DOCE
Skartooth estaba molesto. Su astuto ataque contra los skavens se había visto frustrado (en gran medida por la incompetencia de Fangrak, de eso estaba aseguro): los enanos habían escapado a su ira y su ejército, junto con todos sus magníficos designios, estaba destrozado.
—¡Imbécil! —chilló el caudillo goblin, caminando con impaciencia de un lado a otro de la llana meseta de roca a la que habían huido los pieles verdes que quedaban.
El camino que habían tomado los llevaba en dirección ascendente hacia las montañas, y tres lados de la meseta caían hacia un escarpado abismo.
Varias de las tribus de orcos que habían sobrevivido ya se habían marchado, retirándose en silencio hacia las montañas mientras Skartooth encabezaba la huida hacia el alto promontorio. Sólo quedaban él, Fangrak y una escasa horda de otros orcos y goblins. Eso y Ungul, por supuesto. El trol que tenía por mascota estaba sentado sobre su huesudo trasero y hacía caso omiso de la discusión que se avecinaba entre su amo y Fangrak; estaba demasiado obsesionado observando la baba viscosa que le goteaba lánguidamente de las fauces y formaba un charco en el suelo delante de él.
—Fue idea tuya tenderles una emboscada a las ratas y los retacos a la vez —gruñó Fangrak, que permanecía inmóvil mientras su caudillo iba de un lado a otro delante de él.
—Mi plan no tenía nada de malo —chilló Skartooth—. Pero tú no seguiste mis órdenes, ¿verdad? —añadió, apuntando su diminuta espada en dirección al cacique orco.
—¿Qué órdenes? ¿«Acaba con ellos»? —repuso Fangrak, subiendo el tono hasta acabar con un rugido—. Ésas fueron tus malditas órdenes, ¿eh?
—Sabía que eras un inútil, tú y tus apestosos compañeros —gruñó Skartooth—. Y lo has arruinado todo… ¡Todo! —exclamó al borde de un ataque mientras las venas de la frente se le marcaban.
—Ya estoy harto de esto —se quejó Fangrak a la vez que se apartaba del caudillo goblin—. Me largo.
—¡No me des la espalda! —chilló Skartooth con voz tan aguda que Ungul se metió un dedo en la oreja para que dejara de zumbarle.
—Vete a la mierda —contestó Fangrak, que ya se estaba alejando.
Skartooth soltó un rugido. La rabia del goblin pudo más que él mientras se lanzaba contra Fangrak, listo para hundir la espada entre los omóplatos del orco. Sin embargo, antes de que pudiera asestar el golpe, Fangrak se volvió, agarró el esquelético brazo de Skartooth con un recio puño y luego cerró la otra mano rápidamente alrededor del cuello del goblin. Con un giro le partió la muñeca a Skartooth y la espada cayó de la mano laxa del goblin y repiqueteó al golpear el suelo.
Fangrak acercó a Skartooth mientras comenzaba a apretar la mano alrededor del cuello del goblin, estrangulándolo despacio.
Skartooth le echó una mirada a Ungul con miedo en los ojos, pero la bestia se encontraba bastante lejos y estaba rebuscando algo en su nariz que no quería salir.
Cuando volvió a mirar a Fangrak, comprendió que éste había sido el plan del orco desde el principio. Cuando esa certeza se reflejó en su rostro, Fangrak sonrió.
—¿Qué vas a hacer ahora? —murmuró con tono sádico mientras apretaba un poco más fuerte y sentía gran regocijo al ver como los vasos sanguíneos sobresalían en los ojos cada vez más abiertos de Skartooth.
El caudillo goblin se ensució y un largo chorro de fétidos excrementos manó de su túnica y salpicó el suelo y la pata de Fangrak.
—Asqueroso… —dijo el cacique orco, que aflojó levemente la presión mientras se encorvaba para inspeccionar la porquería que le goteaba por la bota.
Era toda la distracción que Skartooth necesitaba. El goblin se liberó lo suficiente para morder la mano de Fangrak. El cacique orco aulló de dolor y lanzó a Skartooth al suelo como si hubiera agarrado el extremo equivocado de un hierro de marcar. El caudillo goblin se escabulló hacia atrás, a cuatro patas, hacia la seguridad de la presencia de Ungul, que se espabiló de pronto, como si acabara de despertar.
—¡Mátalo! —gritó Skartooth, cuya diminuta voz se había vuelto ronca después de que Fangrak casi lo estrangulara.
Ungul no respondió. Simplemente se quedó mirando a Skartooth con aire estúpido, como si intentara recordar algo.
—¿A qué estás esperando? ¡Mátalo! —volvió a chillar el goblin mientras le daba un manotazo a Ungul en el hocico con la mano buena.
El trol le gruñó a Skartooth y el caudillo goblin vio que Ungul sentía de nuevo todos los años de dolor y malos tratos que había sufrido a sus manos.
—Oh, no —musitó mientras se llevaba la mano al cuello.
El collar no estaba.
Fangrak se lo había quitado.
—Él te odia casi tanto como yo —dijo el jefe orco, con tres de sus guerreros a su lado, aguardando el truculento espectáculo.
Skartooth retrocedió arrastrándose mientras el trol se ponía en pie y su inmensa sombra lo envolvía como un eclipse.
Ungul soltó un rugido a la vez que se golpeaba el pecho.
Skartooth fue retrocediendo lo más rápido que pudo, pero de pronto no hubo nada bajo sus pies y cayó gritando hacia el recortado abismo que aguardaba abajo.
Ungul rugió de rabia al ver cómo desaparecía el goblin. Con el objeto de su ira fuera de su alcance, el trol se volvió con torpeza y centró toda su furia en Fangrak.
—Ah, mierda —dijo el cacique orco, buscando con los ojos el collar.
Lo había dejado caer cuando Skartooth lo había mordido. Lo último que recordaba era que había salido rodando por la meseta pero ahora no se veía por ninguna parte.
—Acabad con él —les gruñó a sus guerreros, pasando al plan de reserva.
Los orcos parecieron desconcertados al principio, pero cuando comprendieron que Fangrak lo decía en serio cargaron contra el trol entre rugidos.
Ungul también rugió y vomitó un abrasador chorro de corrosivo ácido sobre los guerreros, que gritaron mientras el líquido tóxico los devoraba.
Fangrak —al ver que sus subordinados se transformaban en burbujeantes charcos de carne y vísceras verdosas— echó a correr, pero Ungul estiró sus desgarbadas extremidades y lo agarró. El cacique orco chilló cuando el trol le arrancó ambos brazos y luego fue a por las piernas. Mientras el trol se sentaba a disfrutar del banquete, su rabia saciada por ahora, el resto de lo que quedaba de la horda huyó adentrándose en las montañas.
* * *
La parpadeante llama de la antorcha iluminaba el aterrador semblante asolado por las cicatrices de Azgar a medida que guiaba a los guerreros por el estrecho pasadizo.
—Estos túneles no fueron hechos por enanos —gruñó Halgar dos pasos por detrás del matador.
El barbalarga pasó la mano ligeramente por las paredes, cubiertas por una fina capa de cieno y una costra de mugre. Un reguero de desechos corría lánguidamente por el centro del suelo del túnel, a lo largo de un hediondo surco poco profundo. Por todas partes, el camino subterráneo de los skavens estaba lleno de excrementos y otros residuos, y los enanos debían ir con cuidado para no resbalar al pisar las concentraciones de heces o los repugnantes restos de un banquete de los roedores.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí abajo? —inquirió de pronto Drimbold, que avanzaba penosamente justo detrás de Halgar.
—Demasiado —masculló el barbalarga.
La serpenteante ruta los había internado en la tierra. El camino se había dividido en varias ocasiones, perdiéndose en espiral hacia la silenciosa penumbra en mil direcciones diferentes, algunas tan confusas que sólo un roedor podría confiar en recorrerlas. Halgar sabía que gran parte del laberinto skaven se cruzaba con las sendas del camino Ungdrin e incluso las socavaba y subsumía en algunos tramos. En su juventud había oído relatos de las enormes ratas topo sin pelo que los skavens utilizaban para excavar enormes extensiones en la roca y la tierra: el barbalarga no sabía si tales rumores tenían algo de cierto o no. No obstante, tuvo que reprimir un estremecimiento mientras se preguntaba cuánto tiempo llevaban allí estos túneles sin que Kadrin, Ulfgan, e incluso sus antepasados, fueran conscientes de su presencia. Se resistió a pensar en cuántos habían abierto en la tierra y exactamente a qué profundidad llegaban.
Azgar no le prestaba atención a la conversación y estaba concentrado en el camino que tenía delante cuando Halgar le pidió que se detuviera un momento mientras olía el aire. Arrugó la nariz y dijo:
—El asqueroso hedor de los roedores es cada vez más intenso —anunció—. Nos estamos acercando.
El matador asintió y los enanos prosiguieron en medio de la oscuridad.
Los enanos que se quedaron en la fundición habían aguardado una hora antes de partir. Ellos también se dirigían al camino de tres ramales, pero primero había que hacer preparativos para enfrentarse a la horda skaven. El retraso también les permitiría ponerse en marcha a Uthor y Gromrund, que tenían por delante un viaje mucho más largo. La expedición de Azgar, sin embargo, no se entretuvo mucho: atraer a los skavens hacia ellos también significaría que sería menos probable que sus hermanos de camino a la Barduraz Varn y la rejilla encontraran mucha resistencia.
Los tres enanos no se encontraban solos mientras se dirigían hacia las madrigueras de los roedores: tres miembros de la Hermandad Sombría y otro enano llamado Thorig, un guerrero de Zhufbar que llevaba terciada a la espalda una bolsa que parecía pesar, también los acompañaban.
Halgar se restregó los ojos mientras los enanos se detenían en una sección en declive de la laberíntica red de túneles, con una bifurcación con dos ramales ante ellos. Azgar blandió la luz de la antorcha delante de él. Hizo una mueca al reconocer la abyecta escritura de los skavens garabateada en la pared encima de cada camino. Se volvió hacia el barbalarga y lo vio masajeándose los ojos con los nudillos.
—¿Te encuentras bien, anciano? —le preguntó el matador.
