DOS
Supuso cierto alivio cuando Gromrundi y Hakem llegaron por fin a la puerta de Karak Varn. El humor del martillador se había ido volviendo cada vez más agresivo cuanto más viajaban juntos y el príncipe de Barak Varr temía que los dos pudieran llegar a las manos. Acababan de confeccionarle la túnica y no iba a permitir que se la ensuciaran en una pelea, ni que lo recibieran en la fortaleza de Karak Varn hecho unos zorros.
—Mira —anunció Gromrund. Era la primera vez que hablaba en más de una hora—. La puerta meridional de Karak Varn.
Dio la impresión de que el martillador se enderezaba al decirlo y pareció increíblemente alto gracias al imponente yelmo de guerra que descansaba sobre su frente. Los dos grandes cuernos que surgían de él en espiral casi tocaban el techo del túnel. El yelmo también incorporaba una media máscara que ocultaba gran parte del rostro del martillador, pero seguía siendo fácil percibir sus estados de ánimo.
La puerta era impresionante. Era alta y ancha, y estaba situada en una antecámara abovedada que remataba el estrecho túnel. Lucía dorados en espiral y elaboradas líneas entrecruzadas, y medía cinco veces más que el martillador con el yelmo puesto. El intrincado marco dorado y el entrelazado diseño describían las antiguas historias de la karak en un minucioso mosaico. Era, con toda justicia, una asombrosa pieza de artesanía y un testimonio de la maestría de los enanos en el manejo del metal, del que siempre hacían gala con orgullo, para lo que no era más que una entrada lateral ala fortaleza. A Hakem le pareció poco más que una puerta ornamentada, sencilla, austera… No podía compararse con las entradas adornadas de joyas de Barak Varr.
—Aquí falla algo —dijo Hakem mientras su humor se ensombrecía rápidamente.
—Si vuelves a mencionar el lustre de las puertas doradas de Karak Varr una vez más… —le advirtió Gromrund, blandiendo su gran martillo de manera elocuente.
—No, no es eso.
La seriedad del tono de Hakem exigía atención mientras agarraba su martillo rúnico.
—Sí, ya lo veo —contestó Gromrund, situándose frente a la puerta meridional y aferrando el mango de su martillo un poco más fuerte.
»¿Dónde están los guardias?
* * *
Gromrund cruzó primero la puerta. Tras decidir no avisar para que la abrieran ni siquiera llamar, los enanos tuvieron que empujar con fuerza para abrirla un poco. No estaba cerrada con llave ni atrancada. Una vez dentro, una sala larga y de techos altos se extendía ante ellos. Estaba bordeada de estatuas de piedra de señores del clan y reyes de Karak Varn e iluminada con titilantes luces colocadas en apliques. Una de las estatuas estaba volcada. Al caer había destrozado las losas de terracota que tenía debajo y había perdido la cabeza. Se veían escombros por todas partes. En la pared de la izquierda, un enorme tapiz que representaba una gran batalla librada contra los elfos durante la Guerra de Venganza estaba rasgado. Trozos de tejido colgaban como si fueran tiras de piel desollada.
—Ésta no era la bienvenida que había imaginado —comentó Hakem sin humor, con la mirada siempre atenta a las crecientes sombras del corredor—. ¿Dónde están nuestros hermanos de clan?
—Han invadido Karak Varn —apuntó Gromrund entre dientes, su voz dejaba traslucir cierto temor—. Estos salones deberían ser el dominio de Kadrin Melenarroja, señor de esta fortaleza.
—Y, sin embargo, parecen abandonados —terminó Hakem por él.
—En efecto —coincidió Gromrund, observando la total ausencia de enanos en la entrada meridional.
—¿Es posible que Melenarroja y su gente simplemente siguieran avanzando siguiendo otra veta de mena? Ésa es nuestra costumbre —razonó Hakem mientras pisaba con cuidado. Cada paso parecía un estruendo en medio del ominoso silencio.
Los dos enanos avanzaban despacio y con cautela, y hablaban en voz baja. Algo iba terriblemente mal aquí. Ambos sabían que no se trataba de una migración enana ni de la búsqueda de un filón de mena más prometedor. La karak había sufrido algún destino espantoso. Parecía vacía, en un lugar en el que como mínimo debería haber guardias, desprovista de vida; incluso los martillos de las forjas, por lo normal un bullicio siempre presente y tranquilizador, permanecían en silencio.
La larga sala dejó paso enseguida a otra área de la fortaleza, tal vez una zona comercial. Era amplia y oscura, y las sombras que proyectaba la entrada iluminada sugerían otra sala con galerías y antecámaras conectadas. En las paredes había luces apagadas, y los desechos de la actividad comercial estaban desperdigados por todas partes: barriles destrozados, carretas rotas, toneles abiertos y puestos y estantes de madera hechos añicos.
