NUEVE

NUEVE

—No puedo seguir corriendo —se quejó Gromrund, inflando las mejillas y abrumado por el peso de su enorme yelmo de guerra.

Durante casi una hora, el grupo de Uthor había huido a través de túneles en sombras, bajando por escaleras y pozos, sin saber adónde iban, mientras intentaban desesperadamente poner la mayor distancia posible entre ellos y sus enemigos. Ahora estaban reunidos en una galería sin nada de particular, ni con mucho tan grandiosa como algunos de los lugares en los que habían estado. Gromrund se alegraba de ello: significaba menos lugares para que sus enemigos se ocultaran y les tendieran una emboscada.

Uthor se volvió para mirar al martillador y se fijó en que otros muchos enanos estaban inclinados con las manos apoyadas en las rodillas y respiraban pesadamente.

—Muy bien —dijo por fin—. Descansaremos un momento, pero después debemos continuar. Es posible que los otros hayan sobrevivido. Si podemos encontrar un modo de llegar hasta ellos, quizás…

—Estamos derrotados, Uthor, hijo de Algrim —soltó Gromrund—. Apenas quedamos cincuenta de los doscientos que entramos. Los roedores se cuentan por miles, tú lo sabes, y también hay que tener en cuenta a los grobis.

—Puede que hayan acabado unos con otros. Si pudiéramos aprovecharnos de eso… —Uthor no sonó convincente.

—¡Tu jactancia hará que nos maten a todos! —exclamó Gromrund, enfrentándose al señor del clan y dejando claras sus intenciones.

—Y tu coraje te abandona, enano de Karak Hirn. ¿Por qué no te quitas nunca ese yelmo de guerra? ¿Es para ocultar tu vergüenza? —gruñó Uthor.

Un silencio sepulcral llenó la galería a medida que los otros enanos aguardaban la pelea que todos sabían que se avecinaba.

El comentario enfureció a Gromrund, Uthor casi le había escupido las palabras. El martillador apretó los puños.

—Este yelmo no se ha quitado nunca en todas las generaciones de los Yelmoalto, jamás —replicó con tono desapasionado—. Sólo a mi muerte lo arrancarán de mi frío cráneo y se lo entregarán al siguiente en mi linaje —continuó con los dientes apretados—. Es la tradición, e ir en su contra significaría faltarle al respeto a mi padre, Kromrund Yelmoalto, y mancillar el honor de mi clan —concluyó con la barba erizada.

Uthor guardó silencio en medio de una rabia impotente.

—Nuestros hermanos caídos —añadió Gromrund con tono sombrío, ahora que tenía la atención del señor del clan de Karak Kadrin—, la muerte innecesaria en busca de falso honor… Termina aquí —prometió—. Se ha acabado, Uthor. Ya le has ocasionado suficiente vergüenza a tu clan.

Uthor rugió y le asestó un gancho de derecha al martillador en la mandíbula. Gromrund retrocedió tambaleándose pero, como si fuera un boxeador experimentado, se dio media vuelta y lanzó un duro golpe ascendente contra la barbilla de Uthor. El señor de clan cayó al suelo aunque se levantó rápidamente y sacó su hacha.

Gromrund levantó su gran martillo, sus guanteletes de cuero crujieron cuando comprobó el agarre.

—Yo te enseñaré el coraje de Karak Hirn —prometió.

—Ven, entonces —contestó Uthor, haciéndole una seña para que se acercara—. Y te sacaré ese yelmo de guerra de tu estúpida cabeza.

—¡Basta! —Una voz aguda resonó, quebrando la violenta atmósfera—. Dejadlo ahora mismo.

Borri, el barbilampiño del Pico Eterno, se situó rápidamente entre los dos enanos. Cuando habló, a Gromrund le asombró la autoridad del tono del joven enano y, a pesar de su rabia, bajó el martillo.

Igualmente conmovido, Uthor hizo lo mismo mientras se quedaba mirando desconcertado a un enano al que pensaba que habían matado en el Gran Salón.

—Ya ha habido suficientes muertes… Suficientes.

Borri se encorvó lleno de tristeza mientras su indignada furia se agotaba.

Uthor no se lo podía creer.

—Te vi caer —aventuró, guardando su hacha—. No podías haber sobrevivido —añadió mientras evaluaba el estado casi impecable de la armadura del noble del Pico Eterno.

Todas las miradas se posaron en Borri.

El barbilampiño abrió la boca para hablar pero Uthor se mostró implacable.

—Apenas tienes un rasguño.

El señor del clan contempló a Borri con desconfianza: su propia armadura estaba abollada y rota en numerosos sitios e incluso a una de las alas de su yelmo le faltaban varias plumas.

—Yo… —comenzó Borri, dando un paso atrás, consciente de la atención estaba centrada en él.

—No es posible —musitó Uthor y se fijó en el cinturón dorado que rodeaba la cintura del barbilampiño. Reconoció una de las runas que llevaba grabadas, la había visto antes…— Déjame ver ese cinto —exigió mientras se acercaba al joven enano.

