SEIS

SEIS

Los enanos llegaron a la puerta exterior de Karak Varn llenos de confianza. Habían hecho huir a los pieles verdes y, aunque sólo contaban con unos doscientos efectivos, un grupo de feroces matadores reforzaba ahora al ejército. También parecía que la noticia de la derrota de los orcos se había extendido, pues ninguna de estas criaturas se enfrentó a ellos mientras acampaban a la larga sombra de la montaña.

Los enanos se reunieron en pequeños grupos y sus armaduras tintinearon cuando se detuvieron y contemplaron el impresionante espectáculo de la fortaleza. Murmullos de asombro y adustos lamentos se pudieron oír ante el hecho de que tal joya de la corona de Karaz Ankor pudiera haber caído en manos de los depredadores. Otros, aquellos miembros de más edad de los clanes que habían visto glorias más grandes, suspiraron, aliviados de que al menos la primera parte del viaje hubiera terminado.

Aunque pareciera extraño, los orcos habían arrancado las grandes puertas que la huida de Uthor y sus compañeros había dejado abiertas varios meses atrás, y así, un día después de la batalla en el barranco, y con la noche cerniéndose una vez más, los enanos montaron sus tiendas. Eran grandes estructuras comunales que se usaban para albergar a aproximadamente veinte enanos a la vez. Había postes de bronce, cobre y acero clavados en el suelo en los campamentos de cada clan para indicar quién se alojaba allí. Los guerreros se despojaron de las armas y los yelmos y fueron a buscar barriles de cerveza para humedecer sus gargantas resecas. Había sido una larga marcha a través de las montañas. Esa noche descansarían antes de realizar la incursión inicial hacia la karak en cuanto amaneciera.

* * *

—Sólo hay un modo seguro de controlar la fortaleza —afirmó Gromrund—. Debemos despejar las plantas de una en una y sellar todas las entradas y salidas.

—No hay tiempo para eso, martillador —rebatió Uthor.

Varios enanos estaban reunidos en la tienda más grande; una estructura ancha pero baja hecha de cuero endurecido y que se apoyaba sobre resistentes postes de metal. El techo era tan bajo que el yelmo de guerra de Gromrund rozaba de vez en cuando la parte superior. Hubo unos cuantos comentarios entre los enanos acerca del motivo por el que el martillador no se lo quitaba, pero por el momento nadie se lo preguntó.

El diseño era tan ingenioso que no se necesitaban cuerdas guía para mantener las tiendas en pie, y cada una tenía el aspecto voluminoso y robusto de una roca.

Se había abierto un hueco poco profundo en el techo y por él salía el humo de un modesto fuego. Una carne roja clavada en tres espetones goteaba grasa y aceite sobre las llamas, haciendo que chisporrotearan y silbaran esporádicamente. Se había montado una mesa larga y plana y cada uno de los asistentes al consejo de guerra estaba sentado en una pequeña roca alrededor de la misma, bebiendo de jarras y barrilillos, y fumando en pipa.

—Según el custodio del saber —dijo Uthor, señalando a Ralkan, que permanecía en silencio mientras bebía su cerveza—, hay un gran salón en la tercera planta lo bastante grande para dar cabida a nuestras fuerzas. Es defendible y una base adecuada para nuestra reconquista.

Uthor trasladó su atención al resto de los enanos congregados. Halgar, Thundin, Rorek y Hakem estaban sentados a la mesa, observando y escuchando el debate de los dos enanos.

—Llegamos allí y aseguramos una cabeza de puente —continuó Uthor—. Desde allí podremos lanzar más ataques contra la fortaleza, golpeando las madrigueras de los skavens, ¡y reclamar Karak Varn de una vez por todas!

Pegó un puñetazo sobre la mesa —los enanos congregados no se fiaban de tales arrebatos y sagazmente habían levantado las jarras un momento antes— para dar mayor énfasis a sus palabras.

—Adentrarnos tanto sin saber qué peligros aguardan delante y detrás de nosotros es una locura. —Gromrund no se iba a dejar convencer—. ¿Has olvidado el combate en la Cámara del Rey y lo rápido que nos rodearon?

—Entonces no éramos más que un grupito de ocho. —Uthor miró de reojo a Halgar. «Sí, ocho, anciano, cuando Lokki aún estaba vivo», pensó—. Ahora somos muchos.

El fuego brilló en los ojos de Uthor al decirlo.

—Yo sigo diciendo que tendremos más posibilidades si tomamos las plantas una a una. Debemos tener en cuenta a los rompehierros de Thundin, a los que es mejor emplear para luchar en los túneles que controlando una sola cámara enorme. Y no nos olvidemos de la Hermandad Sombría…

—Los matadores harán lo que les plazca, pero buscan morir en esta misión —soltó Uthor, poseído de pronto por una actitud belicosa—. Yo, por mi parte, no quiero que me honren póstumamente, martillador.

Gromrund soltó un resoplido y lo poco de su rostro que resultaba visible tras la placa facial de su yelmo de guerra se tiñó de rojo.