—Sí —contestó bruscamente Halgar—. Esta maldita llama me está arruinando la vista —protestó mientras se rascaba de nuevo la herida del pecho.
—A mí tampoco me gusta, pero es necesaria para lo que ha planeado el ingeniero —contestó Azgar mientras señalaba con el dedo a Thorig.
Halgar masculló algo, pero las palabras resultaron indiscernibles. Indicó la abertura de la izquierda de la bifurcación.
—El hedor es más intenso ahí —anunció con claridad y parpadeando varias veces antes de seguir avanzando penosamente—. ¿Vais a venir? —les gruñó a los otros.
* * *
—Vamos a necesitar una cuerda —exclamó Uthor por encima del estruendo de la cascada.
Los enanos habían mantenido un rumbo oeste constante como Ralkan les había dicho que hicieran. Ya habían cerrado varias compuertas, que Rorek le había asegurado al señor del clan de Kadrin que ayudarían a canalizar las aguas de la inundación inferior hacia la fundición. También habían cerrado una serie de pozos empujando piedras grandes en los cuellos para que hicieran de tapón. Fue una labor dura y que les llevó mucho tiempo, pero necesaria. El camino los había conducido hacia abajo después de eso, la Barduraz Varn se iba acercando cada vez más hasta una pared de roca vertical y una reluciente cortina de agua que caía en cascada.
—¿Podemos rodearla? —gritó Emelda, el increíble ruido del atronador torrente amortiguó su voz.
—Es el único camino hacia las plantas inundadas y la Barduraz Varn —contestó Uthor observando la cascada que caía desde el saliente en el que se encontraban los enanos.
El saliente se estrechaba bruscamente después de ahí, donde la cascada comenzaba y lo había desgastado. Por encima del borde, la estruendosa agua caía hacia una profunda sima oscura. Uthor se imaginó la enorme extensión del Agua Negra hinchándose muy por encima de ellos, su fuerza era evidente incluso aquí abajo, y se sintió insignificante.
Rorek desenrolló una cuerda que llevaba en el cinto de herramientas, y la blandió delante de Uthor.
—Esto aguantará. Una soga dawi no se rompe fácilmente —dijo mientras el rocío errante lo salpicaba y le humedecía la barba con joyas de agua.
Le lanzó un extremo de la cuerda a Uthor, que lo cogió con facilidad.
—Átatela alrededor de la cintura y aprieta el nudo —le indicó Rorek, y luego se volvió hacia Emelda—. Tú deberías hacer lo mismo, milady.
Los enanos se situaron en fila de a uno: primero Uthor, luego Emelda seguida de Rorek, Henkil y por último Bulrik. Despacio, con Uthor a la cabeza, se dirigieron hacia la cascada.
Cuando Uthor tocó el angosto saliente, sintió al instante la superficie resbaladiza bajo las botas. Sería fácil resbalar y caer hacia las interminables profundidades que se extendían debajo, con un bosque de rocas muy afiladas al final del camino. El señor del clan de Kadrin decidió no mirar hacia abajo. En su lugar, rebuscó en la bolsa de cuero que Rorek le había dado y sacó dos clavos anchos de hierro. Sujetó uno con la boca —el sabor del metal le resultó tranquilizador— y estiró la mano para clavar el otro en la roca vertical. Al principio titubeó; no estaba acostumbrado a los embates del agua y retrocedió respirando con fuerza y con la barba, la cara y el brazo empapados. Luego se preparó y lo intentó de nuevo, dando un paso más mientras lo hacía.
El agua gélida golpeó a Uthor, privándolo de aliento y haciendo que le castañearan los dientes mientras luchaba contra la atronadora corriente. El señor del clan se sacó un martillo pequeño del cinto y hundió el clavo en la pared, donde se agarró con fuerza. Usando el clavo a modo de asidero, avanzó con cuidado por el saliente un poco más y clavó otro. Luego vino el tercero y el cuarto, y Uthor llegó al centro del saliente, donde una pequeña grieta en la pared de roca le permitió un momento de tregua del empuje de la cascada.
Contuvo la respiración, plenamente consciente de que los otros lo seguían lentamente, y estaba a punto de continuar cuando sintió un fuerte tirón en la cuerda que llevaba atada a la cintura. El señor del clan se volvió —las botas le resbalaban sobre la roca empapada— y vio que a Emelda se le escapaba de los dedos uno de los clavos y caía hacia atrás. La noble se encontraba al alcance de la mano; Uthor se estiró rápidamente hacia ella, la agarró de la muñeca mientras se debatía y tiró hacia él. La hija del clan real chocó con el cuerpo de Uthor y los dos cayeron hacia atrás, contra la estrecha grieta en la pared de roca respirando pesadamente.
—Muchas gracias —dijo Emelda.
Sus largas trenzas chorreaban mientras parpadeaba para limpiarse las gotitas de agua de los ojos. Una sonrisa que estaba comenzando a formarse en las comisuras de su boca se transformó abruptamente en una mueca a la vez que Uthor sentía que tiraban de nuevo de ella hacia atrás. La sostuvo fuerte y se aferró al clavo de la pared con todas sus fuerzas, mientras intentaba ver qué estaba ocurriendo. Al otro lado de la cortina de espuma aparecieron unas formas desdibujadas por un velo blanco de agua y unos gritos amortiguados se oyeron a través de la rugiente cascada.
* * *
Rorek observó, sin poder hacer nada, cómo caía Bulrik. El enano de Dedohierro tropezó con una roca y resbaló. El estruendo de la cascada se tragó su grito de muerte y su cuerpo se perdió de vista en medio de las revueltas brumas.
Prudentemente los enanos habían dejado varios metros de cuerda entre cada uno al anudársela alrededor de la cintura, pero aún así Henkil sólo dispuso de unos segundos para soltarse o él también se hubiera perdido en la oscuridad. El líder de los Cejofruncido tiró frenéticamente del nudo que había hecho. Los miembros de su clan elaboraban cuerdas —había alardeado de ello ante Rorek antes de descender por la escalera— y, como tal, sabía mucho de hacer nudos, tanto que se había felicitado cuando había atado éste en particular, sin pararse a pensar en que podría tener que deshacerlo apresuradamente.
A Henkil se le resbalaron los dedos mientras la cuerda se iba tensando, y levantó la mirada hacia el ingeniero al darse cuenta de que todo estaba perdido. El Cejofruncido fue arrancado violentamente del saliente hacia la muerte con Bulrik como ancla involuntaria. La cuerda comenzó a recogerse de nuevo. Al principio Rorek sintió un tirón hacia delante, parte de la cuerda suelta estaba amontonada alrededor de su bota, pero luego se apartó. Apretó la espalda contra la pared de roca y afirmó las piernas: era imposible que pudiera soportar el peso de dos dawi con armadura completa. Como la mayor parte del grupo, Rorek llevaba varias hachas arrojadizas y, mientras la cuerda colgante se tensaba ante sus propios ojos, sacó una. Con una plegaria a Grungni para que su puntería pudiera ser certera esta vez, arrojó el arma, que salió dando vueltas hendiendo el agua y se clavó en el saliente, cortando la cuerda con el tiempo justo. Se quedó allí, firmemente incrustada, mientras la cuerda cortada desaparecía en medio de la penumbra, detrás de Bulrik y Henkil.
* * *
—¿Queda mucho? —se quejó Hakem mientras bajaba otro metro a través de los estrechos confines del Salto de Dibna.
Los enanos habían entrado en el pozo a través de las minas. Iban descendiendo poco a poco y luego se dirigirían al túnel de desagüe, gracias a la cuerda de Thalgrim, que estaba bien amarrada arriba. La marcha había sido dura; gran parte del pozo se había hundido y en algunos sitios sobresalían rocas afiladas donde los túneles colindantes habían atravesado la pared del pozo como si fueran arietes de piedra. Por suerte, los antepasados de Karak Varn habían construido una serie de salientes cortos a intervalos en el largo pozo. Gromrund aprovechó gustoso esta muestra de inventiva ingenieril y colocó las botas en el afloramiento de piedra para tomarse un respiro.
—No estoy seguro. Creo que estamos más o menos a medio camino —calculó el martillador, atisbando la oscuridad que se extendía abajo, entre sus piernas.
—En los salones de Barak Varr hay elevadores dorados para subir y bajar de las plantas —gimió Hakem, luchando por soltar el garfio de la cuerda mientras él también localizaba uno de los salientes.
—Parece que vuelves a ser el de antes —comentó Gromrund, dirigiéndole una sonrisa irónica— si te dedicas a alardear de la magnificencia de tu fortaleza. ¿O sólo te quejas para no ser menos que Halgar?
Hakem soltó una carcajada poco entusiasta. La pérdida del martillo Honakinn aún lo obsesionaba. El recuerdo del arma desapareciendo en la oscuridad y la posterior muerte de Dunrik fueron como un repentino cuchillo en su corazón y su expresión se ensombreció.
Gromrund lo vio y apartó la mirada hacia arriba, hasta donde Ralkan, Thalgrim y los tres Barbahollín iban descendiendo. Todos encontraron rápidamente dónde apoyarse en los salientes; aunque el alivio de Ralkan resultó casi palpable.
—¿Cuánto tiempo podemos descansar? —preguntó el custodio del saber, jadeando, pues no estaba acostumbrado a tales esfuerzos físicos, mientras alzaba la mirada hacia el cielo. Apenas creía que pudiera haber llegado tan lejos.
—No mucho —contestó Gromrund—, unos minutos, no más.
Thalgrim estaba en su elemento, al igual que sus hermanos de clan. Charlaban tranquilamente y aprovechaban la oportunidad para comer las raciones que llevaban en las mochilas. Uno de los mineros incluso columpiaba los pies por encima del borde y dejó caer un pequeño trozo de roca hacia la penumbra. Thalgrim giró la cabeza hacia allí mientras chocaba contra el fondo con un tintineo sordo y lejano.
—Treinta y nueve metros con noventa centímetros —le dijo el buscavetas al resto del grupo—. Diez centímetros más, diez centímetros menos.
—¿Ves? —dijo Gromrund, volviendo la mirada hacia Hakem—. Ya tienes tu respuesta.