—Pensaba que los enanos se habían reasentado en la fortaleza —comentó Hakem, mordiéndose la lengua para no nombrar los grandes salones comerciales de Barak Varr—. Si se produjo un enfrentamiento hace poco, ¿dónde están las señales de batalla? En nombre de Grungni, ¿qué ha ocurrido aquí?
—No lo sé —musitó Gromrund—. Se consiguió arrebatar Karak Varn de manos de los roedores y los grobis hace años. Los dawis conquistaron todas las plantas superiores, aunque gran parte de los niveles inferiores siguen en ruinas e inundados desde la Era de la Aflicción.
—Eso es lo que leí —coincidió Hakem—. Aunque este lugar parece muerto, como si…
—¡Shh!
Gromrund le hizo una señal para que guardara silencio, levantando el puño. Con la misma mano señaló hacia una figura de aspecto enclenque que estaba envuelta en sombras y permanecía en cuclillas de espaldas a ellos, en el centro de la sala.
Hakem se alejó de la figura, desplazándose en silencio para atraparla por el flanco. Gromrund avanzó hacia delante en línea recta, agachado y sin hacer ruido mientras acechaba a su presa.
A medida que el martillador se iba acercando pudo ver mejor la apariencia de su presa. Vestía ropa andrajosa, unas prendas bastas y manchadas de mugre cuyo hedor le golpeó las fosas nasales. Gromrund no pudo evitar que una mueca de desprecio apareciera en su rostro: si era un asqueroso grobi, su martillo le partiría el maldito cráneo, aunque al acercarse se dio cuenta de que era demasiado grande para tratarse de un simple goblin. La criatura también llevaba un yelmo abollado y deslustrado sobre la cabeza. Sin duda, el repugnante piel verde, fuera cual fuese su raza, lo habría robado del cadáver de algún noble enano.
La ira invadió a Gromrund y una rabia roja le cubrió la visión antes de ver a Hakem listo para atacar por el flanco de la criatura.
—¡Vuélvete, basura! —bramó Gromrund, olvidando toda cautela. Quería ver el miedo en los ojos del piel verde antes de golpearlo—. ¡Vuélvete y siente la ira de Karak Hirn!
La enclenque figura en sombras pareció saltar del susto y luego se dio media vuelta rápidamente para enfrentarse al martillador.
—¡Alto! —exclamó en khazalid.
El martillo de Gromrund se detuvo a unos centímetros de romperle el cráneo. Hakem, que se había quedado inmóvil un momento, sostenía su martillo rúnico en alto, listo para golpear.
—¡Alto!
No era un goblin. El desastrado desdichado que tenían delante era un enano. Gromrund, que ahora estaba frente a él, reconoció la vestimenta, que pertenecía a los de las montañas Grises. Se los conocía como «enanos grises» y eran los primos más pobres de las montañas del Fin del Mundo, las montañas Negras y las Cuevas. El martillador se fijó entonces en una mochila grande situada detrás del enano, que sostenía las manos en alto de modo lastimero. Parte del contenido se había derramado: cucharas, un ídolo de plata de un antepasado e incluso un barrilillo abollado formaban parte del botín. Era poco probable que esas baratijas fueran las pertenencias del enano gris.
Gromrund hizo una mueca de desagrado al ver el tesoro desparramado, pero bajó el martillo.
El enano gris suspiró aliviado, temblando ligeramente después de que casi lo enviaran con sus antepasados antes de tiempo, e hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento.
—No os oí acercaros —dijo con la voz un tanto temblorosa mientras extendía una mano mugrienta—. Soy Drimbold Grum, de Karak Nom, en las montañas…
—Sin duda estabas demasiado concentrado en lo que quiera que estuvieras haciendo —le reprochó Gromrund, pasando la mirada de la mano de Drimbold a la mochila repleta—. Y ya conozco tu herencia, y tu nombre, dawi —gruñó el martillador, manteniendo las manos firmemente a los costados—. Los Grum están bien anotados en el Libro de Agravios del clan Yelmoalto. Hace cien años nos suministrasteis una manada de ponis de mala calidad, débiles de lomo y de tripas. Los saldadores de cuentas aún no han fijado una compensación por ello —añadió con los dientes apretados.
—Ah, no, ésos fueron los Grum de Narizagria —repuso el enano gris—. Yo soy de los Grum de Dienteagrio —añadió sonriendo.
Gromrund lo fulminó con la mirada.
Drimbold bajó la mano y los ojos, y se puso rápidamente a guardar los objetos que se le habían derramado de la mochila.
—Huele peor que un narwangli —comentó Hakem, tapándose con la mano. No estaba completamente seguro de que el enano gris no se hubiera ensuciado cuando lo sorprendieron.
Gromrund lo ignoró.
—¿Qué sabes de lo que les ha pasado a Kadrin Melenarroja y los suyos? —exigió el martillador en cuanto Drimbold se volvió de nuevo hacia ellos y se puso en pie.
