SIETE

SIETE

—El Gran Salón debería estar justo delante —anunció Ralkan.

El grupo de doscientos enanos había llegado hasta la tercera planta absteniéndose de utilizar exploradores ya que el custodio del saber era el único que sabía adónde iban y no podían arriesgarse a enviarlo por delante con sólo una pequeña escolta. Si los mataban o el resto del ejército se separaba de ellos, no cabía ninguna duda de que se produciría un desastre. Había más fuerza en un grupo grande: ésa era la costumbre de los enanos, aunque habían llegado hasta el sin encontrar ninguna resistencia.

Ese mismo hecho ponía nervioso a Halgar, que escudriñaba con preocupación cada sombra, deteniéndose y levantando el hacha, preparado para atacar, ante cualquier sonido extraño o tenue indicio de peligro.

—¿No los sientes? —le dijo entre dientes a Uthor mientras el grupo atravesaba lo que en otro tiempo debía de haber sido un imponente salón de banquetes cuya hospitalidad se había erosionado hacía mucho tiempo.

—¿Sentir qué, venerable barbalarga? —preguntó Uthor con sincera curiosidad.

—Ojos… observándonos… —contestó el barbalarga, examinando la oscuridad que se adhería a los bordes del salón— en la negrura.

Uthor siguió la mirada de Halgar pero no pudo sentir ni ver nada.

—Si están ahí —añadió con seguridad—, entonces los sacaremos uno a uno.

Uthor esbozó una sonrisa optimista al pensarlo, pero el barbalarga no pareció darse cuenta y continuó con su paranoica vigilancia.

El grupo abandonó el salón de banquetes y enfiló un pasillo largo y ancho. Al doblar una esquina, con Ralkan a la cabeza, el custodio del saber dijo:

—Justo después de esta curva y al otro lado de la galería de los reyes, está el Gran Salón…

Uthor atisbó a través de un amplio arco mientras se reunía con un estupefacto Ralkan en el umbral de la estancia y vio un enorme espacio. Inmensas estatuas de piedra de los reyes de Karak Varn bordeaban ambas paredes laterales, aunque algunas se habían visto reducidas a causa del tiempo y mostraban indicios de deterioro. A pesar de la magnificencia de las estatuas, fue la enorme sima abierta en las losas resquebrajadas lo que llamó su atención. Como si se tratara de unas inmensas fauces irregulares que hendieran la misma tierra, la sima llenaba todo el ancho de la sala, rezumando densas volutas de humo y bloqueado el avance de los enanos.

* * *

—Es profunda —masculló Halgar—, llega hasta el corazón de la montaña. Probablemente se abrió cuando los terremotos sacudieron Karak Varn y el Agua Negra inundó por primera vez sus salones, así lo aseguran las leyendas.

Uthor y Rorek se encontraban junto al barbalarga y atisbaban por encima del borde de la sima. La oscuridad reinaba abajo; una vaga e indistinta línea brillante en medio de la negrura era lo único que disipaba el mito de que la grieta en la tierra no tenía fin y se abría hacia la eternidad.

Uthor se imaginó un gran embalse de lava en el punto más bajo del enorme pozo: bullendo y chisporroteando, escupiendo grandes géiseres de vapor, trozos de roca fundida disolviéndose con el calor y flotando en una espesa y compacta corriente. Su mente se preguntó brevemente qué más podría acechar en ese abismo, calentándose junto al caldero de fuego líquido. Desechó la idea rápidamente, no estaba dispuesto a tolerar tal cosa.

—Tenemos que encontrar el modo de cruzar esto ¿Eso es lo bastante fuerte para resistir nuestro peso?

Uthor señaló un puente ancho aunque destartalado que se extendía sobre el imponente cañón. Estaba hecho de un modo rudimentario, aparentemente lo habían ensamblado sin diseño ni cuidado. Una construcción tan chapucera repugnaba a los enanos, sobre todo a un ingeniero.