Hakem frunció el entrecejo.
—No hay duda, igual que el barbalarga —murmuró Gromrund entre dientes.
* * *
Thalgrim fue en cabeza el resto del descenso por el Salto de Dibna. Parecía que la oscuridad era particularmente densa allí y él y el resto de los Barbahollín encendieron las velas que llevaban pegadas a los cascos de minero para iluminar el camino. No hubo más paradas y, después de lo que les parecieron varias horas más a algunos, llegaron al final del pozo.
El buscavetas cayó con un chapoteo sordo. El agua le llegó a los tobillos y le mojó la falda de malla de la armadura. Aquella planta estaba parcialmente inundada. Avanzó pesadamente por el agua para dejarles sitio a los otros y contempló maravillado los inmensos salones subterráneos situados en los niveles habitables más bajos de Karak Varn. Enormes arcos recorrían el techo curvo a intervalos precisos, y resistentes columnas talladas con escritura túnica y las imágenes de bestias fabulosas lo sostenían en alto.
El silbido de las llamas captó su atención. Comprendió que se trataba de su vela y estiró el cuello para observar la sección del techo que tenía justo encima. Un líquido goteaba de manera intermitente de una grieta poco profunda: era evidente que había una bolsa de agua aislada atrapada al otro lado, intentando abrirse paso. Thalgrim sintió que el repentino impulso de echar a correr se apoderaba de él.
—¿Por dónde, custodio del saber? —preguntó, volviéndose hacia el grupo, cuyos miembros ya habían salido del pozo.
Se encontraban en una confluencia de cuatro túneles y los caminos que se perdían parecían todos iguales.
Ralkan contempló cada camino con el entrecejo fruncido, intentando recordar.
—Pensaba que sabías cómo llegar al aliviadero —dijo Hakem mientras le dirigía una mirada furtiva a Gromrund.
El custodio del saber se rascó la cabeza. La mayor parte de los túneles estaba dañada: columnas que se habían venido abajo sobresalían del agua como islas de piedra en miniatura y parte de esa decoración de los arcos se había desprendido, dejándolos como si los hubieran roído. No era así como Ralkan lo recordaba, aunque ya había visto la desolación antes.
—Iremos al norte —anunció al fin, señalando uno de los túneles.
—Por ahí está el sur —repuso Thalgrim con expresión de perplejidad.
—Al sur, entonces —contestó el custodio del saber de modo un tanto vacilante—. Vamos, la rejilla no está lejos —añadió y comenzó a descender pesadamente por el túnel.
—Pues al sur —murmuró Hakem, intercambiando una mirada de preocupación con Gromrund mientras los enanos seguían al custodio del saber.
* * *
El nauseabundo hedor de los skavens resultó agobiante cuando llegaron a la entrada de las madrigueras; Azgar y los otros no necesitaron la nariz del barbalarga para olerlo.
Halgar se sacó el hacha del cinto despacio y en silencio mientras se acercaba a la cámara de los hombres rata. Azgar se encontraba al lado del barbalarga y éste se volvió hacia el matador; primero se llevó el dedo a los labios y luego le mostró la palma de la mano al matador en un gesto para que esperase. El barbalarga se acercó calladamente al umbral de la estancia —su sigilo era increíble para un enano de su edad y con semejante armadura— y atisbó dentro.
La madriguera skaven estaba situada en una caverna grande y toscamente excavada de unas trescientas barbas en cada dirección. Había una serie de plataformas de piedra elevadas, y Halgar también se fijó en que varios pozos profundos se abrían en el centro de la cámara. Unos guardias permanecían alrededor de los mismos, vestidos con agrietadas túnicas de cuero negro y portando lanzas de hoja gruesa: debía tratarse del recinto de parto, donde las abotagadas hembras skavens se atiborraban con la carne de los muertos y producían crías de hombres rata mutantes. Esa idea hizo que al barbalarga se le revolviera el estómago y aferró el mango de su hacha para tranquilizarse. Había dos guardias más sentados cerca de la entrada cuyos hocicos se movían, pero que por lo demás estaban ajenos a la presencia de Halgar.
Esclavos dormidos ocupaban la mayor parte del resto del espacio, amontonados unos sobre otros en masas de pelaje y tela, y parcialmente ocultos por una bruma baja y cargada de azufre. Halgar notó que salía de los recintos de parto.
Reinaba un ambiente lánguido y casi comatoso. Había pilas de excrementos por todas partes junto con huesos y otros desechos. Las paredes estaban manchadas de orina y el aire estaba impregnado de sudor, además del hedor de la niebla sulfúrea, que hizo que le picaran las fosas nasales. Halgar ya había visto suficiente y retrocedió junto a sus hermanos, que lo aguardaban.
El barbalarga le hizo una seña a Thorig para que se acercara y el enano de Zhufbar lo hizo rápidamente. Halgar asintió y Thorig cogió la bolsa que había estado llevando desde que habían salido de la fundición. Hurgó y sacó una bola de cobre y hierro del tamaño de un puño. A la parpadeante luz de la antorcha se podía ver una tenue juntura que recorría la circunferencia de la bola, una bisagra en un extremo y lo que parecía ser un cierre de resorte en el otro. Un pico sobresalía de un hemisferio con un corto trozo de cordel asomando de él.
Halgar cogió la bola en la mano, la inclinó y el sonido metálico del líquido chapoteando dentro se pudo oír muy débilmente. El barbalarga miró al enano de Zhufbar enarcando una ceja.
—Zharrum —susurró Thorig con un brillo en los ojos—. La mezcla de hollín y aceite es especialmente volátil cuando se la expone a una llama —añadió, repitiendo las palabras de Rorek.
—A tu hermano de clan lo acabarán pasando por la rueda —rezongó Halgar en voz baja.
Thorig se encogió de hombros y les pasó una bola a cada uno de los otros enanos. Luego cogió la tea llameante que le ofreció Azgar y la aplastó contra el suelo, hasta que sólo quedaron brasas. El matador los condujo entonces hacia la entrada de la madriguera.
Un débil borboteo de sangre y los dos skavens situados en la entrada de la caverna acabaron muertos degollados. Azgar y Halgar dejaron a sus presas en el suelo casi en perfecta sincronía y comenzaron a adentrarse furtivamente en la cámara. Los enanos avanzaban en fila de uno, con Halgar a la cabeza, trazando una senda a través de los esclavos dormidos. Si alguno de ellos despertaba y conseguía dar la voz de alarma, entonces los enanos se verían rápidamente rodeados y luchando por sus vidas.
Azgar iba después del barbalarga, mirando a derecha e izquierda, en busca de algún indicio de movimiento y sosteniendo baja el hacha. Estaba tan concentrado en lo que tenía delante que no vio la cola de rata que se sacudió bajo su bota. El corpulento matador la pisó y el esclavo al que pertenecía habría gritado si no hubiera sido porque Azgar bajó las manos como un relámpago, enrolló la cadena del hacha alrededor del cuello de la criatura y se lo partió con un feroz giro. Dejó el cuerpo en el suelo con cuidado y los enanos siguieron adelante.
A medida que se acercaban a los recintos de parto y los guardias que los protegían, Halgar les indicó en silencio que se desplegaran, aprovechando las sombras y el soporífero estado de los roedores para acercarse sigilosamente a ellos. Había seis guardias en total, dos por cada uno de los tres recintos y uno para cada uno de los enanos: Halgar, Azgar, Drimbold y la Hermandad Sombría. Thorig se agachó, perdiéndose de vista por temor a que las ascuas de la antorcha despertasen a los skavens.
Cuando todos estuvieron en posición, Halgar, que estaba en cuclillas, se levantó y acabó con el primer guardia. Uno de los miembros de la Hermandad Sombría silenció al segundo tapándole la boca con su manaza y luego le partió el cuello. Azgar y otro de sus matadores surgieron de la bruma como antiguos depredadores de las profundidades y despacharon a los otros dos con la misma mortífera prontitud. Drimbold y el tercer matador acabaron con los guardias restantes: uno con un lanzamiento de hacha bien dirigido y otro con el pincho de un hacha clavado en la garganta. Drimbold fue tan silencioso que los otros enanos ni siquiera lo vieron ni oyeron acercarse. Los matadores intercambiaron una señal con la cabeza para confirmar que la tarea se había completado y se acercaron sigilosamente a los recintos de parto.
Halgar atisbó dentro del profundo pozo y casi le dan arcadas.
Sentada sobre su gordo trasero, con sus lorzas de grasa derramándose unas sobre otras, había una repugnante madre skaven. La hembra abotagada gimoteaba débilmente con las esqueléticas patas extendidas preparándose para expulsar otra cría skaven más. Estaba rodeada de carcasas óseas: se podían ver enanos, goblins e incluso hombres rata. Una enorme camada de diminutos roedores mamaba con avidez de una multitud de pequeñas tetillas rosadas que sobresalían del torso de la madre rata. Varios miembros de la camada estaban muertos y algunas de las crías más fuertes los estaban devorando ruidosamente.
En un rincón del recinto había un rudimentario brasero de hierro. Unas densas nubes de vapor emanaban de él mientras algún hediondo brebaje skaven ardía en su interior: sin duda, ésa era la fuente de la niebla sulfúrea. Sujeto al borde del cuenco del brasero había un tubo grueso que llevaba hasta un conducto de metal fijado al hocico salpicado de baba de la madre rata. A juzgar por la naturaleza inerte de todos los skavens que había en la cámara, Halgar supuso que el gas se utilizaba para sedar a las repugnantes criaturas mientras parían.
También había esclavos skavens en los pozos. Portaban largos palos de madera con esponjas de aspecto mugriento en los extremos. Mientras los enanos miraban, los esclavos les daban golpecitos con aire compungido a las madres rata con las esponjas empapadas, presumiblemente en un intento de mantenerlas frescas durante sus esfuerzos.
Halgar apenas pudo contener su repugnancia y, mientras hacía una mueca de asco, una de las madres rata levantó hacia él sus ojos redondos y brillantes y soltó un desesperado chillido de advertencia. Los skavens despertaron por toda la sala.