—Por favor, no es nada… —parloteó Borri, levantando las manos como si quisiera protegerse de más preguntas.

—Y tu voz —añadió Uthor entrecerrando los ojos—. Suena diferente.

Borri volvió a retroceder, pero descubrió rápidamente que no tenía adónde ir.

—Enséñanos qué hay en el cinto, muchacho —pidió Gromrund, que se encontraba directamente detrás de Borri, mientras apoyaba la mano sobre el hombro del barbilampiño.

Borri suspiró resignado.

—Hay algo que deberíais saber primero —dijo mientras se llevaba las manos a los lados del yelmo y se lo quitaba despacio de la cabeza.

* * *

Rorek le dio un golpecito al trozo de roca con un pequeño pico. La pared de la galería junto a la que estaba agachado, a algo más de un metro de distancia de donde se congregaba el resto del grupo de Uthor, estaba fría y húmeda al tacto, así que trabajaba con cuidado y concienzuda precisión.

El ingeniero se había fijado en la rúbrica túnica cuando los enanos se habían detenido, en parte por la creencia de que no los seguían roedores ni pieles verdes y en parte por puro agotamiento. Rorek hizo caso omiso del resto de sus hermanos y, cuando su curiosidad no se sació examinando simplemente las runas, que estaban parcialmente ocultas por vetas calcificadas de sedimento, comenzó a excavar. Había un mensaje debajo, estaba seguro de eso: quizás les proporcionaría alguna pista acerca de dónde estaban o les ofrecería una salida. Mientras desenterraba un trozo de roca particularmente recalcitrante, escudriñando las marcas que podía distinguir debajo a la luz de una vela, el ingeniero reparó en una sombra que se erguía sobre él.

—¿Qué estás haciendo, hermano? —preguntó Thalgrim.

Era evidente que el buscavetas era tan curioso como el ingeniero.

—Hay rhuns debajo —contestó Rorek y volvió a concentrarse en su trabajo—. Podrían indicar dónde estamos.

Thalgrim observó cómo Rorek desportillaba inútilmente el trozo de roca que ocultaba la escritura túnica de debajo.

—Hazte a un lado —indicó el buscavetas, levantando su piqueta y girándola en las manos para blandir el extremo puntiagudo.

Rorek hizo una pausa en su labor, enfadado por la interrupción. Miró atrás y se lanzó a un lado justo a tiempo: el pico de Thalgrim golpeó la pared con fuerza y la roca calcificada se desmoronó bajo el impacto.

Rorek se sintió mortificado al principio, tirado de culo mientras contemplaba al impulsivo buscavetas. Cuando vio la roca rota y el símbolo intacto que ocultaba antes, sonrió.

—Buen golpe —lo felicitó el ingeniero mientras se ponía en pie y daba una palmada en la espalda a Thalgrim.

—Así es —respondió el buscavetas con orgullo—. No quiero ofender —continuó—, pero aunque los ingenieros de Zhufbar crean auténticas maravillas del ingenio son los mineros de la karak los que conocen mejor los caprichos de la roca y la piedra.

Rorek asintió con aire solemne ante esa afirmación. Siempre había habido un fuerte acuerdo entre el gremio de los ingenieros y los mineros.

Henchido de orgullo, Thalgrim fue a sacar el pico de donde se había enterrado en la pared, pero no se movía.

—Parece que está atascado —murmuró entre dientes a la vez que le daba un tirón al mango—. Suéltalo —dijo el buscavetas, Rorek no estaba seguro de si estaba hablando con él o con la pared de roca, mientras lo intentaba de nuevo. Siguió sin ceder.

El ingeniero fue a ayudar y, tras asegurarse de que tenían el mango bien agarrado, los dos tiraron. Se oyó un crujido de roca cuando el extremo del pico de Thalgrim se soltó, haciendo que los dos enanos cayeran al suelo. Otro sonido llegó justo después, el ruido desgarrador de la piedra al partirse mientras una larga grieta subía de manera irregular por la pared y un hilillo de agua turbia salía del agujero que había abierto la piqueta del buscavetas.

—Por el contorno de Grungni… —masculló Rorek mientras el hilillo se convertía en un chorro.

—Que siempre sea amplio y redondo —añadió Thalgrim, observando el charco que crecía a sus pies.

—Levántate —dijo Rorek, y un grueso trozo de piedra se desprendió y el agua salió a borbotones tras él.

* * *

Unas largas trenzas doradas cayeron en cascada cuando Borri se quitó el yelmo y unos penetrantes ojos azul celeste contemplaron a Uthor a ambos lados de una nariz redonda y regordeta.

Exclamaciones y murmullos de asombro recibieron a la enana que tenían delante.

Uthor estaba horrorizado.

—¡Una rinn! —exclamó uno de los enanos Barbahollín, y se desmayó de inmediato.

Gromrund apartó la mano del hombro de Borri y la dejó colgar al costado.