—Umgak —refunfuñó Rorek. El ingeniero estaba agachado junto al puente, que era poco más que una estructura unida con cuerdas y travesaños de madera. Se volvió hacia Uthor—. No lo han fabricado los dawis —añadió mucho más alto—. Lo más probable es que lo hicieran los grobis o los roedores.

El ingeniero hizo una mueca de desagrado.

—Deberíamos encontrar otra ruta —afirmó Gromrund con tono grave tras unirse a los enanos en el precipicio—. No me fío del trabajo de los pieles verdes ni de los skavens, y no quiero morir sin honor.

Uthor lo consideró. Cruzar el puente no carecía de riesgos.

—No podemos retroceder —decidió después de un momento de silencio—. Y dudo que el custodio del saber pueda recomendar una ruta alternativa.

Señaló a Ralkan, que se mantenía a distancia, a un lado del grupo, con Borri y Dunrik, y murmuraba sin cesar.

—No lo entiendo… —mascullaba—. No recuerdo que esto estuviera aquí.

Las palabras brotaban de su boca repetidamente como un mantra mientras mantenía la mirada perdida y ausente.

—Tranquilo —le dijo Borri, intentando calmar al confundido enano pero sin éxito.

—No le confiaré mi suerte a un puente grobi —afirmó Gromrund, plantando el mango de su gran martillo en el suelo como si eso le pusiera fin a la discusión—. Esto es una locura —añadió— y yo no soy el único que lo piensa.

Uthor apartó su furibunda mirada del martillador y recorrió el grupo que esperaba tras él.

Los guerreros permanecían apiñados, con los estandartes resplandecientes y sus insignias ancestrales tocándose. Los líderes de los clanes, de expresión adusta, estaban en la vanguardia; los rompehierros, con sus máscaras de rostro severo, permanecían al costado. Ligeramente separados de ellos se encontraban los matadores, de ojos salvajes y conducta belicosa. Había voces discrepantes, Uthor los oyó quejarse.

—Hemos llegado hasta aquí —dijo, dirigiéndose al grupo— y hemos soportado mucho. Los nombres grabados en el libro de los recuerdos son testimonio de ello —añadió, señalando a Ralkan, que llevaba el libro a la espalda—. No permitiré que un simple puente me detenga y que esos nombres queden mancillados, que el honor de sus hazañas… ¡No! Que su sacrificio sea para nada.

Se hizo el silencio tras el vehemente discurso de Uthor. Varios enanos avergonzados le devolvieron la mirada, otros no pudieron hacer frente a sus abrasadoras pupilas y se contemplaron las botas.

Uthor permaneció allí un momento, deleitándose con su victoria, y luego se volvió para mirar a Gromrund con el entrecejo fruncido. El martillador estaba casi lívido.

—Iremos por el puente —declaró Uthor.

Rorek se puso en pie, totalmente ajeno a la tensión y al discurso. El ingeniero examinó detenidamente el puente y chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Tendré que probarlo.

* * *

Rorek tiró de una de las cuerdas guía amarradas a un poste de metal clavado en la roca, y la tierra. Todo el puente se sacudió. Pero resistió.

Era consciente del tenso silencio cargado que lo rodeaba mientras daba el primer paso titubeante sobre el puente. El ingeniero buscó a tientas la cuerda que le rodeaba la cintura para asegurarse de que seguía allí. No se atrevió a volver la mirada para ver si Thundin y Uthor seguían sujetándola.

Después de lo que pareció una hora, Rorek había llegado a la mitad del puente. Éste crujía de manera amenazadora con cada paso y se balanceaba ligeramente a causa de las corrientes de aire caliente que emanaban de abajo. A pesar de lo lejos que estaba, el enano podía sentir el calor del río de lava subterráneo, notar levemente el hedor a azufre en las fosas nasales. Algunos de los travesaños de madera estaban colocados muy separados o simplemente faltaban y el ingeniero tenía que concentrarse para evitar cualquier percance. Miró hacia abajo y tragó saliva cuando el abismo le devolvió la mirada.

