OCHO

OCHO

Subido a la espalda de Ungul en una cesta tejida de modo rudimentario, Skartooth observaba a los mensajeros goblins que corrían por delante de la horda piel verde mientras marchaban pesadamente por el estrecho túnel. El techo era bajo y, en más de una ocasión, el caudillo había golpeado con fuerza al trol con el pomo de la espada después de darse en la cabeza con una roca saliente.

Fangrak avanzaba penosamente a su lado, las gruesas botas con tachuelas del cacique aplastaban la arenilla bajo sus pies. Una gran cantidad de orcos lo seguía de cerca con los hombros encorvados en los estrechos límites del túnel. Detrás de ellos venían aún más goblins. Envueltos en sus negras capas con capucha, eran poco más que sombras correteando en la penumbra.

Skartooth había reunido a casi toda la tribu para su «astuto plan».

—¿Estás seguro de que es por aquí? —protestó Fangrak de nuevo, no sin gruñirle antes a un orco que había chocado con él.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? —se quejó Skartooth—. Esto son túneles de gobbo y yo los conozco como la palma de mi mano.

El caudillo goblin adoptó un aire despectivo y le enseñó su raquítica zarpa a Fangrak para darle más énfasis a sus palabras. Una mirada de sorpresa cruzó brevemente su cara de comadreja al ver algo allí como si fuera la primera vez, antes de continuar:

—Tanto aparearte con snotlings debe haberte dejado atontado —dijo Skartooth con una sonrisita maliciosa.

—Sí, sí, aparearte —repitió Ungul con tono monótono.

Skartooth empezó a reírse de modo incontrolable en la cesta mientras le caía baba de la boca diminuta y perversa. La hilaridad se detuvo de golpe cuando casi se cae, por lo que golpeó a Ungul brutalmente en la nuca. El trol se volvió para gruñirle, pero al encontrarse con la mirada de Skartooth se calmó y se conformó.

—Déjame lo de pensar a mí —le advirtió Skartooth, concentrándose de nuevo en Fangrak.

Fangrak apretó los puños. Nadie le hablaba así. Cuando Skartooth volvió a mirar a otro lado para gritarles a los mensajeros goblins, apoyó una zarpa rolliza sobre la empuñadura de una ancha daga que llevaba a la cintura. Ungul le gruñó cuando lo hizo, observando al cacique con avidez. Fangrak lo dejó pasar, si no fuera por esa bestia… Estaba apartando la mirada cuando vio que un brillo fugaz emanaba de unos símbolos grabados en el collar de pinchos que Skartooth llevaba alrededor del cuello. Parecían glifos chamánicos…

* * *

Después de cruzar la sima, el grupo se había visto obligado a dar otro rodeo. Unos escombros bloqueaban la puerta principal que conducía al Gran Salón; la destrucción era tan enorme que incluso con el clan de mineros con el que contaban habrían tardado varios días en cruzar. Otra galería los había traído a este punto, el Amplio Camino Occidental. El nombre del túnel era acertado. Era tal su tamaño que el grupo podría haber marchado en grupos de cincuenta enanos de largo. No lo hicieron. El estado ruinoso del largo túnel lo impedía con sus pilares rotos y suelos hundidos. En su lugar, avanzaron en una columna de no más de cuatro escudos de ancho y alineados, siempre atentos a las masas de sombras que se extendían desde las paredes.

Uthor estaba al mando de la avanzada, naturalmente, aunque incluso él se vio obligado a conceder la cabeza de la columna: ésa correspondió a los Barbahollín. Aunque era extenso, el Amplio Camino Occidental estaba lleno de escollos y cubierto de rocas en algunos lugares. Sería fácil resbalar en la oscuridad y desaparecer para siempre. Los mineros se estaban asegurando de que el corredor estuviera despejado y fuera seguro. Ya habían perdido a demasiados innecesariamente a manos de la creciente oscuridad.

Thalgrim se encontraba entre ellos supervisando la labor. Era un trabajo meticuloso. Uthor había ordenado que el grupo permaneciera unido y en formación por si acaso había algo merodeando en los recovecos en sombras del túnel. Eso supuso excavar los desprendimientos de rocas desperdigados que les obstaculizaban el paso a los enanos, y rápido. Se detuvo un momento con su piqueta de minero sobre el hombro y se levantó un poco el casco en forma de tazón para limpiarse el sudor.

—Bendita sea Valaya, que sus copas siempre estén relucientes, ¿qué es ese olor? —preguntó Rorek, arrugando la nariz.

Volvió la mirada hacia Uthor, pero el señor del clan parecía perdido en otro de sus momentos sombríos.

El ingeniero también formaba parte de la avanzada, su experiencia resultaba inestimable mientras avanzaban por el Amplio Camino Occidental.

—Nada —contestó Thalgrim mientras se volvía a colocar el casco sobre la cabeza.

El olor acre aún flotaba en el aire y Rorek tuvo arcadas.

—Una bolsa de gas, tal vez… Nada de lo que preocuparse —le aseguró el buscavetas.

Rorek articuló la palabra «gas» para que Uthor pudiera leerle los labios y éste miró al buscavetas con recelo y cierta inquietud.

—¿No deberíamos asegurarnos? —sugirió.

—No, no. Probablemente sólo sea que hemos movido unas esporas.

Puede que huelan mal, pero desde luego son inocuas, hermano.

Thalgrim estaba a punto de ponerse a hacer algo, evitando así más preguntas, cuando vio que el corredor se estrechaba más adelante. Las dos paredes situadas a ambos lados se arqueaban hacia dentro. Al carecer de braseros colgados del techo, como el resto del corredor, también estaba terriblemente oscuro.

—Dad el alto —bramó mientras los Barbahollín comenzaban a reunirse en el repentino cuello de botella.

* * *

—¿Crees que esta ruta nos llevará por fin al Gran Salón? —preguntó Hakem.

Dunrik se encogió de hombros, parecía distraído aunque intentaba no perder de vista a su primo, que caminaba justo delante de él.

El noble del Pico Eterno no había ofrecido mucha conversación a pesar de la hora que llevaban recorriendo el Amplio Camino Occidental, que según Ralkan los conduciría a su destino.

El custodio del saber viajaba con ellos, en el centro de la columna, para no entorpecer las excavaciones de los mineros. Lo último que los enanos necesitaban era que su guía acabara aplastado bajo una roca o terminara en la planta baja, a pesar de su ofuscamiento esporádico.

—Yo tengo mis dudas —susurró el enano de Barak Varr con tono de complicidad, procurando no levantar la voz para que Ralkan no pudiera oírlo.

Dunrik seguía sin responder.

La columna estaba aminorando el paso. La armadura de los rompehierros, que se encontraban unas cuantas filas por delante, repiqueteó cuando empezaron a amontonarse. Thundin levantó la mano, dando la señal para que el grupo se detuviera.

El mensaje recorrió la línea. Una mano se alzó cada diez filas aproximadamente, hasta llegar a Azgar y sus matadores, que protegían la retaguardia. Halgar se había unido a ellos. El barbalarga prefería su compañía silenciosa y fatalista a la del resto de sus hermanos.

Hakem trató de mirar hacia delante para descubrir a qué se debía, pero lo único que logró ver fue un pequeño y agitado mar de cabezas de enanos.

—Quizás nos hayamos vuelto a equivocar de camino —sugirió el señor del clan mercante.

Al parecer, Dunrik no tenía opinión al respecto.

Hakem era un enano sociable por naturaleza. Le gustaba hablar, alardear y entretener a la gente con relatos, y no tenía tendencia a darle vueltas a las cosas como algunos de sus hermanos. Como comerciante, su sustento y la prosperidad de su clan dependían de las alianzas que pudiera forjar; sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos Dunrik seguía sin decir palabra.

