CUATRO

CUATRO

Maltrecho pero con el espíritu incólume, Fangrak se abrió paso por los serpenteantes túneles goblins de las Montañas Negras y pensó en cómo podría evitar una muerte espeluznante. Al cacique orco lo acompañaba un grupo de sus guerreros; los pieles verdes —tanto orcos como goblins— que habían sobrevivido al ataque de los enanos en la puerta.

Ya lo habían derrotado dos veces. Después de la masacre en las estribaciones al borde del Agua Negra había reunido más guerreros. Sabía que los enanos se dirigían a la antigua ciudad, pero no había calculado cuánto tiempo estarían allí abajo. Había esperado dos días mientras su paciencia se iba agotando a cada hora que pasaba. Ni siquiera estrangular a algún que otro goblin había aliviado su aburrimiento. Habían levantado tótems, le habían hecho ofrendas de excrementos a Gork y Mork y habían encendido piras de hongos: los densos gases resultaban empalagosos y potentes. Un aletargamiento se había abatido sobre ellos debido a la embriagadora bruma que creaban las piras humeantes, y los enanos los habían sorprendido mientras los pieles verdes esperaban a que regresaran. Ahora tendría que explicarle todo esto a Skartooth.

El largo túnel se abría formando una amplia caverna. Las paredes estaban embadurnadas de excrementos con los que se habían representado las marcas de los dioses orcos. Había fogatas repartidas por toda la amplia estancia situada bajo la montaña, y goblins vestidos con gruesas túnicas negras que permanecían agachados lanzaron miradas furtivas y maliciosas a Fangrak cuando pasó a su lado. Algunos le silbaron y gruñeron mientras atravesaba el revoltijo que los pieles verdes habían descartado y la omnipresente mugre que lo invadía todo. Fangrak no le tenía miedo a ninguno de ellos: ni orco ni goblin. Les devolvió el gruñido a la vez que blandía su mayal de modo elocuente. La brutal arma estaba resbaladiza por la sangre de piel verde: había tenido que descargar su ira con alguien antes de regresar…

Por fin, Fangrak llegó al final de la cámara. Las parpadeantes antorchas sujetas en rudimentarios apliques de hierro proyectaban rayos de luz sobre los huesos desperdigados que había en abundancia allí. Orcos, enanos y skavens: la «mascota» de Skartooth los había dejado limpios a todos, incluso les había chupado el tuétano. La bestia siempre estaba hambrienta y no era prudente dejarla pasar hambre mucho tiempo.

En Ungul fue en lo primero que Fangrak se fijó mientras se acercaba a la silla de su caudillo con los hombros encorvados y sus guerreros derrotados a la zaga. El trol estaba recostado en un camastro de paja y piel desollada (marrón y basta como el cuero y rizada en los bordes). La bestia le gruñó al cacique orco mientras mordisqueaba una costilla manchada de sangre y con mucha carne. Las cadenas que lo ataban al suelo se sacudieron.

Fangrak se mantuvo lo bastante lejos de Ungul para que éste no pudiera alcanzarlo con sus brazos largos y desgarbados, y lo alivió ver que la bestia volvía a mordisquear el hueso. El cacique orco hizo una profunda reverencia apoyándose en una rodilla ante su caudillo.

Skartooth estaba sentado en su «trono», como al caudillo goblin le gustaba llamarlo. Hecho con huesos a los que Ungul había despojado de carne, el «trono» tenía un aspecto macabro. Una pila de cráneos servía de respaldo, rematada con cabezas de enanos y skavens, y de cualquier piel verde que contrariase al inquieto goblin. Huesos de costillas, muslos y espinillas formaban el asiento; mientras que los brazos, patas y pies estaban hechos de un surtido de otras partes y rematados con más cráneos. A Skartooth le gustaban los cráneos. Tenía uno encima de su gran capucha negra, un simple cráneo de rata: de lo contrario el altísimo pico se le caería sobre los ojos. Alrededor del cuello llevaba un collar de hierro erizado de pinchos. Era un talismán grotesco. Mientras se agachaba, Fangrak se imaginó apretándolo alrededor del cuello del caudillo goblin hasta que los ojos se le salieran de la diminuta cabeza y la fina lengua le colgara de aquella boca pequeña que siempre mostraba una sonrisita tonta. El cacique orco se permitió una sonrisa al pensarlo que procuró ocultar a Skartooth mientras el caudillo hablaba.