Halgar rugió y enterró un hacha en el cráneo de la madre rata, abriéndolo como si fuera una fruta demasiado madura. Los esclavos skavens chillaron primero horrorizados al ver el chorro de sangre que salía del cráneo destrozado de la madre rata y luego de rabia al ver a los matadores arriba. Dejaron caer los palos y desenvainaron unas espadas oxidadas mientras echaban a correr hacia una rampa de tierra que los sacaría del pozo.
Thorig ya había salido a toda velocidad de su escondite y había encendido el zharrum de Azgar con las ascuas de la antorcha. La mecha se quemó con rapidez y el matador lanzó la esfera dentro del pozo, donde estalló; el cierre se soltó al hacer impacto y roció un líquido llameante sobre los esclavos y el cadáver de la madre rata. El hedor del pelaje ardiendo y los gritos desgarradores de los roedores moribundos llenaron el aire mientras Drimbold arrojaba también su zharrum y el pozo se convertía en un cuenco de rugientes llamas.
Halgar corrió hacia el segundo pozo con dos de los miembros de la Hermandad Sombría a la zaga. Uno de los esclavos estaba saliendo del extremo de la rampa de tierra con una siniestra lanza en ristre. El barbalarga le dio una patada en la entrepierna y envió a la criatura de nuevo abajo, antes de tirar su zharrum dentro tras él, envolviendo el recinto de parto en llamas. El tercer y último pozo ardió poco después, cuando Thorig lanzó dos bombas de fuego dentro antes de que ninguno de los skavens de su interior pudiera reaccionar. A través del fuego —que estaba cargado de un grasiento humo negro debido a la grasa corporal que ardía— se podían ver las formas de las madres rata retorciéndose y sus crías cocinándose despacio. La fetidez rancia de la carne de rata asándose hizo que a Halgar le lloraran los ojos.
—¡Vamos! —ordenó—. Ya hemos cumplido nuestra labor. Regresemos a la fundición.
Los enanos se agruparon matando esclavos a su paso. En la parte posterior de la cámara se había congregado una cohorte de ratas a las que no habían visto antes y que blandían lanzas y alabardas. Los roedores chillaron con ferocidad y se abalanzaron sobre los enanos con los hocicos llenos de espuma. Thorig les arrojó una bomba de fuego y la cortina de llamas redujo la primera fila a teas. Pero una segunda fila avanzó. Una lanza pasó volando junto a la oreja de Halgar y se clavó en la pared detrás de él con un sonido sordo.
—¡Salid! ¡Salid ya! —exclamó, volviendo a formar la carga en cuanto los enanos se reunieron.
Azgar y los otros matadores fueron delante, abriendo una senda a través de la muchedumbre de esclavos que había aparecido en su camino. Thorig iba tras ellos y, con Drìmbold a su lado, el enano de Zhufbar lanzaba más bombas de fuego a discreción hacia la cámara, decidido a arrasar los malditos nidos. Mientras corría logró que las ascuas de la antorcha cobraran vida y pronto la tea estuvo llameando. Halgar formaba la retaguardia y retrocedía con rapidez mientras las ratas de los clanes se acercaban a ellos; estaban tan furiosas que pisoteaban a todo esclavo que se interpusiera en su camino.
Los enanos pasaron a toda velocidad entre sus atacantes skavens, cruzaron el umbral de la enorme caverna —que ahora estaba envuelta en fuego— y salieron de nuevo al túnel. Las ratas de los clanes casi se les habían echado encima cuando Thorig se volvió y metió la tea encendida dentro de la cartera. Hizo a un lado la antorcha usada, le dio vueltas a la bolsa ardiendo por encima de la cabeza como si fuera una honda y la lanzó hacia la entrada del nido. Una enorme barrera de fuego se alzó donde la bolsa chocó contra el suelo; era tan densa y feroz que los skavens que los perseguían se detuvieron de golpe y se convirtieron en siluetas borrosas al otro lado.
—Bien hecho, muchacho —lo felicitó Halgar, y tosió para expulsar parte del humo de los pulmones.
El enano de Zhufbar asintió exhausto y se levantó el yelmo para limpiarse el sudor de la frente.
—Pero no debemos entretenernos —continuó el barbalarga, observando las llamas que impedían que los roedores los persiguieran de inmediato. En ese mismo momento, apenas apreciables entre el fuego, los esclavos estaban lanzando tierra contra la pared de fuego en un intento de extinguirlo—. El destino nos aguarda —añadió sonriendo.
Los enanos regresaron corriendo por donde habían venido, con Azgar a la cabeza, volviendo sobre sus pasos sin el más mínimo error. Los miembros de la Hermandad Sombría fueron los únicos que se quedaron. Drimbold se fijó en los guerreros que permanecían inmóviles con aire de gravedad ante la rugiente pared de fuego y con las hachas preparadas.
—¡Vamos, los roedores irán tras nosotros enseguida! —les gritó el enano gris, aminorando el ritmo de huida.
Azgar vio que Drimbold titubeaba y regresó para arrastrarlo hacia delante.
—Pero los van a masacrar —protestó el enano gris.
—Como juraron —dijo Azgar—. Sabían cuál era su parte en esto. Su sacrificio entretendrá a los roedores el tiempo suficiente para que nos preparemos en la fundición.
—Son tus guerreros, ni siquiera te has despedido de ellos.
—Nosotros no hacemos eso —contestó Azgar—. Van al encuentro de una muerte honorable. —El tono del matador era casi nostálgico—. Pronto los recibirán en el salón de Grimnir para librar la batalla eterna —añadió, clavando una mirada glacial en Drimbold—. Los envidio, enano gris.
* * *
—Esto no es cómo lo describió el custodio del saber —comentó Rorek mientras se rascaba la cabeza.
—Aunque lleva el nombre del maestro cervecero —contestó Uthor, señalando una placa de piedra en la que las palabras SALÓN DE BRONDOLD: SU ARTE PARA ELABORAR CERVEZA SERÁ RECORDADO estaban grabadas en khazalid—. Por aquí debe de ser por donde Ralkan pretendía que fuéramos.
—Se parece más a un lago que a un salón para beber —añadió Emelda.
Los tres enanos se encontraban sobre una plataforma de losas de piedra que caía en declive hacia una enorme extensión de turbia agua verdosa de varios cientos de metros de largo. La opaca laguna estaba en calma, como vidrio deslustrado, y de ella sobresalían las partes superiores de unas columnas que se alzaban hasta el alto techo. Círculos espumosos lamían las columnas donde éstas hendían la superficie y se amontonaban en los bordes de las paredes. Las antorchas aún parpadeaban, justo por encima de la línea de agua; una proeza increíble dado que debían llevar encendidos unos cincuenta años o más. Se trataba de otro ejemplo del milagroso combustible de los maestros de los gremios enanos. La luz iluminaba enormes cabezas de bronce que pertenecían a estatuas sumergidas y representaban a los antiguos maestros cerveceros y los señores de la fortaleza. Las puntas de sus barbas se hundían en el rancio embalse.
Con excepción del elogio de piedra dedicado al maestro cervecero muerto mucho tiempo atrás, los numerosos toneles de madera, barrilillos y jarras que aún resistían en la maloliente agua estancada, nada dejaba ver que éste fuera el salón para beber que había descrito Ralkan.
«—Llegaréis al Salón de Brondold a través del portal septentrional —les había indicado el custodio del saber—. Bajo la pared sur hay una trampilla. Aunque está, cerrada, os conducirá a los túneles de drenaje situados debajo. Cruzad este túnel y apareceréis en el embalse de la Barduraz Varn».
Uthor recordaba las palabras vagamente: Ralkan no había dicho nada de un enorme lago imposible de cruzar. Al contemplar la enorme extensión de la inundación, se fijó en un esqueleto de enano que se aferraba a unos desechos flotantes como si fuera una macabra boya. Era la primera vez que el grupo veía a uno de sus hermanos muertos en toda la fortaleza, salvo por los restos del rey Ulfgan. Uthor sintió un hormigueo de terror subiéndole por la espalda al observar al enano muerto meciéndose suavemente en la fétida agua y recordó la reciente pérdida de Bulrik y Henkil. Trató de sofocar el recuerdo, pero no pudo impedir que su mente regresara a aquellos desesperados momentos en la cascada, el pálido rostro de Rorek apareciendo entre el agua con la noticia de las muertes de los líderes de clan.
El resto del camino por el estrecho sendero se había llevado a cabo en silenciosa remembranza. Tantas muertes y tan innecesarias. «Yo los he condenado a este destino. Nos he condenado a todos», pensó Uthor mientras apartaba la mirada para escudriñar la impenetrable oscuridad. Una multitud de terrores ocultos que podrían esconderse en las profundidades del agua surgieron en su mente. Todos los enanos habían oído hablar de las bestias durmientes que yacían en las entrañas del Agua Negra, aguardando presas lo bastante estúpidas para aventurarse allí.
—Dejemos este lugar lo antes posible —sugirió Emelda en voz baja.
El señor del clan de Kadrin se volvió hacia ella y vio la inquietud grabada en su rostro.
—Sí —coincidió Uthor, cuyo adusto humor disminuyó al ver su semblante—. Pero ¿cómo vamos a cruzar? —añadió, apartándose de la hija del clan para situarse al borde de una magnífica escalera que otrora había conducido al jolgorio del salón pero que ahora se había tragado un lodo verdoso—. No veo balsas.
Uthor se puso en cuclillas y mojó un dedo en el agua, extrayendo un fino trozo de la turbia película que cubría la superficie de la laguna artificial.
—No podemos ir nadando, es demasiada distancia —contestó Emelda mientras recorría con la mirada la llanura de agua estancada.
—De todas formas no llegaríamos lejos con armadura —apuntó Rorek—, ni siquiera usando los barriles para flotar.
El ingeniero estaba examinando una estatua que se había derrumbado sobre la plataforma de piedra; al menos la cabeza decapitada y parte del torso lo habían hecho. Le dio unos golpecitos con un martillo pequeño que había sacado de su cinto de herramientas y un sonido sordo y vibrante resonó por la cámara.
—Hueco —murmuró, inspeccionando más detenidamente la cabeza de la estatua.
