CINCO

CINCO

—Es un insensato —gruno Gromrund—, un estúpido insensato. Sesenta enanos para tomar una fortaleza llena de skavens… Es una locura.

Habían estado tres meses en el Pico Eterno mientras se reunían y preparaban a los guerreros. El coste de las armas y las armaduras que se les habían proporcionado a los clanes se había controlado cuidadosamente y se había registrado en el diario del saldador de cuentas para poder restarlo de los fondos de Karak Kadrin, Norn, Hirn, Izor y Barak Varr. Con todo en orden, se habían dirigido por fin hacia Karak. La expedición contaba con un refuerzo de cuarenta guerreros de los clanes Manofuego, Rompepiedras y Cejofruncido y un grupo de veinte rompehierros al mando del barbahierro Thundin, hijo de Bardin, y el emisario del rey con la misión de recuperar la karak. Éste caminaba junto a Uthor, ataviado con grueso gromril y sus rompehierros mantenían un paso acompasado tras él. Thundin poseía un espíritu belicoso y había estado ansioso por unirse al grupo y volver a tomar Karak Varn. El adorno de su yelmo, un martillo en miniatura golpeando un yunque, se sacudía arriba y abajo enérgicamente al ritmo de las grandes alas del yelmo de guerra de Uthor a medida que los enanos avanzaban en busca de gloria.

—Sin duda, después añadirá Gunbad a su lista de conquistas —se quejó Gromrund mientras los conducían al oeste, a lo largo de la Carretera de la Plata.

El monte Gunbad era una sombra pálida en el horizonte septentrional y los enanos tenían mucho interés en evitarlo en su viaje. La gran y próspera mina de oro que se encontraba allí había caído hacía más de trescientos años, saqueada por los grobis, y todavía no se había llevado a cabo ninguna tentativa para recuperarla. Era la mina más rica de todas las montañas del Fin del Mundo y el único depósito de brynduraz, la rara «piedra brillante» que mineros y reyes buscaban con igual fervor, y la habían perdido a manos de los pieles verdes.

—¿Y qué hay de su plan? —continuó el martillador—. No sabemos nada de eso.

—No irás a faltar a tu juramento, ¿verdad? —inquirió Hakem, que había estado viajando con Gromrund desde el Pico Eterno.

Por muy diferentes que fueran, al menos Gromrund sentía que contaba con un aliado en el ufdi, a pesar de su chabacanería y su jactancia. La verdad era que, desde Karaz-a-Karak, el enano había hablado poco de «las riquezas y la gloria de Barak Varr» y eso significaba que el martillador podia soportar su presencia.

—No soy un unbaraki —repuso Gromrund, manteniendo la voz baja mientras pronunciaba esa palabra. Ser un «quebrantador de juramentos» era el peor insulto que se le podía dirigir a un enano—. Pero no busco gloria personal ni saldar cuentas antes de encontrarme ante las puertas de los Salones de los Antepasados… Hacemos esto por Lokki —añadió Gromrund con aire de gravedad, a la vez que le echaba una mirada a Halgar.

El barbalarga caminaba solo, a unos pasos de distancia. Nadie hablaba con él, nadie se atrevía, pues tenía el entrecejo fruncido de tal modo que podría quedársele grabado en la cara para siempre y soportaba una profunda carga que le ensombrecía los ojos como un eclipse de luna.

—Por Lokki, entonces —repitió Hakem, que también estaba mirando a Halgar, lleno de honorable bravuconería—. Lo juro por el martillo Honakinn.

—Por Lokki —murmuró Gromrund mientras el grupo dejaba la Carretera de la Plata siguiendo un afluente del Agua Negra que, en cuanto llegaran a la gran poza azabache, los llevaría de regreso a la fortaleza.

* * *

Drimbold caminaba entre el grupo de guerreros del Pico Eterno con Ralkan a su lado. El enano gris no sabía qué le había ocurrido al custodio del saber. No llegó a luchar en la batalla final para escapar de la karak, para entonces ya hacía mucho que se había marchado. Pero, aunque ya no se mostraba tan retraído, tampoco llevaba gran cosa de oro, así que a Drimbold no le interesaba.