Incluso la cota de malla del enano estaba oxidada y mal cuidada y tenía la barba infestada de gibils.
—No sé nada, hermano. Acabo de llegar. Estaba arreglando las cosas de mi mochila cuando me encontrasteis. Noté que una de las correas estaba suelta —agregó a modo de explicación.
—Seguro —masculló Gromrund sin molestarse en disimular su recelo.
—¿Karak Norn también le ha prometido ayuda a Karak Varn para limpiar las montañas Negras de las tribus de urks que se han congregado allí? —preguntó Hakem, arrugando la nariz ante el hedor del enano gris.
—Exactamente —confirmó Drimbold.
—Entonces, Grum o no, será mejor que vengas con nosotros —contestó Gromrund—. Quizás los enanos grises tengan algo que aportar si están dispuestos a enviar a un emisario a través de las montañas. Además, tengo un mal presentimiento sobre este lugar —comentó el martillador, recorriendo de nuevo con la mirada la gran zona comercial antes de volver a posar los ojos en Drimbold—. Huele mal.
Con eso, el martillador desapareció en la penumbra con Hakem a su lado. Fueran cuales fuesen las diferencias existentes entre el enano de Karak Hirn y el de Barak Varr, no eran nada comparado con el desagrado común que les producía un residente de las montañas Grises. Eran enanos pobres, que malvivían con lo que podían extraer de las rocas, sin la educación ni la herencia de las otras fortalezas. No obstante, era un dawi y, si formaba parte del consejo de guerra, deberían viajar juntos. En cualquier caso, era mucho mejor que lo mantuvieran bien vigilado para que no se metiera en problemas y los implicara a todos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Drimbold a la vez que se ajustaba la voluminosa mochila y observaba la ruta por la que habían venido.
—A la sala de audiencias, donde está previsto que se reúna el consejo de guerra —respondió Gromrund.
—¿Y si ellos también se han marchado? —planteó Drimbold.
—En ese caso, esperaremos —gruñó Gromrund, volviéndose brevemente para posar su dura mirada sobre el enano gris—, ¡todo el tiempo que haga falta!
La verdad era que Gromrund no sabía qué otra cosa hacer. Su papel allí consistía simplemente en oír las quejas de lord Melenarroja y comprometerse a aportar todas las fuerzas que se le había permitido para contener las crecientes hordas grobis.
Con Melenarroja ausente y su fortaleza desierta, se sentía un tanto perdido y cada vez más enfadado.
—Un ufdi y un wanaz —masculló, lamentándose de sus compañeros de viaje, mientras seguía los indicadores rúnicos que los conducirían a la sala de audiencias—, ¿por qué me pones a prueba así, Valaya?
* * *
La gran puerta de Karak Varn se alzaba grande e imponente. Estaba formada por dos inmensas losas de piedra envueltas en acero y oro, y encajadas en la mismísima ladera de la montaña.
—Es todo un espectáculo —musitó Lokki, arqueando el cuello para poder contemplar debidamente la majestuosidad de la puerta.
—Sí, muchacho, se podría decir que te hace ver las cosas con otra perspectiva —coincidió Halgar.
—Exactamente —contestó Uthor.
Rorek asintió con actitud sabia mientras chupaba su pipa.
Los cuatro enanos se encontraban en un camino corto, aunque ancho, hecho de baldosas de piedra de terracota rojiza y granito gris que conducía a la maciza puerta. El sendero, un preámbulo de la majestuosidad de la entrada propiamente dicha, estaba decorado con dibujos cuadrados en forma de espiral y bordeado por una franja de runas a cada lado. Unos escalones bajos de piedra se encontraban con el corto camino y terminaban en una amplia tarima de roca lisa grabada de modo parecido con bajo relieves dorados.
La puerta principal medía sesenta metros en el punto más alto y estaba enmarcada por un sólido arco de bronce trabajado y taraceado con una complicada filigrana de cobre. Un diseño de martillos cruzados abarcaba ambos lados de la puerta y el mango de piedra de cada uno tenía grandes gemas insertadas. A juzgar por las burdas marcas de arañazos que rodeaban las joyas, alguien había intentado sacarlas pero había sido en vano. A cada lado de la puerta había una representación simbólica de la cara de un enano: los dos lucían yelmos, pero uno tenía un parche en un ojo y el otro llevaba cuernos, y estaban forjados en bronce. En el ápice de la puerta se veía un yunque de piedra tallado.