La caída había causado un corte limpio en el cuello y el ingeniero pudo atisbar dentro de sus enormes límites.
—Quizás… Uthor, sí vamos a necesitar esos barriles después de todo —añadió a la vez que se volvía hacia el señor de clan. El ingeniero le ofreció un trozo de cuerda con un pequeño rezón de metal atado—. ¿Alguna vez has ido de pesca? —preguntó.
* * *
El zumbido de la cuerda girando hendió el aire seguido de un chasquido cuando Uthor la soltó. El lanzamiento fue certero, pero el barril se hizo pedazos con el impacto del rezón… otra vez.
—Eres un guerrero nato, hijo de Algrim —comentó Emelda, que había estado observando los esfuerzos del señor del clan durante varios lanzamientos mientras Rorek se entretenía con la cabeza de la estatua.
La noble no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba planeando el audaz ingeniero, pero sabía a ciencia cierta que no respetaría las restricciones del Gremio de Ingenieros.
—Ni siquiera pescando barriles puedes resistirte a asestar un golpe mortal.
Uthor miró a Emelda con recelo, un tanto alterado y sonrojándose. Estaba a punto de intentarlo de nuevo cuando se detuvo y se volvió hacia la hija del clan.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor? —inquirió mientras le ofrecía la cuerda y el rezón, que ahora estaban cubiertos del jabonoso residuo del agua estancada.
Emelda sonrió y cogió la cuerda y el gancho. A continuación, se acercó al borde de la plataforma y comprobó el peso de los objetos en las manos. Dio un paso atrás, hizo girar la cuerda trazando un arco amplio con la facilidad que daba la práctica, y la mugre que tenía pegada salió disparada en un repugnante rocío. Entonces, Emelda la soltó. Cayó justo detrás de un barril.
—Buen intento —dijo el señor de clan mientras sacaba levemente el pecho e intentaba evitar que apareciera una sonrisa en su rostro.
Emelda no mordió el anzuelo. Simplemente recogió la cuerda despacio, dejando que el rezón se arrastrara por el agua y se enganchara en el extremo del barril, y después lo atrajo sin esfuerzo. Cuando el barril chocó con el borde de la plataforma, se volvió hacia Uthor.
—Hacía falta un toque más hábil —explicó.
Uthor masculló entre dientes mientras se agachaba para coger el barril y dejarlo en la plataforma.
—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Uthor mientras Emelda lanzaba de nuevo y enganchaba otro barril.
—Me lo enseñó mi padre —contestó mientras arrastraba su pesca a través del agua turbia—. Pescando en los arroyos de montaña y lagos del Pico Eterno.
—¿Te refieres al Gran Rey?
—No —contestó Emelda mientras acercaba el barril al borde del agua para que Uthor lo recuperase—. El Gran Rey no es mi padre.
—Discúlpame, milady, cuando te vi en la corte de Karaz-a-Karak, pensé…
—Mi padre está muerto. —La cuerda se combó levemente en las manos de Emelda mientras miraba a Uthor—. Era el primo del rey. Cuando lo mataron, el rey Skorri me convirtió en su pupila, en reconocimiento a una antigua deuda entre ellos.
—Dreng tromm —dijo Uthor, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto—. ¿Puedo preguntar cómo murió, milady?
—Estaba inspeccionando las tierras mineras de nuestra familia y se produjo un derrumbe en un túnel. Perdimos a treinta valientes dawis ese día. Cuando los prospectores recuperaron los cuerpos, descubrieron que algunos de los soportes estaban roídos y que había una segunda sección de túnel socavando el pozo superior.
—Roedores —supuso Uthor.
—Sí. —La expresión de Emelda era de pena, pero también había enrojecido de furia contenida—. Así que ya ves que no vine sólo para asegurarme de que los grandes días de Karak Ankor regresaran, sino también por un agravio personal.
Uthor guardó silencio y luego se marchó cuando Emelda se volvió en la otra dirección. Se acercó a Rorek para averiguar qué iba a hacer con los barriles. Emelda siguió lanzando y recogiendo la cuerda y el rezón tras él mientras le daba salida a su rabia.
* * *
—¿Tienes algún odre de cerveza? —preguntó Rorek, que estaba concentrado en un embudo de destilación invertido colocado en un armazón de metal.
—¿Intentas encontrar un modo de cruzar la laguna bebiendo? —replicó Uthor con una expresión de desconcierto en el rostro mientras se llevaba las manos al cinturón—. Toma, aunque se secaron hace tiempo.
—Bien —respondió Rorek a la vez que cogía sin mirar los odres que le ofrecía Uthor—. No tiene sentido desperdiciar la bebida —añadió, trabajando meticulosamente.
—Éste es el último —dijo Emelda, que apareció detrás de Uthor con un barril más.
El señor de clan evitó mirarla a los ojos, pues el peso de la pena de la noble aumentaba la suya. Emelda dejó el barril en el suelo. Cuando la hija del clan le apoyó la mano en el hombro, Uthor sintió que su humor mejoraba al instante.
—Ya casi estamos listos —anunció Rorek, interrumpiendo el silencioso intercambio mientras se ponía en pie y revelaba el artilugio en el que había estado trabajando.
El pequeño embudo estaba colocado sobre un diminuto fuego que ardía con una llama al rojo vivo. Un calor vaporoso emanaba de una taza de metal de la que surgía el fuego, que casi se introducía en uno de los odres de cerveza de Uthor fijados al estrecho tubo del embudo. Uthor abrió mucho los ojos cuando, en cuestión de segundos, el odre de piel se infló y se hinchó con el vapor del calor.
Rorek se agachó satisfecho, sacó el odre del tubo y lo taponó rápidamente. Entonces se llevó el odre al oído.
Desconcertado, Uthor intercambió una mirada de preocupación con Emelda.
—Por el trasero de Grungni, dime que no estás intentando conversar con ese odre. Pensaba que el buscavetas era el único propenso a esas locuras.
—Estoy intentando oír si se escapa algo de aire —explicó Rorek y luego bajó el odre para mirar de nuevo a Uthor—. No se escapa nada.
—Estoy seguro de que es fascinante —comentó Uthor—, pero ¿cómo va a ayudarnos esto a cruzar la laguna?
—Por sí solo —les dijo Rorek—. Necesitamos eso.
El ingeniero señaló la cabeza de la estatua de bronce. El enano de Zhufbar había atado todos los barriles que había recuperado Emelda, salvo el último, a la parte exterior y había abierto un agujero en la misma cima del yelmo de la estatua lo bastante ancho para que pasara una cuerda.
—¿Has estado comiendo frongol, ingeniero? —preguntó Uthor, mirando fijamente la gigantesca cabeza de bronce.
—Aparta —gruñó Rorek, que pasó junto al señor del clan pisando con fuerza y mascullando entre dientes.
Cuando llegó al borde de la plataforma, descolgó la ballesta.
—Más te vale que no apuntes esa cosa cerca de mí —le advirtió Uthor.
Rorek hizo caso omiso de la provocación y rebuscó en su abultado cinto de herramientas. Encontró lo que estaba buscando y lo sujetó a la ballesta mediante el ingenioso mecanismo dentado. Tras hacer retroceder la munición mediante el trinquete, el ingeniero se preparó y apuntó con cuidado, levantando el aro de mira con el pulgar. Apretó el gatillo y la ballesta lanzó una flecha grande y parecida a un arpón hacia el techo con un ondulante trozo de cuerda tras ella. El grueso proyectil de metal se clavó con una sacudida de la piedra y tres puntas afiladas surgieron de un compartimento oculto en el interior del mango para aferrarse a la roca como unas tenazas. La cuerda estaba atada al otro extremo del proyectil por medio de una pequeña polea.
—Una flecha de rezón —explicó Rorek, bastante orgulloso de si mismo mientras enrollaba la parte suelta en las manos hasta que la cuerda quedó tensa—. Toma, coge esto —añadió, pasándole una parte de la cuerda a Uthor antes de atar el extremo opuesto a la cabeza de la estatua.
—¿Y qué se supone que debo hacer con esto, ingeniero?
—Tirar —fue la lacónica respuesta.
Uthor hizo lo que le indicó y Emelda lo ayudó al darse cuenta de lo que pretendía Rorek. El ingeniero sumó sus músculos a la tarea y, a medida que tiraban de la cuerda que pasaba a través de la polea, la cabeza de la estatua se fue poniendo derecha despacio y luego se levantó del suelo.
—Seguid —gruñó Rorek, apretando los dientes, pues la cabeza de bronce pesaba una barbaridad.
Mientras subía más alto, el peso de la estatua quedó colgando sobre la laguna.
Una vez satisfecho con la altura, Rorek gritó:
—¡Alto! —Y añadió—: Aguantadla ahí.
El ingeniero soltó la cuerda antes de coger el extremo libre que se amontonaba detrás de Uthor y Emelda. Luego lo ató alrededor de los restos superiores de la estatua que aún descansaban sobre la plataforma hasta que la cuerda quedó tensa.
—Ahora —dijo Rorek— soltadla despacio.
Uthor y Emelda hicieron lo que les pidió. Con un violento chirrido de metal mientras se tensaba más en su punto de anclaje, la cabeza de la estatua descendió bruscamente unos cuantos centímetros antes de detenerse. Rorek se limpió el sudor de la frente.
—Aguanta —anunció.
—Ya lo veo, ingeniero —respondió Uthor—. ¿Qué quieres que hagamos ahora?
—Ahora vamos a mojarnos —contestó Rorek, volviéndose hacia ellos.
* * *
Uthor se ató un improvisado cinturón de odres de cerveza inflados alrededor de la cintura y el pecho mientras se preparaba para descender por la magnífica escalera y entrar en la repugnante agua.
—Este atuendo carece de honor —protestó—. Si me muero y mis antepasados me encuentran así, habrá un ajuste de cuentas contra tu clan y tú, ingeniero.
—Sin eso te hundirás como una piedra con la armadura —contestó Rorek—. Y, entonces, ¿dónde quedaría tu honor?
Uthor refunfuñó y empezó a bajar los peldaños. Emelda aguardaba el resultado con aire pensativo detrás de él.
