ONCE

ONCE

Uthor abandonó con decisión la plataforma del maestro forjador y bajó la escalera que llevaba a la explanada de la fundición.

—Bien dicho —masculló Gromrund mientras daba media vuelta para caminar junto al señor del clan.

El grupo, que aún seguía gritando con entusiasmo, se separó como un mar de hierro para dejarlos pasar.

—Sí, así es —contestó Uthor sin arrogancia y luego se volvió para mirar directamente al martillador—. Entonces, ¿esto significa que por fin estamos de acuerdo?

—Tú no eres el único que tiene mucho que expiar, hijo de Algrim —fue la lacónica respuesta—. Si va a ser furia y destrucción, que así sea.

Uthor sonrió con ironía al oír eso.

—Muy bien —dijo y luego añadió—: Llama a los líderes de los clanes y reúne a los ingenieros. Sabemos lo que tenemos que hacer, ahora debemos idear cómo hay que hacerlo.

* * *

—Que no os quepa la menor duda, lo más probable es que la mayoría de nosotros muera llevando a cabo este plan —les aseguró Uthor.

El señor del clan de Karak Kadrin estaba sentado en un pequeño arcón hecho de madera en el interior de un círculo formado por sus hermanos, junto a la estatua de Grungni. Todos los que se habían adentrado en la fortaleza la primera vez estaban presentes (salvo Lokki, por supuesto). Thalgrim también se unió a ellos por los Barbahollin. Como experto en geología, sus conocimientos de los caprichos de las rocas y las piedras serían inestimables. Azgar ocupaba su lugar entre el consejo como representante de la Hermandad Sombría —para disgusto de Uthor—, aunque si la muerte iba a ser su destino, entonces el matador tendría pocos reparos. Los otros líderes de los clanes también estaban presentes, pues las decisiones que la asamblea de enanos estaba a punto de tomar los afectarían a todos. Emelda era la única que faltaba, aún necesitaba soledad para su pena.

Más allá, en la explanada, había mucho trajín a medida que los enanos afilaban hachas, eliminaban abolladuras de las armaduras y dirigían los últimos juramentos a los antepasados. Aunque pareciera extraño, el ambiente no era de adusta melancolía; más bien era jovial y de camaradería, como si el espectro de algún sino desconocido se hubiera disipado.

—Mejor morir con honor que pudriéndonos en la incierta oscuridad, esperando un largo e interminable final —dijo con un gruñido Henkil de los Cejofruncido mientras chupaba una pipa.

—Sí, enfrentémonos a nuestro sino hacha en mano —añadió Bulrik, que representaba los intereses de los Dedohierro, blandiendo su hacha.

Los otros señores y líderes manifestaron su apoyo a estos comentarios entre murmullos.

—Mejor así —apuntó Uthor cuando las bravatas se calmaron—, porque no espero poder vivir el resto de mis días, y vosotros tampoco deberíais.

Una adusta determinación se asentó sobre el grupo. Halgar fue el único que se mantuvo impasible: el anciano barbalarga ya lo había visto y oído todo antes.

—Lo único que podemos esperar es hacer nuestra parte y tener una buena muerte. Custodio del saber, dinos cómo —pidió Uthor.

Ralkan, que había permanecido en silencio hasta ese momento, acercó su arcón y, tras sacarse una tiza de la túnica, comenzó a dibujar sobre las losas.

—Karak Varn siempre se ha alzado junto al Agua Negra —explicó, sus frenéticos garabatos no parecían tener relación con el discurso—. En la Era Dorada resultaba una gran ventaja para la fortaleza, ya que el cráter en el que descansaba el fondo del lago estaba lleno de vetas de mena y valiosísimo gromril.

Ralkan levantó la mirada tras esas palabras y observó las sobrecogidas expresiones de sus hermanos con satisfacción, el brillo de los grandes días que habían quedado atrás iluminaba los ojos de sus compañeros.

—Fue durante el reinado del rey Hraddi Manohierro cuando se creó la Barduraz Varn: una gran compuerta que, al abrirse, canalizaba la fuerza del Agua Negra para impulsar las ruedas que accionaban los martillos de las forjas de las plantas y permitía a los prospectores de la fortaleza dar con los de minerales.