Tampoco era el único. Desde la tragedia en el puente, Drimbold se había convertido en un paria. Viajaba en la columna, igual que el resto, pero mantenía la mirada baja y la boca cerrada. Al menos eso significaba que Hakem no necesitaba vigilar constantemente su monedero y sus pertenencias. Era una pequeña recompensa por la profunda pena que sentía en el corazón.

El señor del clan mercante volvió a centrar su atención en Dunrik. Era evidente que él también sufría sus propias tribulaciones.

—Te oí gritar cuando acampamos anoche —dijo Hakem con tono repentinamente serio—. Tus cicatrices llegan más allá de la piel, ¿verdad? Las he visto antes…

Dunrik no picó.

Hakem insistió de todas formas:

—… a causa de los látigos con púas de un señor de esclavos grobi.

Dunrik se volvió repentinamente hacia él con expresión feroz.

Borri lo había oído y se estaba dando la vuelta, a punto de intervenir, cuando la furibunda mirada de Dunrik lo detuvo.

—No quise ofender —aseguró Hakem con calma, fijándose en que Borri había seguido adelante, aunque un tanto incómodo.

Gromrund, que caminaba al otro lado de Dunrik, se removió dentro de su armadura.

—Los grobis capturaron a mi tatarabuelo durante un corto periodo de tiempo, lo atraparon mientras llevaba una caravana a uno de los antiguos asentamientos elgis antes de la Guerra de Venganza —continuó Hakem—. Los pieles verdes les tendieron una emboscada y mataron a muchos de nuestros guerreros. Transformaron los carromatos en jaulas para los nuestros y los llevaban a su guarida, incluido a mi tatarabuelo, cuando un grupo de montaraces los encontró.

»Mis parientes llevaban tres días en el camino antes de que los rescataran y en ese tiempo los grobis les habían infligido mucho dolor y sufrimiento.

Gromrund, que había oído toda la narración, observó a Hakem con nuevo respeto pero guardó silencio.

—Tenía la cara y el cuerpo lleno de cicatrices iguales a las tuyas —le explicó Hakem a Dunrik—, me las enseñó justo antes de dirigirse a los Salones de los Antepasados.

La ira de Dunrik se consumió y una expresión de resignación cruzó su rostro.

—Estuve prisionero en la Roca de Hierro —dijo con voz baja y llena de amargura—, me capturaron mientras patrullaba el Varag Kadrin.

Dunrik respiró hondo, como si rememorase un recuerdo sombrío.

—De los veintitrés a los que llevaron allí encadenados, yo fui el único que escapó de la fortaleza urk con vida.

Dunrik se mantuvo en silencio el transcurso de un latido, mientras volvía a visitar la apestosa mazmorra, oía de nuevo los gritos atormentados de sus hermanos y sentía otra vez las feroces palizas de sus vengativos captores.

—No salí ileso —añadió, refiriéndose no sólo a sus duraderas heridas físicas.

El rostro del noble del Pico Eterno estaba cubierto con las «atenciones» de los pieles verdes. Una larga línea irregular le iba de la frente a la barbilla y parte de la barba de Dunrik había quedado dispareja a su paso. Tenía el lado derecho de la cara cubierto de verdugones, quemaduras dejadas por el hierro de marcar, y le faltaban tres dientes.

Gromrund, que había permanecido en respetuoso silencio durante todo el intercambio de palabras, no pudo evitar emocionarse al oír tal relato y aferró el hombro del otro enano. Al hacerlo, vio el lugar en el que a Dunrik casi le habían arrancado la oreja izquierda de un mordisco: una herida que su yelmo mantenía oculta en su mayor parte.

—Dreng tromm —masculló el martillador.

—Dreng tromm —repitió Hakem.

Dunrik guardó silencio.

Hakem, que se dio cuenta de pronto de que habían caído en fúnebres lamentos y le pesaba un poco su interrogatorio, trató de alegrar el ambiente.

—Dime, ¿has visto alguna vez un martillo más magnífico que éste? —le preguntó a Dunrik mientras se le iluminaban los ojos.

—Es una buena arma —comentó Dunrik.

—Así es, provoca esa reacción a menudo —contestó Hakem, un tanto conturbado mientras se fijaba en la sonrisita que apareció en el rostro de Gromrund, apenas visible bajo su enorme yelmo de guerra.

—Es el martillo Honakinn —explicó, consciente del repentino interés de Gromrund—, y lo llevo con orgullo como antiguo símbolo de mi clan. Como heredero de la fortuna de mi padre, el señor mercante de Barak Varr, me corresponde el gran honor de llevarlo a la batalla. No te quepa la menor duda de que es una empresa muy seria —aseguró Hakem, señalando la gruesa correa de cuero que le ataba el arma a la muñeca—. Esta cuerda no se ha cortado nunca, pues si alguna vez ocurriera y el martillo se perdiefra, la prosperidad de mi clan y mi linaje se perderían con él.

—Una noble empresa —dijo Dunrik con aire de gravedad.

—Así es —masculló Gromrund a regañadientes.

—Desde luego, la caída de los Honaks empañaría el lustre de la fortaleza —prosiguió Hakem—. Dime, enano del Pico Eterno, ¿has contemplado alguna vez la maravillosa Puerta del Mar?

Gromrund rezongó.

—Lo hayas hecho o no, están a punto de obsequiarte con una descripción de su esplendor —esperó—. No puedo soportarlo —añadió con brusquedad y se alejó rápidamente, abriéndose paso a empujones por la columna para averiguar qué estaba causando el retraso.

* * *

—Empujad con la espalda —los reprendió Thalgrim, que permanecía de pie sobre una losa plana para ver trabajar a sus mineros en la puerta que les obstaculizaba el paso.

La barrera de piedra se encontraba justo al final de la sección en forma de cuello de botella del túnel y Thalgrim suponía que el Gran Salón estaba al otro lado, y que ésa era una entrada secundaria. El buscavetas comprendía ahora que el Ancho Camino Occidental se estrechaba deliberadamente para que fuera más fácil de defender. Una estrategia sensata y que aprobaba, sólo que ahora era un gran inconveniente.

La mayor parte de los enanos estaban agrupados en el estrecho paso, con los hombros tocándose y una pared a cada flanco. La puerta de piedra que estaban empujando los Barbahollín no era especialmente alta ni ancha, aunque se veía claramente que era gruesa y pesada. Rorek, con Uthor a su lado, ya había abierto una serie de cerrojos de piedra manipulando con cuidado el ingenioso mecanismo de cierre de la puerta. Gran parte de su resistencia se debía al hecho de que no la habían abierto en muchos años, pero al final la puerta cedió a los esfuerzos de los mineros y se abrió con un fuerte chirrido.

—Por fin —musitó Uthor, al que la proximidad de sus hermanos y la envolvente oscuridad desconcertaban—. Este túnel es el lugar perfecto para una emboscada.

* * *

Thundin divisó un extraño objeto parecido a un globo volando por lo alto y luego oyó la advertencia ahogada de sus hermanos antes de ver la nube de gas amarillento. Bordak, uno de sus compañeros rompehierros, retrocedió aferrándose la garganta mientras una espuma sanguinolenta le bajaba burbujeando por la barba.

Estaban apretujados en el cuello de botella del Ancho Camino Occidental, muchos de los otros enanos del grupo ya habían cruzado la puerta de piedra y se encontraban en el Gran Salón, situado al otro lado.

Thundin y sus rompehierros estaban atrapados con el resto.

—¡Gas! —gritó el barbalarga.