—¡Por la Dama Barbuda! —oyó que decía otro enano entrecortadamente.

Algunos enanos empezaron a alisarse las túnicas cubiertas de sangre y mugre, y se sonrojaron intensamente mientras procedían a atusarse las barbas.

—No he sido del todo sincera… —comenzó Borri con timbre regio y enderezándose con actitud desafiante—. Soy Emelda Skorrisdottir…

Se abrió la cota de malla de la armadura, dejando ver un cinturón dorado de tan maravillosa factura e intemporal belleza que algunos de los mineros Barbahollín lloraron. Había runas de protección grabadas en el magnífico cinto que rodeaba la cintura de Emelda, pero una en particular llamó la atención de Uthor: la runa del Gran Rey Skorri Morgrimson.

—Hija de clan de la casa real de Karaz-a-Karak.

—Rinn Tromm —dijo Gromrund mientras hacía una profunda reverencia apoyándose en una rodilla.

Aún boquiabierto, Uthor hizo lo mismo y luego los otros siguieron su ejemplo.

—¡Levantaos! —gritó Rorek, que corría hacia ellos con Thalgrim siguiéndolo de cerca.

Uthor se volvió bruscamente hacia el ingeniero, indignado ante la interrupción. La furia del señor del clan desapareció al caer en la cuenta de que tenía la rodilla mojada. Cuando vio el torrente de agua que salía a raudales de la pared, a lo lejos, hizo lo que Rorek pedía.

La pared de la galería se vino abajo mientras se ponían en pie.

—¡Corred! —ordenó Uthor, espoleando a los enanos para que bajaran por la larga galería.

Los últimos integrantes de su grupo estaban cruzando a toda prisa cuando la ola espumosa los golpeó, estrellando a los enanos rezagados como si fuera muñecos contra la pared de enfrente. Aquellos que no murieron aplastados, se ahogaron poco después. Un hiriente rocío, repleto de arenilla y fragmentos de piedra, golpeó a Uthor. El enano retrocedió debido al impacto y corrió con decisión, lanzando una rápida mirada a su espalda mientras huía, hacia una gran puerta de metal situada al final de la galería.

Cuando la enorme ola se estrelló contra la pared del otro lado de la galería, demolió columnas y arcos de entrada con su furia. Durante unos cuantos segundos, se hinchó en el reducido espacio, como si se tratara de las entrañas de una bestia primigenia, hasta que encontró una salida y se lanzó detrás de los enanos con creciente velocidad.

* * *

—Sí que es larga —comentó Azgar, de pie en una meseta baja y apoyándose en el hacha mientras miraba la escalera que descendía en la oscuridad.

—«El Camino Interminable» —explicó Ralkan, que gozaba de uno de sus momentos más lúcidos—, con numerosos giros sinuosos que llevan a las plantas inferiores. El cantero que la construyó, Thogri Puñogranito, le puso ese nombre. Que sea recordado.

Azgar inclinó la cabeza en un breve momento de solemne recuerdo.

Aquellos que habían sobrevivido a los combates en el túnel habían acampado unas cuantas mesetas más abajo del lugar de la batalla, demasiado cansados y apesadumbrados para seguir adelante. Después de deshacerse de los cadáveres de los skavens, habían dejado a sus hermanos muertos en tranquilo reposo, pues no podían transportar todos los cuerpos. Dunrik era el único que los acompañaba, Drimbold y Halgar lo llevaban en una hamaca improvisada. El barbalarga arrugaba la nariz constantemente, quejándose del hedor de los skaven que se pudrían por encima de ellos, al otro lado de la escalera destrozada, los únicos cuerpos hasta los que no pudieron llegar para arrojarlos al abismo. Al parecer había dejado de lado su resentimiento contra el enano gris por el momento y se contentaba con permitir que Drimbold los guiara mientras llevaban a Dunrik a su última morada. Puesto que el enano del Pico Eterno tenía sangre real, era de justicia que se le ofreciera un funeral y se lo sepultara en la tierra para que pudiera sentarse junto a los suyos en los Salones de los Antepasados. Por ahora habían dejado a Dunrik en el suelo y le habían sujetado firmemente con correas toda su parafernalia al cuerpo para que, cuando se efectuaran los ritos fúnebres, dispusiera de ella en la otra vida.

Se abatió un sombrío silencio y Ralkan se retiró del borde de la meseta para sentarse a solas.

Azgar se quedó en solitaria contemplación mientras observaba la penumbra abismal que se extendía ante él. A la luz que proyectaba el Asta de Diamante y que se filtraba a través del aire cargado de polvo podía distinguir gigantescos rostros de enanos que lo fulminaban con la mirada. Eran los señores de la antigüedad de Karak Varn, tallados en la misma pared de roca, inmortalizados en la piedra. Mientras lo observaban, el matador sintió vagar su imaginación hacia el pasado y ya no pudo hacer frente a su severa mirada…

A Azgar le martilleaba la cabeza como si tuviera dentro los grandes martillos de las forjas inferiores. Cada paso era un golpe físico, como si su cráneo fuera el metal que aporreaban en el yunque.

