DIEZ

DIEZ

—Sale de la pared —aseguró el buscavetas, al que se le iluminaron los ojos al oír el sonido. Se acercó corriendo y pasó las manos por la pared para detectar los leves movimientos de la piedra—. Ahí —dijo de nuevo, señalando la posición exacta desde la que surgía el sonido.

A estas alturas, Rorek, los Barbahollín y varios enanos más habían notado el repentino alboroto y se dirigían a la plataforma del yunque.

Suponía un grato divertimento. El grupo llevaba varias horas esperando a que Uthor tomara una decisión acerca de cuál iba a ser su siguiente acción.

Cuando la agitación comenzó, el señor del clan estaba absorto en sus pensamientos, dando largas caladas a su pipa mientras permanecía sentado en el más absoluto silencio.

—Grundlid —anunció Thalgrim con la oreja pegada a la pared—. Hay un mensaje —añadió—: Somos hijos de Grungni. ¡Son ellos! ¡Nuestros hermanos están vivos!

Cada vez se iban congregando más enanos en la plataforma del yunque a medida que la noticia del descubrimiento de Thalgrim se difundía.

—¿Dónde? —preguntó Uthor con urgencia tras abrirse paso hasta la parte delantera del grupo.

Thalgrim miró hacia atrás, casi fuera de sí.

—Lo averiguaré —contestó mientras volvía a dar golpecitos con meticulosa precisión, utilizando grundlid, o lengua de martillo, el idioma secreto de los mineros y prospectores.

Una serie de cuidadosos roces y golpecitos, con duración e intensidad variables, podían transmitir un mensaje. La mayoría de los enanos tenían nociones elementales, pero sólo los buscavetas más prestigiosos conocían sus complejidades.

—Las minas —dijo Thaigrim, captando fragmentos de grundlid mientras respondía con un largo roce de la piedra y tres golpes fuertes seguidos de uno largo y más suave.

—Debemos llegar hasta ellos —afirmó Uthor.

—Están debajo de nosotros —apuntó Thalgrim entre golpecitos.

—El buscavetas y yo seguiremos el mensaje y los traeremos a la fundición. El resto del grupo esperará aquí a que regresemos.

Gromrund dio un paso al frente, a punto de protestar, pero una mirada de Uthor lo silenció. El señor del clan de Karak Kadrin quería reparar su error, aunque sólo fuera en parte.

—Cuantos menos nos alejemos de la seguridad de la fundición mejor, y menos probable será que los skavens y lo que quiera que acecha en la oscuridad se den cuenta de que estamos aquí. Si los otros siguen con vida, nosotros dos los encontraremos.

—Nosotros tres. —Emelda apareció entre el agolpamiento de cuerpos, los enanos le permitían pasar con respeto—. Yo voy con vosotros.

Ahora le tocó a Uthor morderse la lengua. La mirada penetrante de la hija del clan real le dijo todo lo que necesitaba saber acerca de sus motivos. Dunrik podría estar entre ellos. Necesitaba saberlo.

* * *

—Vigilad todas las entradas y salidas. —Uthor se dirigía a su grupo mientras él, Thalgrim y Emelda se encontraban ante la única salida de la fundición que no estaba inundada al otro lado—. Cuando regresemos, Thalgrim hará una señal sencilla en grundlid.

Uthor iba a avanzar cuando Gromrund lo detuvo.

—Que Grungni os acompañe —dijo el martillador, de nuevo con su armadura, mientras agarraba el hombro del señor del clan.

—Y a vosotros —contestó Uthor, que no pudo evitar que la sorpresa se reflejara en su rostro.

Los guardias apostados en la puerta de la fundición apartaron la tranca y tiraron de las gruesas cadenas de hierro que tenía sujetas. Un chirrido metálico rechinó en el aire y un enorme vacío negro hacia lo desconocido se abrió ante los tres enanos, tan oscuro e infinito que se tragaba toda la luz de la fundición.

* * *

—Por aquí —indicó Thalgrim poniéndose en marcha rápidamente a través de un ruinoso corredor—. Ya estamos muy cerca —añadió.