En cada extremo de la inmensa estructura había una estatua de veinticuatro metros que se alzaba orgullosamente sobre una tarima redonda de piedra ribeteada con letras rúnicas. A la izquierda estaba Grungni, ataviado con una larga cota de malla y con un martillo de forjar en la mano. A la derecha, la imponente figura de Grimnir, con la noble cimera que le salía rígida del cráneo rapado, dándole un aire bélico, y aferrando con ambas manos las poderosas hachas que había forjado su hermano dios. Otras estatuas más pequeñas daban paso a los dioses antepasados —todos ellos reyes y señores del clan de Karak Varn— situados en enormes hornacinas esculpidas en la roca de la montaña. La dura acción de los elementos había desgastado las estatuas y algunas incluso estaban volcadas.
—Alabado sea Grungni por su habilidad y sabiduría para permitir que los humildes dawis pudiéramos crear tal belleza —musitó Uthor con actitud reverente.
—Pues su mano guía todas las cosas y se siente en el golpe de martillo de todas las forjas —completó Rorek.
Uthor le dio una palmada al ingeniero en el hombro y luego se volvió hacia Lokki con expresión seria.
—Será mejor que nos guardemos la noticia de la muerte de su señor hasta que nos dejen entrar —sugirió el enano.
Lokki asintió.
—De acuerdo —contestó y levantó la mirada hacia un parapeto vacío excavado en la roca y situado por encima de la propia puerta.
Se trataba de un puesto de vigilancia y, sin embargo, aunque, pareciera extraño, no había ballesteros a la vista para guarnecerlo. No obstante, Lokki observó las rendijas para ballestas y las buhederas con cautela.
—¡Ah de la fortaleza! —bramó—. Los emisarios de Izor, Kadrin y Zhufbar piden audiencia con el señor de Karak Varn.
La última parte casi se le atragantó al señor del clan debido a su conocimiento previo del fallecimiento de Kadrin Melenarroja. Dadas las condiciones de los huesos que habían encontrado, era probable que los enanos de la fortaleza ya lo supieran; aunque entonces se habría elegido un sucesor o al menos se habría nombrado un delegado para que actuase en lugar de Melenarroja. En cualquier caso, eso no explicaba el hecho de que no hubiera guardias en la puerta principal.
—Unos compañeros dawis imploran que les permitan entrar y disfrutar de la hospitalidad de Karak Varn —volvió a gritar Lokki.
Únicamente le respondió el silencio.
Aunque sólo era media tarde, el sol estaba hundiéndose en el cielo y densas nubes negras, cargadas de lluvia, lo cubrían. Un feroz viento soplaba desde el norte, su coro de aullidos se abría paso por las cumbres.
—El tiempo no augura nada bueno —se quejó Halgar mientras volvía la mirada hacia las crecientes sombras.
Uthor se adelantó y golpeó la puerta con el puño. Sólo produjo un ruido sordo.
—¡Por los dientes de Grimnir, esto es inútil! —maldijo—. ¿Cómo vamos a asistir a un consejo de guerra si no podemos entrar en la fortaleza en la que se va a celebrar?
—Temo que quizás hayamos llegado demasiado tarde, Uthor, hijo de Algrim —contestó Lokki—. Pero aun así debemos intentar entrar. ¿Y si fuéramos por el camino Ungdrin, hay una entrada unas cuantas leguas al este, y nos acercáramos por la puerta meridional?
—Es un viaje de dos semanas como mínimo y no hay modo de saber si la entrada sigue abierta —repuso Halgar, haciendo un gesto de dolor mientras se sentaba en una roca.
La herida de lanza seguía doliéndole un poco, pero el tenaz enano había rechazado todo tratamiento. «¡Hará falta más que una lanza urk para acabar conmigo, muchacho!», le había bramado a Lokki cuando el señor del clan había expresado su preocupación. El barbalarga controló el dolor y se sacó una pequeña pipa de arcilla del interior de su barba. La rellenó de hierba de una bolsa que llevaba en el cinto y la encendió con un pequeño artefacto de acero y pedernal. Dio una larga calada, exhaló un gran anillo de humo y añadió:
—Se hace tarde y pronto los grobis invadirán esta ladera. Son unos canallas y lo más probable es que nos disparen por la espalda desde detrás de una roca —soltó mientras le daba otra calada a la pipa.
—Dos semanas es demasiado tiempo —apuntó Uthor con una urgencia inusitada—. Me encantaría enfrentarme a un ejército de grobis si las circunstancias lo requieren, pero necesitamos entrar ya y averiguar qué suerte han corrido nuestros hermanos.
—Puede que haya otro modo —señaló Rorek, mordiendo el extremo de su pipa mientras observaba el alto puesto de vigilancia situado seis metros por encima de la puerta de sesenta metros.
Se acercó y luego se detuvo a poca distancia de la entrada. Levantó la mano izquierda delante de él —con la derecha aún sostenía la pipa mientras la chupaba—, levantó el pulgar y estiró el índice. Miró a lo largo del dedo extendido entrecerrando un poco el ojo bueno, masculló algo y retrocedió tres pasos. A continuación, soltó la ballesta que llevaba al costado y sacó la caja de metal llena de flechas. Mientras los otros observaban absortos en silenciosa incredulidad, se volvió a colgar la caja de metal en el cinto y cogió una cuerda enrollada con un gancho en un extremo.