Sintió el sabor acre de los vapores nocivos en la lengua antes de cerrar la boca. Vio que tres globos más manchados de mugre salían volando de la oscuridad dirigiéndose hacia las apretadas filas de los enanos. No pudo hacer nada mientras se rompían sobre los escudos, levantados, y los desprevenidos yelmos desparramando su asqueroso contenido sobre el grupo.

Los enanos se replegaron instintivamente y aquellos que permanecían a este lado de la puerta se vieron empujados de nuevo hacia el cuello de botella.

Thundin logró entrever el Gran Salón a través del pequeño portal y los cuerpos apretujados. Sólo pudo hacer conjeturas sobre su inmensidad mientras los otros, aparentemente tan lejos y ajenos al ataque, se agrupaban dentro.

—Regresad al Amplio Camino Occidental —bramó, arriesgándose a aspirar otra bocanada de gas.

La voz se le enronqueció mientras el virulento veneno le atacaba la garganta y las tripas. La cabeza le daba vueltas y sintió que los agolpados guerreros, a su espalda, salían del cuello de botella. Vio vagamente la abertura cuando dos nichos ocultos se abrieron a ambos lados de él. Hombres rata con extrañas capuchas de arpillera, un bozal con agujeros y gafas sucias salieron en avalancha blandiendo cuchillos.

Uno se abalanzó contra él con sanguinario desenfreno y riéndose con malévolo regocijo mientras alrededor de Thundin sus rompehierros morían: su armadura no les servía de defensa contra el veneno.

Mientras se ahogaba en su propia sangre, Thundin apartó la estocada de la daga de un skaven con el escudo y le cortó la cabeza con el hacha. Un estallido resonó dentro de su yelmo a la vez que veía un fogonazo en la oscuridad y notaba el olor de algo quemándose. Otro rompehierros cayó con una herida humeante en el peto.

Thundin estaba viniéndose abajo. No podía respirar, notaba el sabor de la sangre en la boca y sentía que le goteaba de la nariz y las orejas. Se aferró la garganta dejando caer el escudo para intentar agarrarse el gorjal. Una enorme llamarada verde e incandescente surgió de un hueco situado más arriba, en el cuello de botella y a su izquierda. Thundin no pudo ver nada durante un momento. En medio de su desorientación le pareció oír gritos, venían como desde el fondo de un pozo profundo y negro. A través de la mucosidad y la sangre que le llenaban las fosas nasales, captó el hedor a carne quemada. El rompehierros quiso vomitar pero no pudo. Se desplomó de rodillas, le pesaba la armadura y se quitó el yelmo. Mientras contemplaba con ojos nublados la carnicería de enanos que lo rodeaba, algo grande se irguió ante él. Los dedos débiles de Thundin dejaron que el hacha se le escapara de las manos.

—Valaya —dijo con voz ronca con su último aliento, mientras la bestia lo aplastaba.

* * *

Dunrik rodó y la torpe bestia arañó el suelo con las garras tras el enano mientras él intentaba llegar desesperadamente hasta Thundin, que yacía en medio de un miasma de niebla sulfúrea que se expandía con rapidez. Atrapados en el cuello de botella, el combate era encarnizado. A su alrededor sus hermanos luchaban con martillos y hachas contra una marea aparentemente interminable de skavens. La criatura que tenía ante él había llegado con los roedores, había salido pesadamente de las sombras como si fuera una especie de cruel experimento. Era enorme y de músculos grotescos, una espantosa fusión de ogro y skaven. Tenía el cuerpo envuelto en gruesos vendajes empapados de pus y plagado de llagas y músculos demasiado hinchados. Unas garras como dagas se extendían de unos dedos con una costra de suciedad y sangre de enano. La bestia, que estaba ciega, rastreaba al enano sólo por el olor y con mortífera eficiencia. El ogro olfateó buscando a su presa y se abalanzó de nuevo contra el enano del Pico Eterno; el violento movimiento de sus brazos hizo que un skaven con capucha saliera volando hacia atrás entre gritos.

Dunrik esquivó el golpe del brazo del ogro, cuyas garras abrieron cuatro surcos profundos en la pared del cuello de botella. El enano se acercó rápidamente bajo la guardia de la criatura y le golpeó la mandíbula con el pincho del hacha con tanta fuerza que la perforó y salió por el cráneo del ogro. Dunrik liberó el hacha con un rugido de desafío, mientras de la herida abierta salía un chorro de sangre y masa encefálica. La bestia siguió avanzando incluso mientras agonizaba. Estaba a punto de arremeter contra Dunrik con las últimas fuerzas que le quedaban cuando Hakem, que también estaba atrapado, le destrozó la muñeca con un golpe del martillo Honakinn. Las runas del arma emitían un débil brillo mientras el señor del clan mercante peleaba, un segundo golpe abolló lo que quedaba del cráneo del ogro.

Dunrik le dedicó un apresurado gesto de gratitud con la cabeza y luego señaló la puerta del Gran Salón. Casi la mitad del grupo ya la había atravesado, pero el gas venenoso estaba causando estragos en la cola mientras luchaban por volverse y enfrentarse a los skaven que se concentraban a su espalda.

Hakem asintió con la cabeza, indicando que lo había entendido y los dos enanos corrieron hacia la puerta de piedra cubriendo la corta distancia rápidamente. Contuvieron la respiración mientras se zambullían en la nube de gas venenoso. Unos cuantos enanos del clan Manofuego luchaban furiosamente contra una horda de skavens encapuchados en el umbral. Borri, que se había visto empujado por el agolpamiento del combate, se encontraba justo al otro lado del arco de la puerta, dentro del Gran Salón.

Se encontró con los ojos de Dunrik mientras golpeaba a uno de los hombres rata con el hacha. Borri le dirigió una mirada suplicante cuando se dio cuenta de lo que Dunrik estaba a punto de hacer.

Mientras lo invadía la angustia, Dunrik tiró de la puerta de piedra con Hakem a su lado y unos cuantos enanos de Manofuego mientras el resto de los guerreros del clan formaban un muro de escudos preparado a toda prisa para protegerlos. La puerta cedió rápidamente esta vez y se cerró con un chirrido y un estruendo sordo. Los gruesos cerrojos se deslizaron en huecos ocultos. Dunrik bajó la mirada hacia el mecanismo de cierre y lo destrozó. No habría forma de abrirlo.

* * *

—Magnífico…

Uthor contempló maravillado el Gran Salón de Karak Varn. Como líder del grupo, él fue el primero en cruzar, siendo vagamente consciente de que los otros se amontonaban tras él.

El Gran Salón, que era con mucho la cámara más grande en la que habían estado hasta el momento, se apoyaba en un auténtico bosque de columnas colocadas simétricamente y que se extendían a lo largo de toda su extensión. En un extremo de la imponente estancia había una inmensa chimenea trabajado para que se pareciera al dios antepasado, Grungni, cuya amplia boca abierta alimentaba las llamas que debían haber ardido allí. Las paredes estaban bordeadas de estatuas intercaladas con braseros chatos de bronce que representaban a los ingenieros que los habían creado, inmortalizando a los enanos por toda la eternidad, con sus manos extendidas sosteniendo ahuecadas los carbones dormidos de su interior. Las sombras se adherían a las paredes y formaban densas manchas oscuras alrededor de cada columna. El Gran Salón era un lugar sombrío, a pesar de la luz del fuego. Había mesas de piedra de un extremo a otro. La del rey estaba situada sobre una tarima rectangular con una ancha escalera que llevaba hasta ella y desde la que se dominaba el resto.

—Aquí comienza —murmuró Uthor entre dientes, felicitándose para sus adentros—. Aquí lo recuperaremos todo.

—¡Dunrik!