—Votemos, entonces —gruñó el martillador con los dientes apretados y dejando la cerveza sobre la mesa de golpe mientras los demás levantaban rápidamente sus jarras por toda la tienda. Sostuvo en alto una moneda que brilló a la luz el fuego. En un lado tenía la cara de un antepasado; en el otro, un martillo—. Cara, despejamos las plantas una a una…

—… o martillo, nos dirigimos al Gran Salón y resistimos allí —concluyó Uthor.

Gromrund dejó su moneda sobre la mesa primero, con la cara mirando hacia arriba.

—Venerable Halgar —dijo Uthor mientras hacía lo mismo que el martillador, pero con su moneda con el martillo mirando hacia arriba—, tú eres el siguiente en votar.

Halgar resopló con sorna, protestando por algún desaire desconocido, y dejó su moneda sobre la mesa, pero mantuvo la mano encima para ocultar su decisión.

—El voto es secreto, como en los viejos tiempos —gruñó—, hasta que todos hayan tomado su decisión.

Hakem asintió con la cabeza mientras dejaba su moneda y la cubría. El proceso se repitió sucesivamente, hasta que todos y cada uno de los enanos presentes hubieron colocado su moneda de votación.

—Veamos entonces quién cuenta con el apoyo de este consejo —dijo Uthor, observando ansiosamente la mesa con las monedas ocultas.

Todos a la vez, revelaron sus decisiones.

* * *

Gromrund dejó la tienda mascullando de indignación y fue a buscar su alojamiento para pasar la noche. Drimbold, que estaba sentado a poca distancia de la tienda, lo observó mientras removía un guiso sobre una pequeña hoguera. Gromrund pasó airado justo por el medio del campamento del enano gris. Tropezó con las piedras que rodeaban la hoguera y volcó sin querer la olla humeante de kuri.

—¡Ten cuidado! —exclamó Drimbold mientras su comida se derramaba sin contemplaciones por el suelo.

Gromrund apenas aflojó el paso mientras gruñía:

—Ten cuidado tú, enano gris.

—Grumbaki —masculló Drimbold.

Si el martilleador lo oyó, no lo demostró. «El yelmo de guerra le tapa los oídos», pensó con una sonrisa irónica. Al bajar la mirada hacia su comida estropeada frunció el entrecejo, pero luego mojó el dedo en una parte del kuri que había hecho con carne de trol y se lo llevó a la boca. Masticó la carne curada un momento, el fuego había acabado con cualquier cualidad regenerativa que la carne pudiera haber poseído alguna vez, y luego chupó el jugo, mezclado con arenilla.

—Aún está bueno —dijo para sí y mojó el dedo en el guiso derramado otra vez.

Drimbold comía con un pequeño grupo de mineros enanos del clan Barbahollín de Zhufbar, sentado alrededor de una parpadeante hoguera. No todos los enanos iban a dormir en tiendas esa noche y, como ninguno había querido compartir alojamiento con él debido al hecho de que varios artículos personales ya habían desaparecido, se encontraba entre estos pocos desafortunados. Al enano gris no le importaba y, al parecer, tampoco a los Barbahollín. Un enano particularmente entusiasta y un poco bizco llamado Thalgrim los obsequió con historias de cómo «hablaba» con las rocas y las sutilezas del oro. Este último tema le interesaba mucho a Drimbold, pero Thalgrim estaba hablaba ahora de temas de geología; así que el enano gris le prestaba poca atención a la conversación y contemplaba la noche bajo las estrellas.

La verdad era que Drimbold se encontraba igual de a gusto mirando el cielo como bajo la tierra en Karak Nom. Venía de una familia de krutis y había trabajado en las granjas de superficie de su fortaleza desde que nació. Su padre le había enseñado mucho acerca de cómo valerse por sí mismo en plena naturaleza y el arte del kulgur era una de esas lecciones.

Mientras masticaba un trozo de carne de trol particularmente duro, Drimbold se fijó en otra hoguera situada más arriba, en una roca plana, aparte de las tiendas. Vio al matador, Azgar, allá arriba a la luz de un parpadeante fuego sentado con su Hermandad Sombría, como se los conocía. Comían, bebían y fumaban en silencio, parecían tener la mirada perdida mientras recordaban la vil acción que había significado que hubieran tenido que hacer el juramento del matador.

Cuando se aburrió de mirar a los matadores, Drimbold decidió observar a los nobles del Pico Eterno. Se encontraban cerca, justo al norte de su campamento, y situados en el punto más alejado de la puerta. Guardaban las distancias como siempre, estaban sentados solos y hablaban en voz baja para que nadie pudiera escucharlos. Los dos llevaban capas cortas, grabadas con adornos dorados, y una armadura delicadamente trabajada. Incluso sus cubiertos parecían hechos de plata. Aún no había conseguido echarle otro vistazo al cinto que el barbilampiño llevaba alrededor de la cintura, pero estaba seguro de que era valioso. Incluso poseían su propia tienda, que contaba con un ornamentado farol que colgaba del ápice de la entrada. El enano gris vio que el barbilampiño se retiraba a pasar la noche y que su primo arrastraba la roca en la que estaba sentado hasta la portezuela de entrada, se volvía a sentar y encendía una pipa. Drimbold la había visto antes mientras acampaban. Estaba hecha de marfil y ribeteada de cobre. El enano gris se estaba preguntando qué otros objetos de valor podrían tener cuando la conversación con los mineros de Zhufbar volvió de nuevo al oro y se concentró otra vez en Thalgrim.