Entonces Rorek se agachó apoyándose en una rodilla y apuntó la ballesta, con el nuevo accesorio incluido, hacia el parapeto del puesto de vigilancia. Entrecerró un poco el ojo y levantó un pasador de metal situado en el mango de la ballesta: se trataba de un pequeño aro de acero con una cruz. Sujetó la ballesta contra el hombro, se volvió a guardar la pipa en el cinto, se metió el pulgar de la mano izquierda en la boca y lo levantó para ver la dirección del viento. Satisfecho, apuntó utilizando la cruz de acero y disparó.
Se oyó un repentino chasquido y la vibración de un pesado resorte cuando el gancho salió disparado del extremo de la ballesta, seguido del zumbido de la cuerda desenrollándose, volando hacia arriba y luego trazando un arco en dirección al parapeto. Los cuatro enanos lo siguieron, fascinados. El gancho pasó por encima del parapeto y entró en el puesto de guardia, seguido del repiqueteo del acero contra la piedra. Rorek hizo girar frenéticamente la manivela situada en el extremo del mango mientras el acero raspaba contra la piedra, hasta que el gancho se agarró y la cuerda se tensó.
—Por las tenazas de acero de Grungni —exclamó el ingeniero.
—Que siempre dobleguen a los elementos de la tierra a su voluntad —terminó Uthor por él—. ¿Y ahora qué? —preguntó un tanto confuso.
Si hubiera algún guardia encima de la puerta, a esas alturas ya habría ido a investigar. Al parecer, los enanos no tenían elección.
—Ahora treparé —respondió Rorek, apoyando la ballesta contra una roca mientras se sujetaba un juego de pinchos a las botas—. Cuida de esto por mí —añadió, quitándose el cinto de las armas y la mochila.
Luego procedió a avanzar lentamente enrollando todo el tiempo la cuerda. En cuanto llegó a la pared de la puerta, sujetó un pequeño cierre situado en el mango de la ballesta a su cinto de herramientas y colocó una bota con pinchos contra la roca de la montaña. Enrolló un poco más y, cuando estuvo seguro de que la cuerda soportaría su peso, situó la otra bota contra la roca. Suspendido sobre el suelo, giró la manivela despacio y con cuidado dio un paso firme tras otro mientras subía por la pared vertical.
—Jóvenes impulsivos —masculló Halgar desde su asiento en la roca, soltando anillos de humo—. Barbilampiños —dijo entre dientes, a pesar de que la piel curtida y nudosa, y la amplia barba de Rorek indicaban que tenía como mínimo cien años—, no respetan las tradiciones.
Rorek tardó casi una hora en trepar los sesenta y seis metros hasta llegar al borde del parapeto. Para cuando lo consiguió, el sol prácticamente se había desvanecido en el cielo. Rorek les dirigió una breve señal con la mano para indicar que lo había logrado y luego se perdió de vista. Lo único que los enanos podían hacer ahora era esperar a que Rorek abriera la puerta.
* * *
—He viajado lejos para llegar a la fortaleza de mi pariente —comentó Uthor—, pero venir desde las Cuevas, a través del Paso del Fuego Negro nada menos, ése sí que es un viaje arriesgado y Melenarroja, por lo que yo sé, no era vuestro hermano de clan.
Los enanos habían acampado fuera de la puerta en el camino, lo bastante lejos del borde de las montañas para asegurarse de que no los sorprendiera una emboscada grobi o alguna otra bestia se abalanzara sobre ellos sin que se dieran cuenta. Al igual que el resto de su gente, no necesitaban guarecerse, eran lo bastante fuertes para resistir incluso las condiciones más duras, aunque la falta de un techo, junto con varias toneladas de roca, por encima de sus cabezas, les producía cierto desasosiego.
Uthor estaba sentado frente a Lokki. Los dos enanos habían colocado sus armas delante de ellos mientras sostenían unas jarras resistentes entre las manos y estaban sentados sobre sus escudos. Habían encendido un pequeño fuego rodeado de un grueso círculo de piedras. Los pieles verdes odiaban el fuego, al igual que muchos otros moradores de la noche. Sería un arma útil en caso de necesidad.
Los enanos se habían situado de modo que cada uno pudiera mirar por encima del hombro del otro hacia los altos peñascos en los que estaba encajonada la puerta principal de Karak Varn en caso de que se presentara alguna amenaza.
—Halgar y yo… —comenzó Lokki, mirando hacia su venerable mentor.
Halgar se encontraba allí cerca, sentado en la roca sin moverse, con los ojos fijos hacia delante, sin pestañear. Tenía las manos apoyadas sobre el regazo en actitud de reposo. Uthor siguió la mirada de Lokki y vio al barbalarga, que parecía una estatua.