Había sido un banquete imponente, aunque apenas podía acordarse. Recordaba haber vencido a Hrunkar, el maestro cervecero de la fortaleza, en levantamiento de buey y luego haber alardeado de su aguante para la bebida, desafío que el enano de voluminoso contorno había aceptado alegremente. En retrospectiva, retar a un maestro cervecero a beber había sido una estupidez.

Azgar no tuvo tiempo de seguir cavilando en lo equivocado que había estado al confiar tanto en sí mismo, pues la Puerta Saltarriscos se encontraba delante y su actual guardián lo esperaba.

—Tromm —saludó Torbad Magrikson, que apoyó el hacha sobre el hombro y vació su pipa.

—Tromm —logró decir Azgan situándose en su puesto junto a la puerta, arrastrando los pies, a la vez que Torbad se alejaba en medio de la penumbra iluminada por las antorchas.

Transcurrió una hora. Azgar sentía el repiqueteo de los martillos mientras los ingenieros y herreros trabajaban con diligencia en la forja, el retumbo de su tarea se extendía por la misma roca de la montaña. Resultaba un estribillo relajante que le recorría el cuerpo mientras se inclinaba contra el puesto del guardia. Le pesaban los párpados y, en cuestión de momentos, se quedó dormido…

Unos gritos desesperados despertaron a Azgar de su sueño, eso y el trajín de pies con botas.

—¡Thaggi! —gritó una voz de enano.

Azgar abrió los ojos adormilado, consciente de pronto de que estaba desplomado contra la pared. Lo zarandearon.

—Despierta —le dijo Igrik furioso, de pie ante él—. Thaggi, ¡han envenenado a lord Algrim! —exclamó.

Azgar se espabiló al oír eso, el corazón le latía muy fuertemente.

—¿A padre? —le preguntó al viejo criado, Igrik.

—Sí, a tu padre —contestó con amargura.

Entonces Azgar se fijó en otra cosa: las huellas húmedas que atravesaban la Puerta Saltarriscos, cuyas cerraduras y cerrojos había abierto alguien en silencio. No las habían hecho botas de enanos. Eran largas y finas, con dedos extendidos: huellas de garra de skaven.

—Oh, no… —musitó Azgar—. ¿Qué he hecho?

La escena cambió entonces en la mente del matador transformándose en la luminosa gloria de la Corte del Rey.

—Quitadle la armadura —ordenó el rey, su voz adusta se oyó a pesar de la inmensidad del imponente salón— y despojadlo de toda la parafernalia, salvo el hacha.

Un grupo de cuatro martilladores, con rostros enmascarados, se acercaron y con aire grave le quitaron la armadura, los cintos y la ropa a Azgar hasta que estuvo desnudo ante el rey Kazagrad de Karak Kadrin, mientras su hijo Baragor observaba todo el proceso con severidad a la derecha de su entronizado señor.

—Rapadlo y que se sepa su vergüenza —decretó Kazagrad.

Cuatro sacerdotes de Grimnir surgieron de la penumbra circundante. Cada uno llevaba dos cubos, que cargaban mediante un travesaño de wutroth sobre la espalda, y unas tijeras. Tras dejar los cubos en el suelo, comenzaron a cortarle el pelo a Azgar hasta que lo único que le quedó fue un mechón irregular que le bajaba por el centro y la barba, lo único que mantenía su dignidad.

—Has hecho el juramento del matador para expiar actos que no deben ser nombrados —entonó el rey.

Los sacerdotes trajeron cubos anchos llenos de espeso tinte naranja y empezaron a pasarlo por el pelo de Azgar.

—Debes buscar tu sino para poder tener una muerte gloriosa…

Los sacerdotes sacaron de otro cubo puñados de grasa de cerdo. Con dedos nudosos, la fueron añadiendo al mechón de pelo de Azgar hasta que quedó duro como una cresta.

—Coge tu hacha y abandona este lugar; y que todos recuerden tu vergüenza.

Los sacerdotes volvieron a desaparecer en la oscuridad. Azgar dio media vuelta sin decir palabra y, con la cabeza gacha, emprendió el largo camino para salir de la fortaleza. No deseaba quedarse. Los guardias de las atalayas habían descubierto que su hermano regresaba a la karak. Sería mejor que Azgar no estuviera allí cuando descubriera lo que le había ocurrido a su padre.

* * *

La inundación chocaba contra la puerta acorazada con insistentes golpes lentos y sordos.

El grupo a la fuga de Uthor había logrado atravesar la galería justo a tiempo, cerrando la puerta tras ellos cuando el último hubo cruzado. A aquellos a los que había alcanzado el agua los dieron por muertos. Eso dejó un regusto amargo en los supervivientes.

—Aguanta, por ahora —dijo Rorek, observando que la puerta era hermética.