* * *

Uthor estaba sentado a solas, fuera de una de las tiendas, en la oscuridad. Se mantenía apartado a propósito de las hogueras de sus hermanos y encontraba cierto consuelo en ello. Mantenía la mirada clavada en la distancia mientras pulía su escudo distraídamente. La noche creó formas ante sus ojos, las largas sombras que proyectaba la luz parpadeante de las lejanas hogueras se transformaron en su mente en una escena conocida…

La misión comercial a Zhufbar había ido bien Uthor se sentía muy orgulloso de sí mismo cuando entró en los salones de su clan en Karak Kadrín, buscando a su padre para contarle la buena noticia. No obstante, su altivez quedó aplastada bruscamente al ver la expresión grave de Igrik, el criado que había servido durante más tiempo a su padre.

—Mi noble señor del clan —dijo Igrik—. Tengo terribles nuevas.

Mientras el criado hablaba, Utbor comprendió que algo realmente malo había ocurrido en su ausencia.

—Por aquí —le indicó Igrik y los dos se dirigieron a la cámara de su padre.

Uthor se percató de las sombrías expresiones de sus hermanos mientras pasaba a su lado y, para cuando llegó a la puerta de los aposentos de lord Algrim, donde los dos guerreros que permanecían fuera mostraban rostros adustos, el corazón le latía tan fuerte en el pecho que pensó que podría escupirlo por la boca.

Las puertas se abrieron despacio y allí estaba el padre de Uthor tendido en su cama. Una palidez cadavérica invadía su tez normalmente rubicunda.

Utbor se acercó a él rápidamente. La incertidumbre lo atormentaba mientras se preguntaba qué terribles hechos podrían haber ocurrido en su ausencia. Igrik entró detrás de él y cerró la puerta sin hacer ruido.

—Mi señor; ¿que ha ocurrido? —preguntó Uthor; colocando una mano sobre la frente de su padre, que estaba húmeda de sudor a causa de la fiebre.

Algrim no contestó. Tenía los ojos cerrados y su respiración era irregular.

Uthor se volvió hacia Igrik.

—¿Quién ha hecho esto? —exigió saber con creciente rabia.

—Lo envenenaron los roedores —explicó Igrik con tono adusto—. Un pequeño grupo de sus asesinos vestidos de negro entraron por la Puerta Saltarriscos y atacaron a tu padre y a sus guerreros mientras recorrían las tierras bajas del clan. Matamos a tres de ellos en cuanto se dio la alarma, pero no antes de que hirieran de muerte a cuatro de nuestros guerreros y llegaran hasta tu padre.

»Como hijo primogénito de Algrim, te corresponde actuar como señor regente del clan en su lugar.

Uthor estaba indignado y clavó la mirada en el suelo mientras intentaba dominar su rabia. Su mente no podía asimilar esta ofensa: ¡habría un ajuste de cuentas! Entonces se le ocurrió algo y levantó la mirada.

—La Puerta Saltarriscos está vigilada en todo momento —dijo, fijándose por primera vez en la herida que Igrik tenía en la cara, parcialmente oculta por su espesa barba—. ¿Cómo consiguieron pasar los asesinos sin que los viera el guardia de la puerta?

El rostro de Igrik se ensombreció aún más.

—Me temo que hay algo más…

La tos áspera de Halgar interrumpió el ensimismamiento de Uthor. El barbalarga también estaba sentado a solas en un risco estrecho desde el que se dominaba el campamento y, a pesar de que casi acababa de escupir las tripas, dio una larga calada a su pipa y se restregó los ojos con los nudillos. El venerable enano había insistido en hacer la primera guardia, y ¿quién iba a discutir con él? Los pensamientos de Uthor regresaron a su pasado. Apretó los dientes mientras recordaba el odio que sentía por el que había llevado a su padre a su lecho de muerte.

—Nunca perdones ni olvides —dijo entre dientes y volvió a clavar la mirada en la oscuridad.

* * *

Desde un alto promontorio, lejos de donde los ojos de los enanos pudieran encontrarlos, Skartooth observaba a sus enemigos abajo, en el profundo valle, mientras una maliciosa expresión burlona se abría paso por sus delgados rasgos. Los pieles verdes no necesitaban fuego para ver, así que el caudillo aguardaba entre las sombras más profundas con el arma envainada por si un rayo errante de luna se reflejaba en la hoja y delataba su posición. Lo rodeaba una pequeña escolta de orcos y goblins entre los que estaban el trol, Ungul, y su cacique, Fangrak.

—Podríamos matarlos mientras duermen —gruñó el cacique orco, masajeándose el muñón de la oreja que le faltaba mientras miraba detenidamente a los enanos que descansaban más abajo.