—Tiene muchas cicatrices —comentó, observando los dedos que faltan en la mano derecha de Halgar.
—Los perdió hace mucho tiempo, pero no quiere hablar de ello. Al menos, nunca lo ha hecho conmigo —le dijo Lokki.
—¿Está… está bien? —preguntó Uthor con un rastro de preocupación en la voz mientras continuaban mirando la forma inmóvil de Halgar.
—Está durmiendo —explicó Lokki con una débil sonrisa.
—¿Con los ojos abiertos?
—Siempre me ha enseñado que los grobis te matarán en la cama igual que en el campo de batalla —contestó Lokki.
—No cabe duda de que los sabios tienen mucho que enseñarnos.
Uthor hizo una señal de profundo respeto con la cabeza en dirección al barbalarga dormido.
—Halgar y yo —insistió Lokki en cuanto contó con la atención de Uthor— estamos aquí por una deuda de honor —explicó—. Hace casi novecientos años, durante la Guerra de Venganza, una banda de asaltantes elfos le tendió una emboscada a Kromkaz Vargasson, mi antepasado y abuelo de Halgar, de camino a Oeragor.
Al oír nombrar a los elfos, Uthor lanzó un escupitajo hacia el fuego donde chisporroteó un momento.
—Los elfos eran rápidos y astutos —continuó Lokki, a la vez que el brillo del fuego proyectaba sombras cada vez más densas sobre su rostro con la gradual llegada de la noche—. Cuatro de los parientes de Kromkaz habían muerto antes de poder levantar un escudo o sacar un hacha, y aún cayeron más —prosiguió Lokki, repitiendo de memoria la historia que Halgar le había enseñado—. Ocultándose detrás de sus arcos, condujeron a Kromkaz y sus guerreros a un estrecho desfiladero y mi antepasado habría muerto sin duda, él y sus guerreros, si no hubiera sido por los mineros de Karak Varn. Salieron de un túnel oculto, parte del camino Ungdrin, en el cerro desde el que los elfos tenían inmovilizado a Kromkaz. Los mineros, enanos del clan Manocobre, cayeron sobre los elfos obligándolos a salir de sus escondites. En cuanto sus enemigos quedaron al descubierto, Kromkaz ordenó a sus guerreros que atacaran y los elfos fueron aplastados. Kromkaz llegó a Oeragor ese día. Lucharon al lado del clan Manocobre y presenciaron cómo Morgrim, primo de Snorri, hijo del Gran Rey, daba muerte al señor elfo Imladrik —relató Lokki y el resplandor del fuego hizo que pareciera que sus ojos ardían—. Venimos a satisfacer esa deuda, a pagarles a los enanos del clan Manocobre y a la fortaleza de Karak Varn.
Uthor asintió con aire de gravedad limpiándose una lágrima del ojo al mismo tiempo.
—Grandes hazañas —dijo con la voz un tanto entrecortada por la emoción—, grandes y nobles hazañas.
—¡Ah del campamento! —la lejana voz de Rorek rompió el ensueño.
No se veía al ingeniero por ninguna parte. Lokki y Uthor se pusieron en pie y cogieron sus armas y armaduras.
Halgar parpadeó una vez y despertó. El anciano enano se puso en pie como si nunca hubiera estado dormido.
Uthor apagó el fuego con el pie y fue a situarse al lado de Lokki y Halgar, fuera de las grandes puertas.
—Ya era hora —masculló Uthor.
Las quejas en voz baja de Halgar resultaron ininteligibles, aunque a Uthor le pareció captar la palabra «wazzock».
—¿Qué estáis haciendo ahí parados? —dijo de nuevo la voz del ingeniero, resonando por el cañón.
Esta vez los tres se volvieron hacia el sonido. Seguía sin haber nada. Con Lokki a la cabeza, los tres enanos se alejaron de la gran puerta con cautela y se dirigieron hacia el lugar del que surgía la voz de Rorek. Rodearon con cuidado el lado derecho de la puerta, hacia donde estaba dispuesta una de las largas galerías de estatuas, y vieron la cabeza de Rorek a unos quince metros de altura, asomando por encima de un borde de piedra estrecho. La geología —parte natural, parte creada por enanos— del saliente de piedra era tan particular que si no fuera por el hecho de que su voz los había guiado y tenía la cabeza asomada, el ingeniero habría resultado invisible.
—Coged esto —gritó desde lo alto y poco después un trozo de cuerda bajó hasta ellos.
Uno a uno, los tres enanos treparon por una pared de roca desnuda y lisa que los llevó a una cornisa corta, desde donde la cabeza de Rorek los observaba con atención.