Tras haber llegado tan lejos, Rorek sentía cada vez más confianza y progresaba a ritmo constante. Aliviado, llegó al otro lado por fin y les hizo señas a los otros para que avanzaran.

—No más de cuatro a la vez —gritó al grupo— y mirad dónde pisáis, el camino es peligroso.

La expresión de Thundin se ensombreció mientras se volvía hacia Uthor, que estaba recogiendo la cuerda.

—Esto va a llevar un rato.

* * *

Uthor había apostado centinelas en la entrada de la galería de los reyes y en el extremo de la sima. Los enanos serían vulnerables mientras cruzasen el puente. No quería que los cogieran desprevenidos unos skavens que estuvieran acechándolos al otro lado, listos para aparecer de pronto y cortar la destartalada estructura bajo sus pies mientras cruzaban.

El grupo atravesó el puente a ritmo constante y en grupos de cuatro. Los enanos cruzaron sin incidentes y pronto hubo más guerreros en el otro lado que en éste. Uthor les ordenó a los guardias situados al borde de la sima que cruzaran. Eso los dejaba a él, Halgar y dos mineros del clan Barbahollín, Furgil y Norri en la entrada de la galería. Mientras los llamaba, Uthor se fijó en un rezagado que merodeaba alrededor de las estatuas.

—Tú también, enano gris.

Drimbold levantó la mirada tras dejar de rebuscar. Se había separado del grupo principal hacía mucho para explorar y había empezado a alejarse.

Uthor se volvió hacia Halgar.

—Yo protegeré el camino —dijo.

El barbalarga rezongó y fue hacia el puente, pero se le escapó la cuerda guía y arañó el aire mientras luchaba por agarrarla. El puente se balanceó violentamente debido a su peso.

—¡Venerable barbalarga! —exclamó Uthor mientras alargaba la mano para coger el brazo de Halgar.

El barbalarga encontró la cuerda guía por fin y apartó la mano de Uthor de un manotazo.

—Puedo cruzar perfectamente sin ayuda —gruñó y comenzó a avanzar con cuidado, buscando la cuerda a tientas con las manos en lugar de con los ojos.

Uthor se volvió hacia Drimbold, que se estaba preparando para empezar a recorrer el puente con los Barbahollín esperando tras él.

—Yo iré detrás del barbalarga —susurró, echándole una mirada a Halgar, que ya había llegado a la mitad—. Esperad hasta que él esté a salvo al otro lado antes de avanzar.

Uthor fue rápidamente tras el barbalarga, pero en su prisa calculó mal sus pasos y se le enganchó la bota entre dos travesaños. Soltó una maldición y para cuando se soltó, Halgar ya estaba al otro lado, rechazando bruscamente todo ofrecimiento de ayuda y pasando a toda prisa junto a los enanos de los clanes.

Uthor, que casi había recorrido dos tercios del camino y ya se había liberado la bota, se preparó para seguir adelante, consciente de que el puente de cuerdas crujía de manera alarmante. Miró atrás. Drimbold estaba prácticamente en la mitad del puente y su enorme mochila se sacudía arriba y abajo sobre su espalda a cada paso. Furgil y Norri se encontraban a poca distancia tras él.

Se oyó un repentino desgarro y Uthor abrió mucho los ojos al ver que la cuerda atada a la estaca de la izquierda comenzaba deshilacharse. Pareció desenrollarse lentamente, las finas hebras se deshicieron inexorablemente mientras él miraba. El puente comenzó a combarse hacia un lado a medida que la cuerda se iba deshilachando.

—Rápido —gritó, haciendo señas a los enanos para que avanzaran incluso mientras una violenta sacudida recorría el puente—. ¡No aguantará!

Uthor tiró del enano gris para que lo adelantara, empujándolo. Volvió la mirada hacia los Barbahollín, instándolos a seguir adelante. Éstos se movieron rápidamente, con determinación en los ojos.

La cuerda se partió.

