UNO
La inmensa extensión del Agua Negra se extendía abajo, en el valle, como si se tratara de un infinito mar de color obsidiana. Una densa niebla descansaba encima como una vaporosa piel blanca, acentuando el fresco de primeras horas de la mañana. No se agitaba ni lo más mínimo, sino que permanecía como un cristal estigio: extenso, poderoso e imponente. Había que reconocer que era un lago impresionante, vasto e increíblemente profundo, situado en un enorme cráter que se abría como unas gigantescas fauces de las que sobresalían dientes rocosos. Brillantes jirones plateados descendían entre las piedras apiñadas y los valles ocultos, llenando la cuenca del lago, parecida a un abismo, con las aguas de deshielo de las montañas de alrededor. Su vítrea superficie ocultaba, con su aparente calma, lo que moraba en las profundidades del Agua Negra. Corrían insistentes rumores acerca de antiguos seres, vivos desde mucho antes de que los elfos y los enanos llegaran al Viejo Mundo, que dormían en la líquida oscuridad.
—Varn Drazh —murmuró Halgar Mediamano casi con añoranza.
Una sonrisa arrugó los rasgos del viejo enano, casi ocultos bajo la enorme barba que llevaba trenzada con piezas de oro y pasadores de bronce, mientras contemplaba la vista que se extendía ante él y más allá.
Desde un cerro que daba a la profunda cuenca del Agua Negra, se podían ver mesetas escarpadas y espesos pinares desperdigados entre el yermo paisaje. Serpenteantes senderos y precarios desfiladeros se abrían paso entre las rocas. Halgar siguió uno hasta la cima de las montañas. Los picos, irregulares, puntas de roca coronadas de nieve, erosionadas por todas las eras del mundo, se alzaban como centinelas desafiantes. Ésta era la espina dorsal de Karaz Ankor, el duradero reino de los enanos, el fin del mundo.
Halgar se alisó el poblado bigote canoso distraídamente con una mano que sólo tenía dos dedos y el pulgar; la otra, dotada de todos sus dedos, descansaba sobre la resistente hacha que llevaba atada a la cintura.
—Siempre me impresiona la majestuosidad de las montañas del Fin del Mundo —comentó con voz profunda el señor del clan Lokki Kraggson, a su lado, mientras su aliento se convertía en vaho en el frío aire matutino.
Halgar frunció el entrecejo. Una inquietante nube cruzó el cielo color platino, cargada de la amenaza de nieve.
—El invierno es el momento de muchos finales —apuntó con tono adusto.
—Al frío le va a costar mucho descargar su ira bajo tierra, no tenemos por qué preocuparnos de su dureza —respondió Lokki.
Halgar soltó un gruñido que podría haber sido de diversión.
—Quizás tengas razón —dijo entre dientes—. Pero eso es lo que pasa con los finales, muchacho, nunca los ves venir.
—Estamos cerca, viejo amigo —añadió Lokki, a falta de algo más tranquilizador, y apoyó la mano, recubierta de anillos grabados con las runas reales de Karak Izor, sobre el hombro del barbalarga.
Halgar se volvió hacia su señor y colocó la mano sobre la de Lokki en un gesto de hermandad.
—Sí, muchacho —respondió, ya sin el menor rastro de su anterior melancolía.
Había fuerza y sabiduría en los ojos de Halgar. El anciano enano había visto mucho, se había enfrentado a muchos enemigos y había soportado más dificultades que nadie que Lokki conociera. Era el profesor del señor del clan y lo instruía en las costumbres de su clan y su fortaleza. Halgar fue el primero que le enseñó a blandir un hacha y un martillo, a formar un muro de escudos y convertirse en un eslabón en la impenetrable malla de una hueste de enanos. Halgar aún llevaba la misma armadura de aquellos días: una gruesa cota de malla y hombreras de metal que lucían las runas de su clan, junto con un yelmo de bronce ribeteado de plata. La antigua armadura era una reliquia que atesoraba de los recuerdos de la batalla. Aunque la limpiaba y le sacaba brillo con frecuencia, aún mostraba oscuras manchas de sangre —viejísimas— que no se podían sacar.