Uthor, que estaba agotado, simplemente asintió con la cabeza.

Una enorme fundición se extendía ante los empapados miembros de su grupo, que permanecían apiñados alrededor de la entrada de la cámara. Al final de un corto número de escalones, la fundición se abría formando una amplia explanada de piedra grabada con runas de forja de quince metros y el horno. Braseros llameantes adornaban las paredes —sin duda los habían encendido los anteriores ocupantes de la fortaleza— e interrumpían los nudos rúnicos tallados en ellas con perfecta regularidad.

Había hondos depósitos con carbones encendidos y la luz de las parpadeantes brasas iluminaba estantes de herramientas. Chimeneas cubiertas de hollín construidas en los extremos de los depósitos se alzaban hacia el techo abovedado. Cada una de las resistentes chimeneas, de base ancha, había sido concebida para atrapar el calor que emanaba de la forja y canalizarlo hacia el techo y las plantas superiores, para mantenerlas calientes y secas. Un paseo de piedra elevado recorría toda la estancia y conducía a un plinto ancho y plano con un arco abierto en la cara de un antiguo señor de las runas que se alzaba imponente ante él. En la boca del venerable antepasado había un enorme yunque de un maestro forjador envuelto en el resplandor naranja de las antorchas.

La fundición se componía de una cámara central y dos alas divididas por anchas columnas cuadradas. En el ala izquierda había una amplia selección de armaduras, armas y máquinas de guerra; en la derecha, se extendía una larga pasarela que terminaba en una plataforma octogonal.

Una tarima en el centro de la misma sostenía una estatua de proporciones monumentales tallada con la imagen del mismísimo Grungni. La barba trenzada del dios antepasado descendía hasta la base y en las manos sostenía unas tenazas y un martillo de herrero. Debajo de él había otro brasero que despedía unas fantasmagóricas llamas rojo-azuladas que proyectaban densas sombras en el rostro tallado en la piedra. Al otro lado de este templo se extendía una caída a plomo hacia un hoyo para el fuego que ardía con tanta violencia que los carbones de su interior no eran más que una vaga sombra en medio de la calina que emanaba.

Había unos baldes grandes y pesados colocados sobre el enorme pozo mediante gruesas cadenas de hierro, listos para hundirse en el fuego y sacar la preciada roca que alimentaba las forjas.

—Es magnífico —exclamó Thalgrim con lágrimas en los ojos.

Aparte de este elogio, el grupo guardó silencio, anonadado.

Salieron de su asombro al oír el ruido sordo del metal golpeando contra la puerta de hierro mientras los enanos con armadura que habían muerto en la inundación chocaban contra ella en medio del oleaje del agua.

—Deberíamos apartarnos de la puerta —sugirió Uthor con gravedad.

* * *

El grupo de Uthor estaba sentado alrededor de los depósitos de carbón encendidos, frotándose las manos y escurriéndose las barbas en silenciosa y adusta actitud. El calor les calentó la ropa, el pelo y los corazones rápidamente, pero Uthor no encontraba consuelo en las ardientes profundidades de las llamas mientras le daba una profunda calada a su pipa, perdido en sus pensamientos.

—Entonces, ¿así es cómo termina?

Gromrund se encontraba de pie ante el señor del clan de Kadrin. La armadura del martillador estaba abollada y rota en algunas partes. Era la primera vez que Uthor se fijaba en ello desde el combate y la huida de la inundación.

—Necesito tiempo para pensar —masculló el señor del clan de Kadrin mientras volvía a clavar la mirada en las llamas.

Gromrund se inclinó hacia él, obligando al señor de clan a mirarlo.

—Estabas tan ansioso por seguir tu temeraria búsqueda de gloria hace tan sólo unas horas… Y, sin embargo, ahora te quedas sentado sin hacer nada —dijo entre dientes—, mientras a tu alrededor tu grupo se anquilosa y se encona como una antigua herida.

Uthor se mantuvo en silencio.

—Ya tienes mucho que reparar, hijo de Algrim, no aumentes más la lista del saldador de cuentas.

Con eso, el martillador se alejó indignado, desapareciendo de la vista de Uthor.

Después de un momento, el señor del clan de Kadrin levantó la mirada de los carbones encendidos y contempló a sus guerreros como si fuera la primera vez desde la derrota en el Gran Salón. Había muchos heridos, algunos habían perdido extremidades y ojos, una carga que llevarían con ellos a los Salones de los Antepasados. Otros tenían vendajes sobre heridas profundas o lucían amplios cortes, pero no como las heroicas cicatrices rituales del combate; las llevaban con la profunda vergüenza de los destrozados y vencidos. Los enanos estaban sentados por clanes. Uthor notó los amplios huecos que había entre ellos, valientes guerreros que no volverían a experimentar la sensación de sus fortalezas bajo sus pies y sobre sus cabezas. Él los había condenado a ese destino. Incapaz de seguir mirando, Uthor apartó los ojos.

—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó una voz.

