TRES
Skreekit se retorció las patas y combatió el impulso de soltar el almizcle del miedo. Bajo la túnica cubierta de mugre, embadurnada con los símbolos dibujados con sangre del clan Skryre, el skaven tenía el pelo húmedo de sudor. Una mirada furtiva a otro representante, un brujo de clase baja que se ahogaba en su propia sangre debido a una herida de daga en el pulmón, y encontró al fin la voz.
—Trescientas monedas de disformidad, cuatro cohortes de guerreros como protección contra el clan Moulder y cien esclavos: ése es nuestro precio, sí. Cierra el trato, rápido-rápido —parloteó Skreekit.
* * *
De pie, delante del brujo, en una sala fría y húmeda repleta de mugre, paja sucia y otros indicios propios de un alojamiento skaven, se encontraba Thratch Pataagria. Él la llamaba su «sala de planificación», pero en realidad no era más que una de las muchas antecámaras adjuntas a la madriguera subterránea de los skavens. El caudillo de pelaje negro del clan Rictus adoptó una expresión desdeñosa mostrando su descontento mientras miraba a Skreekit por encima de su largo hocico y dejaba al descubierto una herida vieja y espantosa que tenía en el cuello. Aún llevaba unos toscos puntos marrones incrustados en la carne que el rosado tejido cicatrizado dejaba ver. Los fríos ojos rojizos de Thratch distinguieron algo detrás del nervioso brujo, que acababa de ensuciarse aún más la túnica.
Thratch observó que algo se separaba de la pared de la caverna, por detrás del representante, una capa de sombra en movimiento, silenciosa y en armonía con la oscuridad. Se oyó el sonido del metal rasgando la carne y de la boca del brujo surgió un chorro de sangre que salpicó de carmesí las piedras encostradas de suciedad situadas delante de él cuando una hoja irregular le atravesó el pecho. El cuchillo retrocedió salvajemente y Skreekit se desplomó hacia delante. Una mueca de puro terror crispaba su rostro mientras yacía en un charco formado por su propia inmundicia y vísceras, burbujas de sangre reventaban en su hocico empapado de espuma a medida que el veneno le arrasaba las tripas.
Thratch era uno de los numerosos caudillos del clan Rictus, además de mataenanos, asesino de goblins y conquistador de Karak Varn. Iba vestido con una gruesa armadura de metal, cubierta de una fina pátina de óxido, y negros mechones de su pelaje asomaban bajo las hombreras y los brazales: tenía un aspecto imponente. El caudillo lo sabía y se aprovechó de ello mientras se aproximaba al último de los tres brujos que habían venido a hacer tratos con él.
—Ahora —dijo el caudillo mientras le hacía una señal a su asesino, Kill-Klaw, para que saliera completamente de las sombras, seguro de que nadie atentaría contra su vida.
El maestro del clan Eshin obedeció con diligencia y se detuvo un momento al lado del brujo, lo suficiente para que el skaven fuera consciente de su presencia, lo suficiente para que el brujo no pudiera verlo.
—Tú construyes artefacto para mí, sí-sí. —Thratch señaló con una garra un rudimentario diseño que había dibujado en la pared con el pincho que tenía en lugar de una pata: los tres brujos se habían estremecido mientas lo hacía—. Tu precio —exigió.
El último representante del clan Skryre tragó saliva de forma audible antes de responder, mirando de reojo al asesino al acecho.
—Cien monedas de disformidad, dos cohortes de guerreros y… cincuenta esclavos —se atrevió a decir.
Thratch se acercó con aire amenazador, su aliento caliente hizo que al representante le lloraran los ojos.
—Aceptado, sí —contestó entre dientes mientras una sonrisa larga y espantosa le arrugaba las facciones.
* * *
—¿Qué ha pasado aquí, hermano? —preguntó Lokkì con tono tranquilizador.
Ralkan estaba sentado delante de él, inmóvil. Era bastante bajo, incluso para ser un enano, y el gran libro que apretaba contra el pecho sólo lo hacía parecer aún más pequeño.
—Ojos rojos —murmuró—, ojos rojos en la oscuridad… por todas partes.
El enano enloquecido vestía la túnica de erudito de un custodio del saber, uno de los pocos elegidos para registrar y recordar todos los grandes acontecimientos de una fortaleza: sus hazañas, sus héroes y sus agravios. Un talismán con la runa de Valaya colgaba alrededor de su cuello: parecía que la diosa de la protección había tenido en cuenta sus promesas. Llevaba una serie de cintos y correas sobre su atuendo de escriba, que Lokki suponía que estaban diseñados para sujetar el libro si el custodio del saber necesitaba usar los brazos.
El enano tenía la barba despeinada y manchada de tierra, y con una costra de mugre, al igual que en la piel y las uñas. Parecía debilitado y demacrado, como si le viniera bien una buena comida. Lokki sólo podía hacer conjeturas sobre cuánto tiempo había estado allí, ocultándose dentro de un laberinto de túneles, buscando a tientas en la oscuridad. Rorek se encontraba en la cámara secreta debajo de la estatua de Grungni en ese mismo momento intentando establecer hasta dónde llegaban los túneles y cuántos había. En cuanto a los otros, Uthor y Halgar estaban con Lokki, mientras que Gromrund y Hakem montaban guardia en cada una de las entradas. Drimbold permanecía sentado hoscamente en un rincón y miraba de vez en cuando hacia la salida de la sala de audiencias.
—¡Bah! —gruñó Halgar mientras se ponía en pie—. No ha dicho nada más desde que lo sacamos de su agujero.
El barbalarga se alejó para fulminar con la mirada a Drimbold. El extremo de su pipa brilló cuando la encendió.
Lokki lo vio marcharse, luego se volvió de nuevo hacia Ralkan y estiró la mano hacia el libro que tenía aferrado contra el pecho. El custodio del saber no parecía dispuesto a separarse de él; pero, con un poco de amable insistencia por parte de Uthor, acompañada de varias tiras secas de carne, lo soltó.
—Es el Libro de los Recuerdos de Karak Varn —dijo Uthor con aire solemne.
Lokki lo abrió y hojeó con cuidado las gruesas páginas de pergamino. Dentro había anotados cientos de miles de nombres, los nombres de todos los enanos de Karak Varn que habían vivido y muerto: sus clanes, sus hazañas y cómo habían encontrado su fin.
Lokki saltó hasta la última entrada y leyó en voz alta:
—«Marbad Golpemartillo, oficial herrero, cayó cuando un skaven le clavó una espada por la espalda. Fyngal Fykasson, cantero, murió al beber agua de un pozo contaminado. Gurthang Manocobre, minero, inhaló mortífero gas skaven». —Se quedó mirando este último y le recitó una silenciosa plegaria a Valaya—. Hay cientos como éste: ¡muertos a manos de los roedores, atacados por la espalda con lanzas y dagas, envenenados mientras dormían! —exclamó.
Uthor apretó los puños hasta que le crujieron los nudillos. Respiraba con fuertes jadeos y tenía la cara muy roja.
Antes de que pudiera decir o hacer nada, Rorek salió de la cámara secreta situada debajo de la estatua de Grungni.
—Por lo que veo, hay varios túneles —comenzó—, que se extienden por la fortaleza y atraviesan muchas plantas. Pero son estrechos, dudo que ninguno de nosotros pudiera pasar.
—No es de extrañar que esté tan mugriento —comentó Lokki con una breve mirada a Ralkan.
El custodio del saber, que había devorado toda la carne que le había dado Uthor, tenía la mirada perdida.
—Encontré marcas grabadas en la pared de la cámara… —dijo Rorek, atrayendo la atención de Lokki.
El señor del clan advirtió por primera vez que Ralkan llevaba un pequeño pico de piedra metido en el cinto.
—… hechas con algún tipo de herramienta —continuó Rorek—. Parecen llevar aquí bastante tiempo.
La expresión del ingeniero se tornó adusta mientras observaba a Lokki.
—¿Cómo le ocurrió esta desgracia a Karak Varn? —le preguntó Lokki de nuevo al custodio del saber—. ¿Cuánto tiempo llevas escondido?
Los labios de Ralkan se movieron sin emitir ningún sonido. Había desesperación en su mirada cuando miró al señor del clan a los ojos.
—Ojos rojos… —musitó por fin mientras las lágrimas le bajaban por el rostro dejando rayas pálidas en la suciedad—. Ojos rojos, por todas partes.