—Yo, por mi parte, agradeceré la hospitalidad de los salones de Karak Varn —dijo Lokki mientras se apartaba del cerro y atravesaba las largas gramíneas, cargadas de rocío, hacia la Vieja Carretera Enana.
Habían recorrido mucho camino, había sido un viaje de varios meses. Primero al norte de Karak Izor en las Cuevas —la montaña de Cobre— y luego habían atravesado el río Sol en una barcaza, a la sombra de Karak Hirn, la Ciudadela del Cuerno. Cruzar los puntiagudos riscos de las Montañas Negras había resultado difícil, pero los caminos estrechos y poco transitados los habían conducido al Paso del Fuego Negro. Se habían adentrado por el amplio cañón sigilosamente, pues no querían atraer a sus moradores, al menos hasta haber llegado a la orilla del gigantesco lago. Ahora las ondulantes estribaciones cubiertas de rocas del accidentado terreno elevado eran lo único que se interponía entre ellos y la fortaleza de Karak Varn.
—Se me están acabando las suelas de las botas, y las ganas de comer pan enano y kuri —se quejó Lokki.
—¡Bah! Esto no es nada —respondió bruscamente Halgar, cuyo humor se ensombreció de pronto—. Cuando era un barbilampiño y Karak Izor estaba en plena juventud, fui desde la montaña de Cobreihasta Karak Ungor, malditos sean los asquerosos grobis que infestan sus salones. —Escupió e hizo un gesto de dolor mientras regresaba al camino aferrándose el pecho.
Lokki acudió en ayuda del barbalarga, pero Halgar lo apartó con un gesto y un gruñido.
—Tranquilo, sólo es un picor —refunfuñó, conteniendo el dolor—. Maldita humedad —añadió entre dientes mientras se protegía los ojos del sol, que iba saliendo lentamente.
—¿Por qué no te la has sacado nunca? —preguntó Lokki.
Atravesando la armadura y enterrada en el fornido pecho de Halgar se veía la punta de una flecha de goblin. Habían partido el asta emplumada hacía mucho, pero aún quedaba un cabo corto.
—La guardo como recuerdo de la inmundicia de los grobis y la perfidia de los elfos —respondió el barbalarga con los ojos llenos de animadversión. Después descendió pesadamente por el camino dejando atrás a su señor.
—No fue mi intención ofenderte, Halgar —le aseguró Lokki mientras coronaban otra cuesta.
—Cuando seas tan viejo como yo, lo entenderás, muchacho —dijo Halgar, ablandándose de nuevo—. Es mi última lección —añadió, mirando a Lokki a los ojos—. Nunca olvides ni perdones.
Lokki asintió con la cabeza. Conocía perfectamente los principios de su raza, pero Halgar se los inculcaba con la convicción de la experiencia.
—Ahora, vamos a…
Halgar se interrumpió y señaló hacia un barranco poco profundo situado por debajo de ellos, donde el camino descendía hasta la cuenca del Agua Negra. Lokki siguió su mirada y vio los restos de varios arcones de madera. Eran antiguos, la madera estaba alabeada, cubierta de musgo y aulaga silvestre, pero eran inconfundibles. Sin embargo, fue lo que había junto a los arcones lo que más sorprendió al señor del clan: esqueletos. Huesos y cráneos que sólo podían pertenecer a enanos.
Halgar bajó al barranco andando con mucho cuidado entre los afloramientos rocosos y las resistentes matas de gramíneas silvestres mientras Lokki lo seguía de cerca. No tardaron en llegar a los restos.
Halgar se agachó entre los esqueletos e hizo una mueca. Muchos aún vestían sus armaduras, aunque el tiempo había hecho estragos en ellas.
—Las criaturas salvajes les han dejado los huesos limpios —comentó Halgar mientras examinaba uno—. Los han roído —añadió con desagrado y pena.
—Hay más… —anunció Lokki.
Más allá de donde se encontraban los dos enanos en cuclillas se extendía una llanura elevada azotada por el viento, con los márgenes bordeados de esquisto y guijarros procedentes de la orilla del lago, y más huesos desparramados.
—También hay de grobi —dijo Lokki y tiró un asqueroso trozo de piel mientras caminaba por la accidentada llanura.