—No, esperaremos —dijo Skartooth.

—Pero están indefensos —repuso Fangrak.

—No es el momento adecuado —replicó Skartooth, apartándose del cerro, pues no quería que lo descubrieran.

—Pero ¿qué dices?

Fangrak hizo una mueca frunciendo el entrecejo mientras contemplaba a su caudillo.

—Ya me has oído y si no quieres perder la otra oreja, más vale que cierres la bocaza —chilló.

—Sí, sí, la bocaza —lo imitó Ungul y los descomunales hombros del trol se sacudieron arriba y abajo mientras se reía.

—Esperaremos hasta que los retacos entren… —añadió Skartooth mientras le daba un fuerte golpe a Ungul en el hocico con la parte plana de su pequeña espada para que dejara de reírse.

El trol se frotó la extremidad dolorida pero guardó silencio tras fruncir el ceño.

—Esperaremos —insistió Skartooth—, y luego los atacaremos desde túneles secretos que sólo conocen los pieles verdes —añadió, esbozando una sonrisa perversa.

»¡Tú! —chilló el caudillo goblin, recordando algo.

Fangrak ya había comenzado a alejarse, pero se volvió hacia Skartooth.

—¿Quién está limpiando esos escombros?

—Gozrag. Ya casi debe haber terminado —contestó Fangrak.

De pronto cayó en la cuenta mientras volvía a mirar a los enanos acampados debajo.

—Ah, mierda…

* * *

Thundin se situó ante las grandes puertas de Karak Varn mientras el sol alcanzaba la cima de las montañas y sacó una gruesa llave de hierro atada a una cadena que llevaba alrededor del cuello. El barbahierro, y emisario del mismísimo Gran Rey, se encontraba a la cabeza de los enanos congregados, que se habían agrupado por clanes, ataviados con armadura completa y las armas preparadas.

Mientras los otros enanos miraban, Thundin colocó la llave en una depresión que había permanecido oculta hasta ahora en la superficie de piedra de una de las puertas y ésta emitió un débil brillo. El enano murmuró una plegaria de agradecimiento a Grungni y, con una mano ancha y cubierta con un guantelete, giró la llave rúnica tres veces en sentido contrario a las agujas del reloj. Al otro lado de la puerta, desde el interior de la fortaleza, se oyó un estruendo sordo y metálico cuando los dientes que atrancaban la puerta se soltaron. Thundin volvió a girar la llave, esta vez en el sentido de las agujas del reloj, pero sólo una vez, y se pudo oír el sonido chirriante y traqueteante de las cadenas enrollándose en los carretes. Thundin retrocedió y las grandes puertas comenzaron a abrirse.

—Podríamos haber utilizado una de ésas antes —refunfuñó Rorek, que estaba al lado de Uthor, unos cuantos pasos por detrás de Thundin. Los otros enanos de la expedición inicial a la fortaleza se encontraban cerca—. Aún me duele la espalda de la escalada.

—O de cuando la máquina de guerra se vino abajo contigo encima —contestó Uthor, esbozando una sonrisita bajo la barba.

Rorek adoptó un aire alicaído al recordar el montón de madera, tornillos y trozos de cuerda en que se había convertido Alfdreng. Aún estaba intentando encontrar un modo de darles la noticia de su destrucción a los maestros de su gremio de ingenieros, allá en la fortaleza. No les gustaría.

—Lo siento, amigo mío —dijo Uthor con una amplia sonrisa—. Esta llave es del Gran Rey, forjada por su rhunki. Sólo su guardián de la puerta o un emisario de confianza pueden llevar una. Sin embargo, tus esfuerzos resultaron igual de efectivos, ingeniero —añadió—, pero mucho más entretenidos.

Soltó una carcajada mientras le daba una efusiva palmada a Rorek en la espalda.

Era evidente que el señor del clan de Karak Kadrin estaba de muy buen humor tras su fase sombría del final del consejo de guerra. Desde la batalla en el barranco, el comportamiento de Uthor había sido cambiante. Al ingeniero lo desconcertaba. Tras perder su máquina de guerra, ¿no debería ser él el que estuviera taciturno? No dispuso de mucho tiempo para reflexionar sobre ello ya que, con el camino abierto, los enanos comenzaron a congregarse dentro. Fue una ceremonia lúgubre puntuada por el estrépito de las armaduras y el crujido de las botas. Una adusta resolución invadió al grupo mientras seguían a Thundin, un silencio cargado lleno de determinación y de un deseo de venganza contra los saqueadores de Karak Varn.

* * *

—¡Urks! —gritó uno de los miembros de la Hermandad Sombría.

Los matadores fueron los primeros en entrar en la fortaleza y, en cuanto cruzaron la gran puerta, adelantaron corriendo a sus compañeros para atacar a un grupo de aproximadamente treinta orcos que estaban trabajando en la sala exterior. Los pieles verdes se quedaron anonadados mientras los matadores cargaban. Las criaturas estaban ocupadas apartando rocas a los lados de la cámara en carros de madera de aspecto rudimentario y llevaban picos y palas.