Uthor oyó el grito de Borri desde la parte delantera del grupo antes del atronador y retumbante sonido de la puerta de piedra del Gran Salón cerrándose de golpe, y se vio privado de su breve momento de vanagloria.

La entrada situada a su espalda estaba infestada de skavens, que habían quedado aislados del resto de la horda, y llena de zarcillos de gas que se iban evaporando a su alrededor. Había varios enanos tirados por el suelo del Gran Salón escupiendo sangre y mocos.

—¡Media vuelta! —bramó—. ¡Media vuelta, nos están atacando!

* * *

Azgar estranguló al guerrero skaven con una mano, justo en lo más reñido del combate al borde del cuello de botella y en la sección más ancha del Amplio Camino Occidental, mientras intentaba abrir paso a los suyos. Al hombre rata se le reventaron los ojos debido a la enorme presión que ejercía el musculoso del matador y la parte interna de las gafas se le cubrió de una pegajosa mancha carmesí. Azgar se deshizo de la criatura como si fuera un trapo y liberó la mano para destripar a otro skaven que se acercaba corriendo con un brutal golpe ascendente de su hacha.

El combate estaba cerca; tan cerca que podía oler el sudor de sus hermanos a su alrededor, notar el sabor de la sangre en el aire y oír los cantos fúnebres. El sonido de la matanza se convirtió en un macabro coro que acompañaba al plañidero canto mientras los hombres rata se veían empujados hacia las agitadas armas de la Hermandad Sombría, atrapados en el cuello de botella.

Los skavens se abalanzaron sobre ellos a montones procedentes del Amplio Camino Occidental.

Azgar soltó una maldición cuando una multitud de feroces ratas se llevó a rastras a uno de sus hermanos tatuados. «Ése no era un final adecuado, para un matador», pensó con amargura, esperando que su propia muerte fuera más gloriosa.

Un grito apagado y un chorro de líquido caliente que salpicó un lado de la cara de Azgar atrajo su atención: el olor a cobre le llenó las fosas nasales y el matador comprendió que se trataba de sangre. Se volvió y levantó la mirada mientras un gigantesco ogro se erguía ante él. La bestia hizo a un lado dos trozos húmedos de carne con armadura que antes eran un guerrero enano.

El monstruo tenía unas chapas de metal, atrasadas por el óxido, fundidas al cuerpo como si fueran escamas y llevaba un yelmo parecido a un cono con una rejilla perforada a la altura del hocico —«aunque con bisagras para que no pudiera morder»— y dos agujeros para los malévolos ojos rojos. El ogro blandía una cadena con una bola salpicada de sangre que le habían atornillado a la muñeca; en la otra tenía injertada una lanza serrada en lugar de una mano.

A Azgar le ardía la piel. Se fijó que en los tatuajes de Grimnir resplandecían intensamente sobre su cuerpo y luego en la brillante roca negraverdosa en el torso del ogro.

La bestia soltó un rugido de desafío mientras la baba le caía por debajo del yelmo y saltó hacia delante balanceando la cadena con la bola.

Azgar sonrió aferrando su hacha mientras fijaba al enorme mutante en su punto de mira.

—Vamos —dijo—. Ven aquí.

* * *

—Abrid la puerta —exigió Uthor—. No voy a dejar que los masacren.

La mitad del grupo que se encontraba en el interior del Gran Salón de Karak Varn había acabado con los pocos skavens que habían logrado pasar.

El grupo aguardaba en medio de un meditabundo silencio, detrás del señor de clan de Karak Kadrin, escuchando los sonidos sordos de la batalla, amortiguados por la gruesa piedra.

—El mecanismo de cierre está destrozado, no puedo abrirlo —explicó Rorek, uno de los que había conseguido pasar, agachado junto a la entrada mientras se volvía a guardar las herramientas en el cinto.

—¿No podemos echarla abajo? —preguntó Uthor con desesperación, desviando su atención hacia el buscavetas, Thalgrim.

Todos los mineros Barbahollín habían llegado al Gran Salón.

—Con varios días… —respondió Thalgrim, frotándose el mentón—. Tal vez.

—Tenemos que pasar —rogó Borri con un tono un tanto agudo e histérico—. Mi primo está al otro lado. Vi a las hordas de roedores a través de la nube de gas… no tenían ninguna posibilidad de vencer a un grupo tan numeroso. Debemos llegar hasta ellos.

—¡No podemos! —soltó Uthor, más furioso consigo mismo que con el barbilampiño.

Su expresión se suavizó de pronto al ver el dolor en el rostro de Borri.

—Lo siento, muchacho —añadió, colocando la mano sobre el hombro del joven enano y mirándolo a los ojos—. Sus nombres serán recordados.

No se suponía que debía ser así: desesperados, divididos… derrotados. El señor del clan sintió que se le hundían los hombros a medida que la carga de su juramento se hacía sentir. ¿Se había equivocado? ¿Tenía razón Gromrund? ¿Los había conducido a una misión insensata? Consciente de que todas las miradas estaban puestas en él, Uthor encontró fuerzas en su interior y se enderezó para dirigirse al grupo.

—Asegurad el Gran Salón, montad barricadas y apostad guardias en cada salida —ordenó a los líderes de los clanes—. Sólo somos cien enanos. Que vengan a miles. Ellos no son más que un rancio oleaje que rompe contra nuestras rocas; cada uno de nosotros es un eslabón en una cota de malla. Permaneced juntos, seguid siendo fuertes y sus armas se desafilarán y se romperán contra nosotros.

Unas risotadas agudas y estridentes llenaron la enorme estancia.

Uthor ya había oído antes ese sonido.

Como si fueran fuegos compactos en miniatura, cientos de ojos destellaron en la oscuridad que rodeaba la sala. No, cientos no… miles.

Uthor se quedó mirando boquiabierto la magnitud de la horda de skavens que los cercaba con las armas oxidadas preparadas en un inmenso mar de asqueroso y apestoso pelaje. Sí que se había equivocado, esto era una insensatez.

—Que Valaya nos proteja —musitó.

* * *

La roca se astilló cuando la cadena con la bola se estrelló contra el suelo. Azgar saltó hacia atrás para evitar su mortífera trayectoria y luego se agachó rápidamente cuando el ogro intentó golpearlo. La lanza hizo saltar chispas al raspar la pared. La bestia lo atacó de nuevo con la bola con pinchos.

Azgar partió la cadena en dos con un golpe de su hacha y, eludiendo la feroz arremetida, invirtió la dirección del corte para cortar el brazo del ogro a la altura del hombro, a pesar de la armadura. La criatura soltó un aullido de dolor, que sonó amortiguado y metálico a través del yelmo en forma de cono, y se abalanzó contra Azgar con la lanza mientras la sangre le manaba a chorros del muñón destrozado. El matador esquivó el golpe, que se incrustó en la pared lateral. El monstruo tiró del arma clavada en la piedra pero no pudo liberarla.

Azgar observó al ogro con expresión sombría mientras éste forcejeaba… y le cortó el otro brazo. La bestia cayó de espaldas. El matador fue a acabar con él pero el ogro arremetió con la cola, derribando a Azgar. El matador chocó contra el suelo y apenas tuvo tiempo de orientarse cuando una masa marrón-óxido se le echó encima. Azgar reaccionó por instinto, aferrando las fauces de la bestia, una con cada mano, librándose por los pelos de que le arrancara la cara de un mordisco.

Tembló por el esfuerzo, haciendo uso de todas sus fuerzas mientras luchaba por mantener alejado al ogro. La saliva le goteó la cara y el cuello a la vez que el aliento a carne podrida del ogro lo envolvía. Buscando en lo más hondo de sí, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y rugió mientras tiraba hacia atrás de las fauces de la criatura, retorciendo el metal y rompiendo el hueso. Un aullido de dolor escapó de la boca rota del ogro. Azgar salió arrastrándose de debajo de la criatura, mientras la bestia se sacudía de dolor; recogió la cadena que tenía atada a la muñeca y cogió su hacha.