La repentina sensación de que el mundo caía bajo sus pies llenó los sentidos de Uthor. La visión se le volvió borrosa. Una oscuridad cubierta de humo se lanzó a su encuentro. Jadeando, pensó en su fortaleza, en las majestuosas cumbres envueltas en nubes que nunca volvería a ver; en la misión que no había cumplido y la vergüenza que caería sobre su clan; en su padre tendido en su lecho de muerte mientras se consumía privado de gloria y sin vengar; en Lokki, muerto con un cuchillo skaven clavado en la espalda. Uthor quiso gritar, desahogar su rabia contra los antepasados, desafiarlos, pero no lo hizo. En cambio notó el áspero roce del cáñamo entretejido contra los dedos y lo agarró con fuerza.

Uthor sintió una extraña sensación de ingravidez que pasó rápidamente y chocó contra la pared del abismo. Su escudo y armas —que por suerte llevaba bien asegurados— traquetearon al golpear la roca. Al enano casi se le desencajan los omóplatos cuando el peso de su armadura tiró de él. Un abrasador calor le subió por los brazos y una niebla provocada por el mareo le oscureció la visión. Se soltó sólo un instante y la cuerda le quemó la mano mientras le salían zarcillos de humo del guantelete de cuero. Uthor rugió conteniendo el dolor mientras aferraba la cuerda con una sola mano para frenar su caída y sacudía el otro brazo girando y balanceándose. Por fin todo terminó y una ardiente línea de dolor le aguijoneó el brazo, la espalda y la cabeza. A través de la densa niebla auditiva provocada por el resonar del yelmo, el enano oyó gritos.

—¡Uthor! —gritaron las voces.

—¡Uthor! —exclamaron de nuevo.

Uthor levantó la mirada a través de una nube de manchas oscuras, mientras una punzada de dolor le estallaba en el cuello, y vio a Rorek. El ingeniero tenía una cuerda atada alrededor de la cintura y atisbaba por encima del borde de la sima.

—Aquí —contestó Uthor atontado. No reconoció el sonido de su propia voz.

—¡Está vivo! —oyó decir a Rorek.

La visión del enano no dejaba de enfocarse y desenfocarse. Cuando ésta regresó, Uthor vio que Gromrund y Dunrik subían a Drimbold por el puente colgante. El enano gris aferraba su mochila y sus baratijas se derramaban mientras sus rescatadores tiraban de él. Los tesoros perdidos brillaban a la luz de las antorchas, el mundo de Uthor se iba oscureciendo, parecían estrellas cayendo…

* * *

—Se está resbalando —anunció Rorek con urgencia, volviéndose hacia Thundin y Hakem, que sostenían la cuerda con los pies bien afirmados—. Bajadme…

Rorek vio que Uthor perdía el conocimiento… y soltaba la cuerda. Antes de que el ingeniero pudiera gritar, vio pasar a su lado a un enano semidesnudo a toda velocidad por el rabillo del ojo.

* * *

Azgar saltó por el aire con una plegaria a Grimnir en los labios mientras balanceaba la cadena de su hacha trazando un amplio círculo. Pasó por encima del borde de la sima y se zambulló en el abismo sin fin. Giró el cuerpo en mitad del vuelo, soltando la cadena del hacha y lanzándola hacia arriba, en la dirección de la que venía. Observó un momento y vio que la pesada hoja trazaba un arco por encima del borde del enorme cañón y luego cerró ambas manos con firmeza alrededor de la cadena. Los eslabones repiquetearon y la cadena se tensó cuando la hoja del hacha se clavó por encima de él.

Azgar sintió la violenta sacudida en los hombros y la espalda cuando se tensó la cadena, pero aguantó conteniendo la molestia con un gruñido. La pared de la sima se lanzó a su encuentro, prometiendo destrozarle los huesos con el impacto. Azgar amortiguó la fuerza del choque con los pies flexionando las rodillas.