Un capataz orco, que estaba desenroscando un látigo con púas, sólo pudo gorjear una advertencia cuando el hacha de Dunrik lo golpeó en el cuello. Una segunda arma se acercó girando y chocó contra el cuerpo del piel verde mientras éste intentaba taponarse inútilmente la vena yugular, que le sangraba violentamente.

Un trol, al que el capataz había estado acosando para que sacara una roca grande del camino cuando los enanos atacaron, se quedó mirando como un tonto a su jefe muerto y luego les rugió a los matadores que se aproximaban. Intentó aplastar a Azgar con un trozo de mampostería que había caído durante el derrumbe, pero el enano esquivó el golpe y zigzagueó hasta colocarse detrás de la bestia. Al mirar bajo la roca, el trol se quedó consternado al descubrir que no había ninguna mancha pegajosa donde había estado el enano y estaba preguntándose vagamente qué habría sido de su próxima comida cuando Azgar le saltó sobre la espalda y enrolló la cadena del hacha alrededor del cuello de la criatura. El trol se sacudió, intentando quitarse de encima al matador que tenía colgado, aplastando a varios orcos en medio de su agonía. A Azgar se le tensaron los músculos y le aparecieron gruesas venas en el cuello y la frente mientras luchaba con la criatura. Al final, sin embargo, a la vez que el resto de la Hermandad Sombría masacraba a los orcos que quedaban, el trol cayó de rodillas y una lengua gorda y tirando a morada le colgó de la boca abierta.

—Ya te tengo —gruñó el matador con los dientes apretados.

Con un último y violento tirón de la cadena, la bestia se desplomó en el suelo y se quedó inmóvil. Azgar se puso en pie rápidamente, cogió una antorcha encendida que le lanzó Dunrik y le prendió fuego al trol.

Varios enanos murmuraron con admiración ante aquel increíble despliegue de destreza. Incluso Halgar hizo un gesto de aprobación con la cabeza por el modo en el que Azgar había matado la bestia.

Para cuando todo terminó, fue una masacre. Había cadáveres de orco por todas partes, diseminados entre charcos de su propia sangre.

Dunrik se acercó al capataz muerto y arrancó sus hachas una a una, escupiendo sobre los restos mientras lo hacía. Le dirigió una última mirada de odio al látigo con púas a medio desenrollar en la cintura del orco y al volverse se encontró a Uthor delante de él.

—Buen combate —lo felicitó.

Los otros enanos apenas habían tenido tiempo de sacar sus hachas.

Dunrik era el único que había derramado sangre de orco con los matadores.

—Fue una runk —repuso con amargura, como si no estuviera satisfecho con la masacre, y se alejó para situarse al lado de su primo pequeño.

La mirada de Uthor se cruzó con la de Azgar, pero no dijo nada.

Uno de los mineros de Zhufbar, un buscavetas llamado Thalgrim, si a Uthor no le fallaba la memoria, interrumpió el incómodo silencio.

—Menuda chapuza —comentó entre dientes, observando los rudimentarios puntales que los orcos habían clavado para soportar el techo, aunque habían movido gran parte de los escombros y habían abierto un hueco lo bastante grande para que los enanos pasaran—, una auténtica chapuza.

Thalgrim pasó la mano por los muros, buscando los sutiles matices en la pared rocosa.

—Ah, sí —masculló de nuevo—. Ya veo.

Uthor y Rorek intercambiaron una mirada de desconcierto antes de que el minero se volviera.

—Deberíamos movernos rápido, no es probable que estas paredes aguanten mucho tiempo.

—Estoy de acuerdo —coincidió Rorek, evaluando los puntales por sí mismo— Umgak.

—Eso —añadió Thalgrim—, y que las rocas me lo dicen.

Rorek lelanzó una mirada de preocupación a Uthor mientras formaba la palabra «bozdok» para que le leyera los labios y se daba un golpecito en la sien.

«Que Valaya tenga misericordia, como si un zaki no fuera ya suficiente», pensó el enano.

* * *

Thratch estaba satisfecho. Ante él tenía su máquina de bombeo, una destartalada estructura creada mediante la ciencia y la brujería del clan Skryre que incluso en sus últimas fases de construcción valía de sobra el escaso precio que había pagado por ella.

El enorme artefacto estaba situado en una de las plantas más bajas de la fortaleza enana, donde estaba la peor parte de la inundación, y un montón de andamios ensamblados de manera rudimentaria y gruesos tornillos lo mantenían unido. Tres ruedas enormes, impulsadas por ratas gigantes y esclavos skavens, suministraban energía a los cuatro grandes émbolos que accionaban la bomba propiamente dicha. En ese mismo momento, mientras los brujos del clan Skryre instaban a los que empujaban las ruedas a esforzarse más con los golpes de sus báculos arcanos, un relámpago verde crepitó entre dos puntas enroscadas que sobresalían de la parte superior de la máquina infernal como si fueran una horca giratoria retorcida.