—Cómete esto —dijo y le enterró la hoja en el diminuto cráneo.

* * *

La mayor parte de los Manofuego había muerto, ya fuera asfixiados o atravesados por las lanzas de los roedores, aunque el gas ya se había disipado prácticamente. Dunrik se arriesgó a inspirar mientras inspeccionaba brevemente la carnicería.

El ataque de los skavens había dividido en dos a los enanos que seguían en el cuello de botella. Todos los rompehierros estaban muertos. De la avanzadilla situada en el lado de la puerta de Dunrik sólo quedaban él, Hakem y un puñado de guerreros de los clanes. Si lograban reunirse con las otras fuerzas, más abajo, en el Amplio Camino Occidental, quizás pudieran escapar abriéndose paso a la fuerza.

Dunrik, que tenía el ojo izquierdo inyectado de sangre por culpa del gas skaven, dio un involuntario paso atrás cuando dos ogros aparecieron el corredor. Demolieron el débil muro de escudos con facilidad y una de las bestias le arrancó la cabeza a un enano de un mordisco mientras huía. Toda idea de escapar desapareció de la mente de Dunrik. Sintió la puerta de piedra a su espalda, la proximidad de las paredes a cada lado, la tensión de Hakem mientras levantaba el escudo. No habría escapatoria.

* * *

Halgar respiró con los dientes apretados aprovechando al máximo una breve tregua en la furiosa refriega que se desarrollaba a su alrededor. Había visto cómo sellaban la puerta de piedra, atrapándolos con sus enemigos, y se alegró. Al menos caería luchando. Al barbalarga le ardían los brazos y los hombros, el peso del hacha era como un árbol caído en sus manos nudosas. La sangre —tanto de roedor como de dawi— le salpicaba la ropa, la armadura y la piel. La visión se le volvía borrosa por momentos al ritmo de un persistente martilleo que sentía en el cráneo; Halgar se lo atribuía a un golpe en el yelmo que le había asestado un guerrero skaver. Más tarde tendría que quitar la abolladura.

El barbalarga recorrió despacio la carnicería, dejando atrás a sus hermanos en combate, mientras intentaba llegar hasta Drimbold. Puesto que había estado cerca de la parte posterior del grupo, el enano gris nunca habría llegado al Gran Salón, aunque lo hubiera intentado. En cambio, había luchado. Drimbold se convertía a veces en una forma borrosa cuando la visión de Halgar empeoraba, pero sabía que se trataba de él: podía olerlo. Ralkan estaba detrás del enano gris, aferrando un martillo como si su vida dependiera de ello. Así era.

Un skaven encapuchado se abalanzó contra el barbalarga saliendo de la penumbra. Halgar esquivó el ataque derribándolo con un golpe en los tobillos con el mango del hacha y luego hundió la hoja en la espalda del hombre rata para rematarlo. Empujó con el hombro a un segundo roedor en la tripa usando su armadura como si fuera un ariete y se vio recompensado con un crujido de huesos. Un codazo le abrió el cráneo al skaven y su sangre y su masa encefálica se derramaron. Derribó a un tercero con una fuerte patada en las espinillas y luego lo decapitó con el borde del escudo para llegar al lado de Drimbold.

—¡Mantente firme! —bramó a la vez que asestaba un feroz golpe en diagonal contra un skaven que se acercaba corriendo.

Los acosaron más hombres rata, la horda parecía interminable. Incluso Azgar y sus matadores se estaban viendo empujados lentamente hacia ellos.

—Lucha hasta que no te quede aliento…

Una enorme bola de incandescentes llamas verdes se encendió en el corredor, quemando las sombras de las paredes e iluminando el conflicto como si fuera una truculenta animación. Los enanos cayeron gritando ante la terrible conflagración: tela, metal y pelo se fundieron bajo ella.

—¡Allí! —gritó Drimbold mientras desviaba una daga oxidada con su hacha.

Señaló hacia dos skavens con capuchas que arrastraban algún tipo de arma infernal entre los dos. Uno llevaba un cañón provisto de tubos retorcidos y una cadena fijada a la gruesa boquilla de cobre. El otro cargaba un gran barril de madera con chapas atornilladas con el que alimentaba al cañón y mantenía la espalda doblada debido al peso del líquido que había guardado dentro.

Un pequeño grupo de enanos del clan Rompepiedras cargó hacia el mortífero artefacto aullando gritos de guerra.

El artillero skaven chilló con regocijo mientras tiraba de la cadena, abriendo la boquilla. Los Rompepiedras acabaron inmolados en un abrasador infierno, sus restos carbonizados siguieron humeando mucho después de que las llamas se hubieran apagado.

Halgar parpadeó para borrar la imagen de la abrasadora destrucción que había ocasionado el cañón skaven.

—Debemos destruirlo —gruñó mientras la boquilla giraba hacia ellos.

El barbalarga lanzó un hacha hacia el arma pero falló, la hoja golpeó la pared con un ruido sordo y sin causar daño antes de repiquetear contra el suelo. Halgar se quedó mirando las fauces abiertas del cañón, un círculo borroso de infinita negrura, y cerró los ojos.

El calor abrasador y la llamarada no llegaron. Los gritos de los skavens llenaron sus oídos y al abrir los ojos Halgar vio que el portacombustible de la espalda combada le daba golpes al barril que llevaba. El recipiente tenía un hacha de mano clavada a un lado y una volátil mezcla química se derramaba profusamente. Trozos del pelaje del hombre rata ardieron y echaron humo donde el líquido los tocó. El hedor a carne de skaven quemada llenó el aire.

El artillero parecía ajeno a las protestas de su compañero y tiraba de la cuerda de disparo con desenfreno.

Halgar, Drimbold y todos los enanos que se encontraban cerca del cañón salieron despedidos hacia atrás cuando una explosión sacudió el túnel, dejando una marca ennegrecida en el suelo repleto de cadáveres de skaven.

* * *

Una repentina y potente onda derribó a Dunrik. Se puso en pie aturdido y ayudó a levantarse a Hakem y a los pocos Manofuego que aún seguían vivos.

Había partes de cuerpos desparramadas por el túnel en trozos humeantes y quemados por el fuego. Los ogros habían muerto, envueltos en la aterradora explosión. Además, el camino hacia Halgar y los otros estaba despejado. Tendrían que recorrer la corta distancia por el túnel rápidamente. Los skavens ya se estaban recuperando y reagrupando para volver a atacar.

* * *

—¡Agrupaos! —gritó Uthor en el Gran Salón mientras su grupo formaba en disciplinadas filas a su alrededor, creando un cuadrado con los escudos.

Las masas de skavens salieron de las sombras abandonando sus escondites y formando un fétido enjambre. Se abalanzaron sobre los enanos y varios guerreros cayeron.

Uthor esquivó una lluvia de proyectiles antes de derribar a un escuálido hombre rata con su hacha rúnica. Muchos más se lanzaron en avalancha sobre ellos, casi arrojándose de modo suicida contra las hachas y las cabezas de los martillos de los enanos. Uthor parpadeó para limpiarse un chorro de repugnante sangre de skaven que le salpicó la cara y el yelmo, y vio que esas diminutas raras no eran más que carne de cañón a la que los crueles látigos de sus señores arrojaban a la refriega. Los skavens intentaban cansarlos, agotarlos hasta que la extenuación se apoderara de ellos y luego darles muerte. La idea enfureció a Uthor, que redobló sus esfuerzos.