Había esqueletos por todas partes, junto con más arcones rotos. Después de haberle servido de alimento a las bestias salvajes, los despojos de la batalla habían quedado desperdigados por todas partes, lo que hacía imposible calcular la magnitud o el significado de aquel combate.
—No me gusta esto —dijo Lokki, dirigiéndose a otro arcón, que también estaba vacío.
—Se trataba de un grupo procedente de Karak Varn —masculló Halgar, que había seguido a Lokki.
—¿Cuántos? —preguntó el señor del clan.
—Es difícil de decir —murmuró Halgar mientras examinaba uno de los arcones con más atención—. Wutroth —dijo para si, refiriéndose a la madera poco común de la que estaba hecho el arcón.
Por encima de Lokki, una gruesa lengua de roca sobresalía sobre la llanura cubierta de hierba, tapando el áspero sol invernal. Un estrecho sendero, poco más que un fino rastro, subía serpenteando hasta él desde el antiguo campo de batalla.
—Voy a buscar un mirador mejor —dijo mientras subía por el camino y la barba se le sacudía por los azotes del viento.
Allí, sobre la cuesta, Lokki contempló el alcance de la batalla que había tenido lugar. Divisó por lo menos un centenar de cuerpos de enanos, y el doble de goblins y orcos, aunque sólo Grungni sabía a cuántos más se los habrían llevado las bestias de las estribaciones para roerlos en sus cuevas. Había una gran concentración de huesos —de enanos y pieles verdes— en la orilla del Agua Negra donde Halgar estaba agachado. Los enanos parecían estar colocados en un círculo apretado, como si hubieran caído mientras se defendían con fiereza. Los esqueletos de los orcos trazaban una espiral, alejándose de ese macabro círculo que los había rechazado. También podían verse los restos destrozados de unos treinta arcones. Viejas huellas, de pesados pies calzados con botas, se alejaban del lugar, demasiado grandes y bastas para tratarse de enanos. Aquello no había terminado bien para los guerreros de Karak Varn y Lokki pronunció un juramento entre dientes.
Al regresar del espolón, Lokki encontró a Halgar resiguiendo una runa marcada a fuego en uno de los arcones.
—Gromril —dijo el barbalarga sin levantar la mirada, indicando el contenido del arcón—. Probablemente destinado al Gran Rey de Karaz-a-Karak —conjeturó, basándose en la dirección de las huellas.
—¿Qué es eso? —preguntó Lokki.
Su aguda mirada había distinguido algo en medio de la carnicería. Un esqueleto de enano llevaba un talismán alrededor del cuello. La cadena estaba deslustrada, pero el talismán seguía tan impoluto como el día que lo habían forjado. Tenía una runa marcada. Lokki se lo mostró a Halgar. El anciano enano entrecerró los ojos y luego lo cogió de manos de Lokki para verlo mejor.
—Lleva la runa personal de Kadrin Melenarroja —anunció, levantando los ojos hacia su señor. Una adusta expresión había aparecido en su rostro al reconocerla.
—¿El señor de Karak Varn? —El tono de Lokki fue igual de sombrío.
—El mismo —confirmó Halgar—. No cabe duda de que cayó protegiendo el envío de gromril para Karak-a-Karak.
—Debe llevar muerto mucho tiempo —apuntó Lokki—, y sin embargo, Karak Varn no lo ha comunicado.
La expresión de Halgar se tornó lúgubre.
—Quizás no pudieron hacer llegar la noticia a las otras fortalezas —sugirió el barbalarga—. No vi huellas de dawis alejándose de esta runk —añadió, señalando el campo de batalla sembrado de huesos—. Lo más probable es que los suyos no sepan qué ha sido de Kadrin Melenarroja.
Lokki bajó la mirada hacia el esqueleto de enano que había llevado el talismán: los restos, al parecer, de lord Melenarroja. El cráneo estaba casi partido en dos. Había un yelmo de metal rajado cerca de allí. Pasó su dedo, de piel oscura y gruesa como el cuero, por la herida.
—El golpe es irregular y burdo, pero lo asestaron con fuerza —dijo.
—Urks —respondió Halgar, mostrando los dientes.