Cuando encontraron al ingeniero, éste estaba sentado en el interior de un túnel estrecho y de aspecto frío y húmedo. Únicamente un enano, y uno que fuera particularmente observador, habría sido capaz de detectar la abertura. Rorek estaba tumbado sobre la estrecha cornisa y sostenía en alto una rejilla con manchas en tonos marrones y amarillentos que se podían ver incluso en la menguante luz. Un seco reguero iba de la abertura a un surco poco profundo en la cornisa y bajaba dejando largas marcas por una sección de la pared de roca, lejos de las estatuas.
—He encontrado una entrada —anunció el ingeniero con orgullo.
—¡Wazzock! —exclamó Halgar, coronando el saliente—. Has encontrado el túnel de la letrina.
Uthor arrugó la nariz al fijarse en el pozo que había debajo de la rejilla.
Rorek se alejó a rastras de la cornisa sin inmutarse, retirándose de nuevo hacia el interior del túnel para dejar pasar a los otros.
—Por más que lo intenté, no pude accionar el mecanismo para abrir la gran puerta —explicó—, y ésta era la otra única entrada. He desactivado todas las trampas, pero tendréis que agacharos.
Lokki fue primero. Se detuvo un momento al oír lo de las trampas, pero cruzó el corto saliente con rapidez. Halgar lo siguió, gruñendo y mascullando todo el tiempo. Uthor, que cerraba la marcha, recogió la cuerda del ingeniero tras él y se la devolvió a Rorek, junto con el resto de las posesiones del ingeniero.
La rejilla de la letrina se cerró de golpe tras ellos. Rorek pasó el pestillo por dentro antes de bajar con fuerza una segunda puerta que parecía pesar. Tres giros en el sentido de las agujas del reloj de la cara estilizada de un antepasado hecho de bronce, grabada en la pared, completaron el ritual y vinieron acompañados de la respuesta sorda de más cerrojos ocultos.
—Sólo hay que gatear un poco hasta la sala del exterior —explicó el ingeniero y emprendió el descenso por el estrecho túnel.
Era repugnante. Una larga y oscura mancha amarilla bajaba por el centro y las paredes del angosto lugar estaban recubiertas de mugre seca. El hedor era sofocante.
—He olido urks que apestaban menos —protestó de nuevo Halgar mientras los enanos seguían a Rorek.
* * *
Como Rorek había dicho, los enanos llegaron a la sala exterior. Se trataba de una habitación bastante austera aunque muy amplia, diseñada para albergar a muchos enanos. Todos los nobles, maestros de gremios artesanos u otros dignatarios podían ser recibidos allí por el señor de la fortaleza.
—La encontré así —dijo el ingeniero. La sala estaba desierta y vacía salvo por un yelmo de enano que descansaba de lado con aire sombrío en el centro de la estancia—. No es mío —añadió Rorek.
—Desenvainad vuestras armas —gruñó Halgar, mirando primero hacia la puerta de la izquierda y luego a la puerta de la derecha: al otro lado estaban los barracones, donde se podía dar alojamiento temporalmente a los soldados de un destacamento. Por último, posó la mirada en la puerta situada en la pared del fondo, la que conducía a la escalera.
Hacha en mano y con el escudo levantado, Lokki indicó:
—Dirijámonos a la sala de audiencias y roguémosle a Grungni que no hayamos llegado demasiado tarde.
Al otro lado de la siguiente puerta, la larga escalera descendía hacia la oscuridad entre grandes columnas de piedra grabadas con símbolos del clan y runas. Aunque estaba iluminada mediante enormes antorchas situadas a intervalos regulares, las sombras que se proyectaban sobre la escalera eran largas y podían ocultar toda suerte de peligros.
Los enanos se movieron con rapidez y en fila de uno, hasta que llegaron a la entrada de la sala de audiencias.
—Alguien ha estado aquí antes que nosotros —susurró Lokki a un lado de la puerta doble, que estaba entornada.
Uthor ocupó rápidamente su posición en el lado opuesto, hacha en mano. Halgar y Rorek aguardaron pensativos tras ellos, listos para entrar a la carga.
—Preparaos —ordenó Lokki.
Uthor asintió.
Los dos enanos abrieron la puerta de golpe y entraron bruscamente en la sala de audiencias con las armas desenvainadas y bramando gritos de guerra. Cuando vieron al enano que llevaba el enorme yelmo de guerra sentado en una larga mesa ovalada, al señor del clan mercante engalanado con terciopelo de primera calidad y a la criatura de aspecto desaliñado acurrucada en un rincón contando cucharas de plata que introducía en una mochila cada vez más grande, se detuvieron de pronto y no supieron qué decir.
* * *
—¿Cuánto tiempo lleváis esperando aquí? —preguntó Lokki.
Los enanos estaban sentados alrededor de la mesa de roble taraceada con complicados diseños rúnicos hechos en oro. Se hicieron las presentaciones y pronto quedó establecido que todos se encontraban allí con el mismo propósito: asistir a un consejo de guerra a instancias de Kadrin Melenarroja para debatir el mejor modo de limpiar las montañas cercanas de las tribus de pieles verdes que se estaban congregando en ellas.