Uthor no estaba convencido de que el buscavetas estuviera hablando con él o Emelda mientras los dos avanzaban con cautela detrás de Thalgrim. El camino era peligroso, estaba plagado de escollos, rocas afiladas y escombros pesados. Motas de polvo caían con intensidad de los techos inclinados a cada paso y Uthor no se atrevía a levantar la voz por encima de un susurro, no fuera que todo se les derrumbara encima.

—Afloja el paso, zaki —dijo entre dientes mientras se esforzaba por seguir el ritmo.

El señor del clan echó un vistazo a su espalda y vio que Emelda le estaba pisando los talones y no mostraba indicios de fatiga. Cuando Uthor volvió a mirar, no había ni rastro del buscavetas.

«Por el trasero tatuado de Grimnir —pensó furioso—, es probable que el wattock se haya matado de una caída y nos haya dejado perdidos en este laberinto».

El señor del clan aceleró el paso, tropezó y casi se resbala, pero recuperó el equilibrio en el último momento. Dio otro paso y cayó en la cuenta de que no había nada bajo su pie. Luchando por encontrar dónde agarrarse, la mano de Uthor aferró la pared pero se deslizó sobre la piedra, resbaladiza por la humedad. Agitó los brazos frenéticamente y estaba a punto de precipitarse de cabeza hacia una caída entre rocas afiladas cuando sintió que su descenso se detenía bruscamente.

Emelda asió el cinturón del señor de clan y tiró de Uthor hasta que éste volvió a pisar terreno firme.

—Espero que éste sea el camino correcto —comentó mientras Uthor se ruborizaba ante el hecho de que lo hubiera salvado una mujer.

El señor del clan de Karak Kadrin examinó de nuevo la pared y se fijó en unos hilillos de agua que bajaban y se filtraban en la roca porosa, a sus pies.

—Yo también, milady —contestó, esforzándose por recobrar la compostura.

Sus miradas se encontraron sólo un momento, antes de que Uthor apartara la vista, avergonzado.

—Ya queda poco.

La voz del buscavetas flotó en una brisa leve y fétida e interrumpió el repentino silencio.

El alivio envolvió a Uthor, y no sólo por el hecho de que su guía siguiera vivo. Salió de los escombros que había desparramados por todo el corredor y encontró a Thalgrim de pie, con aire pensativo, ante un arco de entrada con tres ramales. Cada uno de los tres caminos estaba tallado con la imagen de la cara de un enano y seguía descendiendo (habían estado descendiendo sin cesar desde que habían salido de la fundición). El declive era poco pronunciado, pero Uthor lo había notado, incluso mientras trepaba sobre columnas rotas, se agachaba bajo techos caídos y se arrastraba a través de entradas destrozadas.

—¿En qué dirección? —preguntó Uthor, al que le faltaba un poco el aliento.

Thalgrim olió el aire y palpó la roca de cada ramal uno por uno.

—Por aquí —dijo, señalando el pasadizo de la izquierda—. Puedo notar el sabor de las veta de mena, sentirlas en la roca. Las minas están por aquí.

—¿Estás seguro de que es por aquí? —inquirió Uthor, al que no convencía el tono del buscavetas.

—Bastante —contestó.

—¿Y los otros túneles?

Thalgrim miró a Uthor a los ojos.

—Nuestros enemigos.

* * *

El estrecho saliente terminaba en un angosto arco a través del cual se abría una plataforma mucho más ancha y plana. Se trataba de un apeadero de porteadores de mena, uno de los muchos que había en Karak Varn, diseñado para atender a las numerosas minas y servir de barracones para los mineros y los guardianes de las vetas. El suelo estaba lleno de carros de mena volcados y herramientas desperdigadas, y había antorchas apagadas desparramadas. Quienquiera que hubiera estado allí, estaba claro que se había marchado a toda prisa.

—El Apeadero del Cortarrocas —dijo Ralkan mientras los enanos comenzaban a entrar en fila—. Estamos en las salas orientales de la karak.

—Esperaremos aquí —decidió Halgar, que iba a la cabeza del grupo con Azgar y sus matadores. Un miembro del clan Rompepiedras transportaba ahora el cuerpo de Dunrik junto con Drimbold.