—Así que has vuelto —dijo el goblin con sorna, envuelto en su amplísima túnica negra manchada con el símbolo del puño de sangre—. ¿Ya has matado a esos apestosos retacos?

—No —gruñó Fangrak, manteniendo la cabeza gacha.

—¡Inútil! —soltó Skartooth mientras le lanzaba a Fangrak un puñado de carne podrida con la que había estado jugando.

La repugnante carne golpeó al jefe orco en la cabeza torciéndole el yelmo. Fangrak iba a enderezárselo pero…

—Déjalo —chilló Skartooth, poniéndose en pie y tirando con fuerza de la cadena de Ungul.

El trol, que había estado entreteniéndose arrancándose costras de la piel pedregosa, soltó un gruñido de irritación; sin embargo, el caudillo goblin miró a la criatura a los ojos y ésta se tranquilizó.

—¿Quieres sentir las tripas de Ungul? —gruñó Skartooth.

Fangrak levantó la mirada hacia el caudillo goblin, pero no delató ninguna emoción.

Skartooth dio un paso adelante. Fangrak pudo verlos excrementos del goblin que manchaban las pieles colocadas sobre el asiento del trono.

—¿Quieres acabar en su tripa, donde sus jugos te fundirán hasta no dejar nada, eh? Maldito inútil, imbécil comemierda.

Fangrak respondió desapasionadamente, con voz profunda y fría:

—Hemos encontrado un modo de cruzar la puerta.

Skartooth hizo una pausa en su diatriba para escuchar con atención.

—Pero hay un derrumbe en el camino —continuó Fangrak con calma—. Creo que podemos entrar, pero necesitaré a unos cuantos para despejarlo.

Skartooth miró a Fangrak a los ojos, examinándolo cuidadosamente para detectar si mentía. Satisfecho, el caudillo goblin se volvió a sentar.

—Tendrás lo que necesitas —dijo con voz quejumbrosa y chirriante—. Pero Ungul todavía tiene hambre y le he despertado el apetito.

Fangrak se puso en pie de nuevo y señaló a uno de sus guerreros. Se trataba de Ograk. Él era el que estaba de guardia en la puerta, despatarrado sobre una roca y roncando, cuando los enanos atacaron.

—¡Tú! —dijo Fangrak, haciéndole señas a Ograk para que se acercara—. Ven aquí.

Ograk se señaló el pecho tontamente para asegurarse de que el cacique se refería a él. Fangrak asintió con la cabeza una vez, muy despacio. El orco avanzó arrastrando los pies y mirando de reojo a Ungul, que se estaba relamiendo.

Fangrak se acercó hasta estar cara a cara con Ograk, luego sacó un cuchillo despacio y tranquilamente de una funda que llevaba en el cinturón y le asestó dos tajos en la parte posterior de las piernas a Ograk. El orco aulló de dolor y rabia, y se desplomó de rodillas. Desenfundó su cuchillo rápidamente, bufando furioso, pero Fangrak se lo arrancó de la mano con un fuerte golpe de revés.

—No vas a necesitar eso —dijo, agarrando a Ograk por el pescuezo y luego le gruñó al oído—: Y tampoco vas a salir corriendo.

Fangrak lanzó a Ograk al alcance del trol. Ograk gritó mientras Ungul lo golpeaba con un puño rollizo, el sonido del hueso al partirse resonó por la caverna.

—¿Hemos terminado? —le preguntó a Skartooth.

—Ve a despejar el derrumbe —contestó Skartooth— o serás tú el que acabe en su tripa la próxima vez.

Fangrak se volvió y les gruñó una serie de órdenes con tono severo y cortante a sus guerreros antes de ir a la cueva a obligar a otros a participar en su misión. Tras él oyó el sonido húmedo de la carne al desgarrarse y el crujido sordo del hueso machacado lentamente. No se quedó lo suficiente para oír cómo el trol sorbía los jugos ni se tragaba las tripas.

* * *

Uthor encabezaba la procesión de enanos mientras se acercaban al Gran Salón del Pico Eterno, Sede de los Grandes Reyes, detrás de Bromgar, uno de los martilladores del Gran Rey y portador de la llave de la Cámara del Rey. Era un gran honor y Bromgar lo llevaba con estoica fortaleza y absoluta gravedad.