* * *
—Es muy sencillo —aseguró Uthor mientras caminaba de un lado a otro de la sala de audiencias—, tenemos que encontrar el libro de agravios de la fortaleza: nos dirá todo lo que necesitamos saber.
—¿Y arriesgarnos a alertar de nuestra presencia a lo que sea que saqueó esta fortaleza? —rebatió Gromrund—. Es una temeridad.
Uthor se volvió contra el martillador, que estaba sentado en uno de los taburetes y resultaba una imagen impresionante con su yelmo de guerra y armadura completa.
—Está visto que los martilladores de Karak Hirn son más blandos que los de Kadrin —gruñó.
Gromrund se puso en pie de un salto, dando un puñetazo tan fuerte sobre la mesa que ésta se sacudió y la cerveza se derramó, lo que irritó a los otros enanos.
—Los hermanos de la Ciudadela del Cuerno siempre se comportan con audacia y no les falta coraje —bramó—. No me voy a quedar aquí sentado y dejar que su nombre…
—Silencio, idiota —le reprochó Halgar—, a menos que hayas olvidado tu propio deseo de ser cauteloso para no despertar a los moradores de este lugar.
El grupo entero de enanos se situó de nuevo alrededor de la mesa; todos salvo Ralkan, que se había retirado a un rincón y estaba mascullando en voz baja. Unos fumaban pipas y otros sostenían jarras en las manos con tristeza: las reservas de cerveza se estaban acabando. Y eso a pesar de que Rorek había descubierto una bodega oculta en el interior de la estancia que contenía varios barriles de cerveza de reserva que sin duda habían dejado allí como parte de los preparativos para el consejo. Los enanos reunidos estaban enzarzados en un largo y duro debate acerca de lo que deberían hacer, pues no iban a permitir que los obligaran a actuar de forma precipitada. Todos, excepto Drimbold, que estaba observando los lujos del atuendo de comerciante de Hakem antes de dirigir su atención hacia Halgar cuando otra cosa despertó su interés.
—Yo propongo que recorramos las plantas —dijo Uthor, observando a Gromrund mientras el otro enano se volvía a sentar, claramente. Luego posó la mirada en Lokki, pues sabía que, como señor de un clan real, era su apoyo el que necesitaba ganarse—. ¡Es nuestro deber descubrir qué suerte corrieron nuestros hermanos y vengarlos! ¿Qué tenemos que temer, todos nosotros hijos de Grungni, de los hombres rata? —añadió, curvando el labio superior en una burlona mueca de desdén—. Podemos ahuyentar a esos cobardes.
Lokki se mantuvo pensativo durante el apasionado discurso de Uthor.
—¿Cómo vamos a encontrar el kron? —preguntó Hakem mientras utilizaba otro peine para acicalarse la barba—. A mí personalmente no me apetece andar dando tumbos en la oscuridad, buscando algo que quizás ni siquiera esté ahí.
—Exactamente —intervino Gromrund, envalentonándose de nuevo—. Incluso el ufdi ve que lo que sugieres es una locura.
Si a Hakem le molestó el desaire, no lo demostró.
—El custodio del saber puede guiarnos —contestó Uthor.
—Pero está zaki —susurró Rorek, echándole una mirada furtiva a Ralkan antes de darle vueltas al dedo en la sien.
Uthor se volvió hacia el custodio del saber.
—¿Puedes guiarnos? —preguntó—. ¿Puedes llevarnos hasta el dammaz kron de Karak Varn?
Un destello de lucidez apareció en los ojos de Ralkan y transcurrió un momento de silencio antes de que asintiera con la cabeza.
Uthor miró otra vez a Lokki.
—Ahí lo tenéis, el custodio del saber es nuestro guía.
Lokki sostuvo la mirada de Uthor y procuró no mirar a Halgar buscando consejo. Esto era algo que tendría que decidir por sí mismo. Como miembro de un clan real, ya fuera de las Cuevas o no, por tradición él ostentaba el mayor estatus, a pesar del hecho de que tanto Halgar como Gromrund tenían barbas más largas. Él era el líder.
—Bajaremos a las plantas inferiores y recuperaremos el dammaz kron —decidió, haciendo caso omiso de los gruñidos de protesta del martillador—. Debemos hacer saber la suerte que ha corrido Karak Varn y presentarle estos hechos al Gran Rey.
—Entonces está decidido —dijo Uthor con bastante satisfacción.
—Está decidido —manifestó Halgar.
—Yo tengo una pregunta —saltó Drimbold con la barba cubierta de espuma de cerveza—. Sabio barba gris, ¿por qué te asoma una flecha del pecho?
Halgar puso mala cara.
* * *
Los enanos bajaron por un túnel largo y estrecho. Dejaron atrás numerosos corredores, salones del clan, arsenales y galerías. Hasta el momento no habían encontrado más enanos de Karak Varn —ni siquiera esqueletos—, aparte de Ralkan, en la oscuridad de la planta. Al parecer lo único que quedaba eran los últimos vestigios de un reino derrocado, una gloria devastada por la calamidad, su otrora orgullosa efigie reducida a escombros. El aire estaba lleno de polvo, un polvo contaminado con la amargura del pesar y la derrota.
Durante los momentos más lúcidos de Ralkan —que cada vez eran más frecuentes—, los enanos habían descubierto que el dammaz kron, el libro de agravios, se encontraba en la Cámara del Rey, situada en la segunda planta. Gran parte de la fortaleza, incluso las plantas superiores, estaban completamente en ruinas —había columnas y estatuas caídas, techos derrumbados y enormes simas— y los enanos se habían visto obligados a seguir una ruta bastante tortuosa. El estrecho túnel, lleno de escombros y rocas salientes donde las paredes se habían partido, no era más que parte de esa ruta.
Uthor avanzaba a grandes zancadas al lado de Ralkan, que se encontraba a la cabeza del grupo, pues el custodio del saber era el que abría la marcha. A menudo se detenía de pronto, provocando un entrechocar de cuerpos con armadura y maldiciones amortiguadas a su espalda, hacía una pausa para observar lo que lo rodeaba y luego se volvía a poner en marcha sin decir palabra.
—Como dije: está zaki —le había susurrado Rorek, que se encontraba justo detrás de ellos, al oído a Uthor—. ¿Estás seguro de que sabe adónde va?
Gromrund caminaba al lado del ingeniero y tenía cara de pocos amigos. El martillador se había mantenido en silencio durante toda la caminata, seguramente irritado porque la voluntad del «consejo» hubiera ido en su contra. Aferraba el gran martillo con fuerza y mantenía el entrecejo fruncido detrás de la máscara de su yelmo mientras se concentraba en la parte posterior de la cabeza de Uthor.
Detrás de ellos iban Hakem y Drimbold, una estrambótica combinación de riqueza y pobreza. Hakem le lanzaba frecuentes miradas de reojo al enano gris, que se detenía de vez en cuando para recoger algo y añadirlo a su mochila. El señor del clan mercante puso mucho esmero en asegurarse de que los cordones de su monedero estuvieran apretados y sus posesiones bien sujetas. Drimbold hizo caso omiso de la inquietud del otro enano y le dirigió una amplia sonrisa a Hakem mientras utilizaba un tenedor de plata con incrustaciones de joyas —sabría Grungni dónde se lo habría agenciado— para sacarse trozos de carne de cabra de los dientes ennegrecidos.
Lokki y Halgar cerraban la marcha, ocupándose de vigilar la ruta que los enanos habían seguido por si acaso algo los estuviera siguiendo.
—¿Qué opinas del hijo de Algrim? —preguntó Lokki, manteniendo la voz baja.
Halgar pensó en ello un momento, examinando a Uthor detenidamente y considerando su respuesta antes de hablar.
—No cabe duda de que es un hazkal. Pero lucha como si la mismísima sangre de Grimnir le corriera por las venas. —El barbalarga parpadeó dos veces y se restregó los ojos—. Y soporta una pesada carga, no sé cuál.
—¿Te encuentras bien, anciano? —le preguntó Lokki al barbalarga.
Halgar se había estado frotando los ojos de manera intermitente durante la última hora, aliviando con sus nudosos dedos la fatiga que los aquejaba.
—Es un picor, nada más —gruñó—. El maldito hedor de los grobis está por todas partes.