El anciano barbalarga observó la oscuridad con aire cansino. En un rincón de la modesta estancia había un amplio pozo tallado en la roca. Había una jaula de un elevador de hierro forjado enclavada dentro, abollada y torcida; el hierro estaba oxidado y partido, con un trozo de cadena amontonada languideciendo dentro. En el lado opuesto había otro pozo que conducía hacia abajo.

Ralkan se acercó con cuidado. El custodio del saber metió la cabeza en el pozo y miró arriba y abajo.

—Los marcadores rúnicos están despejados —dijo—. Baja hasta los mismos cimientos de la fortaleza.

—¿Y hacia arriba? —comentó Hakem.

—El Salto de Dibna —contestó Ralkan mientras volvía a mirar al vapuleado señor del clan mercante—. La sala por la que pasamos en la tercera planta está justo arriba.

Estaba claro que el largo periodo de calma había mejorado la lucidez del enano.

—¿Y eso? —gruñó Halgar.

Una tercera salida se extendía más adelante en forma de una puerta que se había venido abajo. Incluso en medio de la penumbra, se podía distinguir un túnel ascendente que salía de ella. Además del Salto de Dibna, era el único acceso posible al apeadero.

—No lo sé —confesó Ralkan, la memoria se le había nublado una vez más.

El barbalarga refunfuñó. El último mensaje en grundlid había estado cerca. Sus hermanos se dirigían hacia ellos. Sólo esperaba que llegaran allí antes de que lo hiciera otra cosa.

—Alguien se acerca —susurró Halgar, haciendo señas hacia la puerta rota.

Se podían oír pasos débiles procedentes del otro lado del umbral y que se volvían más fuertes a cada momento. Los enanos se agruparon y el coro sordo de las hachas y los martillos saliendo de las fundas y los cintos llenó el aire.

—¿Y si no son dawis? —preguntó Hakem con el escudo atado al brazo herido y la sensación desconocida de sostener un hacha con la otra mano.

Halgar miró a Azgar, que observaba de modo amenazador la puerta envuelta en sombras, antes de contestar:

—En ese caso, acabaremos con ellos.

* * *

Cuando Thalgrim y Uthor, salieron del túnel, se encontraron con una multitud de hojas de hacha y cabezas de martillo.

—¡Alto, dawis! —exclamó Uthor, mostrando las palmas de las manos.

—Hijo de Algrim.

Halgar se acercó, guardó el hacha y apretó el antebrazo del señor del clan de Kadrin en lo que era un antiguo ritual de saludo.

—Gnollengrom.

Uthor devolvió el gesto y asintió en señal de respeto al recibir tal honor.

—Así que, después de todo, sigues vivo —añadió el barbalarga, que casi llegó a esbozar una sonrisa.

—Igual que tú —contestó Uthor, y lanzó una mirada sombría en dirección a Azgar al fijarse en la presencia del matador.

—¡Por el redondo trasero de Valaya! —soltó Halgar cuando vio a Emelda salir de detrás de Thalgrim, al que en ese momento los Rompepiedras estaban abrazando y dando palmadas en la espalda.

—Hay mucho que contar —apuntó Uthor a modo de explicación.

Los enanos reunidos recibieron la revelación con más exclamaciones de asombro.

—Por favor —dijo Emelda dando un paso al frente con los ojos brillantes y esperanzados mientras recorría con la vista el grupo de Azgar—. ¿Dónde está Dunrik?

La expresión de Halgar se ensombreció.

—Sí —coincidió con tristeza en la mirada—. Hay mucho que contar.

* * *

—Sois tan pocos… —comentó Uthor sentado alrededor de uno de los depósitos de carbón de la fundición.

El camino de regreso al santuario de hierro había sido lento y lo habían recorrido con mucho cuidado, pero había transcurrido sin más incidentes. Los enanos que habían regresado fueron recibidos con dicha. No obstante, el ambiente optimista duró poco al comprender cuántos exactamente habían vuelto a unirse a ellos. Eso, junto con la mutilación de Hakem y la muerte de Dunrik, se confabularon para crear una atmósfera triste y sombría.