»Hraddi era un rey astuto y se daba perfecta cuenta de los peligros que presentaba una puerta como ésa en caso de que fallara o se abriera demasiado —continuó el custodio del saber, cautivando a su audiencia—. Ordenó a sus ingenieros que construyeran un profundo embalse bajo la Barduraz Varn en el que podía desembocar el agua y al borde de este magnífico pozo les pidió a los mineros que abrieran túneles que transportarían el agua a un aliviadero con una rejilla. Tal era el ingenio de los ingenieros de Hraddi que la rejilla siempre se abriría exactamente en la misma proporción que la Barduraz Varn, así que, por mucho que se abriera la compuerta, la fortaleza nunca se inundaría.

A lo largo de toda la explicación, Ralkan fue señalando su rudimentaria versión —al menos lo era según el criterio de los enanos— de la puerta, el embalse, el túnel y la rejilla.

—Pero ¿la puerta no se destruyó durante la Era de la Aflicción? —lo interrumpió Kaggi de los Corazónpedernal.

Ralkan miró al líder de clan repentinamente desconcertado.

—Yo creo que la puerta sigue intacta —intervino Rorek en favor del custodio del saber—. La inundación que hemos visto no llega a ciertas cámaras. Si se hubiera destruido la puerta, la extensión del agua sería mucho mayor, y además hay que tener en cuenta los documentos de la fortaleza…

—Sí —asintió Ralkan, recordando de nuevo cuál era su lugar—. Mi señor Kadrin condujo una expedición a la Barduraz Varn y descubrió que funcionaba, aunque no se entretuvo allí. Gran parte de la cámara estaba inundada y, aunque habían expulsado a muchos de los skavens y grobis, las plantas inferiores aún guardaban peligros ocultos.

El custodio del saber reprimió un estremecimiento como si recordase algo aterrador.

—Si vamos a inundar la fortaleza —continuó Rorek—, debemos destruir el mecanismo de desagüe.

Una incómoda corriente de asombro y desaprobación recorrió gran parte del grupo. Sabotear deliberadamente una obra enana resultaba casi inconcebible y no era algo que pudiera acometerse a la ligera.

—Dreng Tromm —dijo Henkil—, que tengamos que llegar a esto…

—Eso no es todo —añadió Uthor—. Una vez que hayamos destruido al aliviadero, para que permanezca cerrado, debemos abrir la Barduraz Varn al máximo.

—Los roedores no son idiotas —repuso Hakem, que estaba sentado enfrente del señor del clan de Kadrin. El enano de Barak Varr llevaba un garfio de bronce, que le había fabricado Rorek, sujeto con una correa al muñón en lugar de la mano amputada—. Incluso aunque podamos bloquear la rejilla y dejar entrar el Agua Negra en la fortaleza, huirán de ella a través de sus túneles y regresarán en cuanto la inundación se haya retirado.

—Razón por la cual debemos iniciar una segunda inundación, sólo que desde arriba —contestó Uthor, mirando ahora a Thalgrim.

El buscavetas estaba entretenido examinando una pequeña roca; el señor del clan de Kadrin tuvo la impresión de que estaba conversando con ella. Thalgrim se enderezó rápidamente al darse cuenta de que las miradas del consejo estaban puestas en él.

—Sí, arriba —asintió con prontitud—. El puntal provisional que encontramos en la tercera planta a imagen del ingeniero Dibna se puede echar abajo, ya se esta resquebrajando levemente. Un pozo que sale de esa cámara conduce hasta la planta de abajo y el túnel de desagüe.

—Debemos dividir nuestro grupo en tres skorongs —dijo Uthor, retomando el hilo—. Uno se dirigirá a la Barduraz Varn; el segundo irá en la dirección opuesta, primero al aliviadero y luego a la Cámara de Dibna para dar comienzo a la inundación.

—¿Y nuestros enemigos? —preguntó Bulrik—. No estarán agrupados. ¿Cómo vamos a asegurarnos de que los destruimos a todos cuando llegue el agua?

—Si queremos que este plan tenga éxito —aseguró Uthor—, debemos atraer a los skavens a un único lugar y encauzar la mayor parte del torrente del Agua Negra hacia allí, atrapándolos para que la inundación pueda hacer su trabajo. Como cualquier trampa para ratas, necesita un cebo —añadió—. Aquí es donde interviene el tercer skorong, y su tarea es realmente dura. —El rostro de Uthor se ensombreció—. Ellos contendrán a los roedores aquí, en esta misma cámara.

—Y se ahogarán junto con los skavens —concluyó Bulrik por él.

—Es posible que algunos consigan sobrevivir y cualquiera de nosotros que lo logre debe contarle todo esto al Gran Rey con la mayor celeridad. Pero, sí, es probable que la mayoría muera.

El tono de Uthor fue sombrío pero firme.

—Será un noble sacrificio.