El barbalarga dejó de frotar y aceleró un poco la Zancada, dejando claro que la conversación había terminado.
Halgar era viejo, tan viejo que el padre de Lokki, el rey de Karak Izor, le había rogado al barbalarga que no emprendiera el viaje con Lokki, alegando que uno de sus martilladores podría acompañarlo. Halgar había manifestado con un gruñido su desdén por la resistencia de los martilladores en «estos tiempos» y con más tranquilidad había asegurado que quería «estirar las piernas». El rey había transigido, ya que no quería ir en contra de la voluntad de uno delos más ancianos del clan. Además, había que tener en cuenta la deuda del abuelo de Halgar, y el rey nunca se opondría al cumplimiento de una promesa de honor. No obstante, a lo largo del viaje hasta Karak Varn, Halgar había tendido a comportarse de modo sombrío y reflexivo. Lokki se había despertado muchas veces por la noche, después de beber demasiada cerveza y necesitar vaciar la vejiga, y había encontrado al barbalarga con la mirada perdida en la oscuridad, como si mirase algo que se encontraba fuera de su campo visual, fuera de su alcance. Era como si presintiera que se acercaba su final y no quisiera marchitarse y atrofiarse en la fortaleza, escribiendo acerca de sus últimos días en algún libro o pergamino. Quería morir con un hacha en la mano y una armadura de enano sobre los hombros. Lokki esperaba que su propio final pudiera ser igual de glorioso.
Después de eso, Lokki guardó silencio y se mantuvo atento a la oscuridad.
* * *
La larga escalera descendía hacia la negrura que los aguardaba en la segunda planta. Al igual que la que conducía a la sala de audiencias desde la gran puerta, ésta era ancha y estaba iluminada con enormes antorchas sujetas en apliques de bronce con la aterradora forma de dragones y otras criaturas de las antiguas leyendas. Las llamas proyectaban sombras danzarinas en las paredes creando efímeros rayos de luz sobre los mosaicos delicadamente tallados en las rocas. Gruesas columnas de piedra, grabadas con franjas de runas del clan real de Karak Varn, los dividían.
—Aquí, el Gran Rey Gotrek Rompeestrellas da muerte al rey elfo y coge su insignificante corona —recitó Halgar, señalando uno de los mosaicos.
En él, Gotrek Rompeestrellas aparecía representado con una refulgente armadura dorada y el hacha empapada de sangre. Un cadáver de elfo yacía a sus pies. El Gran Rey sostenía en alto la Corona del Fénix y se la presentaba a una enorme multitud de enanos situados a su alrededor.
—Mirad, ahí Bulvar el Derrotatrols, tatara-tataranieto de Jovar, que huyó en Oeragor, se enfrenta a las hordas grobis y encuentra una muerte digna de las sagas de antaño —dijo con añoranza.
Bulvar era un matador y llevaba una enorme cresta de pelo rojo sobre una cabeza por lo demás rapada. Tenía la mitad del cuerpo pintada para asemejarse a un esqueleto —una costumbre común entre los matadores— y la otra mitad cubierta de tatuajes en forma de espiral y guardas rúnicas de Grimnir. Bulvar estaba solo, rodeado de orcos, goblins, trols y wyverns. Su última batalla tenía lugar contra una gran hueste de pieles verdes, las dos hachas que llevaba en las manos mataban goblins por toda la eternidad.
—Y allí —añadió el barbalarga—, el rey Snaggi Manohierroson, hijo de Thorgil, cuyo padre era Hraddi, sobre su piedra de juramentos, en el valle de Bryndal, después del sexto sitio de Tor Alessi. —La noble figura del rey enano se encontraba sobre una resistente roca plana con la runa de su clan tallada encima y sus guerreros lo rodeaban con sus escudos mientras se enfrentaban a una hueste de elfos que los apuntaban con lanzas—. Grande fue el sacrificio de Snaggi ese día —dijo Halgar con expresión ausente mientras se perdía en el recuerdo.
La expedición siguió adelante por fin, los enanos llegaron a la escalera y procuraron evitar los numerosos fosos que se abrían hacia la oscura nada.
Desde allí cruzaron una gran puerta de madera que sólo cedió cuando Lokki, Uthor, Gromrund y Hakem tiraron del impresionante aro de hierro que tenía atornillado y entraron en un salón de banquetes con la chimenea fría y apagada desde hacía mucho. A continuación había un salón de gremio de los mineros de Dedohierro, si las rúbricas rúnicas que cubrían las paredes no mentían, y luego una larga galería abovedada. Luego los enanos se encontraron ante otra gran puerta.
Medía casi cuatro metros y medio de alto, y estaba decorada con un mosaico —hecho de cobre, bronce y oro— rodeado de un arco dorado y con incrustaciones de joyas. Se veían huecos donde habían arrancado y robado algunas piedras preciosas. Tal profanación provocó sentimientos encontrados de tristeza y rabia en los enanos.
—Ulfgan… —dijo Halgar con tono sombrío, apenas un murmullo entrecortado, como si su voz soportara el peso de muchas eras— el último rey de Karak Varn… La cámara del rey.
* * *
—Es inútil —dijo Gromrund—. La puerta está atrancada. No nos queda más alternativa que volver.
Los enanos llevaban casi una hora ante la puerta de la Cámara del Rey. Una gruesa barra de acero la atravesaba de lado a lado y sólo se abriría mediante una gran llave de hierro. Una llave que sólo llevaban el guardián de la puerta de la fortaleza, el jefe de los guardias martilladores o el mismo rey. Puesto que los enanos no contaban con ninguna de ellas, su misión para recuperar el libro de agravios de Karak Varn había llegado a un punto muerto. Rorek trabajaba despacio y minuciosamente en el agujero de la cerradura, haciendo caso omiso de los comentarios de Gromrund. Uthor permanecía pacientemente al lado del ingeniero, no iba a dejarse arrastrar a otra discusión.
—Estoy de acuerdo con Gromrund —apuntó Hakem, guardando las distancias con Drimbold, que estaba al borde de la galería, entre las sombras, sin duda buscando más baratijas para su ya pesada mochila—. No podemos hacer nada más aquí.
El martillador recorrió el grupo con la mirada buscando más apoyo, pero no lo encontró.
La mirada de Halgar se encontraba muy lejos mientras contemplaba la Puerta del Rey. Lokki parecía concentrado en sus propios pensamientos a la vez que miraba de manera intermitente al ingeniero y la oscuridad que se extendía a su espalda. Uthor mantenía un hermético silencio, como era de esperar, y sujetaba el mango de su hacha con firmeza.
«De nuevo, parece que el ufdi es el único dispuesto a ponerse de mi parte», pensó Gromrund con cierta irritación.
—Puede que Hakem tenga razón —terció Lokki al fin.
«¡Hakem! ¡Hakem el ufdi! Quieres decir que Gromrund Yelmoalto, hijo de Kromrund, que luchó en las estepas de Karak Dron, tiene razón», pensó el martillador con creciente ira.
—Aunque me da rabia, no hay modo de cruzar la Puerta del Rey sin la llave y no trataré de abrirla por medio de las armas.
Uthor se molestó. Dio la impresión de que estaba a punto de protestar cuando lo interrumpió la voz de Drimbold.
—He encontrado algo —anunció el enano gris, saliendo de las sombras—. ¿Qué es esto?
Señaló una runa oculta engastada en la piedra y que brillaba débilmente en la penumbra.
Halgar despertó de sus pensamientos y se aproximó a investigar rezongando entre dientes.
—¡Apártate, wanaz! —reprendió a Drimbold con el entrecejo fruncido.
El enano gris se salió rápidamente del camino del furioso barbalarga, permitiendo que Halgar se acercara a la runa que estaba encajada en la misma roca, justo por encima de la altura de la cabeza.
—Dringorak —dijo Halgar, siguiendo la runa con el dedo más que leyéndola—. Camino ingenioso. Es una runa de ocultamiento.
—Pensaba que los rhunki eran los únicos que podían detectar tales cosas —comentó Gromrund, observando al enano gris con recelo.
—Sí —contestó Halgar—, pero ésta ha perdido mucha potencia. Sin duda debido a la inmundicia grobi y a la plaga de ratas que infestan estos otrora grandiosos salones —gruñó y lanzó un escupitajo al suelo—. Sin embargo, es sorprendente que la vieras.
Halgar se quedó mirando a Drimbold.