De pie sobre una plataforma de metal, tras mirar nervioso la extensa masa de agua que tenía debajo y dar un involuntario paso atrás, el caudillo contempló cómo un relámpago errante golpeaba una de las ruedas, inmolando a los esclavos que había dentro y prendiéndole fuego a la rueda. Unos acólitos del clan Skryre, que llevaban gafas y unos extraños y prominentes bozales sobre la cara, se acercaron corriendo y bombearon una espesa nube de gas sobre el fuego. Unos cuantos esclavos de la rueda contigua se vieron atrapados en la densa atmósfera amarilla y cayeron de rodillas tosiendo. Una sangre espesa les burbujeó de la boca mientras sus cuerpos sin vida daban rumbos en la rueda girante, que se movía por inercia, pero el fuego fue extinguido rápidamente.

Thratch frunció el entrecejo y arrugó la nariz ante el hedor de la piel chamuscada.

—Listo-listo muy pronto —chilló un representante del clan Skryre, encogiéndose de miedo ante el caudillo—. El humilde Flikrit lo arreglará, sí-sí —parloteó.

Thratch dirigió su mirada cargada de veneno hacia él y estaba a punto de imponer alguna forma de castigo humillante cuando una sacudida recorrió la plataforma de observación. El caudillo skaven se tambaleó tras perder el equilibrio y cayó. Abrió mucho los ojos al aterrizar a sólo unos centímetros del borde de la plataforma cerca de lo que habría sido un profundo chapuzón en el agua de debajo si hubiera caído más lejos. Thratch soltó un chillido y se puso en pie rápidamente mientras retrocedía a toda prisa. Casi chocó con un guerrero skaven que por poco arroja a Thratch por el borde de la plataforma. El hombre rata era menudo y llevaba una armadura ligera: se trataba de uno de los corredores de Thratch, un mensajero.

—Habla. Rápido, rápido —gruñó el caudillo, recobrando la compostura.

A medida que el corredor le susurraba a Thratch al oído, el ceño del caudillo se fue intensificando.

—Has hecho bien, sí-sí —dijo Thratch cuando el skaven hubo terminado.

El corredor asintió enérgicamente con la cabeza y se arriesgó a esbozar una sonrisa nerviosa.

Thratch se volvió hacia el brujo, que seguía encogido a su espalda.

—Átalo a la rueda, sí…

El corredor puso cara larga y se dio la vuelta para escapar, pero dos fornidos guerreros alimaña, la guardia personal de Thratch cuando Kill-Klaw no estaba por allí, le bloqueaban la huida.

—Y no quiero más errores —gruñó el caudillo— o Thratch hará que te arreglen, sí-sí.

* * *

—Dibna el Inescrutable —le dijo Rorek al grupo mientras hacían una pausa en el umbral de un imponente salón de gremio.

Como gran parte de la fortaleza, ese salón estaba iluminado mediante antorchas que ardían eternamente. Estaban llenas de un combustible especial creado en colaboración por el Gremio de los Ingenieros y el de los Herreros rúnicos. Uthor sólo había oído hablar de tales cosas en susurros a los miembros de los gremios de Karak Kadrin y sabía que los ingredientes exactos del combustible, así como los rituales que tenían lugar para invocar su llama, eran secretos celosamente guardados.

Una inmensa estatua de piedra se alzaba ante los enanos, en honor de uno de maestros de gremio, aunque Dibna era un ingeniero de Karak Varn. La habían erigido como si fuera una columna en el centro de la vasta cámara y tallado para representar a Dibna sosteniendo las paredes y el techo con la espalda y los brazos. Su rostro mostraba una expresión adusta mientras soportaba la tremenda carga con estoicismo.

—Esto se ha añadido hace poco —comentó Thalgrim, fijándose en el tono y la aspereza de la roca de la que estaba hecho Dibna.

Se acercó a la estatua con cuidado indicándoles a los otros que esperasen. En cuanto llegó a ella, el minero pasó la mano cuidadosamente por la piedra, la olió y probó un poco de polvo y arenilla que recogió con el pulgar.

—Cincuenta años, no más —aseguró mientras se perdía entre las sombras.

—¿Adónde vas, buscavetas? —preguntó, levantando la voz Uthor, que aguardaba a la cabeza del grupo, detrás de Rorek.

Thalgrim se encontraba en la parte posterior de la sala y era evidente que algo más había llamado su atención.

—Aquí hay un pozo de un elevador —anunció el buscavetas. Estaba mirando a través de un pequeño portal abierto en la roca y delineado con doradas tallas rúnicas que destellaban—. Es profundo.

El eco de su voz llegó hasta los enanos.

—Quizás podamos utilizarlo para llegar al Gran Salón —murmuró Uthor.

Halgar se encontraba su lado.

—Sin saber adónde conducen, yo no me arriesgaría, muchacho —contestó el barbalarga.

Uthor aceptó el sabio consejo de Halgar con un silencioso gesto de la cabeza.

Rorek estaba inspeccionando el techo. Lo observó con desconfianza, fijándose en las rayas oscuras que bajaban por las paredes.