—Tenemos suerte de estar vivos —contestó Halgar, respirando hondo mientras saboreaba el aroma de la fundición, una cámara que los skavens no habían ensuciado y que le recordaba los viejos tiempos. Después de ese breve capricho, el rostro del barbalarga se tornó adusto—. Los roedores estaban esperándonos. Han estado siguiéndonos la pista desde que entramos en la fortaleza… —Halgar clavó la mirada en los carbones encendidos mientras chupaba su pipa—. ¡Tanta astucia! Nunca había visto nada igual en los skavens.

—¿Cómo murió Dunrik? —quiso saber Uthor después de unos momentos de silencio.

—Atravesado por las lanzas de los hombres rata. Tuvo una muerte noble protegiendo a sus hermanos.

—Que sea recordado —musitó Uthor, sentía la culpa como un yunque atado al cuello.

—Sí, que sea recordado —repitió Halgar.

* * *

Emelda se había despojado de la armadura y, en su lugar, llevaba la sencilla túnica morada de Valaya que tenía bajo la cota de malla y las placas de metal. La hija del clan se había quitado incluso el cinturón rúnico, que brillaba débilmente cerca de alli, reflejando la luz del enorme hoyo de la forja.

Se encontraba sola en la plataforma del maestro forjador en la fundición. El cuerpo frío de Dunrik yacía ante ella, sobre el yunque. Los demás enanos permanecían sentados debajo, la mayoría encorvados en silencio, considerando su difícil situación.

—Dunrik —susurró Emelda mientras le colocaba la mano sobre la frente húmeda.

El enano tenía la piel pálida, igual que cuando había escapado de la Roca de Hierro. Ella le había curado las heridas entonces como parte de su instrucción —pues las sacerdotisas de Valaya eran cirujanas en tiempos de guerra— y el vínculo entre ambos se había forjado. Después de eso, él se había convertido en su guardaespaldas y confidente; no había nada que Dunrik no hubiera hecho por ella, incluso había desafiado la voluntad de su rey para llevarla a Karak Varn. Cómo deseaba Emelda deshacer eso: estar en el Pico Eterno soñando con la gloria y con restablecer los grandes dias de los dawis en Karak Ankor, en lugar de preparando el cadáver de Dunrik para el sepelio.

—¿Estás lista, milady? —preguntó una voz queda.

Emelda se volvió y vio a Ralkan de pie, con la cabeza inclinada, bajo el arco que llevaba a la plataforma. La noble se limpió las lágrimas del rostro con las mangas de la túnica.

—Sí —contestó, armándose de resolución.

Ralkan avanzó en silencio. Llevaba baldes de agua, uno en cada mano, que había sacado de los enormes barriles de refrigeración que estaban apoyados contra las paredes de la fundición. Después de dejar los cubos en el suelo, ayudó a Emelda a quitarle la armadura abollada a Dunrik. La hija del clan lloraba mientras luchaba, con la ayuda de Ralkan, por arrancar parte de la armadura de las astas de lanza clavadas. Bajo la cota de malla y las placas de metal, la túnica y las calzas de Dunrik estaban tan empapadas de sangre que tuvieron que cortárselas. Emelda fue quién lo hizo, con cuidado de no perforar la piel del enano ni dañar el cuerpo de ningún modo. Después procedió a extraer las astas de flecha. Cada una era como una herida contra la hija del clan.

Lavó a Dunrik, que permanecía desnudo sobre el yunque, de la cabeza a los pies y le peinó la barba. Emelda escurrió trapos empapados de sangre con regularidad y envió a Ralkan a buscar agua limpia en varias ocasiones.

Después de estas abluciones, Emelda cosió las heridas de lanza y volvió a vestir a Dunrik con una túnica y unas calzas prestadas mientras le dirigía una plegaria a Valaya. Ralkan había lavado las prendas originales lo mejor que había podido, pero seguían manchadas de sangre y casi hechas jirones, así que no se pudieron salvar.

Gromrund —que había estado trabajando debajo en uno de los depósitos de la forja mientras Thalgrim accionaba el fuelle— había reparado la armadura de Dunrik y, al corto espacio de tiempo y su estado de degradación, ésta aún brillaba como nueva. El martillador la llevó a la plataforma y la dejó allí sin una palabra.