Rescatar, eso es lo que estaba haciendo y estaba decidido a regresar a Karak Varn para poder continuar con su labor; pero preferiría hacerlo con un grupo de robustos guerreros que por su cuenta, aunque probablemente sólo podría entrar sin que lo descubrieran como había hecho antes. No obstante, por ahora, otros pensamientos ocupaban su mente.

Durante varios días, el enano gris había estado vigilando de cerca a dos de sus compañeros de viaje, concentrado en sus posesiones. Los dos eran nobles del Pico Eterno —un barbilampiño y su primo mayor, si la memoria no le fallaba a Drimbold—, que deseaban honrar a su clan volviendo a tomar Karak Varn. «En cierto sentido, la verdad es que todos somos rescatadores», pensó.

Mientras avanzaban entre sus parientes, Drimbold se fijó en los dedos llenos de anillos del enano de más edad y las franjas de bronce pulido que rodeaban su yelmo de guerra y sus brazales. Drimbold abrió mucho los ojos al captar el destello de algo brillante alrededor de la cintura del barbilampiño. El enano gris sólo tardó un momento en darse cuenta de lo que era.

«¡Oro, nada menos! Estos enanos del Pico Eterno sí que son ricos», pensó Drimbold. Retomó el ritmo, sólo unos pasos por detrás de ellos, y se recordó algo muy importante: en el camino, siempre existe la posibilidad de que algo se caiga.

* * *

Uthor se volvió y dio la señal para que el grupo dejara la Carretera de la Plata por fin. El afluente que los conduciría al Agua Negra los llamaba y, aunque el terreno estaría lleno de riscos, helechos con púas y piedras sueltas, era el modo más conveniente de llegar a Karak Varn.

Un cuerno de guerra resonó por la corta línea de marcha de los enanos, de cinco en fondo, y la columna se dirigió al noreste siguiendo el ejemplo de Uthor, con Thundin y los rompehierros a la zaga. No pasó mucho tiempo antes de que la sombra de Karak Varn se irguiera imponente ante ellos una vez más. Sin embargo, fue otra imagen —una mucho más grata— la que atrajo su atención esta vez.

* * *

—Contemplad —le dijo Rorek al grupo de enanos congregados a su alrededor—. ¡Alfdreng… el mataelfos!

Un resistente lanzapiedras de madera se encontraba detrás del ingeniero, atado a un carro que parecía pesar mucho y del que tiraban tres ponis. Tenía gruesas chapas de metal atornilladas a la parte de carga y éstas a su vez estaban sujetas a una plataforma circular recubierta de hierro encajada en la base del carro. Había una manivela, lo bastante ancha para que dos enanos la accionaran, clavada en una segunda chapa, junto a la plataforma circular, y una reserva de rocas expertamente talladas aguardaba en una cesta tejida al final del carro. Cada piedra llevaba lemas y diatribas rúnicos dirigidos a la raza de los elfos. Durante la Guerra de Venganza, los lanzapiedras que los enanos habían usado para derribar las murallas de Tor Alessi habían pasado a llamarse «lanzaagravios» al surgir la práctica de grabar la munición que lanzaban, reflejando la furia profundamente arraigada que los enanos sentían en aquellos días contra sus antiguos aliados.

Se oyeron murmullos de aprobación mientras el ingeniero alardeaba del antiguo lanzaagravios ante los guerreros de Karaz-a-Karak y los que habían sido sus compañeros. El enano también había traído con él nada menos que doscientos guerreros de Zhufbar, una ofrenda del rey. Los clanes Martillobronce, Barbahollín, Dedohierro y Corazónpedernal hincharon el pecho y se atusaron el bigote o la barba mientras contemplaban los gestos de admiración de sus hermanos del Pico Eterno.

—Sólo a un ingeniero se le ocurriría traer una máquina a un combate de túneles —le comentó Gromrund entre dientes a cualquiera que estuviera escuchando—. Los enanos hemos estado librando batallas sin tales artilugios durante miles de años, no veo en qué nos favorecería hacerlo ahora.

»Mataelfos, ¿eh? —bramó Gromrund.

Rorek asintió con orgullo, apoyando un pie en un lado del carro y adoptando una pose dinámica.

—Vamos a matar grobis y roedores, no elfos —refunfuñó el martillador.

