacha y cobrarse más vidas. La matanza se convirtió casi en un ritual en medio de la densa bruma de la batalla; se tragó toda sensación, todo sentimiento.

Cuando el barbalarga sintió que la roca situada a su espalda se deslizaba, todo eso cambió. Volvió y vio que Drimbold se había desplomado sobre una rodilla, aferrándose el pecho.

—¡Ponte en pie! —exclamó mientras le atravesaba el hombro a un roedor.

Drimbold no estaba escuchando o, por lo menos, no podía oír al barbalarga. El enano gris soltó un grito cuando una espada curva lo traspasó y le salió por la espalda cortándole la armadura ligera. Halgar se dio media vuelta rápidamente mientras parpadeaba para despejar la vista borrosa, o las lágrimas —no sabría decir qué—, y mató al atacante de Drimbold.

—¡A mí! —gritó el barbalarga a la vez que cogía al enano gris en brazos mientras se replegaba con una cohorte de guerreros de los clanes rodeándolos formando un muro de escudos.

Halgar se llevó a peso al enano gris, al que le manaba un chorro de sangre del pecho, hasta las filas posteriores y lo dejó en el suelo.

—Uthor… me… dijo… —murmuró Drimbold, jadeando a través de los labios salpicados de sangre, luchando por pronunciar cada palabra—. Dijo que… debía protegerte…

Halgar le dio una palmada en el hombro al enano gris, incapaz de hablar mientras contemplaba el cuerpo herido del enano.

—He… fallado —musitó Drimbold con su último aliento mientras la luz de sus ojos se iba apagando y adoptaba un tono gris.

—No, muchacho —contestó Halgar con lágrimas en los ojos—. No has fallado.

El barbalarga apoyó la mano nudosa sobre los ojos muertos y fijos de Drimbold. Cuando la apartó de nuevo, estaban cerrados. A continuación, se inclinó. Las palabras le salieron entrecortadas por la emoción cuando le susurró a Drimbold al oído:

—Ya no eres un semienano.

Halgar se pasó el dorso de la mano por los ojos y se puso en pie blandiendo su hacha.

—Protegedlo bien —les ordenó a tres guerreros con escudos, que asintieron con aire de gravedad antes de desplegarse alrededor del enano gris.

Con eso, el barbalarga se alejó con paso decidido de regreso a la matanza.

* * *

Azgar encontró por fin lo que estaba buscando. Al otro lado de las filas de skavens atisbó a su caudillo chillando órdenes y abriéndose paso a la fuerza hacia el frente.

Meterse de lleno en el combate era una característica inusual para un líder roedor, pensó para sí el matador. No obstante, no cabía ninguna duda de que era él. Iba engalanado con una gruesa armadura de metal deslustrado, empuñaba una alabarda que parecía pesar mucho y arrastraba una capa harapienta a su paso: era el oponente al que Azgar había estado esperando.

Ahora sabía que los skavens se habían entregado al ataque.

Con el corazón rebosante de belicoso regocijo, el matador se llevó el cuerno de wyvern a los labios e, hinchando el fuerte pecho, tocó una nota larga y potente.