—Tres semanas, según mis cálculos —contestó Gromrund.
Sus ojos tenían un aspecto feroz detrás de la placa facial de su yelmo de guerra. Era el único enano que no se había despojado del yelmo: un hecho que Lokki tuvo la prudencia de no comentar.
—¿Y no habéis visto a nadie en todo ese tiempo? —intervino Uthor, recostándose en el banco mientras encendía su pipa.
—Fui a echar un vistazo en lo alto de la gran escalera e incluso exploré dos de los salones del clan, pero no había nadie. Regrese a la sala de audiencias y esperé como se me pidió —explicó Gromrund—. Esperaba que me recibiera lord Melenarroja —añadió.
Uthor le dirigió una rápida mirada a Lokki, que se volvió hacia el martillador.
—Kadrin Melenarroja ha muerto, asesinado a manos de los urks, que se siente por siempre a la mesa de sus antepasados —dijo con tono grave—. Halgar y yo encontramos sus restos en la Vieja Carretera Enana, al borde del Agua Negra. Nosotros cuatro lo enterramos a él y a sus compañeros en la tierra, a la sombra de la karak.
—¿Sus restos? —inquirió el martillador—. ¿Cómo podéis estar seguros de que se trataba de Kadrin Melenarroja?
—Llevaba este talismán —respondió Uthor, sosteniéndolo en alto, a la luz que proyectaban las antorchas de la habitación.
—Dreng tromm —masculló Gromrund mientras inclinaba la cabeza, absorto por un momento en sus pensamientos—. En ese caso, llegamos demasiado tarde —añadió, mirando a Lokki a los ojos con tristeza.
—¡Silencio! —exigió Halgar, impidiendo hablar a Lokki.
La repentina exclamación asustó a Drimbold, que dejó caer un peine dorado que estaba usando para sacarse los gibils de la barba.
La expresión de Hakem indicó que lo había reconocido, pero antes de que pudiera discutirlo con el enano gris, Halgar se había puesto en pie y se había dirigido con paso firme a la parte posterior de la sala. Se fue acercando poco a poco a una estatua de piedra de Grungni colocada sobre una gran base octagonal, hacha en mano. Lokki lo siguió, pues a esas alturas ya había aprendido a confiar en los instintos del barbalarga. Rorek aguardó justo detrás de él y preparó la ballesta. Uthor rodeó la mesa por el otro lado con Gromrund pegado a su espalda.
—¿Qué es ese pestazo? —susurró el martillador, olfateando el aire.
—Da igual —repuso Uthor mientras sacaba el hacha—. Prepárate.
Hakem fue tras ellos. El enano de Barak Varr le lanzó una rápida mirada de reproche a Drimbold, que aguardaba pensativo en la mesa, aferrando su mochila.
Halgar se detuvo junto a la estatua y escuchó con atención. Le hizo una señal a Lokki. El señor del clan se acercó y examinó la estatua. Vio algo al bajar la mirada.
—Rorek —llamó entre dientes al ingeniero, que se reunió con él rápidamente, con la ballesta al hombro, mientras Halgar se hacía a un lado.
Rorek siguió la mirada de Lokki hasta la base octagonal y se fijó en un extraño grupo de tallas, ligeramente separadas del resto. El ingeniero se agachó y pasó los dedos con cuidado sobre la piedra, buscando alguna imperfección. Tiró de una parte del diseño, la efigie perfectamente redonda de la cabeza de un enano, y la giró. Cuando volvió a colocar la cabeza en su lugar, se produjo un chirrido y el ruido sordo de un cerrojo de piedra al deslizarse y, a continuación, apareció una pequeña grieta en el borde de la base octagonal.
—Ayúdame a levantarla —dijo Rorek, colocando los dedos debajo del borde.
Lokki hizo lo mismo, dándose cuenta rápidamente de lo que el ingeniero quería que hiciera. Halgar estaba preparado con Uthor, mientras que Gromrund y Hakem habían reunido antorchas y las sostenían, listos para lanzárselas a lo que fuera que acechaba bajo ellos.
—¡Tira! —exclamó Lokki.
Los dos enanos sacaron parte de la losa octagonal, dejando al descubierto una cámara pequeña y oscura en su interior, debajo de la misma estatua, con varios túneles que salían de ella. Dentro, parpadeando para protegerse del resplandor de las antorchas, había un enano con un grueso libro encuadernado en cuero apretado contra el pecho.
—Ralkan —farfulló semienloquecido mientras intentaba detener la brillante luz con la mano—, Ralkan Geltberg —repitió más fuerte y con mayor lucidez. Los ojos del enano mostraban un aire de súplica cuando añadió—: El último superviviente de Karak Varn.