—No les deis cuartel —bramó mientras se volvía a derecha e izquierda para alentar a sus guerreros—. ¡No temáis, somos los hijos de Grungni!

Uthor le hizo una seña a Borri, que luchaba junto a sus hermanos con el vigor que proporciona la rabia. Otra lluvia de piedras afiladas y siniestros cuchillos llenó el aire. Uthor levantó el escudo para rechazar los proyectiles. Cuando volvió a mirar, ya no pudo ver a Borri.

* * *

Dunrik y Hakem permanecían hombro con hombro con Halgar y los otros en el cuello de botella. Azgar y lo que quedaba de la Hermandad Sombría retrocedieron para unirse a ellos tras haber abandonado sus intentos de abrirse paso entre las innumerables hordas de roedores; las fuerzas enanas atrapadas se reunieron por fin aunque se estaban viendo apretujadas en un círculo cada vez más pequeño.

Ralkan se encontraba en el centro del mismo, con varios cuerpos de enanos entre él y una muerte atroz a manos de los skavens. El custodio del saber había abandonado su martillo —que ahora blandía Drimbold— y palpaba con desesperación la pared de roca situada a espaldas de los enanos mientras mascullaba febrilmente.

Dunrik observó al custodio del saber con incredulidad y le hizo una seña a Halgar.

—Su mente ha cedido por fin a la desesperación y el terror —dijo el barbalarga, a la vez que derribaba a un skaven con el hacha antes de romperle la nariz a otro con el puño.

Por muchos que mataran los enanos, las filas de los roedores no menguaban ni sus energías mostraban indicios de disminuir.

—Sin salida —gruñó Azgar, cortando a un hombre rata por la mitad— y con una horda interminable que matar —añadió con bastante entusiasmo—. Es una buena muerte.

Halgar asintió con la cabeza mientras aporreaba a un roedor encapuchado con el mango del hacha.

—«Mi sitio está preparado —entonó el barbalarga, su voz se fue elevando por encima del estruendo de la batalla para que todos sus hermanos pudieran oírla—. La mesa de mis antepasados me aguarda. Sobre la roca están expuestas mis hazañas».

—«Oh, veo la hilera de los reyes» —continuó Dunrik, tomando parte en el sombrío canto fúnebre.

—«Oh, veo a Grungni y a Valaya» —añadió Hakem, repitiendo las palabras que le habían enseñado cuando no era más que un barbilampiño.

—«Tiembla, montaña» —el timbre inconfundible de Azgar le daba más peso al recitado.

—«Ruge, corazón» —dijo Drimbold, el último de todos. Por lo menos moriría con los suyos, con un martillo en la mano.

—«Por el hogar y el clan, por los juramentos y el honor, por la furia y la destrucción: ¡concededle fuego a mi voz y acero a mi brazo para que pueda ser recordado!» —La voz de Halgar predominaba mientras todo el grupo de enanos recitaba con regocijo a la vez.

Ralkan fue el único que no cantó. En cambio, sus dedos encontraron las ligeras variaciones en la pared de roca que había estado buscando. Mientras las manipulaba con cuidado, una fina línea subió rápidamente por toda la pared, cruzó el techo y volvió a bajar, levantando polvo a su paso. Una hilito de luz escapó a través de ella brillando débilmente: era una puerta secreta, creada en la antigüedad, y Ralkan la había encontrado.

* * *

Gromrund aplastó el cráneo de otro roedor con su gran martillo, pero se estaba cansando. Una patada en la entrepierna y un golpe en la cabeza mientras éste se doblaba en dos acabaron con otro roedor, pero las peludas abominaciones abarrotaban el Gran Salón. Él había sido uno de los últimos en cruzar, sin contar a aquellos desdichados que habían muerto envenenados por el gas o apuñalados por la espalda por las cobardes ratas.

El corazón del martillador rebosaba de amargura mientras luchaba. El plan de Uthor había fracasado, y había fracasado catastróficamente. No tenía ni idea de cómo los skavens les habían seguido el rastro hasta ese lugar en un feudo tan grande como Karak Varn. Su único consuelo era que al menos moriría con honor.

A través de la vista reducida de su yelmo de guerra, Gromrund vio que un violento golpe se dirigía hacia él. Utilizó el arma de manera defensiva y frenó el ataque con el mango de su gran martillo. Un enorme guerrero skaven se enfrentó a él vestido con grueso cuero curado con incrustaciones de pinchos. La criatura tenía un pelaje del color del carbón y blandía una alabarda de aspecto brutal con una hoja oscura y húmeda.

El hombre rata siguió presionando, raspando el arma contra el mango de madera del martillo de Gromrund mientras una segunda hoja se abalanzaba hacia él. Enzarzado con el primer guerrero skaven, el martillador no pudo defenderse. Hizo todo lo que pudo; se retorció repentinamente y la segunda hoja le rozó la armadura, arrancando eslabones de malla y desperdigándolos como monedas de plata. Gromrund se tambaleó, pero logró empujar hacia atrás al primer skaven. Vio una mancha gris borrosa por el rabillo del ojo y sintió un golpe enorme en la cabeza; el yelmo de guerra lo dejó sordo mientras resonaba con fuerza en sus oídos. Todo empezó a darle vueltas y Gromrund se desplomó sobre una rodilla, casi dejando caer el gran martillo. Notó un olor a sangre. Con ojos empañados vio al enorme skaven reírse con socarronería mientras levantaba su alabarda para asestar el golpe mortal.

—Lo siento, padre —susurró y levantó su martillo débilmente.

El skaven cayó con varias flechas de plumas negras clavadas en el cuerpo. El otro se volvió chillándole con malicia a alguna amenaza oculta.

Gromrund se puso en pie y descubrió que muchísimos hombres rata se habían dado media vuelta rápidamente hacia la fuente del ataque. Volvió a mirar el cadáver del skaven durante una momentánea tregua en la lucha mientras las reglas de combate al parecer volvían a establecerse: lo habían derribado fechas de grobis.

Unos salvajes gritos de guerra hendieron el aire y Gromrund contempló boquiabierto cómo hordas de pieles verdes salían en tropel de túneles ocultos y pasadizos secretos. Goblins vestidos de negro, con capuchas y arcos cortos, dispararon flechas contra las apretadas filas de los roedores y enormes y brutales orcos hicieron a un lado a una fina hilera de carnaza esclava aplastándolos bajo botas con tachuelas y cuchillos mientras los atiborrarse, machacar y mutilar.

En los lugares en los que los skavens corrieron al encuentro de la horda piel verde sus filas se vieron mermadas y se presentó una vía de escape. En medio del tumulto en el que enanos, skavens y pieles verdes luchaban, Gromrund atrajo la atención de Uthor. El señor del clan también había visto la ruta: conducía a una puerta de roble lo bastante sólida para contener a un ejército si la apuntalaban bien, pero no tan enorme que no se pudiera abrir y defender rápidamente.

—¡Hacia la puerta! —le oyó gritar Gromrund a Uthor, con la esperanza de que sus enemigos estuvieran demasiado distraídos para impedírselo.

—¡Vamos, ya! —Gromrund sumó su voz a la orden del señor del clan.

Manteniéndose juntos, los enanos se movieron lo más rápido que se atrevieron hacia la puerta de roble. El camino iba menguando cada vez más a medida que los roedores comenzaban a llenar las brechas, tratando de enfrentarse a ellos y a los pieles verdes a la vez.

El grupo adquirió velocidad, adoptó una formación de punta de lanza y hundió una gruesa cuña en las filas de los skavens, desperdigándolos mientras cargaban de cabeza a través del agolpamiento de cuerpos y la intermitente lluvia de flechas.

—Son los grobis del barranco —le dijo Gromrund a Uthor a gritos por encima del estruendo mientras los dos enanos corrían hombro con hombro.