—Sólo ha sido suerte —repuso el enano gris tímidamente.
El barbalarga volvió a centrar su atención en la runa, palpó con cuidado la roca y luego dibujó una runa de paso en el polvo y la arenilla. Esperó un momento y después usó sus dedos nudosos para encontrar los bordes de una puerta.
Halgar la abrió con cuidado.
—Hay un túnel al otro lado —anunció.
Lokki miró a Ralkan, pero el custodio del saber tenía la mente en otra parte.
—Traedlo con nosotros —le indicó a Hakem—. Vamos a entrar en el túnel.
* * *
El túnel era corto y estrecho. Los enanos salieron rápidamente a través de una gran chimenea fría y aparecieron en la Cámara del Rey.
—Una puerta secreta —comentó Uthor mientras entraba en una amplia habitación.
Antaño podría haber sido magnífica, pero el deterioro se había cebado con ella. También quedaba terriblemente claro que los enanos no eran los primeros que recorrían esa estancia desde la caída de la karak. Las paredes estaban embadurnadas de excrementos secos de grobi, y las estatuas destrozadas, los tapices hechos jirones e incluso la profanación de un pequeño altar a Valaya resultaban visibles.
—¿Dónde están nuestros enemigos? —preguntó Gromrund en voz baja, aferrando su gran martillo.
—La fortaleza es enorme, martillador —contestó Lokki—. Si tenemos suerte, ni siquiera se dejarán ver.
Había otros tres pasillos que salían de la habitación, además de la Puerta del Rey, atrancada. Todos tenían las puertas destrozadas o los arcos de entrada derrumbados. Por aquí era por donde habían conseguido entrar y salir los actuales moradores de Karak Varn. Resultaba un espectáculo lamentable. La cama del rey estaba minuciosamente tallada en resistente Wutroth, y en mal estado. Habían volcado su sillón de pensar y le habían arrancado uno de los brazos. Pero no había ni rastro del libro de agravios ni, de hecho, de un atril o repisa que pudiera haberlo sostenido.
Los enanos se habían congregado en el centro de la habitación, recelosos de la oscuridad que persistía al otro lado de las tres entradas abiertas y furiosos por el saqueo.
Drimbold era el último y, mientras se reunía con el grupo, comenzó a husmear subrepticiamente por la sala, asombrado por las riquezas que había a la vista. Al hurgar en un estante de túnicas dignas de un rey, cargadas de polvo, Drimbold oyó un golpe suave seguido de la réplica chirriante de un mecanismo oculto situado debajo del suelo. El enano gris levantó la mano de donde se había estado apoyando en la pared y se fijó en una pequeña piedra apretada dentro de la mampostería, detrás de las túnicas. Habría resultado fácil si la palma del enano no hubiera hecho presión sobre ella de ese modo y con la fuerza suficiente.
Seis pares de ojos acusadores se posaron en Drimbold, pero luego se volvieron rápidamente hacia la parte posterior de la habitación donde estaba la cama del rey. El otrora magnífico techo giró a un lado sobre una tarima de piedra oculta, dejando otra puerta al descubierto. Ésta también se deslizó a un lado entre las chirriantes protestas de las piedras. Al otro lado había una cámara. La parpadeante luminiscencia de las piedras brillantes encajadas en las paredes se reflejó en grandes montones de monedas y piedras preciosas, creando una misteriosa penumbra.
—Una thindrongol —exclamó Lokki mientras cruzaba el umbral de la estancia.
Se trataba de una de las numerosas cámaras secretas que los enanos empleaban para ocultar tesoros, cerveza u objetos importantes de enemigos invasores. Dada la suerte que había corrido Karak Varn, parecía una medida prudente. Los demás miembros del grupo se reunieron rápidamente al lado de Lokki y se quedaron boquiabiertos de asombro.
Uthor había encendido una antorcha para iluminar mejor la habitación. La parpadeante media luz desveló algo más que al principio había permanecido oculto.
Allí, al fondo de la larga cámara, había un trono dorado y encima, el esqueleto de un enano. Hebras de gruesas telarañas cubiertas de polvo lo envolvían y cubrían toda la habitación. El truculento descubrimiento vestía una túnica regia, ahora apolillada y desgastada. Sobre su cabeza descansaba una corona, cuyo lustre el tiempo sólo había logrado opacar levemente, y unos cuantos cabellos desgreñados asomaban debajo colgando del descolorido cráneo amarillento. También le quedaban unos puñados sueltos de la barba y entre las manos huesudas del esqueleto, que aún tenía los dedos cubiertos de anillos deslustrados, había un hacha rúnica con el filo perfecto y su gloria intacta.
—El rey Ulfgar —dijo Halgar, al lado de Uthor, e inclinó la cabeza.
Todos hicieron lo mismo, incluso Drimbold, y guardaron un sombrío momento de respetuoso silencio. Ralkan hizo una profunda reverencia apoyándose en una rodilla y se echó a llorar.
Lokki le apretó el hombro al custodio del saber y volvió a levantar la mirada.
—Que camine con los antepasados, su jarra siempre esté llena y se siente a la mesa de Grungni —dijo con tono solemne.
—Pues su sabiduría es grande y su habilidad imperecedera —respondieron Uthor, Gromrund, Hakem y Rorek al unísono.
Halgar asintió en señal de aprobación.
A la derecha del rey, aproximadamente a un metro de distancia, había un atril de hierro sin adornos. Sobre el soporte descansaba un grueso libro con las páginas de pergamino viejas y gastadas, y el cuero de la cubierta agrietado.
—Hemos encontrado el dammaz kron —anunció Lokki en voz baja.
* * *
Los enanos llevaron varias antorchas más a la cámara oculta, que encendieron con la de Uthor, y las habían colocado en los apliques de las paredes para aumentar la luz de las piedras brillantes. La iluminación había dejado al descubierto una mesa de contar en una esquina con una balanza grande de hierro encima. Algo extraño, porque no había mucho oro ni piedras preciosas en la cámara del tesoro; parecía desnuda, como si faltara algo. Hakem había razonado que no podían haberlo robado grobis ni skavens: ¿por qué habrían vuelto a cerrar la habitación?
Resultaba fácil imaginar a un custodio del saber escribiendo diligentemente en el atril mientras su señor dictaba un montón de agravios perpetrados contra su fortaleza y clanes, pero ahora era Uthor quien se encontraba ante él. Como descendiente de Melenarroja, se consideró que debía ser él el que leyera el kron. Con dedos vacilantes, mientras los otros enanos permanecían en pie pacientemente delante de él, como si estuviera a punto de dar un sermón o una clase, Uthor pasó a la primera página. La escritura khazalid estaba realizada con sangre oscura y marronosa —la sangre de Ulfgan—, al igual que todos los libros de agravios. Los juramentos que guardaban en su interior se hacían con la sangre de reyes, así como las fechorías de otros que quedaban registradas para toda la eternidad. Uthor leyó rápidamente para sí y fue saltándose partes —con la debida reverencia— hasta llegar a las últimas páginas.
—«Que todos sepan que en este día Ogrik Manorrisco y Ergan Puñogranito del gremio de los mineros murieron cuando una cortina de gas venenoso infestó las minas meridionales. La nube tóxica subió entonces por el pozo sur y mató a muchos más dawis. Sus nombres serán recordados —leyó saltando más adelante.
»Nuestro señor Kadrin Melenarroja no ha regresado, indignado por una serie de ataques de urks, iba a llevarle en persona un envío de gromril al Gran Rey Skorri Morgrimson. No han llegado noticias a la karak sobre su suerte ni la de la expedición. Como para agravar este sombrío giro de los acontecimientos, una horda de grobis atacó la primera planta y acabó con la vida de muchos dawis. Los skavens se están congregando en las plantas inferiores y no podemos contenerlos».
Uthor levantó la mirada brevemente para posarla sobre los rostros adustos de sus hermanos.
—«La tercera planta —continuó, ya cerca del final» ha caído, los grobis y los skavens atacan en gran número y no podemos detenerlos. Quedamos muy pocos. El señor del clan Skardrin libró su última batalla en el Salón de Melenarroja… Será recordado.
»Una bestia ha despertado. Rhunki Ronakson, aprendiz de Lord Kadrin, se adentra en la quinta planta en su busca, pero no regresa. No podemos vencerla. Es nuestro fin».
»Es el final —musitó Uthor, cerrando despacio el libro de agravios.