Unos cuchillos gélidos se le hundieron en las piernas mientras el señor del clan de Kadrin vadeaba por el agua. Ya le llegaba a la cintura y la hedionda película que envolvía la laguna se separaba ante él como telarañas pegajosas. Al final encontró el coraje para adentrarse en las profundidades. Uthor sintió el peso de su armadura arrastrándolo hacia abajo, en dirección a la oscuridad y, durante un momento, se dejó llevar por el pánico mientras buscaba el borde de la plataforma, intentando salir.
—No te sacudas o te hundirás y te ahogarás —le dijo Uthor con tono brusco.
—Eso es fácil de decir en tierra firme —respondió Uthor, escupiendo agua—. Ya he hecho mi dunkin… Los dawis no están hechos para el agua.
Uthor inspiró, escupió el turbio líquido de la boca y logró calmarse y extender los brazos como Rorek le había enseñado. Se apartó un poco del borde y, aunque le pareció increíble, descubrió que se mantenía a flote.
—Por la barba de Grimnir, no puedo creer que funcione —musitó Uthor aliviado y escupiendo todavía, pues los odres de cerveza apenas le mantenían la cabeza y los hombros por encima de la línea de agua.
—Ni yo —murmuró Rorek.
—Habla más fuerte —gruñó Uthor, cabeceando como un corcho en sopa y utilizando los brazos a modo de remos para situarse despacio debajo de la cabeza hueca de la estatua que colgaba en lo alto.
—He dicho que ahora puede intentarlo milady.
Uthor refunfuñó un poco más y luego guardó silencio mientras esperaba a que Emelda, que iba cargada de modo parecido con odres de cerveza inflados, se reuniera con él en el agua.
Rorek fue en último lugar. Dio la impresión de que el ingeniero casi disfrutaba del baño. Los tres se situaron bajo la sombra de la cabeza colgante de la estatua y levantaron la mirada hacia su enorme espacio hueco. El ingeniero hurgó en el agua, buscando algo en su cinto, y al final sacó un hacha.
—Dame eso —le esperó Uthor—, lo más probable es que tú nos dieras a uno de nosotros.
Rorek se ruborizó y le pasó el arma a Uthor.
—Más vale que tengas razón en cuanto a esto, ingeniero —le advirtió Uthor mientras sostenía el hacha en una mano—. Ahora verás el golpe mortal —alardeó, guiñándole el ojo a Emelda.
Uthor lanzó el arma con un gruñido. El arma arrojadiza giró por el aire y cortó la cuerda atada en dos, haciendo que la cabeza hueca de la estatua descendiera bruscamente hacia la tierra. En el instante previo a que el enorme objeto se hundiera en el agua, los tres enanos se apiñaron por instinto. Uthor se fijó en que Rorek tenía los ojos cerrados y los dedos cruzados.
—Por las bolas de Grungni… —dijo entre dientes mientras la cabeza de la estatua se estrellaba contra el agua.
—Esperad, oigo algo —murmuró Hakem mientras se acercaba poco a poco al extremo del túnel para atisbar por la esquina curva.
Al final de un corredor corto y ancho estaba la rejilla de desagüe. Dos imponentes martilladores hechos con la misma roca de la montaña montaban guardia ante la enorme puerta que dominaba toda la pared posterior del túnel. Sus martillos eran parte del mecanismo propiamente dicho que dejaba pasar el agua. En ese mismo momento estaban apretados: era evidente que la Barduraz Varn seguía cerrada.
Había unos enormes piñones de hierro con dientes anchos y gruesos atornillados a la pared que daba a la izquierda y una apabullante serie de cadenas entrelazadas y émbolos unidos trasmitían sus movimientos al funcionamiento interno de la rejilla.
Al lado de la inmensa estructura, que los hacía parecer diminutos, había una pequeña cohorte de roedores a los que estaba claro que habían enviado a proteger la rejilla. Se trataba de una docena de raras de los clanes y dos ingenieros del clan Skryre que portaban otro artefacto lanzallamas similar al que había causado tantos estragos en el Amplio Camino Occidental.
Hakem volvió a rodear la curva hasta donde estaban esperando los otros.
—Doce guardias —informó el enano de Barak Varr, que se había mostrado cada vez más taciturno y pugnaz desde la pérdida del martillo Honakinn.
Gromrund hizo crujir los nudillos y preparó su gran martillo mientras chapoteaba con aire resuelto.
—No hay tiempo para esto, pero no queda más remedio —dijo con total naturalidad.
Hakem lo detuvo.
—También cuentan con algún tipo de máquina mágica.
—Bah —resopló Gromrund, pasando con paso firme junto al señor del clan mercante—. La ingeniería skaven es ordinaria y poco fiable. Sin duda fallará antes de que pueda causar ningún daño.
Hakem le bloqueó el paso otra vez.
—Hazte a un lado, ufdi —soltó Gromrund con irritación—. No te ensuciarás la barba en esta pelea —añadió, aunque después de pasar por el pozo de la mina todo el skorong estaba tan cubierto de hollín que de todas formas sería difícil notario.
—He visto sus efectos con mis propios ojos —advirtió Hakem sin apartar la mirada—. Y es mortífera. La armadura, sin ir más lejos, no sirve de protección contra ella. Quedar reducido a cenizas por el fuego mágico de los skavens no es una muerte honorable.
Gromrund se echó atrás y plantó la cabeza del martillo en el suelo para poder apoyarse en el mango.
—Y bien, ufdi, ¿qué vamos a hacer? ¿Esperar aquí hasta que los roedores se mueran de aburrimiento?
—Atraerlos y mermar sus filas. —La voz de Thalgrim rompió la creciente tensión.
Hakem y Gromrund se volvieron para mirar al buscavetas, en cuyo rostro apareció una sonrisa salvaje. Se levantó el yelmo y, de inmediato, un olor acre aunque no del todo desagradable asaltó a los enanos.
—Chuf de la suerte —explicó Thalgrim mientras sostenía el trozo de queso en la mano.
Ralkan abrió mucho los ojos al verlo, plenamente consciente de los rugidos de su estómago.
—A los skavens les gusta —añadió Thalgrim con tono sombrío y decidiendo no mencionar sus sospechas acerca de la emboscada, Thalgrim se metió el resto del trozo en la boca, lo masticó un momento y luego se lo tragó, saboreándolo.
Ralkan hundió los hombros, sus tripas rugían, aparentemente inconsolables. Gromrund se quedó atónito.
—¿Estás loco, buscavetas? Te acabas de comer nuestro cebo.
—No quería desperdiciarlo —contestó Thalgrim, lamiéndose las encías y los dientes en busca de cualquier rastro que pudiera quedar del antiguo queso—. Además, no lo he desaprovechado —añadió y exhaló con fuerza en la cara del martillador, que sintió arcadas de inmediato.
—Muy bien —dijo Gromrund, levantando la mano para protegerse de futuras emisiones—. Ve a hacer lo que debas. Tú quédate atrás, custodio del saber —le indicó a Ralkan, que lo complació encantado.
Thalgrim asintió y se fue acercando sigilosamente al extremo del túnel curvo. En cuanto llegó al final, atisbó una vez para comprobar que los guardias skavens aún seguían allí y luego les echó el aliento, que olía intensamente a chuf, con la esperanza de que la ligera brisa lo llevara. Observó en silencio desde las sombras, plenamente consciente de los otros enanos que aguardaban detrás de él con las armas preparadas.
Al principio no pasó nada. Los skavens simplemente parloteaban entre ellos en voz baja en su estridente lengua. Pero entonces el hocico de una de las ratas de los clanes se agitó y olfateó el aire. Luego otra hizo lo mismo y después otra. Se oyó una serie de chillidos frenéticos y varios roedores abandonaron sus puestos para seguir el empalagoso hedor que flotaba hacia ellos.
Thalgrim les envió otra ráfaga por si acaso y después se retiró al otro lado de la esquina.
—Ya vienen —susurró mientras se descolgaba la piqueta.
Los enanos se pegaron a las sombras, manteniéndose en el mismo borde del túnel. El sonido chapoteante de patas con almohadillas llegó hasta ellos, aproximándose a cada segundo que transcurría.
Thalgrim contuvo la respiración cuando vio aparecer a la primera rata por la esquina. Aunque le pareció increíble, el skaven tenía los ojos pequeños y redondos cerrados y usaba sólo el olfato para orientarse mientras rastreaba el olor del chuf. Tras él iban cuatro de sus hermanos infestados de pulgas empuñando una mezcolanza de lanzas, espadas y alabardas de aspecto más pesado.
Los enanos atacaron en cuanto todos hubieron cruzado el umbral del túnel. Thalgrim destrozó el cuello de una de las ratas desde atrás, aplastándole la columna mientras se desplomaba con un gimoteo. Otra cayó debido al hacha de Hakem, la hoja abrió una profunda herida en el vientre de la rata a través de la que se le escaparon las entrañas. La criatura miró atónita al enano mientras intentaba recoger sus órganos. Uno de los Barbahollín le hundió el pico en la frente para hacerla callar. Gromrund mató a otras dos: a una la asfixió con el mango de wutroth de su gran martillo y a la segunda la aporreó con la cabeza del martillo. El resto de enanos Barbahollín le asestó numerosas cuchilladas al último skaven, cuya lanza cayó de sus dedos laxos antes de que pudiera contraatacar.
—Rápido y limpio —comentó Gromrund mientras se limpiaba un chorro de sangre del peto~. Eso deja siete, más la máquina de guerra.
—Ocupémonos de ellos ahora —murmuró Thalgrim—. Sólo tendrán tiempo para un disparo.
Los roedores habían captado el olor a sangre y estaban chillándose unos a otros agitadamente mientras señalaban hacia el túnel.
—¡Por Grimnir! —bramó Gromrund, que no pudo contener la fiebre de la batalla y dobló la esquina corriendo para enfrentarse a sus enemigos.
Los otros lo siguieron —todos salvo Ralkan, que aguardó el resultado de la escaramuza— realizando sus juramentos por el camino.