El guardián de la puerta los había recibido en la imponente entrada de la fortaleza: un bastión inexpugnable de piedra que desafiaba los estragos de las eras. Había estado aguardando allí mientras se aproximaban por el camino del Pico Eterno. Parecía un enano insignificante ante el edificio de roca y hierro.

Los enanos del Pico Eterno los habían estado esperando.

Una serie de atalayas secretas situadas en los riscos más altos ofrecían una vista panorámica a lo largo de muchos kilómetros y permitían dar un fácil y rápido aviso cuando alguien se acercaba. Un grupo de ballesteros montaba guardia en las dos últimas atalayas que flanqueaban la puerta exterior. Estaban trabajadas en forma de enormes estatuas de los antepasados y los Grandes Reyes de la antigüedad; los imponentes centinelas miraban fijamente a todos los que se aproximaban. La venerable imagen de Gotrek Rompeestrellas se encontraba entre ellos, sosteniendo en alto la Corona del Fénix de los elfos, un trofeo que había ganado en Tor Alessi y que aún estaba en el Pico Eterno como recordatorio de la victoria de los enanos.

En la muralla superior más alta se podía ver el destello de los guerreros con armadura patrullando. La puerta propiamente dicha era una estructura colosal. Medía unos ciento veinte metros de alto y parecía perderse en el cielo y las nubes. La gran puerta que conducía a Karaz-a-Karak era tan sólida e imponente que era como si estuviera tallada en la mismísima ladera de la montaña. La runa de Valaya aparecía grabada sobre ella con una letra enorme.

Les habían permitido entrar principalmente debido a la presencia de Halgar y al hecho de que traían funestas noticias y el libro de agravios de Karak Varn como prueba de ello. Bromgar se dio media vuelta entonces, golpeó cinco veces con su antiguo martillo rúnico sobre la enorme barrera de piedra y dibujó un símbolo con la mano. Uthor observó embelesado cómo aparecía una fina juntura de plata y un portal que no medía más de un metro veinte de alto se abría y les permitía entrar.

—Desde que el Gran Rey Morgrim Barbanegra ordenó cerrarlas durante la Era de la Aflicción, las grandes puertas que conducen al Pico Eterno no se han abierto nunca —había dicho el guardián de la puerta con tono adusto a modo de explicación.

Una guardia de honor de los martilladores de Bromgar los recibió en la cámara de audiencias y, a continuación, los enanos bajaron por una larga galería, flanqueados por los guerreros reales que se mantenían en silencioso estado de alerta, con los grandes martillos apoyados sobre sus hombros cubiertos con armaduras.

* * *

Uthor no había visto nunca tal belleza e inmensidad. La sala de audiencias se alzaba formando un enorme techo abovedado sujeto con arcos de oro y bronce. Columnas de piedra, tan gruesas y grandes que un enano tardaría varios minutos en rodearlas, surgían hacia ese techo y resplandecían con las imágenes enjoyadas de reyes y antepasados. Un imponente puente, de mil barbas de ancho y cubierto con un mosaico que representaba las antiguas hazañas del Pico Eterno, se extendía sobre un enorme abismo que descendía hacia el corazón del mundo. Llevaba a una ancha galería bordeada por un auténtico ejército de estatuas de oro, cada una de las cuales era una representación perfecta de los antepasados reales de la fortaleza. Karaz-a-Karak era tan maravillosa que incluso Hakem guardó el más absoluto silencio, anonadado.

Del grupo original, ahora ya sólo seis tendrían una audiencia con el mismísimo Gran Rey. Rorek se había separado de ellos al borde del Agua Negra. Seguiría el largo camino de regreso a Zhufbar, procurando evitar a los pieles verdes que acechaban en las montañas y elevar una petición a su rey, solicitando tropas para la misión hacia Karak Varn y el rescate de la fortaleza. Lokki, naturalmente, había caído. Era un golpe amargo, que todos sentían, pero ninguno tan profundamente como Halgar, que apenas había hablado desde que habían hecho sus juramentos.