Se hizo un silencio cargado de rabia y tristeza. Cada uno de los enanos se sumió en sus propios pensamientos.
Un estridente repiqueteo. Los miembros del grupo se volvieron y vieron a Drimbold con el hacha rúnica de Ulfgar en las manos mugrientas y una pila de monedas y piedras preciosas desparramadas a sus pies.
—¿Tienes que tocarlo todo? —bramó Gromrund, indignado por la curiosidad del enano gris.
—Ésta es un arma de reyes —dijo Drimbold a modo de respuesta, sin rastro de artimañas ni subterfugios esta vez—. Esta hacha te pertenece por derecho de nacimiento —añadió, volviéndose hacia Uthor—. No debería pudrirse en esta tumba para que los grobis la profanen y saqueen.
Tiró del hacha con cuidado para sacarla de las manos huesudas del rey muerto y se la ofreció a Uthor.
Los ceños de los enanos disminuyeron, aunque Halgar masculló algo sobre «profanación» y el «juramento del matador».
Uthor se acercó a Drimbold mientras los otros se separaban para dejarlo pasar. Su mirada no se apartó ni un momento de la poderosa arma. Las runas de la hoja aún brillaban débilmente, marcas mágicas para cortar o hender inscritas mucho tiempo atrás. El largo mango estaba trabajado en forma de nudos de oro y lucía incrustaciones de esmeraldas. Tenía un talismán, grabado con la runa del clan de Ulfgan, que mostraba la cara de uno de sus antepasados. El hacha era la cosa más hermosa que había visto nunca.
—Es maravillosa —murmuró, alargando las manos, casi con miedo de tocarla.
A la vez que sus manos aferraban la empuñadura de cuero y sentía el peso del arma por vez primera, la cabeza de Ulfgar cayó a un lado. Los enanos se volvieron y presenciaron cómo los hombros del viejo rey bajaban y se hundían. La columna se quebró, las costillas se partieron y todo el esqueleto se derrumbó sobre si mismo, desmenuzándose.
—Y así desaparece Ulfgan, último rey de Karak Varn —dijo Halgar.
Un sonido chirriante llenó el aire.
—¿Qué es…? —comenzó Hakem.
Halgar siseó pidiendo silencio y cerró los ojos para escuchar mejor.
El chirrido se iba volviendo cada vez más fuerte, así como los chillidos que lo acompañaban: un estridente y discordante coro de voces que confluía en los enanos.
—Nos han descubierto —anunció Halgar mientras sacaba el hacha y el escudo—. ¡Vienen los skavens!
Los otros enanos siguieron su ejemplo rápidamente.
—Hacia la Cámara del Rey —bramó Lokki—. ¡No debemos quedarnos atrapados aquí!
El grupo volvió a amontonarse en la Cámara del Rey. Ralkan se ató el libro de los recuerdos a la espalda mediante las numerosas correas que llevaba y luego cogió el dammaz kron. Rorek fue el último en salir de la cámara y cerró la puerta en cuanto los otros estuvieron fuera, haciendo que la cama del rey girase de nuevo hasta colocarse en su lugar, para dejar la habitación como estaba cuando entraron.
Los enanos se agruparon con los escudos apretados y mirando hacia cada una de las tres entradas.
—Preparados —gritó Lokki por encima de los chillidos de los skavens, que ahora resultaban ensordecedores.
Incontables pares de diminutos ojos rojos brillaron de modo amenazador en el oscuro vacío que se extendía al otro lado de las tres entradas, y los skavens entraron en tropel en la habitación como una mortífera marea de pelo y colmillos.
—¡Grimnir! —exclamó Lokki, invocando el nombre del dios guerrero a la vez que el acero skaven chocaba contra el hierro enano.
La primera oleada de skavens se estrelló contra el resistente muro de escudos y fue rechazada, hecha pedazos. Lokki, Halgar, Uthor y Hakem se mantuvieron firmes, preparándose para hacerle frente a la oleada. Había cuerpos de skavens por todas partes, su nauseabundo hedor a cloaca invadía las fosas nasales de los enanos.
Los enanos estaban situados en una formación cerrada en triángulo, con Lokki en el vértice. Uthor protegía su lado derecho y Halgar el izquierdo. Hakem se encontraba junto a Halgar; mientras que Gromrund, cuyo gran martillo le impedía utilizar escudo, les guardaba las espaldas.
Detrás del muro de escudos estaba Rorek, con la ballesta. Drimbold estaba junto a él, su deber era proteger al custodio del saber, que se encontraba a su lado.
Aullando gritos de guerra y maldiciones, los skavens —abyectas parodias de ratas gigantes que caminaban sobre dos patas— se reagruparon y cargaron de nuevo, atacando con lanzas y brutales dagas.
Lokki sufrió la mayor parte del ataque y sintió que le causaban una gran abolladura en el escudo. Sus hermanos enanos lo sujetaron, sus escudos entrelazados formaban un muro de metal casi impenetrable.
—¡Empujad! —gritó Halgar.
Las botas rasparon la piedra y los enanos volvieron a empujar a la vez. Repelieron a los skavens y rompieron la formación sólo un momento para blandir hachas y martillos. Un skaven cayó muerto por cada golpe. Una ráfaga de proyectiles de ballesta voló por encima de sus cabezas. Ni siquiera Rorek podía fallar a esa distancia y con el enemigo tan apretado, y se oyeron más chillidos de roedores.
La Cámara del Rey se estaba llenando rápidamente de hombres rata que entraban corriendo en una avalancha aparentemente interminable.
Gromrund rugió en la parte posterior del arco de escudos de los enanos mientras partía cráneos con cada golpe de su gran martillo. La sangre le salpicó la armadura y la placa facial del yelmo de guerra pero no le prestó atención. Se balanceó a derecha e izquierda, los músculos de sus brazos y cuello sobresalían mientras se esforzaba al máximo.
—¡Estamos rodeados! —les gritó a los otros mientras golpeaba en el hocico a un skaven de pelaje negro en medio de una erupción de sangre y colmillos amarillentos.
Lokki oyó el aviso del martillador y supo que no podrían aguantar.
Tenía el hacha resbaladiza por la sangre de skaven y la armadura y el escudo llenos de abolladuras.
—Son innumerables —le musitó a Halgar a la vez que derribaba a un hombre rata con la parte plana de su arma antes de cortarle el cuello con el borde del escudo.
—¡Están acabados! —exclamó el barbalarga con una carcajada salvaje mientras abría en canal a un skaven de la ingle al pecho.
La hoja del hacha chocó contra el esternón del hombre rata y tuvo que salir del cordón protector del muro de escudos mientras utilizaba la bota para soltarla. Una lanza se acercó por los aires y alcanzó a Halgar en el brazo haciendo que el enano soltara un bramido de rabia.
Hakem se volvió y partió en dos el asta de la lanza con su martillo rúnico antes de destrozar la cabeza de la rata. Se acercó más hasta que el barbalarga recuperó su posición.
Halgar rugió redoblando sus esfuerzos.
Uthor desgarraba armadura, carne y hueso como si no fueran nada. Dondequiera que cayera el hacha de Ulfgar, un skaven moría. Un hombre rata enorme se abrió paso hasta él blandiendo una alabarda que parecía pesar mucho. Antes de que la criatura pudiera balancearla, acabó partida en dos por el centro y las vísceras de ésta se le derramaron en el suelo formando una sopa sanguinolenta.
Los skavens eran cada vez menos, pero Lokki sabía que los enanos no podrían seguir luchando eternamente, a pesar de las protestas de Halgar.
—No podemos ganar esta batalla —aseguró y vio que la ruta hasta la chimenea y el dringorak estaba relativamente despejada—. Separaos y dirigíos a la chimenea —gritó.
—Sí —contestó Gromrund, y le hizo eco el chillido de otro skaven herido de muerte.
Nadie contradijo a Lokki, ni siquiera Uthor ni Halgar. Todos veían la sensatez de sus acciones. Él daba las órdenes y el resto lo seguía.
Los enanos se replegaron dentro del muro circular de escudos. Los skavens se lanzaron contra ellos empujando con fuerza y aullando con entusiasmo.
Cuando la marea se volvió casi incontenible, Lokki bramó:
—Con todas vuestras fuerzas… ¡Ahora!