Emelda le indicó a Ralkan que se retirara y vistió a Dunrik con su armadura ella sola. Después de unos momentos, casi estuvo hecho y, tras fijar los últimos cierres del brazal izquierdo de Dunrik, fue a recoger el yelmo del enano.

Emelda hizo una pausa antes de ponérselo, lo dejó sobre el yunque, junto a su cabeza, y recorrió con el dedo la cicatriz que los orcos de la Roca de Hierro le habían dejado hacía mucho tiempo.

—Valeroso dawi —dijo sollozando—. Lo siento tanto…

* * *

—¿Qué está haciendo ese barbilampiño? —soltó Halgar.

Uthor agradeció la distracción, pues estaba de un humor muy sombrío, y miró hacia donde Rorek —que no era precisamente un barbilampiño— jugueteaba con un objeto parecido a un globo hecho de hierro y cobre.

A un lado del ingeniero había un farol apagado. Mientras Uthor observaba, el enano de Zhufbar lo cogió y vertió el aceite con cuidado en un pico hecho en el globo. A continuación dejó el globo en el suelo y comenzó a desenrollar un trozo de la cuerda que normalmente llevaba el cinto de herramientas.

—No lo sé —contestó Uthor.

—Ése va a acabar en el Ritual de las Perneras dentro de poco o quizás lo pasen por la rueda, ya lo verás —refunfuñó el barbalarga.

Uthor estaba a punto de responder cuando Hakem se acercó a ellos.

Emelda le había limpiado y vendado de nuevo la herida en el más absoluto silencio, antes de ir a ocuparse de Dunrik.

—Están listos —anunció.

* * *

—Aquí yace Dunrik, que Valaya lo proteja y Gazul guíe su espíritu hasta los Salones de los Antepasados —declaró Emelda con voz entrecortada.

La noble enana estaba al borde del gran hoyo para el fuego, al otro lado de la estatua de Grungni. Dunrik se encontraba ante ella, descansando sobre una cuna de hierro. El enano del Pico Eterno llevaba armadura completa, el metal brillaba gracias a los esfuerzos de Gromrund y Thalgrim, y tenía puesto el casco. Su escudo yacía a su lado. Sólo le faltaba el hacha. Emelda sostenía la antigua arma mientras invocaba los ritos fúnebres de Gazul, dibujando el símbolo del Señor del Inframundo —la gran cueva y entrada a los Salones de los Antepasados— sobre la hoja plana. Aunque Emelda era una sacerdotisa de Valaya, también conocía todos los ritos de los dioses antepasados, incluso los de las deidades menores, como Gazul, el hijo de Grungni.

—Gazul Bar Baraz, Gazul Gand Baraz —entonó Emelda, honrando al Señor del Inframundo y suplicándole que cumpliera su promesa de guiar a Dunrik hasta la Cámara de la Puerta.

El ritual transfería el alma del enano a su hacha y, cuando estuviera enterrada en la tierra, Dunrik atravesaría la cámara y se le permitiría entrar en los Salones de los Antepasados propiamente dichos. Sólo en momentos de extrema necesidad se tomaba tal medida. Puesto que no había una tumba ni un santuario para el cuerpo de Dunrik, Emelda no lo dejaría en la fundición para que lo profanasen. Éste era el único modo de que Dunrik pudiera encontrar la paz.

Interiormente compadecía a aquellos otros que habían caído, privados de honor, abandonados para que vagaran como sombras y apariciones, sin lograr descansar nunca. No era un destino digno para un enano.

El traqueteo de las cadenas sujetas al féretro improvisado sacó a Emelda de su ensimismamiento. Era el momento.