Después de un viaje agotador, se encontraron al fin ante la entrada al Gran Salón, que resplandecía con runas grabadas en oro y gromril, y estaba adornada con gran cantidad de joyas. Uthor tembló por dentro, encontrarse en un lugar así le dio una lección de humildad. Incluso le hizo olvidar el oscuro espectro que le rondaba por la mente —los recuerdos de lo pasado en Karak Kadrin—, aunque sólo fuera un momento.

Por toda Karaz-a-Karak resonaron cuernos, de notas profundas y retumbantes, anunciando la llegada de los visitantes a la corte del rey. Las grandes puertas de piedra se abrieron despacio, chirriando debido al peso de los siglos. Otra sala se extendía ante los enanos, tan larga y ancha que podría haber contenido varios asentamientos pequeños. El techo abovedado parecía desaparecer en un interminable firmamento de estrellas mientras un infinito despliegue de zafiros y diamantes centelleaba en lo alto. La luz que proyectaban enormes antorchas en apliques, forjados con los rostros adustos de grandes reyes y antepasados, y con incrustaciones de rubíes del tamaño de un puño, daban la impresión de que la fortaleza se abría hacia el mismo cielo.

El imponente planetario hizo sentirse a Uthor insignificante, al igual que los cientos de columnas bellamente talladas que se perdían en las sombras, mucho más allá de donde podía ver. Estaban grabadas con las hazañas e historias de los clanes del Pico Eterno. En algunas se veía la roca desnuda, donde la línea de un clan había sido exterminada. En ese mismo momento, en lo alto, había artesanos trabajando diligentemente, realizando grabados con pico y cincel.

Como si fuera la gruesa lengua de una mítica bestia inmensa, una alfombra roja de más de un kilómetro de largo descendía por el centro de la enorme sala. Mientras los enanos la atravesaban, en atemorizado silencio, Uthor se fijó en las grandes hazañas de sus antepasados grabadas en las paredes. Estas imágines eran muchísimo más grandes que las de Karak Varn, medían más de treinta metros de alto: los dioses antepasados, Grungni y Valaya enseñaban a sus hijos los secretos de la piedra y el acero; el poderoso Grimnir daba muerte a los oscuros moradores del mundo y su larga caminata hacia el desconocido norte; la coronación de Gotrek Rompeestrellas y, por último, las grandes hazañas del Gran Rey Morgrim Barbanegra y su hijo, el actual señor del Pico Eterno, Skorri Morgrimson. Uthor se limpió una lágrima al contemplar tal magnificencia.

Bromgar les pidió a los enanos que se detuvieran al borde de una amplia tarima circular de piedra. Los ancianos rostros del consejo de mayores de Karaz-a-Karak los contemplaban desde el otro extremo. Cada uno de ellos estaba sentado en un asiento de piedra de altos respaldos decorados con insignias de los antepasados hechas de bronce, cobre y oro. Cada asiento llevaba un emblema para reflejar el estatus y la posición de quien lo ocupaba. Un enano de aspecto severo, con la larga barba negra salpicada de virutas de metal y atada con varillas de hierro y con una piel morena que brillaba como el aceite, no podía ser otro que el maestro ingeniero del rey; su silla estaba decorada con unas tenazas cruzadas con una resistente llave. La suma sacerdotisa de Valaya, una sabia y anciana matriarca que llevaba una larga túnica morada, estaba sentada en una silla que mostraba la imagen de un gran hogar enano y la runa de la diosa antepasada encima. También había otros: el jefe de avituallamiento sostenía una jarra, los barbalargas de las hermandades guerreras portaban hachas y martillos, y el custodio del saber sostenía un libro abierto.

En el centro de esta venerable reunión, en la cima de unos negros peldaños de mármol y sentado sobre otra tarima más, se encontraba el mismísimo Gran Rey, Skorri Morgrimson.

El rey vestía un jubón blanco y azul ribeteado de hilo de plata sobre un pecho amplio y parecido a una losa. Lucía la espesa y fuerte barba negra —igual a la de su padre— atada con piezas de oro. Estaba salpicada de pelos grises que dejaban entrever su edad y sabiduría. Mantenía los brazos gruesos y musculosos —rodeados de bandas de bronce, cobre y oro e inscritos con tatuajes en espiral— cruzados sobre el pecho. En un brazo llevaba pintados los diferentes emblemas de los antepasados; en el otro, un dragón rojo rampante con la serpenteante cola enroscada formando una espiral rúnica.