Los ojos de Emelda destellaron a la luz del fuego mientras se sentaba, más perfectos y bellos que ninguna piedra preciosa que Uthor recordara, sus largas trenzas como vetas de oro.

—Sería un honor —contestó el señor de clan con un gesto de la cabeza.

Su sigilo era impresionante, Uthor no la había oído acercarse.

El noble porte de la hija del clan era evidente en su forma de comportarse, orgullosa y desafiante. Los otros enanos no querían sentarse con ella; no por ningún desaire ni resentimiento, sino más bien porque se avergonzaban de su aspecto descuidado y se sentían tímidos en presencia de una dama y consorte real. Puesto que nadie quería unirse tampoco a Uthor, eso significaba que estaban solos en su mayor parte.

—Te arriesgaste mucho al seguimos hasta aquí —dijo Uthor después de un momento de silencio, agradecido por la distracción que le ofrecía la noble.

—Creía en tu misión —contestó Emelda—. Las fortalezas desiertas se abandonan a su suerte con demasiada prontitud para que los viles moradores de la oscuridad las habiten y saqueen. Había honor en tu promesa y hablaste de tales hazañas que no pude ignorarlo. Además, tengo mis motivos —añadió misteriosamente.

—Fue la gloria —admitió Uthor después de un momento, recordando las palabras de Gromrund mientras clavaba la mirada en el fuego.

—No lo entiendo.

El señor del clan miró a Emelda a los ojos con expresión compungida.

—La promesa de gloria fue lo que me trajo a este lugar, no la venganza, y mi locura nos ha llevado a todos a la muerte. Encogiéndonos de miedo en la oscuridad… Acorralados como… como ratas.

Hizo una mueca ante ese último comentario y volvió a agachar la cabeza. Era una amarga ironía: ratas cazando ratas.

Emelda guardó silencio. No sabía qué decir. El ambiente era sombrío, helaba los huesos a pesar del calor agobiante. El fracaso y el deshonor se cernían como una atmósfera viciada, y todos lo sentían.

—¿Y qué pasa con Dunrik? ¿Es tu primo siquiera? —inquirió Uthor.

Emelda sintió un nudo en el pecho al oír su nombre. Le dirigió una silenciosa plegaria a Valaya para que hubiera conseguido salir vivo del túnel.

—No —contestó después de unos momentos—. Era mi guardián, había jurado protegerme. Dunrik nos introdujo a escondidas en la escolta del Pico Eterno —confesó.

—Así que los dos desobedecisteis la voluntad del Gran Rey igual que yo.

—Sí —asintió Emelda avergonzada.

Uthor soltó una carcajada carente de humor.

—Milady —dijo Gromrund, que carraspeó mientras aparecía de pronto junto a ellos—. Soy Gromrund, hijo de Kromrund, del clan Yelmoalto y martillador del rey Kurgaz de Karak Him. —El martillador hizo una profunda reverencia, ignorando a Uthor—. Sería un honor servirte de protector y responder de que regreses sana y salva al Pico Eterno.

Emelda sonrió con benevolencia, regia.

Gromrund la miró a los ojos mientras hacía una genuflexión y se ruborizó.

—Eres muy generoso, Gromrund, hijo de Kromrund, pero ya tengo un guardaespaldas y nos reencontraremos pronto —explicó sin poder ocultar un dejo de incertidumbre en la voz—. Por ahora, Uthor, hijo de Algrim, se ocupará de mi seguridad —añadió, haciendo un gesto hacia el señor del clan de Kadrin—, pero me aseguraré de mencionarle tu ofrecimiento al Gran Rey.

—Como gustes, milady —dijo Gromrund mientras le dirigía una mirada de soslayo a Uthor para manifestar su desagrado antes de retroceder en respetuoso silencio.

* * *

Gromrund se encontraba a solas ante el yunque desprovisto de toda su armadura, salvo el yelmo de guerra, por supuesto. Con el martillo de un maestro forjador en la mano, eliminaba las abolladuras de su peto con cuidadosa y meticulosa precisión. Agradecía el consuelo que proporcionaba la herrería, sobre todo después de que lady Emelda acabara de rechazar su ofrecimiento. La verdad era que también estaba dando salida a la rabia que sentía hacia Uthor, pero tenía cuidado de no dejar que la furia estropeara su trabajo. Todos los Yelmoalto eran herreros de oficio, una fuente de mucho orgullo entre el clan, a pesar de su respetada ocupación como guardaespaldas reales.

Gromrund se detuvo un momento para inspeccionar su trabajo, y se limpió el sudor de la cara. Con el rabillo del ojo, vio a Uthor conversando con la dama del Pico Eterno.

Mientras los observaba, notó que el rostro de Uthor se ensombrecía. A pesar de sus diferencias y de sus anteriores palabras, el martillador no disfrutaba con la aflicción del señor del clan; aunque seguía opinando que, como martillador, debería ser él el que se ocupara del bienestar de Emelda. Un juramento era un juramento, y todos y cada uno de ellos habían fallado en eso. No obstante, como líder de la expedición, el hijo de Algrim sentía esa vergüenza con más fuerza.