—Y ¿cómo vamos a atraerlos? —inquirió Henkil—. Si la matanza en el Amplio Camino Occidental nos enseñó algo, aparte de la perfidia de los skavens —un escupitajo acompañó ese comentario—, es que su caudillo cuenta con cierta inteligencia. Lo más probable es que no vengan voluntariamente.

—¿Halgar? —Uthor se volvió hacia el barbalarga.

El venerable enano se rascó el cabo de la flecha de grobi que llevaba incrustada en el pecho antes de inclinarse hacia delante.

—Me he enfrentado a enemigos más feroces y arteros, eso es seguro, pero este asqueroso jefe posee un mínimo de astucia —comentó, y mordió el extremo de su pipa—. Como la mayoría de las criaturas, incluso esas alimañas que nos acechan a los dawis en la oscuridad y usurpan nuestras tierras, los roedores anidan. Puedo notar el hedor de su guarida incluso ahora, pudriéndose por debajo de nosotros como un cadáver rancio —añadió Halgar, haciendo una mueca de asco—. En mis años mozos, una vez me encontré con uno de esos nidos: siento su mácula recorriéndome la piel al recordarlo. Había crías de esos bichos por todas partes, manaban de madres rata a las que cebaban con carne de urk y de dawi. Mis hermanos y yo llevamos el fuego y el castigo a esa vil morada, matando en primer lugar a las madres rata. Esto puso frenéticos a los roedores, que se abalanzaron sobre nosotros con tal ardor que huimos por donde habíamos venido. Grolcki, mi hermano de clan, y yo, al comprender que no podríamos dejar atrás a las alimañas, derribamos los soportes del túnel en el que nos encontrábamos e hicimos que el peso de la montaña cayera sobre nosotros y nuestros perseguidores. De los míos, yo fui el único que sobrevivió. Esto —dijo mientras sostenía en alto la mano destrozada— y las muertes de Grokki y el resto de mis hermanos sobre mi conciencia fueron mi recompensa.

El barbalarga dejó transcurrir un momento de sombrío silencio antes de proseguir:

—Al igual que entonces, debemos encontrar esos mugrientos nidos de rata y destruir todo lo que haya dentro. Eso los atraerá hacia nosotros, ya lo veréis.

Una vez dicho eso, el barbalarga se reclinó mientras una densa voluta de humo de pipa se elevaba en el aire.

—Una expedición debe abandonar la fundición en cuanto los otros skorongs se hayan puesto en marcha —apuntó Uthor a modo de explicación adicional—. Será un grupo pequeño, destinado a infiltrarse más allá de cualquier guardia que los roedores sin duda habrán apostado y adentrarse en el mismísimo corazón de su nido. Rorek ha creado algo que atraerá la atención de los hombres rata —añadió Uthor, mirando al ingeniero.

El enano de Zhufbar sonrió, dejando ver unos dientes blancos en medio de la barba rojiza.

—Buen plan —estuvo de acuerdo Henkil—, pero ¿quién va a hacer qué?

—Nuestros guerreros más experimentados estarán en los dos primeros skorongs. El camino será peligroso y, si alguno de los dos fracasa, entonces todos nuestros esfuerzos serán en vano —respondió Uthor—. Gromrund estará al frente de los que se dirijan al aliviadero y la Cámara de Dibna —el martillador asintió con la cabeza expresando su conformidad— junto con Thalgrim, Hakem, Ralkan y no más de tres guerreros del clan Barbahollín —dijo mientras le lanzaba una mirada a Thalgrim para asegurarse de que estaba prestando atención.

»Tú, Henkil —continuó el señor del clan—, nos acompañarás a Rorek, Bulrik, Halgar y a mí a la Barduraz Varn; lo que deja al resto para contener a los skavens en…

—No, muchacho —repuso Halgar, cuyo rostro iluminaron brevemente las ascuas de su pipa antes de volver a quedar en sombras—. Estoy demasiado viejo para andar corriendo por abajo. Me quedaré aquí. Me gusta el olor del hollín y el metal, me recuerda a la Montaña de Cobre —añadió—. Además, van a necesitar mi nariz para encontrar el nido de roedores —dijo mientras se daba un golpecito en una de las fosas nasales.

—Pero, venerable barba…

—¡He hablado! —bramó Halgar aunque su expresión se suavizó enseguida—. He peleado en muchas batallas, más de las que puedo recordar; dejemos que ésta sea la última, ¿eh?

Uthor encorvó los hombros. No tener a Halgar a su lado mientras se dirigía a la puerta era algo casi inconcebible.