—Bah —contestó Rorek mientras le daba una larga calada a su pipa—, aplastara grobis y hombres rata igual de bien que a elfos. Así lo dice Rorek de Zhufbar —añadió riendo, respaldado por un coro de ovaciones de sus parientes.

* * *

Los pieles verdes atacaron rápido y sin aviso, descendiendo por el barranco de laderas empinadas como si fueran una marea salvaje. Goblins nocturnos, con capuchas y capas, salieron en avalancha de madrigueras ocultas en la montaña y lanzaron flechas con plumas negras contra los enanos. Tres guerreros cayeron en la primera oleada antes de que los enanos hubieran preparado los escudos. Orcos descomunales, al mando de sus hermanos de piel negra, se lanzaron hacia delante con cuchillos en alto y lanzas en horizontal, y se estrellaron contra el muro de escudos preparado a toda prisa de los guerreros de los clanes de Karaz-a-Karak. Una horda de trols, a los que su cruel señor orco azotaba y acosaba para que atacaran, se abalanzó sobre los rompehierros situados a la cabeza del grupo, pisoteando y corneando. Un chorro de hediondo ácido estomacal surgió de uno de los orcos y envolvió a uno de los rompehierros veteranos. Su resistente armadura no servía de protección contra la repugnante sustancia.

En unos pocos y brutales minutos, el ejército enano se vio envuelto en el combate.

—¡Agrupaos! —bramó Uthor, protegido de los trols por Thundin y sus rompehierros.

Un guerrero que se encontraba cerca, mientras sus compañeros luchaban contra la horda orca que presionaba cada vez con más intensidad, oyó la orden y tocó una nota larga y fuerte con su cuerno de guerra. Una segunda nota procedente de más arriba de la línea respondió y el grupo comenzó formar una gruesa cuña de acero y hierro. Rodeados por el frente y por el flanco, fue un proceso lento y algunos enanos se quedaron atrás mientras peleaban.

Un grupo de goblins montados en lobos aparecieron correteando entre gritos y aullidos de detrás de unos riscos y hostilizaron la retaguardia de la columna de enanos, disparando arcos cortos y realizando temerarias incursiones relámpago contra los rezagados.

* * *

Rorek gritó furiosas órdenes a su equipo desde el carro. Dos enanos accionaron la manivela frenéticamente y Alfdreng giró sobre la plataforma circular para situarse frente a las hordas que salían de las laderas del barranco como maliciosas hormigas.

—¡Asegurad! —exclamó.

Seis soportes de metal con anchos dientes en los extremos bajaron del carro y se clavaron en el suelo, sujetándolo con firmeza. Los ponis resoplaron y piafaron inquietos, pero Rorek no les prestó atención.

—¡Levantad! —bramó.

El gigantesco brazo del lanzaagravios retrocedió mediante un resistente eje de madera. La madera de la que estaba tallado el brazo se dobló y crujió por la presión.

—¡Cargad!

Dos sudorosos miembros del equipo llevaron, rodando, una pesada roca hasta la cesta de lanzamiento y orientaron las runas de agravios hacia el enemigo.

Utilizando el ojo bueno, el ingeniero fijó su mirada en los goblins nocturnos que se abrían paso, arrasando, y en una oleada de orcos que estaba punto de golpear la columna de enanos. La tensión del brazo de lanzamiento persistía, resonando por toda la estructura de madera.

—Esperad… —indicó.

Las hordas se iban agrupando en una masa muy apretada a medida que goblins y orcos tomaban posiciones.

—Esperad…

Los pieles verdes se detuvieron en un cerro rocoso y comenzaron a tensar las cuerdas de sus arcos.

—¡Fuego! —gritó Rorek.

Una ráfaga de aire pasó rápidamente a su lado y una sombra oscura se convirtió en un borrón en el cielo, cada vez más negro, antes de que la roca se estrellase contra el centro del cerro, aplastando orcos y goblins por igual. El cerro se desplomó y varios pieles verdes más acabaron enterrados.

Puede que tuviera una puntería espantosa con una ballesta, pero el ingeniero era un tirador de primera con cualquier maquinaria.

Los miembros de su equipo y los enanos de Zhufbar que rodeaban la máquina de guerra prorrumpieron en una ovación, pero Rorek no tuvo tiempo para celebrarlo pues vio más pieles verdes.