La dama, Emelda, parecia estar intentando calmarlo, pero era en vano.

«¡Una rinn!», pensó Gromrund mientras la miraba. Haciéndose pasar por un barbilampiño entre el grupo sin que ningún dawi, salvo su guardián, estuviera enterado: una admisión realmente sorprendente.

Cuando descubrió al martillador observándola, éste dirigió los ojos al yunque pues le daba vergüenza que lo mirara.

«Sorprendente desde luego —pensó mientras se afanaba de nuevo en su armadura—, pero no del todo desagradable».

* * *

El estómago de Thalgrim gruñó. Fue a coger el trozo de chuf que guardaba en el casco, pero se detuvo. Quizás eso era lo que había atraído a los skavens hasta ellos, quizás ésa era la causa de la emboscada en el túnel, de tantas muertes de dawis…

—Fue el Agua Negra —dijo Rorek, sentado frente al buscavetas con los ojos encendidos a la luz de los carbones ardientes.

Los dos estaban sentados con algunos enanos de Barbahollín fuera del gran arco.

Rorek jugueteaba con un objeto esférico que había creado con los materiales de la forja. Lo ayudaba a mantener la mente ocupada.

Thalgrim le devolvió una expresión pensativa, agradecido por la distracción, mientras el ingeniero continuaba:

—Hace quinientos años, durante la Era de la Aflicción, una inundación procedente del gran lago anegó la fortaleza y la destruyó —explicó Rorek mientras enroscaba con cuidado una chapa en la bola de hierro con pinchos—. Creo que, incluso en las plantas superiores, hay bolsas de agua atrapada. Liberamos una cuando rajamos la pared de la galería. Al menos, eso significa que los grobis y los roedores no pueden seguimos por aquí.

—También significa que no podemos escapar por donde hemos venido —replicó Thalgrim, absorto en el trabajo del ingeniero—. Toda la fortaleza gime bajo el peso del Agua Negra —añadió—. Puedo sentirlo a través de la roca, las leves vibraciones que provoca al moverse son inconfundibles.

—En ese caso, será mejor que no nos entretengamos —masculló Rorek mientras levantaba la mirada hacia las antiquísimas grietas que se extendían por el techo abovedado.

* * *

Drimbold despertó cubierto de sudor. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras los gritos de Norri y Furgil, que caían en la sima después de que el puente de cuerda cediera, resonaban en sus oídos. Sus rostros habían quedado grabados para siempre en su mente, contraídos de puro terror mientras iban al encuentro de la muerte y se los tragaba el fuego. El enano gris se dio cuenta de que estaba aferrando la mochila. El brillo de los tesoros que contenía se había apagado en cierta medida. La soltó rápidamente, como si quemara. Parte del botín se derramó y repiqueteó contra la meseta de piedra. El ruido molestó a Halgar, que se estaba restregando los ojos. El barbalarga miró a Drimbold con el entrecejo fruncido antes de regresar a sus sombríos pensamientos.

El enano gris recorrió con la mirada el triste grupo, al que al parecer ahora guiaba Azgar.

Ralkan estaba acostado cerca de él, sacudiéndose a rachas, atormentado por un sueño febril, algún terror desconocido.

Hakem estaba despierto cuidándose el muñón de la mano derecha, una horrible mancha rojo oscuro traspasaba el improvisado vendaje. Estaba farfullando. Drimbold lo oyó mencionar el martillo Honakinn varias veces. La bravuconería del mercader no era ahora más que un tenue recuerdo. Tenía un aspecto pálido y demacrado, y no sólo por la cantidad de sangre que había perdido.

—Es hora de ponernos en marcha.

Fue la voz de Azgar, que estaba en la cima de la siguiente escalera descendente. Su rostro era una máscara impenetrable.

Sin decir una palabra, los enanos comenzaron a recoger sus pertenencias. Cuando al fin abandonaron la meseta, sólo quedó la mochila cargada de tesoros de Drimbold.

—Me estoy cansando de mirar hacia la oscuridad sin fondo —se quejó Hakem mientras atisbaba por encima del estrecho saliente hacia el vacío.

Era la primera vez que el enano hablaba desde que había perdido el martillo y la mano.

La Escalera Interminable quedaba ahora por encima de ellos, la última meseta conducía a un enorme arco de piedra. Desde allí, los enanos habían encontrado el estrecho saliente. Era tan angosto que el grupo de Azgar caminaba en fila de uno. A un lado había una pared de roca vertical que parecía extenderse durante kilómetros en ambas direcciones; al otro, se abría otra profunda sima.

—Éste es el Camino de la Mena, el umbral de las otrora grandiosas minas de Karak Varn —dijo Ralkan con añoranza, avanzando unos cuantos puestos por detrás de Azgar, que guiaba al grupo con lo que quedaba de su Hermandad Sombría.