—Vi sus huellas alejándose del combate. Aquí se libró una batalla importante —aseguró Lokki—. ¿Cuánto tiempo crees que llevan aquí estos esqueletos? —inquirió el señor del clan, aceptando el talismán de Kadrin Melenattoja que Halgar le devolvía.
El barbalarga estaba a punto de responder cuando de pronto, olisqueó algo en el aire.
—¿Hueles eso? —preguntó mientras se ponía en pie y sacaba el hacha.
Un rugido salvaje resonó por las rocas de alrededor. Lokki levantó la mirada y sintió la bilis caliente en la garganta. Un grupo de cinco orcos bajaba a la carga por el lado este del barranco, siguiendo la ruta que habían tomado los dos enanos, blandiendo cuchillos manchados de sangre y lanzas rudimentarias. Siete más salieron de detrás de un grupo de rocas en el lado opuesto, armados con toscos garrotes. Al menos tres más llegaron por un segundo sendero, al otro lado del saliente de la colina, con escudos de madera y burdas espadas de hoja gruesa. Lucían corazas de cuero manchadas de mugre y tachonadas de hierro oxidado, y aros perforándoles la piel gruesa y oscura. Los orcos bramaron mientras se agrupaban.
—Nos han estado vigilando —comprendió Lokki, que se puso en pie y se colocó espalda contra espalda con Halgar a la vez que sacaba el martillo y levantaba el escudo.
—Sí, muchacho —masculló Halgar, olfateando con desdén.
—Nunca perdones ni olvides —gruñó Lokki mientras los orcos se lanzaban contra ellos.
* * *
Uthor Algrimson se llenó los pulmones con una potente bocanada de aire gélido mientras contemplaba las cumbres envueltas en niebla de las lejanas Montañas del Fin del Mundo. En una zona de terreno bajo en las estribaciones de la imponente cordillera, dejó de sentir los calambres que padecía en cuello y espalda. El sol estaba despuntando en el horizonte mientras él disfrutaba de la vista. Su hogar en Karak Kadrin, situado allá al norte, se fue convirtiendo en un lejano recuerdo a medida que la sombra de Zhufbar se alzaba imponente al oeste. Y más allá estaba Karak Varn.
La brisa de las tierras altas agitaba las alas del yelmo que llevaba el enano y hacía ondear su capa corta. El viento lo limpió de su sombrío humor y empujó la desesperada situación de su señor y padre al fondo de su mente.
Por debajo de él, después de una empinada escarpadura, refulgía la vasta y oscura sombra del Agua Negra. Uthor había aparecido en el borde oeste de la misma.
—Es una vista maravillosa, ¿verdad? —comentó una voz por encima de Uthor.
El enano, que se sobresaltó un momento, levantó la mirada y vio a un enano medio calvo con una espesa barba rojiza. Estaba sentado sobre un afloramiento rocoso desde el que se dominaba el gigantesco lago. Volutas de humo se alzaban del cuenco de una pipa de hueso que sujetaba con el pulgar y el índice de la mano derecha, una ballesta de aspecto extraño descansaba sobre su regazo. Vestía un resistente mandil de cuero sobre una túnica que mostraba la runa de Zhufbar.
—Según la leyenda, el cráter se formó debido al impacto de un meteorito en la antigüedad. Hoy en día, las agitadas aguas del lago bañan la mena que se extrae de las minas y hacen girar las grandes norias que mueven los martillos de forjar de Zhufbar y Karak Varn —explicó el enano y, mirando a Uthor, añadió—: Rorek Ojopedernal de Zhufbar.
—Uthor Algrimson de Karak Kadrin —respondió Uthor con una inclinación de cabeza y, cuando el otro enano se volvió hacia él, observó que llevaba un parche en el ojo.
Rorek se puso en pie y bajó del afloramiento rocoso. Los dos enanos se dieron un efusivo apretón de manos. Uthor se fijó en que su hermano llevaba en el dedo un anillo grabado con el emblema de un gremio artesano.
—Ingeniero y guía turístico —comentó al reconocer el emblema.
—En efecto —respondió Rorek, que no dejó de mascar el extremo de su pipa a lo largo de todo el intercambio de palabras, al parecer sin inmutarse por el leve escarnio que Uthor le había dirigido.