Acto seguido, el matador corrió de lado como una cabra de monte: ágil, ligero y seguro. Estiró la mano y cogió el brazo de Uthor con su recto puño. El matador rugió por el esfuerzo y gruesas cuerdas de músculos le sobresalieron en cuello, brazos y espalda. La cadena se sacudió un momento en su mano y los dos enanos cayeron un metro. Azgar levantó la mirada alarmado al imaginarse la hoja del hacha abriendo un surco arriba, en las losas.

Uthor abrió los ojos y vio al matador de mirada salvaje mirándolo. Azgar tenía la cara roja. Las venas le sobresalían en la frente, que tenía cubierta de gotas de sudor.

—Aguanta —gruñó con los dientes apretados.

Uthor bajó la mirada y vio la enorme negrura con una borrosa línea de lejano fuego recorriéndola. Aferró el brazo del matador con una mano y agarró la cadena con la otra, apoyando los pies contra la pared de la sima.

* * *

Al borde de la sima, Rorek suspiró aliviado. Retrocedió mientras se desataba la cuerda de la cintura. Comprobó que Thundin y Hakem aún la sujetaban y luego lanzó el extremo de la cuerda hacia el cañón.

—Allá va —gritó.

Rorek agarró la cuerda y se la enrolló alrededor de la muñeca justo mientras se tensaba. Sintió que el tirón contra los brazos disminuía cuando varios enanos más se unieron a él.

—Tensad… —gritó—. ¡Tirad!

Los enanos tiraron a la vez, pasando la gruesa cuerda entre los dedos, palmo a palmo, en perfecta sincronía.

—¡Tirad! —bramó Rorek, y lo hicieron otra vez.

La orden se repitió varias veces más hasta que dos manos de enano —una con un guantelete de cuero hecho jirones y la otra morena y de nudillos peludos— aparecieron por encima del borde del precipicio, aferrándose a la roca con los dedos.

Mientras Rorek y los otros mantenían firme la cuerda, Gromrund y Dunrik se agacharon y levantaron a Uthor por encima del borde y lo dejaron en tierra firme. Dos de los miembros de la Hermandad Sombría agarraron la gruesa muñeca de Azgar y enseguida el matador también estuvo fuera de peligro.

Uthor lo miró entre jadeos y le dirigió una señal casi imperceptible de gratitud con la cabeza. Azgar se la devolvió con rostro adusto y arrancó el hacha de donde se había clavado en la roca. Después de recoger la cadena atada a ella, ignorando los murmullos de admiración de unos cuantos enanos de los clanes, se alejó del borde de la sima para reunirse con los suyos.

—¿Dónde están Furgil y Norri? —preguntó Uthor a Rorek, mirando a su alrededor en cuanto Azgar se perdió de vista.

El rostro del ingeniero se ensombreció, así como los de los enanos que lo rodeaban.

Drimbold se encontraba entre ellos, sentado, aferrando su mochila. La expresión del enano gris era de angustia.

—Cayeron —musitó.

—Cayeron —repitió Halgar, abriéndose paso furioso entre el grupo mientras los enanos se apartaban rápidamente de su camino—. Murieron sin honor —le gruñó a Drimbold.

La ira de Halgar resultaba palpable mientras observaba la mochila repleta que aferraba el enano gris.

—El puente tenía… —comenzó Drimbold.

—Sobrepeso —lo interrumpió Halgar.

—Pensé que…

—No puedes hablar —bramó Halgar—. Los cuerpos de nuestros hermanos se estrellaron contra las rocas, fueron inmolados en el río de fuego. Vagarán para siempre por las catacumbas de los Salones de los Antepasados, sin cuerpos y sin que se reconozcan sus hazañas. Tu avaricia los ha condenado a ese destino. Deberías lanzarte a la planta de abajo… —gruñó el barbalarga—. ¡Yo te nombro semienano! —gritó para que todo el grupo lo oyera.

Tras la diatriba se produjo un silencio horrorizado.

Halgar se alejó furioso y rezongando acaloradamente.