Sudando debido a la calina que emanaba del fuego, Thalgrim y Rorek tiraron de una cadena, palmo a palmo, mediante una de las poleas suspendidas encima del hoyo para el fuego. Hakem y Drimbold tiraron de otra, el señor del clan mercante se las arregló a pesar de tener sólo una mano. Cada cadena se dividía en la misma punta y se bifurcaba en dos secciones atadas a los extremos de la cuna de hierro. A medida que los enanos tiraban, Dunrik se fue levantando lentamente del suelo. En cuanto llegó al punto más alto de la cámara, las cadenas se aseguraron y Uthor arrastró una tercera cadena que situó a Dunrik sobre el hoyo para el fuego. Ahora que estaba en el lugar adecuado, y mediante la ingeniosa ingeniería enana, podrían bajarlo lentamente hacia las rugientes llamas.

Mientras Uthor lo hacía, muy despacio, Halgar dio un paso al frente y Emelda, con la cabeza inclinada en señal de respeto, retrocedió.

El barbalarga mostraba una expresión de solemnidad cuando abrió la boca y entonó un fúnebre lamento con sombría voz de barítono a la vez que Dunrik se iba acercando al fuego de la forja.

En la antigüedad cuando la oscuridad dominaba la tierra,

Grimnir se dirigió al norte con su hacha en las manos.

Hacia las inmensidades asoladas, como estaba escrito,

para matar demonios, bestias y dioses malignos muy odiados.

El trueno habló y la tierra se estremeció,

pero Grimnir el Intrépido con todas sus fuerzas luchó.

Con los dioses de la destrucción alzándose a su alrededor,

con rhun y hacha Grimnir los abatió.

Cerró la temida puerta y selló la oscuridad dentro

para que sobre Karaz Ankor no volviera a caer su manto.

Ve ahora, valeroso dawi, ve si puedes

a la mesa de Grungni: te está esperando.

En los Salones de los Antepasados con honor en el corazón,

tu última morada te está aguardando.

Mira, ahí se extiende la hilera de los reyes,

tu lugar entre ellos está asegurado: te están esperando.

Ve ahora, valeroso dawi, los martillos anuncian tu defunción.

el clan se reúne en la planta, Gazul tu alma guardará.

Ve ahora, valeroso dawi, envuelto en gloria,

en los Salones de los Antepasados se te recibirá.

Mientras Halgar terminaba, el cuerpo de Dunrik, que ya estaba envuelto en llamas, se hundió en el mar de carbón y fuego. En cuestión de momentos, quedó reducido a cenizas.

—Y así Dunrik, hijo de Frengar, señor de clan del Pico Eterno y del clan Bardrakk, pasa a la Cámara de la Puerta para aguardar a sus antepasados —dijo el barbalarga.

»Que sea recordado.

—Que sea recordado —respondió el grupo al unísono con tono sombrío, todos salvo Imelda, que mantuvo la cabeza inclinada y permaneció en silencio.

Ralkan, que se encontraba junto a Halgar, inscribió el nombre de Dunrik en el libro de los recuerdos mientras dos enanos del clan Rompepiedras mantenían el enorme libro en alto.

Cuando Halgar guardó silencio, Uthor dio un paso al frente y se volvió hacia el grupo. En la mano izquierda sostenía una daga. Con un único gesto rápido, se cortó la palma de la mano con la daga, cerrando el puño inmediatamente después, y luego le pasó la daga a Halgar, que la limpió. Uthor esperó entonces a que Ralkan se acercara. El custodio del saber llevaba un pequeño recipiente y lo sostuvo bajo la mano cortada del señor del clan. Uthor apretó el puño y dejó que la sangre goteara en el recipiente. Cuando terminó, Emelda vendó la herida mientras Ralkan regresaba al libro de los recuerdos. Todo el ritual se llevó a cabo en absoluto silencio.

—Que todos sepan —anunció Uthor a la vez que Ralkan escribía las palabras con la misma sangre del señor de clan de Kadrin en el libro que tenía delante— que en este día, Dunrik, del clan Bardrakk, cayó en batalla, muerto por la perfidia de los skavens. Diez mil colas de rata vengarán este hecho e incluso entonces puede que nunca se borre de los registros de Karak Varn y el Pico Eterno. Así lo dice Uthor, hijo de Algrim.

Emelda alzó la cabeza y clavó la mirada en las llamas del enorme hoyo aferrando el hacha de Dunrik entre las manos.

* * *

—Se hizo un juramento —dijo Uthor, dirigiéndose al grupo, menos de la mitad de los que habían abandonado sus fortalezas para recuperar Karak Varn.