* * *

El asiento del Gran Rey dividía el semicírculo de mayores formando dos arcos más pequeños pero iguales, y era muchísimo más grandioso.

El Trono del Poder estaba bordeado en bronce, donde se había grabado un martillo golpeando un yunque con la cara de Grungni en un vértice triangular de oro, un poderoso símbolo de Karaz-a-Karak y todo el pueblo enano. Llevaba la Runa de Azamar, forjada por Grungni y única en su género, pues se decía que era prácticamente indestructible. Existía la creencia de que si el poder de la runa se rompía alguna vez, vería la muerte de los enanos y el fin de todas las cosas.

De pie justo detrás del rey, dos a cada lado, con su armadura de gromril resplandeciente bajo la luz de las antorchas, se encontraban los portadores del trono de Skorri. En tiempos de guerra y por orden del rey, llevarían el imponente trono del poder a la batalla con el Gran Rey sentado encima, leyendo el Gran Libro de Agravios. Se trataba de los mejores guerreros de toda Karaz-a-Karak. Uthor se habría inclinado ante ellos y, sin embargo, ¡ahora estaban ante el mismísimo Gran Rey!

—Noble Bromgar, ¿a quién traes ante este consejo? —preguntó la suma sacerdotisa de Valaya.

—Venerable dama —respondió Bromgar mientras hacía una profunda reverencia—. Una expedición procedente de Karak Varn busca la sabiduría y la opinión del consejo del Pico Eterno en un asunto de suma importancia.

—En ese caso, que den un paso al frente —dijo la sacerdotisa, respetando la costumbre de la corte del Gran Rey.

Como uno solo, los enanos del grupo entraron en el círculo mientras Bromgar retrocedía, perdiéndose entre las sombras una vez cumplido su deber inmediato.

—Lord Melenarroja es el señor de Karak Varn —dijo el Gran Rey. Los enanos se encontraban a casi seis metros de distancia, tal era el tamaño del círculo y, sin embargo, la voz del rey les llegó fuerte y resonante—. Hay un agravio anotado a su nombre en el Dammaz Kron por no entregar una remesa de gromril como prometió —continuó—. ¿Qué tenéis que decir al respecto? ¿Quién habla por vosotros? —gruñó el rey, fulminando a los enanos con la mirada uno por uno. Sólo contuvo su ira con Halgar.

Uthor dio un paso al frente, separándose del grupo.

—Gnollengrom —saludó mientras hacía una reverencia, apoyándose en una rodilla y se sacaba el yelmo alado, que sostuvo bajo el brazo, para mostrar la debida deferencia—. Yo hablo por todos, señor. Soy Uthor Algrimson de Karak Kadrin.

—Entonces, se te oirá, Uthor, hijo de Algrim —bramó la voz del rey, las pobladas cejas le asomaban bajo la dorada corona del dragón de la karak que descansaba sobre su frente.

—Traigo funestas noticias —comenzó Uthor—. Kadrin Melenarroja, mi antepasado y señor de Karak Varn, ha muerto.

Su escueta revelación fue recibida con una oleada de sorpresa y desesperación de un extremo a otro del consejo. El Gran Rey fue el único que se mantuvo frío; se removió en su asiento y se inclinó hacia delante para apoyar la barbilla en un puño. Sus ojos contemplaban a Uthor fijamente, y le pedían que continuara.

—Lo mataron los urks al borde del Agua Negra. Su talismán es prueba de ese vil acto.

Uthor lo sostuvo en alto para que todos lo vieran. Rostros adustos, transidos de dolor, le devolvieron la mirada.

Uthor señaló al resto de sus compañeros.

—Nos adentramos en su fortaleza y la encontramos abandonada, invadida por los skavens.

El Gran Rey frunció el entrecejo al oír eso. Uthor prosiguió:

—Haciéndole frente a la muerte y la sangre, recuperamos el libro de agravios —dijo Uthor, y Ralkan avanzó con la cabeza inclinada y sosteniendo el libro de agravios de Karak Varn delante de él, en los brazos extendidos. Seguía salpicado de sangre de skaven.

—Ralkan Geltberg, último superviviente de Karak Varn. —Había lágrimas en los ojos del custodio del saber mientras lo decía.