—Muy bien —accedió el señor del clan en voz baja—. Drimbold, tú irás con nosotros a la puerta.

—Yo también quiero quedarme aquí y luchar al lado de mis hermanos —dijo el enano gris.

Halgar enarcó una ceja, pero no dejó ver ningún otro indicio de lo que pensaba de la petición de Drimbold.

—Muy bien —accedió Uthor con cierta consternación—. Kaggi, tú nos acompañarás.

Kaggi estaba a punto de asentir pero lo interrumpieron.

—Kaggi debería quedarse con los suyos —apuntó una voz desde fuera del círculo.

Uthor se estaba poniendo furioso, pero su ira se sofocó en un instante cuando Emelda se situó bajo la luz que proyectaba la estatua de Grungni con su armadura resplandeciente. La noble se había quitado la máscara facial del yelmo y sostenía el hacha de Dunrik en la mano.

—Nosotros ocuparemos el lugar de Halgar.

Uthor no tuvo fuerzas para protestar. La verdad era que agradecía la presencia de Emelda. Siempre que ella estaba cerca el señor del clan sentía que el peso de su pasado, de su deber para con su clan, que ahora sabía que no cumpliría, disminuía levemente. Además, su destreza también era incuestionable.

—En ese caso, por favor, siéntate, milady, pues esta última parte es de crucial importancia —indicó Uthor.

Emelda ocupó su puesto en el círculo y aquellos enanos que estaban sentados a su lado se ruborizaron y se alisaron las barbas rápidamente.

En cuanto se restableció el orden, Uthor prosiguió:

—Nadie de los dos primeros skorongs debe dejar salir nada de agua hasta que oiga el cuerno de guerra de Azgar. —Uthor apretó la mandíbula al mencionar ese nombre—. Sólo entonces sabremos que los roedores se han lanzado al ataque. Después de eso, y al ir cerrando túneles, pozos y compuertas por todas las plantas inferiores, el Agua Negra se liberará y se dirigirá hacia la fundición.

Uthor permitió que el silencio se abatiera sobre el consejo mientras miraba a todos los enanos del círculo uno por uno.

—Haced vuestros juramentos —dijo, poniéndose en pie—, en una hora iremos al encuentro de nuestros destinos.

* * *

El grupo se reunió por última vez. Todos y cada uno de los enanos de los clanes iban engalanados con sus armaduras y blandían martillos y hachas con orgullo.

En la puerta de la fundición, Uthor y Gromrund, junto con sus comitivas, se prepararon para partir. Sus sendas convergerían un tiempo, hasta que llegaran al camino con tres ramales y luego uno se dirigiría en dirección este, hacia las minas y el pozo que conducía abajo; mientras que el otro iría al oeste, confiando en las anteriores indicaciones de Ralkan, hacia la Barduraz Varn.

—Si la memoria no me falla, la ruta tanto a la puerta como al aliviadero debería estar bastante libre de obstáculos, quitando cincuenta años de ocupación de los roedores, por supuesto —había dicho Ralkan mientras el consejo se disolvía.

—Por supuesto —había contestado Uthor, dirigiéndole una mirada irónica a Gromrund.

El señor del clan se fijó en que los otros enanos que se encontraban lo suficientemente cerca como para oír intercambiaban gestos similares.

* * *

—¿Estás seguro de que el sonido llegará hasta las plantas inferiores? —preguntó Halgar mientras observaba cómo los enanos salían lentamente por la puerta.

—El cuerno de wyvern se hará oír, de eso puedes estar seguro: el sonido llegará —contestó Azgar con voz profunda y lanzándole una mirada furtiva a Uthor.

El señor de clan de Kadrin estaba hablando en privado con Drimbold. Cuando terminó de susurrarle al oído, el enano gris asintió con la cabeza y regresó con los otros guerreros.

—Luchas con honor, matador —le dijo el barbalarga, observándolo—. Pero ahora todos vamos al encuentro de la muerte. Quizás pueda haber algún tipo de acuerdo entre tu hermano y tú en este momento, ¿no crees?

Un leve y casi imperceptible estremecimiento de asombro apareció en los ojos del matador al mirar a Halgar.

—Lo he sabido desde la primera vez que te vi —añadió el barbalarga—. Incluso pelea como tú.

Azgar consideró las palabras de Halgar antes de hablar.

—Lo siento, venerable barbalarga. Eres sabio, pero no puede haber un acuerdo entre nosotros. Me he encargado de ello.

El matador hizo una profunda reverencia y se alejó.