Los enanos empujaron como uno solo; Gromrund, Drimbold e incluso Ralkan sumaron su peso y los skavens se vieron obligados a retroceder de golpe. Sin detenerse para rematar a algunos skavens que estaban tendidos en el suelo, los enanos se apartaron y el muro de escudos se desarmó mientras corrían hacia la chimenea.
Uthor se colocó en cabeza e hizo pedazos o apartó a machetazos a los pocos skavens que se interponían en su camino, abriendo una roja y macabra senda en sus endebles filas.
Los enanos se lanzaron hacia la chimenea y el dringorak. Atravesaron el túnel rápidamente y salieron a la galería abovedada, fuera de la gran puerta de la Cámara del Rey. Puesto que no disponían de tiempo para cerrar el camino, subieron a la carrera por el largo pasillo con los enfurecidos chillidos de los skavens siguiéndolos de cerca.
Rorek se detuvo un momento, a la mitad de la galería, y disparó una descarga de proyectiles de ballesta contra los skavens que los perseguían. La mayoría de sus disparos fallaron, pero dos hombres rata cayeron con flechas en el cuello y el tronco.
—Vamos —insistió Lokki, tirando del brazo del ingeniero.
El señor del clan había sido el último en salir de la Cámara del Rey para asegurarse de que todos lograban escapar.
Rorek se echó la ballesta al hombro y salió corriendo tras los otros, que seguían adelante con pasos pesados.
Por delante, un grupo de skavens salió de unas grietas ocultas en las paredes y corrió a formar una barrera rápidamente.
Sin verse frenados por tener que formar un muro de escudos, los enanos se estrellaron contra el piquete de skavens con fuerza y la matanza comenzó en serio.
En medio de una orgía de sangre y muerte, los hombres rata se dispersaron mientras los enanos apenas aminoraban el paso.
Siguieron adelante a través de la larga galería, regresaron por donde habían venido, cruzando el salón del gremio, el salón de banquetes y la puerta de madera, mientras los skavens los hostilizaban sin tregua.
—¿Esperas que huya por toda la fortaleza? —le gritó Halgar a Lokki mientras seguían subiendo por la larga escalera que salía de la segunda planta.
—Pensaba que habías ido caminando hasta Karak Ungor —se burló Lokki con una amplia sonrisa.
—¡Cuando era joven! —contestó Halgar con un gruñido.
Lokki soltó una carcajada y los enanos siguieron adelante. Recorrieron el túnel en ruinas y atravesaron diversas estancias, pasillos y salas hasta llegar a la sala de audiencias, donde apoyaron las manos en las rodillas e intentaron recobrar el aliento. Los chirridos y los chillidos de los skavens resonaban tras ellos.
—Son unos cabrones persistentes —comentó Halgar con resentimiento entre inspiraciones.
—Tenemos que llegar a la sala exterior —dijo Lokki—. Un momento… —añadió—. ¿Dónde está Drimbold?
Drimbold no estaba por ninguna parte. Durante la frenética carrera a través de la planta, Lokki había perdido de vista a muchos de sus compañeros: el enano gris podría haber caído perfectamente sin que él se diera cuenta.
—¿Alguien sabe qué ha sido de él? —preguntó, plenamente consciente del creciente estruendo de los skavens, que se iban acercando.
Su dura mirada se encontró con negaciones de cabeza. La expresión del señor del clan se tornó brevemente en una de tristeza y luego se endureció.
—Era un wanaz avaricioso —apuntó Gromrund—, pero ése no es modo de morir para un dawi, huyendo entre las sombras.
El hedor de los skavens se volvió muy intenso a la vez que sus chillidos se tornaban ensordecedoramente altos.
—Adelante —ordenó Lokki— o correremos su misma suerte.
Los enanos salieron corriendo de la sala de audiencias y ya se encontraban a la mitad de la segunda escalera que llevaba a la sala exterior cuando los skavens los alcanzaron. Los hombres rata arrojaron lanzas y cuchillos rudimentarios, y les tiraron piedras a los enanos utilizando hondas. El grupo se detuvo y levantó los escudos para protegerse de los proyectiles mientras los primeros skavens los adelantaban.
Los enanos lanzaron hachazos a derecha e izquierda, librando una batalla a la carrera a la vez que ascendían dificultosamente la última mitad de la escalera. El grupo casi había llegado al arco de entrada que conducía a la sala exterior. Uthor estaba abriendo una senda a través de los skavens que se habían situado delante de ellos y Gromrund y Hakem defendían al custodio del saber acabando con todo hombre rata que se acercaba demasiado. Mientras Hakem aplastaba a uno de los guerreros skaven contra el suelo con la parte plana de su escudo, otro consiguió pasar a su lado y avanzó hacia Ralkan.
Los brillantes ojillos rojos del hombre rata brillaron con malicia mientras blandía un cuchillo largo y hacía ademán de apuñalar al custodio del saber en el corazón. Meses de espera en la oscuridad, encerrado en los túneles fríos y húmedos, donde cada ruido le provocaba estremecimientos de terror, invadieron a Ralkan y éste explotó. Bramó un grito de batalla que resonó por la escalera mientras apartaba a la criatura golpeándola con el mismísimo libro de agravios. El skaven se encogió bajo la furiosa arremetida, pero luego los embates del libro lo derribaron mientras el custodio del saber lo aporreaba; el enano le dio rienda suelta a toda su furia y angustia reprimidas en unos pocos segundos de sangrienta agresión. Al final, Hakem le indicó que se diera prisa. El skaven era una mancha de pasta roja en el suelo.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó el enano de Barak Varr.
—Sí —respondió Ralkan.
Tenía la cara y la barba salpicadas de sangre y el libro de agravios estaba empapado de restos.
—Bien, porque hay más…
* * *
Lokki decapitó a un guerrero skaven antes de atravesar a otro con el gran pincho de su hacha. Halgar se encontraba a su lado, luchando con furia; los dos enanos cubrían la retaguardia como siempre. Al contemplar la creciente horda, a Lokki le pareció ver algo cerca —nada más que un fugaz fragmento de sombras— moviéndose a toda velocidad en la oscuridad al borde de la escalera. No pensó más en ello, su atención se desvió hacia un skaven diminuto que vestía una túnica pintarrajeada con símbolos espantosos y adornada con viles hechizos. En la pata canosa aferraba un extraño objeto de aspecto arcano. Era como un báculo, pero de naturaleza casi mecánica. La criatura levantó el báculo y devoró un trozo de roca brillante que tragó con dificultad mientras la garganta le sobresalía.
Una carga extraña llenó de pronto el aire a la vez que a Lokki se le ponía la barba de punta.
—Brujería —musitó mientras hacía la runa de Valaya en el aire.
Un relámpago verdoso surgió del báculo del skaven. Trazó un arco y zigzagueó hasta chocar contra el techo de la escalera. Se produjo un estruendo y un temblor recorrió el suelo; grandes trozos de mampostería se desplomaron y se hicieron añicos al chocar contra la escalera.
Halgar se tambaleó y casi cayó.
Lokki levantó la mirada. Un gran bloque de granito se desprendió de lo alto y descendió en picado, a punto de aplastar al barbalarga.
Lokki lo apartó de golpe y rodó frenéticamente escapando de la enorme roca por centímetros. Las esquirlas de la roca hirieron a varios skavens y comenzó a rodar despacio escaleras abajo. Eso les proporcionó a los enanos un breve respiro mientras los skavens aullaban y huían en todas direcciones.
Lokki se limpió el sudor de la cara, se levantó y ayudó a Halgar a ponerse en pie. El señor del clan no vio el fragmento de sombras acercándosele sigilosamente por detrás. Al principio no sintió la hoja que se le hundió en la espalda.
—Por los pelos, muchacho, Grungni se… —Halgar se detuvo al ver que Lokki abría mucho los ojos y le salía sangre por la boca.
El barbalarga se quedó paralizado mientras un skaven envuelto en tela negra —con los ojos vendados con un mugriento trapo rojizo—. Soltaba un gruñido detrás de una larga capucha, dejando ver un cabo de carne a modo de lengua. La criatura salió de forma lenta y burlona de detrás del señor del clan y arrancó la daga.
Lokki se tambaleó escupiendo sangre y cayó de espaldas escaleras abajo entre el estrépito de su armadura. La incredulidad y luego la rabia invadieron a Halgar, que soltó un rugido.