—Cuenta una historia realmente triste —agregó Uthor. Su expresión se ensombreció al regresar al aciago recuerdo—. Uno de los miembros de nuestro grupo… Lokki, hijo de Kragg, señor del clan real de Karak Izor, murió para recuperarlo.

Halgar se enderezó, la mención del nombre de aquel que estaba a su cargo aún era una dolorosa herida para el barbalarga.

—El venerable Halgar Mediamano del clan Manocobre era pariente suyo —explicó Uthor.

Halgar dio un paso al frente entonces, se quitó el yelmo e hizo una reverencia como dictaba una larga tradición, aunque con el puño sobre el pecho como se acostumbraba antaño.

El Gran Rey Skorri asintió en señal de respeto al barbalarga.

—Actos viles, sin duda —comentó—. Las grandes fortalezas caen y nuestros enemigos se vuelven cada vez más audaces. Este desaire no se olvidará y quedará grabado para siempre en el gran kron.

—Noble rey Morgrimson —dijo Uthor con atrevimiento, su impertinencia al hablar antes de que le preguntaran escandalizó a todos los presentes—. Buscamos venganza para nuestros hermanos y los medios para recuperar la fortaleza de Karak Varn de las garras de esos malditos roedores. ¡Cada uno de nosotros ha hecho un juramento con sangre!

Bromgar se acercó, indignado ante esta falta de respeto, pero una mirada del Gran Rey detuvo la mano del guardián de la puerta.

En los ojos de Uthor ardía tal pasión que nadie podía menos que conmoverse. Skorri Morgrimson no fue una excepción.

—Vuestra causa es noble —convino el Gran Rey—, y ningún juramento se debe tomar nunca a la ligera, pero no puedo ayudaros en esta empresa si lo que pedís es el poder de mis guerreros. Nos sobran muy pocos, nuestro número ha ido menguando constantemente ante los ataques de los grobis y los de su calaña. Hay otros asuntos más urgentes que exigen la fuerza de Karaz-a-Karak. ¡Ay, los problemas de Karak Varn son serios, pero tendrán que esperar!

—Mi rey —intervino una voz procedente del consejo situado por debajo.

Se trataba de una enana, un miembro del séquito de la suma sacerdotisa de Valaya. Había permanecido oculta a la sombra de la matriarca y Uthor no se había fijado en ella. Largas trenzas doradas le caían de la cabeza y tenía una naricilla redonda y regordeta entre los ojos, de un color azul celeste. Llevaba un fajín morado sobre una sencilla túnica marrón, pero también un talismán con la runa del clan real.

El Gran Rey se volvió hacia ella, sin acabar de creerse la interrupción.

Muchos de los barbalargas del consejo se quejaron en voz alta de la impetuosidad de la juventud y su falta de respeto. Incluso la matriarca se dio la vuelta para mirarla con el ceño fruncido.

—Mi rey —repitió, decidida a que se la escuchara—, con Karak Varn en ruinas, sin duda el Pico Eterno debe actuar.

El Gran Rey taladró a la doncella con la mirada y, al observar el coraje presente en sus ojos, respiró hondo.

—Con la guerra al norte llamándonos y la recuperación de Karak Ungor, no puedo prescindir sino de un puñado de guerreros para esta causa, hija de mi clan —contestó el Gran Rey contento de transigir y consentirla por ahora, antes de volverse para observar a Uthor una vez más—. Os concedo sesenta guerreros y es una oferta muy generosa.

—Mi señor —continuó la doncella—, debo protestar…

El Gran Rey la interrumpió:

—Sesenta guerreros y no más —bramó—. Y no quiero oír nada más al respecto, Emelda Skorrisdottir. ¡El Gran Rey del Pico Eterno ha hablado!

La mirada furibunda del Gran Rey se posó en Uthor y los otros, ignorando la indignación de la hija de su clan.

—Llevad a estos enanos de nuevo a la cámara de audiencias —gruñó—. Allí esperarán a mis guerreros, pero lo advierto —el Gran Rey clavó una mirada severa en Uthor—: Ésta es una misión insensata y no la apruebo. Si fracasan, será por su cuenta y riesgo. Ahora… —añadió, recostándose en su trono e inspirando profundamente mientras hinchaba el poderoso pecho—. ¡Retiraos!