—La estatua apuntala la cámara —dijo el ingeniero—. Lord Melenarroja debe haberla encargado como medida temporal para impedir que el Agua Negra inunde las plantas superiores. —Se volvió hacia Uthor, varias filas de guerreros enanos permanecían pacientemente tras él—. Podemos pasar, pero debemos pisar con la mayor cautela —les advirtió.

* * *

—Esto estaba aquí incluso antes del reinado de Ulfgan —musitó Halgar, pasando los dedos nudosos por el mosaico de modo reverente.

Los enanos cruzaron la sala del gremio de Dibna sin incidentes, atravesaron largos túneles abovedados y numerosos salones y llegaron a la segunda planta sin ningún indicio aún de oposición.

Uthor lo había planeado de ese modo, dándole instrucciones a Ralkan de llevarlos por caminos poco transitados que era menos probable que estuvieran infestados de skavens y hacia el Gran Salón, situado en la tercera planta. No obstante, en no menos de tres ocasiones, el custodio del saber los había conducido a callejones sin salida o derrumbes; sus recuerdos de la fortaleza se volvían cada vez menos fiables cuanto más se adentraban. A menudo Ralkan se detenía y miraba su alrededor detenidamente, con la perplejidad grabada en la cara, como si nunca hubiera estado en ese túnel o cámara. Curiosamente, una palabra de Drimbold al oído del custodio del saber bastaba para que se pusieran en marcha de nuevo. El enano gris simplemente decía que estaba «animando al custodio del saber a concentrarse» cuando le preguntaban qué le había dicho.

Estaban a otro día de distancia de su objetivo, según Ralkan, y Uthor había decidido acampar en un enorme salón de hazañas: la estancia era tan inmensa que todo el grupo, casi doscientos enanos, apenas ocupaban una cuarta parte de la misma. Había mosaicos, como los que habían visto sobre la larga escalera que conducía a la Cámara del Rey, grabados en las paredes y él y Halgar contemplaban uno mientras la mayor parte de los demás enanos montaban el campamento.

—¿Anterior a la Guerra de Venganza, entonces? —preguntó Uthor.

Se trataba de la imagen de un gigantesco dragón, una bestia de la antigüedad. Unas escamas, rojas como llamas incandescentes, le cubrían el enorme cuerpo y un pecho amarillo y de costillas redondas le sobresalía mientras arrojaba un chorro de fuego negro por las hinchadas ventanas de la nariz.

—Galdrakk —murmuró Halgar.

Uthor le dirigió una mirada inquisitiva.

—Galdrakk el Rojo. Era una criatura del mundo antiguo, su edad era incalculable —explicó el barbalarga sin dignarse a aclarar más.

Uthor se acordó de las funestas palabras escritas en el dammaz kron: «Una bestia ha despertado…»

Había un héroe enano, ataviado con una armadura arcaica, rechazando las llamas con un escudo levantado. Un gran número de enanos muertos yacían a su alrededor convertidos en esqueletos carbonizados.

«… es nuestro fin».

Una segunda imagen mostraba al héroe y a un grupo de sus hermanos sellando al dragón en las entrañas de la tierra, un gran desprendimiento de rocas lo atrapaba por toda la eternidad.

—La sangre se agita al pensar en tales hazañas —dijo Uthor con orgullo.

—Y sin embargo, a mi me recuerdan nuestras glorias perdidas —masculló Halgar—. Yo haré la primera guardia —añadió tras un momento de silencio.

—Como desees, ancia… —comenzó a decir Uthor, pero se detuvo al darse cuenta de que el barbalarga ya se estaba alejando.

* * *

—Cualquiera esperaría que se sacase esa flecha de grobi —le comentó Drimbold a Thalgrim.

Los dos enanos estaban haciendo la segunda guardia sentados en una de las dos grandes entradas que conducían al salón de hazañas y para pasar el rato estaban observando sus compañeros.

—Tal vez no pueda —contestó Thalgrim—, si la punta está cerca del corazón.

Halgar estaba tendido de espaldas y el asta partida de la flecha negra sobresalía hacia arriba. El barbalarga parecía estar dormido, pero tenía los ojos completamente abiertos.

—¿Cómo hace eso? —preguntó Drimbold.

—Mi tío Bolgrim solía caminar dormido —comentó Thalgrim—. Una vez excavó un pozo de mina entero mientras dormía.

Drimbold volvió la mirada hacia su compañero con incredulidad. El buscavetas se encogió de hombros a modo de respuesta. El brillo azul-grisáceo de una piedra brillante, un legendario trozo de brynduraz extraído de las minas de Gunbad, iluminaba su rostro. Había varios pedazos del mismo material incrustados por todo el salón; aunque los enanos podían ver bastante bien en la oscuridad, un poco de luz adicional nunca venía mal.

Uthor había prohibido encender hogueras y les había ordenado apagar mientras dormían las antorchas que estaban colocadas en apliques alrededor de la cámara. Perjudicarían la visión nocturna de los enanos, por lo demás excelente, y necesitaban toda la ventaja de la que pudieran disponer contra los roedores. El olor del humo o de la comida cocinándose también podría atraer a los skavens, y Uthor sólo quería enfrentarse a ellos cuando llegaran al Gran Salón. No poder cocinar también significaba que los enanos se vieran obligados a comer sólo pan enano y raciones secas. Thalgrim se llevó un trozo de aquel alimento a la boca y lo mascó ruidosamente.