El chillido de otro relámpago que surgió del báculo del skaven vestido con túnica aplastó el grito de angustia del enano. La fantasmagórica energía estalló contra el arco de entrada, que se estremeció y comenzó a derrumbarse. El violento temblor que lo acompañó derribó a Halgar mientras el asesino skaven desaparecía en la oscuridad y Lokki se perdía de vista.
Un sonido parecido a un trueno resonó amenazador por encima de él y Halgar se preparó para enfrentarse a la muerte con dolor en el corazón.
* * *
Hakem aplastó el cráneo de un skaven, su martillo rúnico se estaba cobrando un precio aterrador; volvió la mirada desde el umbral de la sala exterior y vio caer a Lokki. Le pareció ver un negro fragmento de sombras apartándose del enano y se protegió los ojos cuando una fuerte luz verde brilló en el túnel de la escalera. Se tambaleó pero se mantuvo en pie cuando el arco que conducía a la sala de entrada exterior empezaba a desmoronarse encima de Halgar.
Hakem volvió a cruzar el arco corriendo y tiró hacia atrás del barbalarga con todas sus fuerzas.
—¡Nooo! —chilló Halgar mientras el arco y parte del techo se hundían haciéndose pedazos contra la escalera y aplastando a todo skaven que se encontrara en su camino. La ruta hacia la sala de audiencias estaba bloqueada. Los enanos habían quedado separados de las hordas de los hombres rata.
* * *
De las grietas del techo cayeron inmediatamente regueros de polvo y arena y los pequeños trozos de rocas desplazadas que se estrellaron contra el suelo aumentaron el peligro de que la sala exterior se derrumbara.
Al final, sin embargo, los temblores disminuyeron y sólo quedaron las motas de polvo adheridas al aire como una densa niebla.
Uthor tosió en medio de la atmósfera cargada de polvo y observó las enormes losas de granito que cerraban de modo eficaz la ruta hacia la primera planta.
Sabía que el cuerpo de Lokki estaba al otro lado. Al final, justo delante de Hakem, había visto caer a su líder. Observó a los otros enanos que, aturdidos por su propio dolor, contemplaban en silencio la masa de piedras caídas. Al parecer también habían perdido a Drimbold, sólo sabía Grungni qué suerte habría corrido. Tenían el libro de agravios, pero ¿a qué precio?
—Anciano —dijo Uthor con voz baja y reverente—. No debemos entretenernos aquí.
Halgar tenía la mano apoyada en la pared de piedra. Inclinó la cabeza y escuchó con atención. Masculló algo entre dientes —sonó como una corta plegaria—, se volvió y miró a Uthor a los ojos. Su rostro parecía cincelado en piedra, tan poca emoción dejaba ver.
—Que todos sepan —dijo en voz alta para que todo el grupo lo oyera— que en este día Lokki, hijo de Kragg, señor del clan real de Karak Izor, cayó en batalla apuñalado por la espalda por un skaven. Que Grungni lo acoja en su seno. Será recordado.
—Será recordado —repitieron los otros enanos.
—Los skavens siguen congregándose al otro lado del derrumbe —dijo Halgar, acercándose a la gran puerta—. Buscarán un modo de llegar hasta nosotros —añadió, volviéndose hacia Uthor—. Tienes razón, hijo de Algrim. No deberíamos entretenernos.
—Creo que tal vez no tengamos que atravesar los túneles de la letrina para escapar de la fortaleza —apuntó Rorek de espaldas a los otros mientras examinaba la gran puerta con su antiquísimo mecanismo cubierto de una fina pátina blanca de polvo—. Puede que los cinco consigamos abrir la puerta desde dentro.
* * *
—¡Empujad! —exclamó Rorek y los enanos empujaron todos a una.
El ingeniero había desconectado los grandes dientes de cierre situados en la puerta. A continuación, con la ayuda de Uthor, Hakem y Halgar soltó las tres enormes abrazaderas que la bloqueaban. Luego sólo era cuestión de abrir la puerta propiamente dicha. Dos cadenas largas y gruesas colgaban del techo. Mientras tiraban de cada una hacia abajo mediante una inmensa bobina circular colocada en horizontal sobre la piedra —con diez asideros—, una serie de dientes y poleas entrelazadas se ponían a trabajar, centímetro tras laborioso centímetro. A ritmo lento pero seguro, la puerta se abriría. El grupo sólo necesitaba accionar una puerta, eso bastaría para dejarlos salir; pero con sólo seis enanos en una de las cadenas, resultaba extremadamente difícil.
—¡Basta! —grito Rorek de nuevo.
La puerta de la izquierda se había abierto. La abertura sólo medía un metro de ancho, pero era suficiente para que pudieran pasar. Una luz neblinosa se extendía por el patio abierto.
—Seguidrne —indicó Uthor, poniéndose en cabeza.
Al salir a la luz de últimas horas de la tarde del mundo exterior, se cubrió los ojos para protegerse del resplandor. Cuando vio lo que había al otro lado, bajó la mano rápidamente y bramó:
—¡Grobis!
Una pequeña horda de orcos y goblins se había reunido en los riscos de las afueras de Karak Varn. Al parecer estaban acampados —sentados alrededor de fogatas y los viles tótems de sus dioses paganos— comiendo, peleándose y durmiendo.
El primer orco murió con el hacha que Uthor le había arrojado clavada en el pecho. La bestia se quedó mirando tontamente el destrozo en el que se había convertido su torso —aturdido al principio—, luego soltó un grito ahogado y se desplomó, muerto.
Un goblin cayó, con el cráneo aplastado a manos de Hakem, antes de poder dar la voz de alarma. Halgar mató a un tercero y luego a un cuarto, sujetando el hacha a dos manos y repartiendo muerte con silenciosa determinación.
Gromrund golpeó a un orco en la espalda, partiéndole la columna brutalmente y aplastándole el cuello.
Rorek puso su ballesta a trabajar y derribó a varios goblins, abarrotándoles el torso con un compacto grupo de flechas.
Antes de que los pieles verdes se dieran cuenta siquiera de lo que estaba ocurriendo, ocho de ellos habían muerto. Los aproximadamente treinta que aún seguían con vida rugieron y resoplaron de rabia mientras cogían frenéticamente sus armas. Una gran cantidad de caras verdes se volvió gruñendo hacia los enanos, que se habían lanzado al ataque formando un maltrecho piquete de lanzas levantadas y hojas curvas.
—¡Cargad! —ordenó Uthor.
El enano de Kadrin se lanzó contra las masas formando la punta del ataque. Gromrund y Halgar fueron tras él. Hakem iba después con Rorek; los dos se encargaban de mantener al custodio del saber a salvo.
Una descarga de flechas voló hacia los enanos a la carrera mientras los goblins disparaban arcos cortos y soltaban chillidos desenfrenados. Uthor recibió un impacto en la hombrera y dos más lo golpearon en el escudo, pero no aflojó el paso; esquivó una cuchillada por encima de la cabeza y, mientras se levantaba, le cortó el brazo al atacante.
Al final, todo terminó rápido. Los enanos atravesaron el campamento como un martillo irresistible dejando a los pieles verdes sangrando y desconcertados a su paso. No dejaron de correr hasta que ya no pudieron oír las voces y gritos salvajes de los orcos y los goblins. No los siguieron. Habían cometido la estupidez de dejar un modo de entrar a la karak y sin duda los pieles verdes estaban aprovechándose de ese error.
* * *
Los enanos habían acampado en un risco cerrado con una fogata parpadeante en el centro. Sólo había dos rutas para entrar y salir: Gromrund permanecía alerta en una, sosteniendo el martillo contra el pecho, y Hakem estaba en la otra, vigilando el camino que se extendía delante.
Estaba anocheciendo, los últimos vestigios de sol proyectaban una luz rojo sangre mientras desaparecían lentamente en el horizonte. Uthor se calentó las manos junto al fuego. Ninguno de ellos había hablado desde la batalla con los pieles verdes.
—Nos dirigiremos a Karaz-a-Karak —masculló Uthor con tono sombrío al otro lado de las chisporroteantes brasas del fuego.
—Es una buena marcha desde aquí —comentó Rorek, fumando en su pipa—. Dos días como mínimo por terreno escabroso y tenemos pocas raciones. La cerveza prácticamente se ha acabado.
—En ese caso será mejor que nos apretemos el cinturón —contestó Uthor.