»Reconozco al cacique urk —añadió, vislumbrando fragmentos del frenético combate.

—Lokki se enfrentó a él al borde del Agua Negra —apuntó Urhor, a la vez que mataba a un guerrero skaven que se interponía en su camino antes apartar a otro con el escudo.

—Nos siguieron hasta aquí —gruñó el martillador, destrozándole la columna a un hombre rata y aporreándole la cadera a otro con un feroz golpe lateral.

Todo lo demás tendría que esperar. La puerta se alzaba ante ellos.

El grupo se reunió en un semicírculo alrededor de la puerta, situada a sus espaldas. Aunque se enfrentaban a dos enemigos a la vez, los roedores se lanzaron contra ellos; pero la línea aguantó y repelieron a los skavens con escudos, martillos y hachas.

A medida que la batalla se volvía cada vez más encarnizada, los goblins y los orcos lograron abrirse paso hasta el cordón protector de los enanos. A ellos también los rechazaron con el mismo violento fervor.

* * *

Rorek trabajaba desesperadamente en la cerradura de la puerta mientras se limpiaba de la frente el sudor provocado por los nervios. Sus esfuerzos se vieron recompensados con un chasquido sordo y, con ayuda, abrió la puerta. El reducido grupo, apenas la mitad de los que habían logrado llegar al Gran Salón, cruzó rápidamente aunque manteniendo el orden. Una delgada hilera de portaescudos cubrió desesperadamente la retaguardia, permitiendo que la mayor parte de los enanos pasara sin problemas.

—¡Al suelo! —exclamó Rorek, y la retaguardia se tiró al suelo con los escudos levantados mientras una multitud de ballesteros disparaba una lluvia de proyectiles contra los skavens que hostigaban a sus hermanos.

Rorek sumó su descarga y una veintena de hombres rata cayeron. El breve respiro permitió que los portaescudos cruzaran corriendo la entrada y los guerreros apostados a cada lado de la misma cerraron la puerta de golpe.

Thalgrim y dos de los Barbahollín la arrancaron con una pesada barra antes de que comenzara el martilleo del otro lado, los skavens intentaban echarla abajo. Después, Thalgrim sacó varios clavos gruesos de metal de una bolsa que llevaba al cinto y los apretó contra la base de la puerta. Rorek hizo lo mismo y, convencidos de que el camino de regreso estaba asegurado, al menos por un tiempo, los enanos huyeron.

* * *

—¡Ayudadme a empujar! —dijo el custodio del saber, gruñendo mientras se lanzaba contra la pared.

Unos cuantos enanos se volvieron y, al ver el rectángulo de luz, sumaron su propio peso.

La puerta secreta se abrió. Ralkan entró corriendo y abrió mucho los ojos al ver la meseta de piedra bañada por el resplandor blanco que llegaba de lo alto. La luz del mundo exterior brillaba a través de un largo embudo natural en la montaña, transformándose en un aura borrosa al chocar con la piedra.

—El Asta de Diamante —musitó el custodio del saber, sobrecogido.

La meseta conducía a unos escalones descendentes y después a otra meseta. Desde allí, el hueco de una escalera enormemente larga se hundía en la oscuridad. A cada lado de la magnífica construcción de piedra se extendía una caída vertical, tan profunda y negra que podría no haber tenido fondo.

Tras dominar su asombro, Ralkan recorrió a toda velocidad la primera meseta y estaba bajando los escalones rumbo a la segunda y mucho más grande extensión de roca cuando los skavens cruzaron en avalancha la puerta secreta.

La mayor parte del grupo de enanos había seguido al custodio del saber mientras los matadores y unos cuantos guerreros de los clanes montaban una feroz retaguardia. La palpitante ola de roedores se estrelló contra la roca de los guerreros enanos y varias de las viles criaturas fueron arrojadas por el borde de la corta escalera y cayeron gritando al encuentro de su muerte en el vacío que aguardaba abajo. No obstante, a medida que el número de skavens aumentaba, los enanos se vieron obligados a retroceder y fueron arrollados lentamente. El combate llegó a un punto muerto en la segunda meseta: los hombres rata, a pesar de su superioridad numérica, no podían aplastar a los hijos de Grungni, y los enanos se negaban a ceder más terreno. Los cuerpos, tanto de skavens como de enanos, caían como si fueran una densa lluvia hacia el hambriento abismo que los rodeaba; la meseta de piedra, pese a su imponente tamaño, era insuficiente para contenerlos a todos. Los roedores abarrotaban la escalera, tan apiñados que los que se encontraban en el centro eran aplastados y se asfixiaban mientras que a los que estaban en los lados caían por el borde hacia el olvido.

La luz de las runas iluminaba el rostro de Hakem mientras asestaba golpes sin cesar con el martillo Honakinn, el arma que era su derecho de nacimiento y una imponente reliquia del arte de la antigüedad. Mientras lo balanceaba, el señor de clan entonaba el canto fúnebre de batalla de sus antepasados: la «Almenara eternamente encendida». Aporreaba a sus enemigos gloriosamente, marcando cada estrofa con un martillazo.

Una repentina oleada de skavens se lanzó hacia él y sus hermanos. Hakem utilizó su escudo para aplastar el hocico de un hombre rata y tiró a otro por el borde con una patada en el estómago. El enano aplastó a un tercero con el martillo y el cuello se le dobló hacia atrás con un audible chasquido. Hakem levantó su arma rúnica para acabar con un cuarto pero descubrió que no se podía mover. Los hombres rata siguieron avanzando como una marea renaciente. Dos guerreros enanos cayeron al encuentro de su muerte en medio de la carga. El señor del clan mercante se tambaleó mientras sus botas raspaban la piedra bajo sus pies y sintió la resistencia en el brazo del escudo mientras se lo apretaban contra el costado. En medio de la vorágine de pelaje, carne y acero un hombre rata enseñó sus mugrientos colmillos para morderlo. Hakem le dio un golpe y el hocico de la criatura cedió antes de que el skaven cayera entre la multitud. El enano liberó su martillo con un bramido.

—Sentid la ira del Martillo…

Un destello de acero empañado apareció en la penumbra.

Hakem sintió que un dolor abrasador le subía por el brazo y que una densa masa le palpitaba en la muñeca. Ya no podía notar el peso de su martillo rúnico. El temor, tan intenso y palpable que casi le provoca arcadas, se apoderó del enano. En ese breve momento de incertidumbre, pensó en la vergüenza que le causaría a su familia y a su clan si había soltado y perdido el martillo Honakinn.

Cuando Hakem vio el muñón ensangrentado que tenía en la muñeca, donde le habían cortado la mano, soltó un alarido.

* * *

Dunrik se abrió paso a empujones entre la muchedumbre de roedores asestando hachazos a su paso. El grito de angustia de Hakem aún le resonaba en los oídos mientras esquivaba un golpe dirigido al cuello y un guerrero skaven encapuchado mataba a uno de sus hermanos que se encontraba detrás del enano en lugar de a él. Con un gruñido, Dunrik hundió el pincho de su hacha en el mentón de la anonadada criatura. Apartó el cadáver de una patada y esbozó un ocho irregular con el arma, dividiendo un grupo de skavens que se habían abalanzado sobre él. Otro se lanzó sobre la refriega aullando como un loco, echando espuma por el hocico y con las dagas preparadas para atacar. Dunrik lo atrapó en pleno vuelo con el escudo, con las piernas bien afirmadas para recibir el repentino impacto, y, utilizando el impulso del skaven, tiró a la agresiva criatura de la meseta hacia la oscuridad que aguardaba. Llegó junto a Hakem e interceptó un golpe de alabarda dirigido a la cabeza del enano mercante. Dunrik atrapó el arma contra el suelo con su hacha y luego le dio un pisotón al mango, haciéndolo añicos. Un golpe ascendente con el borde del escudo le arrancó la mandíbula al skaven, que cayó desplomado.