Varios miembros del grupo comenzaron a murmurar entre dientes tras el insulto que le había dirigido a Drimbold. Ser mancillado así… Sobre todo por un venerable barbalarga era una carga realmente pesada. Una multitud de rostros acusadores se volvió hacia el enano gris. Drimbold no se atrevió a sostenerles la mirada, sino que aferró su mochila con fuerza como si fuera un escudo.

Uthor observó al enano gris pensativo, la cabeza aún le martilleaba a causa de la caída. Vio el yelmo prestado, la armadura deslustrada y el hacha de mano desafilada: ésa no era la parafernalia de un guerrero.

—Tú no estabas convocado al consejo de guerra, ¿verdad, Drimbold? —preguntó Uthor.

—No.

La voz de Drimbold fue apenas un susurro, tenía los hombros caídos y la expresión acongojada.

—Conoces este lugar demasiado bien. —Uthor entrecerró los ojos—. Todas las veces que has aconsejado a nuestro guía, tú sabías por dónde ir, ¿no es así? Cuando pensamos que te habíamos perdido a manos de los roedores mientras huíamos para salvar la vida, tú escapaste por otra ruta.

La expresión de Drimbold se entristeció aún más cuando el peso del descubrimiento de su líder lo alcanzó como un golpe físico. El enano gris exhaló profundamente, su vergüenza no podría ser mayor, y luego habló:

—Cuando Gromrund y Hakem me encontraron, llevaba meses saqueando la fortaleza —admitió—. Hay una cueva, no lejos de la kayak, donde está el tesoro. Sabía que había peligros, grobis y roedores, y tomé medidas para evitarlos. —La voz de Drimbold se volvió más apasionada—. Karak Varn se había perdido y sus tesoros permanecían al alcance de cualquier piel verde. Mi clan y mi fortaleza son pobres… —explicó con fervor—, era mucho mejor que las riquezas perdidas estuvieran en manos de los dawis, así que intenté rescatarlas.

Una mirada de desafío apareció en los ojos de Drimbold. Ésta se desvaneció rápidamente y la reemplazó el remordimiento.

—¿Estabas enterado de la muerte de Kadrin y la caída de la fortaleza y no dijiste nada? —inquirió Uthor, exasperado.

—Y lo más probable es que sea un Grum Dienteagrio y no un Narizagria como afirmó —gruñó Gromrund.

El martillador se había adelantado rápidamente al oír mencionar su nombre.

Uthor clavó en él una mirada de reproche.

Gromrund le devolvió la mirada con el entrecejo fruncido y se mantuvo firme.

—Mi clan conocía la prosperidad de la que disfrutaba lord Kadrin —continuó Drimbold—, así que me dirigí a la fortaleza con la esperanza de cribar un poco de mena a orillas del Agua Negra. No pensé que los enanos de Karak Varn la echaran en falta.

La expresión de Uthor se ensombreció ante tal admisión, pero Drimbold continuó como si tal cosa.

—Descubrí los esqueletos junto a la Vieja Carretera Enana, igual que vosotros —dijo con vergüenza—. Y, sí, soy uno de los Grums de Narizagria.

No pudo resistir la penetrante mirada del señor de clan de Karak Kadrin por más tiempo ni la intensa furia del martillador, y bajó los ojos.

Mientras el grupo miraba, Uthor contempló al enano gris en medio de un silencio sepulcral.

—Soportas una pesada carga —dijo proféticamente—. Furgil Barbahollín y Norri Barbahollín, que siempre sean recordados…

»Ya nos hemos entretenido aquí tiempo suficiente —añadió Uthor después de un momento—. Preparaos, vamos hacia el Gran Salón inmediatamente.

El grupo formó en filas, esperando a Uthor mientras éste se dirigía resueltamente y dando grandes Zancadas ala parte delantera para reunirse con Ralkan.

Rorek fue tras él.

—¿Cómo vamos a regresar sin un puente? —quiso saber el ingeniero.

Cuando Uthor se volvió hacia él estaba esbozando una sonrisa sombría.

—No vamos a regresar.