A Drimbold no le gustaba —llevaba comiendo pan enano al menos dos días, pues ya se había terminado las demás raciones— y puso cara de asco. Entonces vio que Thalgrim metía la mano en el casco de minero, dotado de varias velas apagadas fijadas a él mediante la cera, y sacó algo.

—¿Qué es eso?

El olor acre hizo que al enano gris se le erizara la barba, aunque no era del todo desagradable.

—Chuf de la suerte —explicó Thalgrim.

El viejo trozo de queso que el buscavetas sostenía en la mano parecía medio comido.

—Sólo he necesitado recurrir a él una vez —dijo mientras lo olía larga y profundamente—. Estuve atrapado durante tres semanas en un pozo hecho por los mineros Espaldayesca. Son gente de poca fuerza de voluntad y huesos pequeños, igual que sus túneles.

Drimbold se relamió.

Thalgrim vio el gesto y se volvió a guardar el chuf en el casco mientras miraba al enano gris con recelo.

—Quizás deberías dormir un poco —le aconsejó—. Yo puedo arreglármelas aquí.

No fue una petición.

Drimbold estaba a punto de protestar cuando se fijó en la resistente piqueta de minero, con un extremo en forma de pico, situada al lado de Thalgrim. Asintió con la cabeza y, arrastrando su mochila con él —que ahora rebosaba de botín una vez más—, fue a buscar un rincón adecuado, fuera de la vista del buscavetas.

Drimbold se sentó contra una de las enormes columnas que flanqueaban el borde de la sala de hazañas. Era tan enorme que quedaba protegido de la mirada de Thalgrim. Satisfecho, volvió a observar al grupo dormido.

Casi todos estaban durmiendo. Los enanos estaban alineados, a pesar del hecho de que disponían de espacio para desplegarse: la sociabilidad y la hermandad entre los suyos estaban arraigadas desde los tiempos de los antepasados. Uno o dos seguían despiertos fumando, bebiendo o hablando en voz baja. La mayor parte de la Hermandad Sombría parecía estar en estado de coma, después de haber trasegado suficiente cerveza para matar a varios bueyes de montaña. Al parecer, los matadores tenían buen olfato para el alcohol y habían descubierto otra reserva secreta de cerveza en la planta. Las «paradas de cerveza», como a veces se las conocía, eran algo común: las fortalezas eran enormes y si un enano se veía obligado a emprender un largo viaje, precisaría tales libaciones. Azgar era el único miembro de la Hermandad Sombría que seguía despierto. Estaba sentado en la periferia del campamento, con el hacha en la mano y la mirada clavada en la oscuridad. Los tatuajes de su cuerpo parecían resplandecer bajo la luz que proyectaba el cercano círculo de piedras brillantes, que proporcionaban al matador un aire irreal. Drimbold reconoció algunos como guardas de Grimnir. También le había oído mencionar al matador que llevaba uno por cada monstruo que había matado. El enano gris reprimió un estremecimiento: Azgar estaba cubierto casi por completo, de la cabeza a los pies. Drimbold apartó la mirada para que el matador no lo pillara mirándolo.

Unos ronquidos reverberantes surgían del cuerpo tendido de Gromrund a través del imponente yelmo de guerra que el martillador —por razones desconocidas para el resto del grupo— aún llevaba puesto. Se había despojado del resto de la armadura, que permanecía a su lado cuidadosa y meticulosamente ordenada.

Hakem se encontraba cerca —parecía que los dos habían alcanzado alguna clase de acuerdo—, acostado con las manos sobre el pecho y aferraba su monedero de oro con una de ellas. El ufdi llevaba pinzas en las trenzas de la barba y utilizaba un cojín de terciopelo para dormir. A Drimbold lo turbó descubrir que el señor de clan mercante tenía un ojo abierto, ¡y estaba mirándolo directamente! El enano gris volvió a apartar la mirada.

Después de decidir que ya había terminado de observar, comenzó a acomodarse para pasar el resto de la noche. Le pesaban los párpados y se le estaban cerrando cuando un débil grito lo despertó. Buscó su hacha de mano instintivamente, pero se relajó al darse cuenta de que se trataba de Dunrik, que había despertado de alguna pesadilla. Borri llegó rápidamente al lado de su primo. Unos cuantos enanos más a los que había perturbado el ruido refunfuñaron mientras volvían a ocuparse de sus cosas.

El barbilampiño le estaba susurrando algo a Dunrik en voz tan baja que Drimbold apenas podía escucharlo. Se le despertó el interés cuando captó algo sobre «una dama» y «un secreto».

¿Borri se iba a casar por dinero y no quería que los otros lo supieran? Drimbold se preguntó entonces si el enano se había unido a la misión a Karak Varn para proteger parte de la dote de su prometida. Esa idea hizo que se le helara la sangre. ¡Significaba que Borri era un rescatador, igual que él!