—Sí —asintió Halgar con pesar cuando se marchó para reunirse con su Hermandad Sombría y prepararse para la batalla que se avecinaba. Uthor también se había desvanecido en la oscuridad mientras la puerta de la fundición se cerraba con gran estruendo tras él—. Probablemente tengas razón.

* * *

Drimbold oyó como la puerta de la fundición se cerraba de un portazo y los gruesos cerrojos rozaban la superficie de metal mientras se dirigía a los estantes de las armas. La piqueta que llevaba estaba mellada y abollada, y el enano gris no estaba acostumbrado a su peso. Un hacha de mano resistente, eso era lo que necesitaba. Incluso Halgar aprobaría que cogiera una prestada.

Al llegar a los estantes le echó una mirada al barbalarga, que resollaba y se masajeaba la vieja herida del pecho. Sólo lo hacía cuando nadie estaba mirando, pero Drimbold tenía habilidad para observar en secreto y lo había visto luchar contra el dolor a menudo. El enano gris recordó las palabras que le había dicho Uthor antes de marcharse.

«No te defraudaré», dijo para sus adentros.

La verdad era que no tenía más alternativa. Si éste iba a ser el fin, entonces cumplir la promesa que le había hecho a Uthor era su última oportunidad de redimirse.

* * *

Thratch limpió la cara de la hoja de su hacha en un esclavo skaven. La infeliz criatura estaba tan escuálida que casi se dobla en dos cuando el caudillo le apoyó la pesada pata en la espalda. Satisfecho de que su arma estuviera limpia de sangre de goblin, a pesar de los patéticos mechones de pelo que asomaban entre los trozos de tejido cicatrizado del esclavo, el caudillo tiró a la gimoteante criatura al suelo de una patada y se alejó con paso decidido para hablar con su cacique, que acababa de regresar de las plantas superiores.

—La mayoría de los pieles verdes están muertos-muertos, mi señor —dijo Liskrit, agachando la cabeza levemente ante su amo.

—¿Y el resto? —gruñó Thratch mientras enfundaba la espada a la vez que se acercaba a una puerta cercana a través de la cual habían escapado los enanos.

El caudillo había regresado al Gran Salón con Kill-Klaw y la mayoría de sus guerreros en cuanto derrotaron a los pieles verdes. A pesar de la victoria, Thratch había perdido a muchas ratas de los clanes y a casi todos sus esclavos.

Los pocos que habían sobrevivido estaban amontonando cadáveres de enanos y goblins en carretillas rudimentarias para bajarlos a las madrigueras, para alimentar a las madres rata.

Cuando los goblins perdieron al fin el valor —y Thratch sabía que ocurriría—, había enviado una pequeña cohorte de guerreros de élite y esclavos para empujarlos hasta las plantas superiores. Ninguna criatura, ya fuera enano o piel verde, usurparía sus dominios: esto era ahora territorio de Thratch.

—Salieron corriendo, rápido-rápido, sí.

—Bien —asintió el caudillo y luego gritó de pronto—: No, no.

El caudillo golpeó la parte posterior de la cabeza de un guerrero contra la puerta mientras éste la tanteaba con la lanza.

—No vamos a ir por ahí —rugió Thratch, fijándose en los hilitos de agua que salían por las rendijas con un leve hormigueo de miedo.

El hocico se le había aplastado al guerrero skaven a causa del impacto y no respondió. Al caer en la cuenta de repente, Thratch se dio media vuelta y regresó dando grandes Zancadas hacia su cacique.

—Quédate aquí-aquí y asegúrate de que los pieles verdes no regresan —ordenó—. Yo debo comprobar cómo le va al clan Sluyre, sí —añadió, alejándose de nuevo.

El mecanismo de bombeo estaba progresando mucho más despacio de lo que Thratch quería y estaba considerando a cuál de los acólitos Skryre matar a continuación cuando su cacique habló:

—Noble Lord Thratch —dijo Liskrit de modo servil.

—Sí-sí, ¿qué pasa?

Thratch se volvió rápidamente mientras decidía si hacer que Kill-Klaw destripara o no al insolente cacique ahora o esperar hasta que estuviera dormido.

—Sobre los enanos… ¿Deberíamos seguirlos?

Una mueca feroz apareció en el hocico del cacique dejando ver unos colmillos brillantes, aún manchados de sangre de goblin.

—Están muertos-muertos, aunque aún no lo saben. A los que queden los mataré, sí-sí, o los empujaré hacia la oscuridad para que el gusano de fuego los devore.

La mueca se transformó en una sonrisa maliciosa y Thratch se alejó con la sombra de Kill-Klaw deslizándose en silencio tras él.