—Cinco grados a la izquierda —bramó—. ¡Accionad la manivela!

* * *

Hombro con hombro con los guerreros del clan Manofuego, Gromrund y Hakem luchaban contra una muchedumbre de urks armados con lanzas. Un denso bosque de afiladas puntas de piedra se abalanzaba contra ellos. Un enano de Manofuego cayó borbotando sangre cuando una lanza le perforó el gorjal de malla.

Hakem partió un asta en dos y esquivó otra con el escudo; una tercera le golpeó la hombrera y lo hizo retroceder, pero se enderezó rápidamente para desviar un golpe mortal dirigido al cuello.

Puesto que no disponía de espacio para blandir su enorme martillo, Gromrund usaba el arma como un ariete, asestando potentes embestidas con la cabeza del martillo. La madera se astillaba y los huesos se partían bajo sus fuertes golpes, pero llegaban más orcos. Cerca de allí podía oír la endecha de batalla de Halgar por encima del estruendo del entrechocar del acero.

* * *

Uthor se encontraba con Thundin. Su hacha cortaba la piel de orco como si no fuera nada. Cada herida dejaba una marca abrasadora, su arma silbaba al golpear la carne, de un horroroso tono gris pálido. Los trols eran conocidos por su milagrosa capacidad para regenerarse incluso de las heridas más atroces. En ese mismo momento, una de las horripilantes bestias se recuperó de una gran cantidad de heridas de hacha que le habían infligido tres de los rompehierros de Thundin. La criatura aporreó a uno contra el suelo, otro salió volando de un manotazo contra sus hermanos antes de que los veteranos se echaran de nuevo sobre el trol y procedieran a desmembrarlo. Dondequiera que el arma de Ulfgan caía, la piel no volvía a unirse ni los huesos a colocarse; donde ésta caía sólo había muerte y ésa era la razón de que los enanos estuvieran ganando.

—Luchas con el fuego de Grimnir, que su hacha siempre esté afilada —dijo Thundin mientras esquivaba un feroz golpe del garrote de un trol y se adelantaba para abrirle la abultada tripa.

La bestia retrocedió dolorida y bramando de furia. El barbahierro pasó corriendo a su lado, pues ya había abierto la abertura que necesitaba.

Entre golpes, Uthor vio que Thundin se encontraba cara a cara con el caudillo orco. La criatura gruñó y lanzó su látigo con púas contra el barbahierro, pero Thundin atrapó la tralla alrededor de la muñeca, provista de un barzal, y tiró del orco hacia él. El señor orco casi sale rodando. Thundin lo decapitó y un chorro de sangre carmesí manó del cuello destrozado. Con el resto de los rompehierros presionando y la hoja del hacha de Uthor masacrándolos, los trols huyeron. Sus patas largas y desgarbadas los llevaron de regreso a las colinas.

—Parece que no soy el único —respondió Uthor tras haberse abierto paso hasta Thundin.

El barbahierro siguió su mirada hasta los dos nobles del Pico Eterno.

Luchaban como matadores a la cabeza del clan Rompepiedras, derribando pieles verdes con furia controlada. Varios goblins ya se habían acobardado y se alejaban correteando de las centelleantes hojas de sus hachas.

Los enanos combatían a lo largo de toda la línea. Algunos habían caído y sus nombres no serian olvidados: quedarían anotados en el libro de los recuerdos de Ralkan, que el custodio del saber aún llevaba atado con correas a la espalda. Aunque estaban muy apiñados y los orcos los atacaban por dos flancos, los muertos de los pieles verdes multiplicaban por diez los de los enanos. Se amontonaban en grandes pilas apestosas.

Sus congéneres, que aún tenían ganas de luchar trepaban sobre los cadáveres en descomposición. Con una hilera de riscos a su espalda y los escudos entrelazados delante y a los lados, la formación enana resultaba prácticamente impenetrable. Los pieles verdes no la atravesarían.

«Ganaremos este combate», pensó Uthor.

Un estridente grito de guerra surgió de pronto por encima del estruendoso ruido de la batalla, resonando por el estrecho paso. La mirada de Uthor se dirigió al oeste, hacia los riscos situados a espaldas de los enanos.

—Por las copas doradas de Valaya —musitó.

—Que siempre estén rebosantes —concluyó Thundin, que había seguido la mirada de Uthor.