Hakem se aferraba el muñón sangrante de la muñeca, con el escudo colgando sin fuerzas del brazo mediante las correas de cuero, mientras rebuscaba por el suelo en busca de su mano amputada y su martillo.

—¡Ponte en pie, idiota! —gruñó Dunrik, a la vez que rechazaba a otro skaven encapuchado.

Por suerte, parecía que se habían quedado sin globos envenenados.

—Tengo que recuperarlo —gimió el señor del clan mercante, andando a gatas y haciendo caso omiso de la mortífera batalla que lo rodeaba.

Hakem abrió mucho los ojos de pronto. Dunrik siguió su mirada y vio una mano de enano adornada con anillos enjoyados y que todavía aferraba un martillo rúnico.

Un temblor recorrió la meseta, se sintió incluso a pesar del estruendo de los pies. Después se oyó un ruido sordo y grave, como un trueno, y una algarabía de piedras partiéndose se tragó el estrépito de la batalla como si no fuera más que un susurro. Los gritos aterrorizados de los enanos y las ratas llenaron el aire mientras la corta escalera se desplomaba, sobrecargada por el peso de los cuerpos con armadura y por los esfuerzos del combate.

El imprevisto temblor sacudió la mano amputada de Hakem. La extremidad y el martillo cayeron por el borde y se hundieron en el vacío.

Los gritos angustiados del señor del clan mercante se fundieron con los débiles alaridos de muerte de los que se encontraban en la escalera corta, y salió corriendo con la intención de saltar por el borde, detrás de la antigua arma.

—¡No! —bramó Dunrik, apartando a un skaven de un golpe mientras estiraba la mano y agarraba el cinturón de Hakem—. Alto —gritó, pero Hakem ya se había puesto en marcha y el impulso del otro enano arrastró a Dunrik con él.

El enano del Pico Eterno resbaló. Hakem tenía medio cuerpo fuera del borde de la meseta y contemplaba la garganta del abismo cuando por fin le puso freno al vuelo del mercader y lo hizo retroceder.

—Idiota —dijo Dunrik, mientras se inclinaba para ayudar a Hakem a levantarse—. Ninguna reliquia vale una muerte sin honor… —El enano se detuvo al sentir que una punta de lanza le perforaba la espalda.

Dunrik gruñó de rabia y estaba a punto de volverse cuando otra le partió los eslabones de la armadura y se le hundió en el costado. Se volvió para enfrentarse a sus atacantes; las astas partidas de las lanzas que todavía tenía clavadas eran como gélidas cuchillas de dolor. Dunrik levantó el hacha, demasiado despacio, a la vez que una tercera lanza le atravesaba el pecho expuesto. El brazo del escudo se le aflojó, un golpe con una maza le había destrozado la hombrera y le había majado el hueso. Los semblantes de cuatro guerreros skavens que gruñían, pues se habían despojado de sus capuchas, lo observaban.

Dunrik intentó soltar un bramido de desafío y preparar el hacha para un último golpe, cuando una de las alimañas se lanzó hacia delante y le clavó una daga oxidada en el cuello.

—Emelda… —barbotó el enano y exhaló su último suspiro.

* * *

Hakem observó horrorizado cómo moría Dunrik con las astas de lanza partidas aún sobresaliéndole del cuerpo. El señor del clan mercante estaba aturdido y débil debido a la pérdida de sangre. Seguía aferrándose la muñeca cuando el enano del Pico Eterna con armadura completa le cayó encima, aplastándolo contra el suelo. Hakem se dio en la cabeza con la piedra y perdió el conocimiento.

* * *

—¡Aquí! —exclamó una voz—. Rápido, está vivo.

Drimbold tiró del cuerpo de Dunrik que aplastaba al señor del clan mercante. Azgar llegó para ayudar y los dos quitaron al enano del Pico Eterno de encima a Hakem.

—Ha perdido mucha sangre —comentó Ralkan.

Azgar levantó el brazo de Hakem con cuidado.

—Ha perdido mucho más que eso —dijo, mostrándoles el muñón.

—Coge esto —ofreció Halgar.

Todos los enanos se habían agrupado alrededor del mercader herido. El barbalarga sostenía una antorcha encendida.

Azgar la cogió y apagó las llamas contra la piedra, dejando que las ascuas ardieran irradiando calor.

—Prepárate —le advirtió a Hakem, que tenía los ojos nublados y aún no estaba del todo consciente.

El señor del clan mercante soltó un alarido de dolor cuando el matador le apretó la antorcha al rojo vivo contra la herida, cauterizándola. Intentó retorcerse pero Halgar lo sujetó.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo —dijo, mientras esperaba a que los nerviosos arrebatos de dolor pasaran.

Ralkan se acercó con varias tiras de tela y comenzó a vendar el muñón ensangrentado.

—¿Puedes caminar? —preguntó Azgar cuando el custodio del saber hubo terminado.

Hakem se puso en pie tambaleándose y, mirando al matador a los ojos, asintió despacio con la cabeza. Miró a su alrededor, recuperando la orientación junto con los recuerdos. Había un agujero enorme, de unos doce metros de ancho, desde la primera meseta hasta esta en la que él se encontraba ahora con el resto de sus hermanos. Sólo podía suponer que ésa era la razón de que quedase algún matador: no habían podido perseguir a sus enemigos a través de semejante sima.

Había cuerpos desparramados por la amplia extensión de piedra; apenas quedaban cincuenta enanos del centenar aproximadamente que debía haber atravesado el túnel. Algunos de los que quedaban estaban arrojando cadáveres de roedores hacia la enorme caída que se extendía a cada lado.

Hakem se fijó en último lugar en el cadáver lívido de Dunrik. Estaba tendido de espaldas. Habían intentado limpiarle parte de la sangre de la armadura y la cara. Alguien le había colocado las manos sobre el pecho como si reposara tranquilamente; las puntas de lanza que aún tenía alojadas en el cuerpo ayudaban a destruir la ilusión. Los otros enanos muertos también estaban tendidos en el suelo, aunque con las capas cubriéndoles el rostro, las manos preparadas para aferrar sus martillos y hachas, y los escudos apoyados contra el costado. Parecían muy pocos, teniendo en cuenta los que habían sobrevivido, pero Hakem sospechaba que muchos dawis habían caído hacia la oscuridad junto con los skavens.

—Hemos ganado —dijo Azgar con amargura, taladrando al señor del clan mercante con la mirada.

Hakem pensó en Dunrik enfriándose sobre la losa de piedra, en los dawis que habían caído al encuentro de su muerte y en el martillo Honakinn que había compartido su destino en el abismo.

—¿De verdad? —preguntó.

* * *

Abajo, más allá incluso de las barreras de la curiosidad de los enanos, algo se agitó. Un antiguo recuerdo, oscuro y borroso al principio, inundó su mente mientras despertaba de un largo sueño. El olor a sangre y acero le llenó las agitadas fosas nasales y sintió la piedra de su majestuosa caverna a través de las garras. El suelo tembló cuando se sacudió el polvo de eras del imponente cuerpo.

Se habían olvidado de él. Durante todos estos largos años pensaron que había perecido. Pero algo había cambiado, podía sentirlo. La montaña se había… movido. Su vista se fue definiendo lentamente y se fijó en los cuerpos diminutos de unos seres inferiores que habían caído en sus dominios. Se acercó a los cadáveres destrozados y, en cuanto llegó hasta ellos, empezó a comer.