Habían transcurrido varias horas desde el sepelio de Dunrik y Uthor había pasado ese tiempo consultando a fondo con Thalgrim y Rorek. Halgar y Gromrund también habían estado al tanto de sus deliberaciones. Uthor había querido que Emelda también estuviera presente, pero la hija del clan se había retraído después del paso de su hermano a la Cámara de la Puerta y no quería que la molestaran. En cuanto, tomaron una decisión, Uthor le pidió a Gromrund que reuniera al grupo a la espera de su alocución.

Uthor se encontraba de pie en la plataforma del maestro forjador, bajo el arco, y todos los enanos estaban situados debajo, divididos por clanes. Los Martillobronce, Barbahollín, Dedohierro y Corazónpedernal de Zhufbar, de expresión sombría, cuyas filas se habían visto mermadas por los combates. Junto a ellos estaban los Cejofruncido y los Rompepiedras del Pico Eterno, alicaídos y hoscos. Estos últimos llevaban el estandarte de los Manofuego caídos en adusta conmemoración. Gromrund se encontraba entre ellos, ligeramente al frente. El martillador sabía qué se avecinaba y tenía el rostro severo. Azgar permanecía en la parte posterior del grupo, rodeado de sus compañeros matadores. La Hermandad Sombría seguía teniendo un aspecto tan feroz y amenazador como siempre. Uthor hizo caso omiso de ellos, y de Azgar, mientras continuaba.

—Un juramento para recuperar Karak Varn en nombre de Kadrin Melenarroja, mi antepasado, y de Lokki Kraggson…

El señor del clan de Karak Kadrin miró a Halgar, que estaba a su lado apoyándose en el mango de su hacha y mirando con un marcado ceño a los guerreros situados debajo.

—Para arrebatarles la fortaleza a las viles alimañas que la habían infestado, los mismos desgraciados que les arrebatan su territorio a los dawis, que les arrebatan sus mismas vidas a pesar de que dominamos la montaña.

Se oyeron murmullos disonantes tras esas palabras mientras todos se mordisqueaban o mesaban las barbas, escupían indignados o hacían rechinar los dientes.

—No hemos cumplido ese juramento.

El comentario de Uthor se vio acompañado de sollozos y fuertes lamentos. Algunos enanos empezaron a golpear el suelo con los pies y hacer chocar las hachas y las cabezas de los martillos contra los escudos.

—Y hemos perdido Karak Varn.

Se alzaron gritos procedentes de las filas posteriores, gruñidos de descontento y consternación llenaron la cámara, amenazando con descontrolarse.

Uthor hizo un gesto pidiendo silencio.

—Y sin embargo —continuó, esforzándose para que se le oyera por encima del ruido—, y sin embargo —repitió mientras la fundición se calmaba tras un gruñido de Halgar—, obtendremos nuestra venganza.

Una gran ovación belicosa estalló entre los enanos situados debajo y el aporreo en los escudos comenzó de nuevo junto con las patadas en el suelo. El ruido retumbó como un trueno, de pronto el grupo estaba eufórico y no tenía en cuenta a sus enemigos.

—¡Si los dawis no pueden tener la karak, entonces nadie la tendrá! —continuó Uthor.

El estruendo se alzó en grandes oleadas resonantes y las voces apasionadas se hicieron más fuertes.

—Como ocurrió años atrás, volverá a ocurrir. La fortaleza de Karak Varn se inundará y todo lo que haya dentro perecerá. —La mirada del señor del clan era como el acero mientras contemplaba a sus hermanos—. ¡Así lo dice Uthor, hijo de Algrim!

Del fatalismo surgía el desafío y el deseo de venganza. Estaba grabado en el rostro de cada enano presente de forma tan indeleble como si estuviera tallado en piedra.

—Hijos de Grungni —bramó Uthor—. Preparaos. Vamos de nuevo a la guerra. ¡Por la furia y la destrucción! —exclamó, sosteniendo el hacha de Ulfgan en alto como símbolo de unión.

—¡Por la furia y la destrucción! —respondió un retumbante estruendo.