Una segunda horda de pieles verdes, que superaba ampliamente en número a la primera, bajaba a toda velocidad por la ladera opuesta, aullando como demonios.

Uthor vio al cacique al que se había enfrentado Lokki en el Agua Negra montado sobre un jabalí de piel gruesa. Lo rodeaba una guardia de guerreros orcos con resistentes armaduras y que también montaban jabalíes mucho más grandes y de piel más oscura que el resto. Uno llevaba un estandarte harapiento adornado con cráneos y cadenas negras, y con el símbolo del puño apretado y manchado de sangre de un piel verde pintarrajeado encima. El destello de unas enormes puntas de lanza centelleó a la luz de la luna como estrellas irregulares y Uthor se dio cuenta de que los pieles verdes habían traído sus propias máquinas.

* * *

Rorek vio los lanzavirotes goblins: destartaladas máquinas de guerra montadas con el rudimentario arte de los pieles verdes y que llevaban una enorme lanza de hierro grueso y negro. Demasiado tarde, bramó:

—¡Girad!

El chasquido de seis lanzavirotes disparando uno tras otro llegó a oídos de Rorek arrastrado por la brisa irregular. Enseguida se oyó el sonido de la madera al astillarse y el ingeniero se quedó mirando horrorizado al darse cuenta de que se iba a estrellar contra el suelo, pues el punto del carro donde estaba se vino abajo brutalmente. Otro proyectil perforó el brazo de lanzamiento de Alfdreng justo cuando lo estaban girando frenéticamente para colocarlo en posición. Un miembro del equipo salió volando por los aires. Un segundo enano perdió la vida cuando la cuerda que estaba enrollada en el eje se soltó y lo estranguló.

Tres proyectiles más se hundieron en las filas de Zhufbar atravesando armadura como si fuera pergamino e inmovilizando a tres y cuatro enanos a la vez. Estaba anocheciendo cuando los orcos de la ladera occidental cayeron sobre ellos. El sol se iba escondiendo bajo la cima de la montaña, tiñendo el cielo de sangre; se hundió rápidamente mientras los enanos luchaban y los últimos vestigios difusos del día dieron paso al ocaso y luego al anochecer. Los orcos se transformaron en algo primitivo entonces, la falsa luz les daba un aspecto fantasmagórico.

Los orcos y los goblins se agolparon, Rorek se perdió de vista y muchos de los enanos de Zhufbar ya estarían cenando en los Salones de los Antepasados. Así no era cómo Uthor se había imaginado su glorioso viaje de regreso a Karak Varn.

Con la llegada de la oscuridad los pieles verdes se envalentonaron aún más, hasta que se oyó una nota discordante que resonó por las altas cumbres.

Los pieles verdes situados en la parte posterior de la horda occidental se estaban volviendo y sus gritos desgarraban el aire. Un urk que se encontraba en las filas de combate también se fijó en ello y se volvió un momento. Uthor lo mató con desprecio. Estaba a punto de seguir presionando su ataque cuando los guerreros de las primeras filas comenzaron a vacilar y a replegarse, distraídos por los acontecimientos que se estaban desarrollando a su espalda. Uthor lo vio entonces: un grupo de al menos treinta matadores blandía sus hachas a derecha e izquierda con sus brillantes crestas, de un color naranja encendido, que parecían un furioso muro cortafuegos incluso en medio de la oscuridad. Los orcos temblaron ante ellos y, al verse atrapados entre dos enemigos decididos, su voluntad flaqueó. El grito gutural del cacique hendió de nuevo el aire, pero esta vez era para señalar la retirada. Los enanos situados a ambos flancos redoblaron sus esfuerzos hasta que rechazaron tanto a la horda de pieles verdes del este como a la del oeste y acabaron con los pocos que quedaban.

Uthor se limpió un chorro de sangre de orco de la cara y la barba. Respiraba agitada y dolorosamente de modo que su voz fue apenas un susurro:

—Gracias a Grungni.

* * *

—Borri, hijo de Sven —contestó el barbilampiño con voz brusca y demasiado grave.