Los aullantes skavens los apuntaron con sus lanzas y espadas mientras los enanos cargaban. Luego se separan para dejar pasar el cañón de fuego. El potente rugido de las llamas se tragó las carcajadas estridentes de los ingenieros del clan Skryre mientras le daban rienda suelta a su máquina de guerra con regocijo e iluminaban el túnel con una cegadora llamarada de intensa luz verde. Thalgrim se echó a un lado, derribando a Gromtund, pero dos de los Barbahollín acabaron envueltos en la mortífera conflagración y murieron gritando.
El martillador se levantó del agua y rechazó una lanzada con el mango del martillo antes de romperle de una patada la espinilla a su agresor. Despachó a la rata con un golpe en el cráneo. Una baba roja manó de la cabeza destrozada del roedor mientras éste languidecía en el agua.
Hakem, que se encontraba muy cerca, lanzó su escudo como si fuera un disco contra el cañón de fuego. La improvisada arma le cortó la cabeza al primer ingeniero y se hundió en el pecho del segundo. Con tales heridas, los dos cayeron de espaldas, salpicando agua en medio de un charco de sus propios fluidos.
Se oyó un grito ahogado cuando una lanza atravesó el cuello del último Barbahollín. Un corpulento skaven desprendió el cadáver del enano de la hoja antes de volverse contra Thalgrim. El buscavetas esquivó un feroz golpe y se agachó para estrellar la cabeza de su piqueta contra la barbilla de la criatura. El roedor retrocedió tambaleándose, aturdido. Sin embargo, escupió una línea de sangre y mocos, recobró la compostura y se abalanzó sobre Thalgrim de nuevo. Una borrosa mancha de acero detuvo el ataque y la criatura salió despedida contra la pared a la vez que un hacha le golpeaba el torso con un ruido sordo. El buscavetas se volvió, vio a Hakem gruñendo mientras el roedor se desplomaba y se quedaba inmóvil, y lo saludó con la cabeza en señal de gratitud. El señor del clan mercante le devolvió el gesto con aire grave.
Todos los skavens estaban muertos. Gromrund acabó con el último, aplastándole el cráneo con la bota mientras la criatura trataba de alejarse arrastrándose por el agua. Escupió sobre el cadáver al terminar y luego se volvió hacia los otros.
—Aun así fueron buenas muertes —comentó mientras contemplaba los cadáveres carbonizados de los dos Barbahollín y el flotante cuerpo atravesado del otro.
—Debemos encontrar un modo de estropear el mecanismo —dijo Hakem con frialdad, volviendo al asunto que los había llevado allí—. Y creo que sé cómo.
Los otros dos enanos siguieron su mirada hasta los ingenieros del clan Skryre, que seguían sacudiéndose, y el cañón de fuego que aún llevaban sujeto al cuerpo con correas.
—Cuidado… —advirtió Thalgrim mientras levantaba con precaución el ancho tubo del cañón skaven donde se guardaba la volátil mezcla—. Muy despacio.
—Asquerosos roedores, dudo que consiga quitarme alguna vez el hedor de la barba y la ropa —se quejó Hakem, que transportaba a uno de los ingenieros muertos del clan Skryre tras haberle arrancado el escudo del cuerpo destrozado.
—Considérate afortunado, mercader —replicó Gromrund mientras arrastraba el otro cadáver a la vez que intentaba arquear el cuello lejos de su repugnante carga—. ¡El mío no tiene cabeza!
Entre los tres, los enanos lograron mover la voluminosa máquina de guerra skaven y su dotación en estado de descomposición hasta la red de piñones y pistones que formaban el mecanismo del aliviadero. Ralkan —al que habían llamado en cuanto el combate terminó— estaba con ellos sentado en un trozo de roca que se había desprendido y sostenía en alto una tea encendida. El custodio del saber permanecía al margen del pesado trabajo físico y en su lugar estaba anotando los nombres de los Barbahollín muertos en el libro de los recuerdos que descansaba sobre su regazo.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —protestó Gromrund, que estaba a punto de meter todo el repugnante grupo entre los enormes dientes trituradores de los piñones.
—Sí, estoy seguro —gruñó Thalgrim, un tanto ofendido por la evidente falta de confianza del martillador—. Los Barbahollín tenemos una estrecha afinidad con la roca y la piedra, eso es muy cierto, pero yo también sé algo de obras de ingeniería, maestro martillador —añadió el buscavetas con indignación antes de amontonar en el mecanismo el barril y los diversos tubos y demás parafernalia que llevaba sujetos.
—Vamos, rápido —indicó Thalgrim, apartándose cuidadosamente y con urgencia. Los piñones se detuvieron un momento y un alarmante chirrido surgió del mecanismo mientras intentaba masticar carne, hueso y madera—. No aguantará mucho —añadió a la vez que cogía la antorcha de Ralkan mientras los otros dos enanos desaparecían de su línea de visión.
Entre tanto, el custodio del saber ya había guardado el libro de los recuerdos y él también estaba retrocediendo.
Thalgrim aferró la tea y la lanzó, dando vueltas, contra el destrozado cañón skaven, del que en ese mismo momento estaba manando líquido inflamable. Cuando arrojó la antorcha, Thalgrim dio media vuelta y corrió antes de zambullirse en el agua poco profunda. Los otros siguieron su ejemplo rápidamente. La llama prendió, inflamando de inmediato las sustancias químicas que había en el tubo y devorando el rudimentario artefacto y su dotación con avidez.
Un trueno retumbó cuando la fuerza de la enorme explosión se adentró en el túnel y se amplificó mientras resonaba en las resistentes paredes; fue tan potente que hizo vibrar armaduras y dientes. Fragmentos de roca desplazada se desplomaron en el agua en los momentos posteriores, se produjo una breve llamarada y las motas de polvo cayeron como un velo de piel.
Thalgrim fue el primero en asomar la cabeza por encima del agua y comprobar que todo había terminado.
—Despejado —anunció mientras tosía en medio de una nube de polvo y denso humo.
—¡Es una suerte que no estemos muertos! —gritó Gromrund después de escupir varios tragos de repugnante agua—. Los oídos aún me zumban por la explosión —añadió mientras se metía un dedo en uno y lo sacudía.
—Por lo menos ha funcionado —apuntó Hakem sin alegría.
El señor del clan mercante estaba en pie y examinaba la carnicería que había sufrido el mecanismo de desagüe.
—Dreng tromm —murmuró Gromrund con voz entrecortada mientras se situaba a su lado.
El resistente mecanismo enano, que se había construido durante el reinado de Hraddi Manohierro y había resistido la cólera de los siglos e incluso había soportado la Era de la Aflicción, estaba destrozado. Una cicatriz ennegrecida cubría una retorcida masa de metal y piedra rota. Eso era lo único que quedaba del gran dispositivo de los ingenieros de Karak Varn.
Ralkan estaba fuera de sí y las lágrimas de profundo remordimiento no lo dejaban hablar. Todos los enanos lo sentían: otra pequeña parte de Karaz Ankor había sido destruida.
«¿Así es cómo va a terminar todo? —pensó Gromrund—. ¿Los dawis nos veremos obligados a arrasar nuestros propios dominios?»
—Está sellado —sentenció Hakem, interrumpiendo la solemne reflexión del martillador—. Será mejor que nos pongamos en marcha —indicó y se apartó de aquel espectáculo de destrucción.
—Frío es el viento que recorre tu casa —dijo Gromrund mientras el señor del clan mercante se alejaba.
Hakem no respondió.
—¿Cómo sabremos cuándo hemos llegado a nuestro destino?
La voz de Uthor sonó metálica y resonante en el interior del gigantesco yelmo «de inmersión» que Rorek había construido.
—Es sencillo —comentó el ingeniero, que tenía tensos incluso los músculos faciales mientras, junto con sus compañeros, medio arrastraba, medio empujaba el enorme yelmo hueco de bronce—. O llegamos a la trampilla de la pared sur o no. El aire no durará indefinidamente aquí dentro.
Al oír eso, Uthor bajó la mirada brevemente hacia el agua, que ahora le llegaba a la parte superior del torso. El nivel del agua había ido subiendo desde que el yelmo había caído sobre ellos; el descenso del mismo se había visto detenido por los numerosos barriles que Rorek les había asegurado que proporcionaban flotación. No obstante, los tres enanos aún tenían que tirar y empujar el yelmo hacia delante, raspando de vez en cuando la base cortada contra las losas de debajo.
Gracias al ingenio del enano de Zhufbar, los enanos pudieron atravesar las turbias profundidades de la laguna a través del Salón de Brondold en lo que el ingeniero llamó un «sumergible». El señor del clan de Kadrin no tenía ni la menor idea de lo que significaba esa palabra, ni ningún deseo de descubrirlo. Lo único que sabía era que había una bolsa de aire atrapada en la parte superior del yelmo hueco que les permitía respirar, mientras permanecían sumergidos.
—Tus palabras son muy reconfortantes, ingeniero —gruñó Uthor.
—Habla menos —contestó Rorek—. Sólo hay una cantidad limitada de aire y cuanto más lo usemos, menos nos quedará —añadió mientras señalaba la línea de agua, que subía a ritmo constante.
—Bah —refunfuño Uthor—. Los dawis no están hechos para estar sumergidos en una tumba de bronce y hierro.
Emelda no dijo nada durante todo el intercambio de palabras. El sudor le perlaba la frente. No se debía al esfuerzo, ella también era una guerrera nata y estaba a la altura de cualquier hombre. No, era por la aterradora sensación de estar allí atrapada, en medio de la acuosa penumbra, de que su último aliento fuera un trago de agua fétida y repugnante. No había honor en ello. Mientras pugnaba, un poquito más fuerte que Uthor y Rorek, por llegar a su destino, examinaba el interior hueco del yelmo de inmersión con nerviosismo. Habían empezado a aparecer fisuras diminutas en el avejentado bronce y minúsculos hilitos de agua salían débilmente por las grietas más pequeñas. Una de esas grietas se volvió más grande. Abrió la boca para gritar una advertencia, pero al principio no salió ningún sonido. Desesperada, y con gran fuerza de voluntad, encontró su voz.
—¡Se está rajando!
Rorek vio el peligro al instante y redobló sus esfuerzos.
—Empujad —bramó, el timbre de su voz sonó atronador y urgente—. La pared sur no puede estar lejos.