—Yo no veo nada, salvo la oscuridad agitándose debajo de nosotros como serpientes —repuso Hakem con amargura.

—No son serpientes —terció Ralkan, que se encontraba cerca del mercader en la fila—. Son las profundidades inundadas.

El resplandor que se veía en la oscuridad era agua, tan espesa y opaca que parecía pus negro. Había columnas, inclinadas y partidas en dos, languideciendo en ella; los posos estancados del Agua Negra se acumulaban donde atravesaban la superficie del agua. El hedor de la piedra mojada impregnaba el aire como un velo.

—Mira eso —añadió, su voz resonó mientras señalaba lejos, hacia la caverna envuelta en sombras.

Hakem siguió el gesto del custodio del saber hacía los restos de tres altas torres hechas de madera y metal. Cada torre tenía una enorme polea colocada en el ápice con lo que quedaba de lo que en otro tiempo había sido una larga cadena. Los eslabones se habían hecho pedazos hacía mucho, pero unos cangilones resistentes se aferraban con tenacidad a uno de los tramos de cadena. Hakem comprendió entonces que las columnas rotas eran soportes para puentes que conectaban las torres con caminos de piedra que recorrían todo el abismo y llevaban hasta la pasarela que ellos estaban cruzando. Uno de esos caminos todavía existía en parte, el soporte central se mantenía en pie con actitud desafiante, como una isla en un océano de brea.

—Todas las fortalezas enanas comenzaron siendo minas —comentó Halgar—. Éstas pertenecen a la Era Dorada de Karaz Ankor.

Drimbold y él caminaban con cuidado mientras transportaban el cuerpo de Dunrik a lo largo del estrecho sendero. El barbalarga palpaba la pared con una mano mientras avanzaba. Un resbalón y lo más probable era que los tres se unieran a aquellos cuyas vidas se había cobrado el abismo.

—Las vetas de ril, gorl y gromril eran abundantes —dijo el barbalarga con nostalgia—. Qué días aquellos… —añadió con un susurro entrecortado.

Puesto que al parecer la remembranza de Halgar había concluido, algunos de los otros enanos empezaron a hablar entre ellos, un ambiente algo más positivo comenzaba a extenderse por el grupo.

El barbalarga no les prestó atención mientras dejaba que la pared de roca pasara bajo su mano, hallando consuelo en la aspereza y solidez de la misma contra su piel, parecida al cuero. Entonces oyó, o más bien sintió, algo que no esperaba.

Halgar se paró en seco.

—Alto —bramó, aunque algunos de los enanos de la fila ya se habían amontonado y estaban chocando unos contra otros debido a la brusca parada del barbalarga. Drimbold por poco tropieza y deja caer a Dunrik.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hakem desde detrás de Halgar.

—¡Silencio! —exclamó el barbalarga. Hizo una seña a Drimbold—. Déjalo en el suelo —le ordenó Halgar y eso hicieron de manera reverente.

A continuación, el anciano enano se volvió de nuevo hacia la pared de roca, colocó ambas manos contra ella y apretó la oreja. La piedra le resultó húmeda y fría. Un débil sonido tintineante, sordo y lejano, surgía de la roca.

—Yo no oigo nada —protestó Hakem.

—Salvo el sonido de tu propia voz, sin duda. ¡Cállate! —rugió Halgar—. Es una pena que no fuera tu lengua lo que se cobrara el abismo —le espetó, sumiendo al señor de clan mercante en un acongojado silencio.

El sonido se oyó de nuevo, apagado pero claramente metálico.

—Un martillo —le pidió al enano que se encontraba detrás de él, uno del clan Rompepiedras.

El enano del clan lo miró con desconcierto mientras sacaba una pequeña piqueta.

—¡Rápido!

Halgar cogió rápidamente la herramienta y, centrando de nuevo su atención en la pared de roca, empezó a devolver los golpecitos.

* * *

Gromrund sabía que debía tener un aspecto extraño llevando sólo el yelmo y poco más. En la fundición había empezado a hacer tanto calor que se había quitado las prendas exteriores además de la armadura y sólo tenía puestas las botas y las calzas. Gromrund golpeaba despacio una muesca que había causado una daga skaven, intentando eliminarla, e hizo una pausa en su martilleo para secarse el sudor de la barba.

Un sonido amortiguado y hueco llamó su atención. Al principio bajó la mirada para asegurarse de que el calor no le había confundido el cerebro.

El ruido se oyó otra vez, insistente y repetitivo. Gromrund estaba demasiado lejos de la puerta acorazada para que se tratara de nada que estuviera al otro lado de la cámara inundada. Sin embargo, no podía localizarlo. Miró a su alrededor y vio a Thalgrim sentado junto al arco, aferrándose el estómago en silencio.

—Buscavetas —lo llamó.

Thalgrim lo miró y el martillador le hizo una seña.

El buscavetas estaba un tanto cansado cuando llegó hasta el sudoroso enano.

—Escucha —le pidió el martillador con urgencia.