Uthor sospechada que el enano intentaba compensar su juventud. El barbilampiño llevaba un yelmo completo, con cejas de metal y una barba incorporadas al diseño, y todo ello complementado por una larga guarda para la nariz con tachuelas. Aunque las sombras que proyectaba el imponente yelmo ocultaban los ojos de Borri, éstos centelleaban con fuego y orgullo.

«No me extraña que luchara con tanto vigor», pensó Uthor al ver la expresión de acero del barbilampiño.

Una vez terminada la batalla, los enanos estaban reuniendo a los heridos y enterrando a los muertos. Los matadores, con los que Halgar había hablado largo rato, mantenían una cuidadosa vigilancia durante todo el proceso. Ralkan hizo un primer recuento y calculó que el grupo había perdido a casi treinta miembros. Los caídos pertenecían en su mayor parte a los clanes de Zhufbar, y aproximadamente otros treinta estaban heridos de gravedad. Habían encontrado a Rorek entre un montón de escombros de madera, inconsolable tras la destrucción de Alfdreng, pero aparte de eso vivo y sin heridas graves. Gromrund, Hakem y Drimbold también habían sobrevivido a la batalla.

Mientras los enanos se preparaban, a Uthor le pareció que era su deber reconocer los esfuerzos de sus guerreros y hablar con el misterioso grupo de matadores cuya oportuna intervención había cambiado el curso del combate. Decidió dirigirse a ellos después.

—Apenas cincuenta inviernos, ¿eh? —comentó Uthor—, y sin embargo, has luchado como un martillador.

Borri respondió con un marcado gesto afirmativo de la cabeza.

—Igual que tú —añadió, dirigiéndose al primo mayor de Borri, Dunrik del clan Bardrakk.

Uthor se dio cuenta de inmediato de que era evidente que ese enano había visto muchas batallas. Un mosaico de cicatrices le cubría el rostro y tenía una barba larga y negra sujeta con insignias de agravios. Llevaba una serie de pequeñas hachas arrojadizas alrededor de un resistente cinturón de cuero y colgada al hombro una enorme hacha con un pincho de aspecto mortífero en un extremo. Se parecía mucho a la de Lokki. Aunque pareciera increíble, dados sus esfuerzos, ambos habían salido de la lucha casi completamente ilesos.

—Hijo de Algrim —gruñó la voz de Halgar.

Uthor se volvió hacia el venerable barbalarga e inclinó la cabeza como siempre.

—Permíteme que te presente a nuestro aliado, Azgar Grobkul.

Halgar se hizo a un lado, dejando que Azgar se acercara.

El pecho desnudo del matador presentaba numerosos tatuajes y guardas de Grimnir. Una cresta empinada de cabello rojo fuego le sobresalía del cráneo y le bajaba por la musculosa espalda. Sobre los anchos hombros, parecidos a una losa, Azgar llevaba una piel de trol cosida con tendones. Lucía un cinturón rodeado de huesos de goblins y adornado con un macabro despliegue de truculentos trofeos. La llamada a las armas que había realizado en defensa del grupo se efectuó con un cuerno de wyvern que llevaba colgado del cuerpo mediante una correa de cuero y aferraba un hacha de hoja ancha, una cadena la unía a su muñeca por medio de un brazal.

—Tromm —musitó el matador, su voz fue como el crujido de la arenilla mientras miraba fijamente a Uthor a los ojos.

Los ojos del matador eran como pozos oscuros, cualidad que intensificaban las franjas negras tatuadas que los cruzaban, pero Uthor los conocía, y los conocía bien.

—La carga constante de aquellos que realizan el juramento del matador consiste en buscar una muerte honorable en la batalla, con la esperanza de expiar su pasado deshonor —contestó Uthor con expresión tensa.

—Quizás la encuentre en los salones de Karak Varn —dijo Azgar con tono adusto—. Parece una buena muerte.

Uthor tenía los puños apretados.

—Quizás —masculló mientras se relajaba—, si Grimnir lo quiere.

Uthor saludó una vez más a Halgar con la cabeza y luego se alejó con paso rígido para encontrar a Thundin.

—Soporta una oscura carga, muchacho —comentó Halgar, perdido por un momento en sus propios pensamientos—. No te preocupes.

—Sí —coincidió Azgar con una noble cadencia en la voz a pesar de su aspecto salvaje—. Así es.

El matador observó cómo Uthor se alejaba. Su rostro no revelaba emoción alguna.