Uthor lanzó un gruñido y empujó con el hombro como pudo. Un chirrido sordo, llegó a la superficie mientras los enanos apoyaban su peso en un lado del yelmo y lo ladeaban contra las losas del suelo.
Jadearon y resollaron debido al intenso esfuerzo. El nivel del agua aumentó, llegándoles a los hombros. Tras unos cuantos segundos más de frenética actividad, les había alcanzado el cuello.
—¡Con todas vuestras fuerzas! —exclamó Uthor, estrellando el cuerpo contra el lateral del yelmo gigante y escupiendo agua.
Un silencio amortiguado llenó el yelmo de la estatua cuando los enanos consumieron el aire que les quedaba. No era sólo su medio de supervivencia, sino que también proporcionaba flotabilidad adicional. Sin él, los tres enanos soportaron todo el peso del enorme yelmo de bronce.
Uthor sintió como si tuviera anclas de plomo atadas a los tobillos a medida que arrastraba un pesado pie delante del otro, y su urgencia se vio malograda de pronto con una desesperante lentitud. Le ardían los pulmones, quedaba poco aire en su cuerpo. Entonces sintió que el suelo cambiaba sutilmente bajo sus pies. Pisó fuerte y algo se dobló y cedió debajo de él. Intentó atisbar a través del agua turbia, pero lo único que vio fue la oscuridad. Alzó el hacha de Ulfgar. Fue como levantar un árbol.
Las runas grabadas en la hoja emitieron un brillo difuso, como una almenara sumergida, cuando asestó un golpe hacia sus pies.
El suelo se desprendió, anchos fragmentos afilados entraron en el yelmo, lleno de agua, y Uthor cayó. Perdió de vista a Rorek y a Emelda en medio de la pegajosa oscuridad teñida de verde. Algo tiró de él, una potente corriente propulsó al enano a Valaya sabría dónde. Al principio salió girando a toda velocidad, chocando con obstáculos que no podía ver. Sintió un repentino dolor en el costado cuando se le clavó algo afilado e irregular.
Luchando duro, Uthor consiguió orientarse y empezó a nadar sacudiendo piernas y brazos con determinación mientras el aire que le quedaba se agotaba. Estaba en un túnel. Era tan estrecho y reducido que sólo podía tratarse del que Ralkan había hablado. El camino parecía largo, y ante la mirada borrosa de Uthor comenzaron a aparecer puntos negros. Pronto él también estaría perdido. Le pesaban las piernas, los brazos parecían colgarle sin fuerzas a los costados y lo abrumó la sensación de estar cayendo, hundiéndose en la oscuridad abismal…
Una luz brilló, tenue y pálida. El aire entró, sin restricciones, en su cuerpo mientras Uthor sentía que lo sacaban de pronto del olvido y emprendía una renovada existencia tosiendo y escupiendo.
Una figura se erguía ante él, serena y benévola, con los brazos extendidos y acogedores. El largo cabello dorado caía en cascada sobre sus hombros y un halo le rodeaba la cabeza, bañándole el semblante en su glorioso reflejo.
—Valaya… —musitó Uthor con los ojos nublados y de un modo un tanto incoherente.
—Uthor —dijo la figura.
Unos brazos fuertes sacudieron al señor del clan de Kadrin.
—Uthor.
El tono era urgente pero bajo.
Emelda estaba agachada sobre él, con el rostro crispado de preocupación.
Uthor recobró el conocimiento y se dio cuenta de pronto de que Rorek le sostenía la espalda. Había perdido el yelmo por el camino y también el escudo. Gracias a Grimnir, aún tenía su hacha. Juntos, sus dos compañeros lo mantenían erguido por encima del agua poco profunda de un enorme y extenso embalse. El embalse de Hraddi, justo como el custodio del saber lo había descrito. Habían llegado al emplazamiento de la Barduraz Varn.
Uthor se puso en pie y descubrió que el agua baja le llegaba a las rodillas.
—No te levantes —le advirtió Emelda mientras Rorek se situaba en silencio al lado de la noble, tan pegado al suelo que la parte superior de sus hombros atravesaba la línea de agua.
Uthor hizo lo que le indicaron y se agachó al otro lado de la hija del clan.
—No estamos solos —susurró Emelda mientras señalaba hacia el otro extremo del enorme embalse.
Uthor siguió su gesto. Allí, justo más allá del borde donde terminaba el agua, en una plataforma de rocas y tierra amontonadas hecha por los roedores, los esclavos se afanaban y los capataces encapuchados del clan Sluyre parloteaban. Unos skavens de pelaje negro y cubiertos de armadura que portaban espadas curvas, y varios de sus hermanos más pequeños, equipados con lanzas, daban vueltas por allí en cohortes irregulares. Otros dos representantes del clan Skryre permanecían cerca de los guardias skavens más corpulentos, cubiertos con túnicas mugrientas y portando báculos de aspecto extraño que parecían estar hechos de una profusión de burda tecnología skaven. Una chisporroteante energía recorría unos diodos giratorios y unas horquillas prominentes. Uthor se acordó del hechicero skaven al que se habían enfrentado mientras huían de Karak Varn meses atrás. Contuvo el recuerdo de la muerte de Lokki durante aquella aciaga retirada y volvió a centrar la atención.
Por suerte, los hombres rata estaban concentrados en su labor y no habían visto salir a los enanos del río subterráneo.
Uthor abrió mucho los ojos mientras seguía recorriendo el lugar con la mirada. Descubrió una gigantesca construcción infernal que dominaba la parte posterior de la inmensa cámara. Unas enormes ruedas de madera sujetas con rudimentarias tiras de cobre y hierro estaban conectadas al altísimo y destartalado dispositivo. Se movían con rapidez gracias a los frenéticos esfuerzos de los esclavos y las ratas gigantes encerrados dentro.
Inquietantes relámpagos trazaban arcos entre unos pinchos arriba, en lo alto, mientras los látigos y los báculos chisporroteantes de los representantes del clan Skiyre urgían a los desesperados esclavos a esforzarse más. Entre tanto, al fondo, detrás de montones de burdas torres y plataformas de observación, grandes pistones subían y bajaban, produciendo un ruido sordo en un incesante movimiento sincronizado, y el agua en el que descansaba el dispositivo, donde el improvisado terraplén skaven caía en declive, se iba vaciando poco a poco.
—Que Valaya nos proteja —musitó Uthor.
Se trataba de una bomba gigante. Los roedores habían ideado un modo de sacar las aguas de inundación de Karak Varn. Le dio un vuelco el corazón al percatarse de lo que había detrás del vil artefacto skaven. Se trataba de la gran compuerta propiamente dicha: la Barduraz Varn.
* * *
Gromrund maldijo en voz alta cuando se golpeó la cabeza por séptima vez mientras Thalgrim y él trepaban por el estrecho pozo del Salto de Dibna.
—La marcha te resultaría más fácil si te quitaras ese yelmo, martillador —la voz del buscavetas llegó hasta Gromrund.
—Nunca me lo quitaré —fue la cáustica respuesta del martillador, al que el yelmo de guerra de sus antepasados seguía resonándole en los oídos—. Algunos juramentos no se pueden romper —añadió en un murmullo.
Habían dejado a Hakem y Ralkan atrás, esperando en el cruce bajo el altísimo pozo por el que los dos enanos avanzaban penosamente en ese momento. Ralkan no estaba en condiciones de subir, el libro de los recuerdos era una carga demasiado pesada, y con sólo una mano una escalada resultaba demasiado difícil para Hakem. Además, como había farfullado cuando Thalgrim y Gromrund habían partido, alguien debía quedarse atrás y proteger al custodio del saber. La primera parte de la ascensión se había llevado a cabo mediante la cuerda del buscavetas, que estaba atada al pozo minero del Apeadero Cortarrocas; la segunda implicaba subir un tramo de gruesa cadena que colgaba de la Cámara de Dibna, sin duda se trataba de un vestigio de cuando allí había la jaula de un elevador.
Thalgrim trepaba palmo a palmo, rápido y seguro gracias a la práctica. El buscavetas parecía doblarse y balancearse, apartándose del camino de toda peña saliente y toda punta de roca, aunque la ruta hacia arriba estaba libre de obstáculos en su mayor parte.
A Gromrund le resultaba más difícil avanzar con su armadura, mucho más pesada, y el gran martillo le golpeaba la espalda mientras escalaba. Resbaló más de una vez y en cada ocasión consiguió volver a agarrarse. Thalgrim no cometió tales errores y pronto se encontró muy por delante de él en la oscuridad, la llama de la vela de su casco parpadeaba débilmente en lo alto como una luciérnaga.
Cuando Gromrund llegó por fin a la cima, encontró al buscavetas esperando con las manos en los bolsillos de la túnica y una pipa humeante entre los labios.
—Ahí —dijo, señalando con la cabeza la estatua de piedra de Dibna el Inescrutable, que seguía exactamente como la habían dejado, soportando el peso de la estancia—. Un golpe con la piqueta en el tobillo izquierdo, exactamente a tres pulgadas y tres octavos de la punta de la bota de Dibna, y la estatua se desplomará y nos dará tiempo suficiente para volver a bajar.
—¿Y sabes todo eso sólo mirándola? —preguntó Gromrund, jadeando un poco.
—Sí, así es —contestó Thalgrim sin soltar la pipa—. Eso y que la roca…
—Por favor, muchacho, no lo digas —lo interrumpió Gromrund.
El buscavetas se encogió de hombros y balanceó su piqueta a modo de prueba unas cuantas veces antes de avanzar con cuidado.
—Precisión y un toque diestro son la clave —murmuró.
Gromrund lo agarró del hombro antes de que llegara más lejos.
—Espera —dijo el martillador.
—¿Qué ocurre? Es probable que a estas alturas esta planta esté plagada de grobis y roedores, no deberíamos entretenernos.
—Aún no he oído el cuerno de wyvem. No podemos dejar salir el agua hasta que el matador y el resto estén preparados.
—En ese caso espero que sea pronto, porque si las alimañas vienen, y vendrán, no nos quedará más alternativa que actuar —dijo Thalgrim.
—Entonces esperemos que no vengan —sentenció Gromrund.