—¡Shh! —Gromrund fue quien dio el aviso—. Alguien se acerca —susurró lo bastante fuerte para que los otros lo oyeran.
El enano se agachó. Sostuvo su gran martillo con una mano y levantó la otra haciendo un gesto para que el resto esperase.
—Es Drimbold —dijo en voz alta sorprendido—. ¡El enano gris está vivo!
Drimbold entró en el campamento con la cara cortada y el atuendo, ya de por sí raído, rasgado en varios lugares. Incluso su mochila parecía más ligera. El enano les contó rápidamente a los otros cómo se había separado de ellos cuando los skavens le bloquearon el paso. Había seguido otro túnel y había vagado por la oscuridad hasta que por suerte había encontrado otra salida: una puerta secreta en la montaña que conducía a la Vieja Carretera Enana. Había visto como los enanos atravesaban luchando el campamento orco situado junto a la puerta, pero estaba demasiado lejos para hacer nada. Después de eso había seguido su rastro hasta allí.
—Tengo suerte de estar vivo —confesó—, gracias a Grungni.
Esbozó una amplia sonrisa, agradecido de haberse reunido con sus antiguos compañeros, y luego preguntó:
—¿Dónde está Lokki?
—Está muerto —contestó Halgar antes de que ninguno de los otros pudiera hablar—, un skaven lo mató a traición.
La expresión del barbalarga parecía de acero. Ahora sólo le interesaba una cosa, Uthor podía verlo en sus ojos. La venganza. Y pensaba obtenerla.
Uthor se puso en pie y miró a sus hermanos enanos.
—Un gran agravio se ha cometido este día —afirmó con fuego en la mirada—. Pero es uno entre muchos. Uno que comenzó con la muerte de mi pariente, Kadrin Melenarroja, y ahora Lokki también descansa en una tumba pedregosa. Karak Varn está en ruinas, su gran gloria convertida en nada.
Muchos de los enanos comenzaron a mesarse las barbas y a gruñir de rabia.
—¡No lo podemos permitir! —bramó Uthor, observando cómo los rostros adustos de sus compañeros se encendían con la llama de la venganza.
»No lo permitiremos —añadió con tono solemne—. Yo, Uthor, hijo de Algrim, señor regente del clan de Dunnagal, juro reclamar Karak Varn en nombre de Kadrin Melenarroja, Lokki Kraggson y todos los enanos que entregaron su vida para defenderla.
—¡Sí! —gritaron los enanos al unísono.
Halgar fue el único que guardó silencio.
—Hasta el final —dijo el barbalarga, extendiendo la palma abierta.
Uthor sostuvo su mirada glacial y colocó la mano sobre la de Halgar.
—Hasta el final —repitió.
Los otros hicieron lo mismo. Se hizo el juramento. Irían a Karak-a-Karak y regresarían con un ejército. Volverían a tomar Karak Varn o morirían en el intento.
* * *
En la cima de un risco que daba al campamento, un enano estaba sentado a solas. El tenue brillo de una pipa iluminó brevemente su rostro lleno de cicatrices de batalla; una hilera de tres aros de oro le perforaba la nariz y tenía una cadena sujeta a la fosa nasal opuesta que le llegaba hasta la oreja. De la frente le salía una enorme cresta, que parecía un pincho mientras su silueta se recortaba contra la noche.
—Hasta el final —murmuró a la vez que aplastaba la hierba para pipa encendida con el pulgar.
Bajó de un salto del promontorio rocoso y se perdió en la oscuridad que aguardaba debajo.
* * *
Lokki no despertó en los salones de sus antepasados, con un lugar preparado en la mesa de Grungni; sino tosiendo y resoplando en medio de las ruinas de la larga escalera. Estaba vivo, un espantoso dolor punzante en la espalda donde el cuchillo había entrado se lo recordó. Había perdido el yelmo en alguna parte: tenía un tajo largo en la frente, la sangre aún estaba húmeda y le llenaba la nariz con un olor parecido al cobre.
Había escombros por todas partes y el aire estaba cargado de polvo y arena que le cubrían la barba, que en otro tiempo había sido de un tono marrón oscuro. Una antorcha seguía ardiendo en un aplique sujeto a una pared cercana. Su parpadeante aura proyectaba sombras largas y definidas. Los skavens habían desaparecido, al igual que sus muertos. Debían de haber pensado que estaba muerto, de lo contrario también habrían acabado con él.
Lokki intentó mirar a su alrededor y descubrió que no podía moverse. Una enorme losa de granito le aplastaba las piernas. Con cierto esfuerzo consiguió incorporarse sobre los codos y empujó la roca con ambas manos, pero ésta no cedió. Volvió a desplomarse, respirando con dificultad. Estaba débil, la hoja que lo había apuñalado debía haber estado cubierta de veneno. No obstante, los enanos eran una raza fuerte y podían sobre vivir a todos los venenos, salvo a los más potentes. Al menos por un tiempo.
Lokki reunió fuerzas y miró alrededor, esperando encontrar algo que pudiera usar para apartar la losa de sus piernas. Su hacha estaba justo fuera de su alcance. Intentó tocarla desesperadamente, pero estaba demasiado lejos.
Un hedor llegó hasta él en una débil brisa que emanaba de alguna fuente oculta. Lo conocía bien. Se trataba del empalagoso y fétido olor a moho de los skavens. El maloliente aroma resultaba inaguantable. Lokki sintió que la bilis le subía a la garganta y que le lloraban los ojos. Luego oyó algo, el débil sonido de unas zarpas raspando la piedra.
—Pobre enanito —dijo una voz terrible y áspera.
Un skaven, vestido con una gruesa armadura muy oxidada y pelaje negro y enmarañado, se irguió sobre Lokki. La criatura profirió un sonido, mitad gruñido, mitad carcajada, dejando ver unos colmillos amarillentos. Lokki se fijó en una cicatriz que tenía debajo del hocico mugriento, los puntos aún se notaban en la carne rosácea. El hombre rata llevaba un anillo de oro en los dedos de la pata derecha, una runa lo marcaba como un tesoro robado de las cámaras de Karak Varn. La otra terminaba en un pincho de aspecto feroz. Un yelmo rudimentario descansaba sobre su cabeza y dos pequeñas orejas asomaban por unos agujeros toscamente abiertos. Lokki había luchado con suficientes hombres ratas para darse cuenta de que se trataba de uno de sus líderes de clan, un caudillo.
—Esto es territorio skaven, sí-sí —siseó la criatura.
Lokki resistió el impulso de vomitar al sentir el fétido aliento de la criatura cuando se agachó junto a él y unos ojillos redondos y brillantes lo examinaron burlones.
—Aquí ya no mandan enanos ni pieles verdes. Aquí Thratch es el rey. Thratch matará, rápido-rápido, a todo el que entre en su reino, sí. ¡La fortaleza enana es mía! —gruñó a la vez que abría una herida profunda en la mejilla de Lokki con un pincho mugriento.
Lokki hizo una mueca y escupió un espeso coágulo de sangre en la cara del caudillo skaven.
—Karak Varn pertenece a los dawis —gruñó con actitud desafiante.
Thratch se limpió la sangre de enano con el dorso de la pata que le quedaba y se levantó mientras una sonrisa salvaje aparecía en sus rasgos. Lokki vio que la criatura retrocedía lentamente hacia la oscuridad y, exactamente en ese momento, otro skaven salía de ella como si las sombras fueran una extensión de su mismo ser.
Iba vestido con harapos negros, tenía los ojos vendados y andaba levemente encorvado mientras se acercaba poco a poco a Lokki de modo amenazador.
—Kill-Klaw intentó cortarme el cuello, sí… —siseó el caudillo, que se había perdido de vista—. Le saqué los ojos, le saqué la lengua… pero Kill-Klaw no los necesita para apuñalar-apuñalar, rápido-rápido. Ahora Thratch es el amo y le ordena a Kill-Klawz apuñala… apuñala… despacio… despacio.
El asesino skaven ciego se irguió sobre Lokki daga en mano. Por primera vez, el enano se fijó en que llevaba un collar de orejas cortadas alrededor del cuello. Kill-Klaw chilló —un sonido espantoso que le salió de las mismas entrañas— y la oscuridad envolvió a Lokki por completo. Gritos de angustia escaparon de la boca del enano y resonaron por los antiguos salones de Karak Varn y la indiferente oscuridad mientras Kill-Klaw se ponía a trabajar.