Uthor esbozó una sonrisa fría mientras ponía fin al apretón. A juzgar por sus manos, Rorek sólo podía ser un enano artesano, ya que eran roscas, y estaban manchadas de aceite y virutas de metal.
—Estás lejos de casa, Uthor Algrimson —dijo Rorek.
—Un miembro lejano de mi clan, Kadrin Melenarroja de Karak Varn, me ha convocado a un consejo de guerra —contestó Uthor, poniéndose derecho—. Hay pieles verdes alrededor del Agua Negra buscando probar el sabor de mi hacha —añadió con una amplia sonrisa.
—En ese caso, somos compañeros en esta misión —anunció Rorek—, pues yo también me dirijo a Karak Varn.
—Tu ballesta es impresionante, hermano —dijo Uthor, que no había visto nunca nada igual.
Rorek bajó los ojos hacia el arma y la sostuvo contra el pecho con ambas manos para que Uthor pudiera verla mejor.
—La he diseñado yo mismo —aseguró, vanagloriándose.
La ballesta era más grande que las que usaban los ballesteros de Karak Kadrin. Uthor estaba familiarizado con ese tipo de arma, ya que había utilizado una durante las numerosas expediciones contra los goblins en las que había acompañado a su padre. Un oscuro recuerdo surgió por su propia voluntad en la mente de Uthor al pensar en su señor. Lo aplastó y se concentró en la creación del ingeniero.
Estaba bien hecha, como era de esperar de los enanos de Zhufbar. Tenía una pequeña palanca de metal, sujeta a una base circular, atornillada al mango y en la larga estructura de madera había una caja de metal de aspecto pesado llena de flechas. Uthor no pudo evitar fijarse en una caja parecida atada al grueso cinto de herramientas del ingeniero, que contenía una cuerda enrollada con un resistente gancho de metal en un extremo.
—Es… poco común —dijo.
—Aún no se la he presentado al gremio —admitió Rorek.
Uthor no era ingeniero, pero conocía las tradiciones que había establecido el gremio de ingenieros y sabía que eran reacios a aceptar inventos. Intentar que el gremio reconociera tal artefacto podría poner en peligro la condición de Rorek y lo más probable era que lo recibieran con descontento.
Antes de que Uthor pudiera decirle nada de esto al ingeniero, la brisa trajo el sonido del entrechocar del acero y los gritos de la batalla. Se podían distinguir palabras en khazalid en medio del clamor de la lejana refriega. Rorek abrió mucho el ojo bueno mientras se volvía hacia el origen del alboroto.
—No está lejos —anunció—. Al sur, justo después de este lado del Agua Negra.
—Entonces será mejor que nos demos prisa —propuso, Uthor torciendo el labio superior en una sonrisa salvaje—. Parece que la batalla ha comenzado sin nosotros.
* * *
Gromrund del clan Yelmoalto, martillador del Gran Rey Kurgaz de Karak Hirn y llamado así por el poderoso y ancestral yelmo de guerra que llevaba en la cabeza, bajó con rigidez por el camino Ungdrin, con su compañero siguiéndolo a pocos pasos de distancia.
El camino subterráneo de los enanos, abierto en las rocas en la antigüedad, en un esfuerzo en conectar las numerosas fortalezas de las montañas del Fin del Mundo, era enorme. Faros rúnicos a los que se podía hacer brillar, e incluso arder, con una sola palabra en khazalid, la lengua de los enanos, proporcionaban orientación e iluminación a través de los miles de túneles que desde la Era de la Aflicción se habían convertido, al menos en parte, en el dominio de criaturas malignas: orcos, goblins y moradores aún peores asolaban ahora los pasadizos en ruinas del camino Ungdrin.
—Las puertas de Karak Varn no están lejos —dijo Gromrund mientras levantaba un farol tras fijarse en una runa indicadora grabada en una de las elaboradas columnas situadas a lo largo de las paredes del túnel.
Entre ellas había estatuas de dioses del pasado. A sus pies se veían gruesas lajas de piedra gris y marrón claro colocadas formando un mosaico entretejido con las runas de Karak Varn.
—Por aquí —indicó el martillador y se fundió con la oscuridad.
—¿Has visto alguna vez las puertas doradas de Barak Varr, amigo? —preguntó el compañero de Gromrund, un enano que se había presentado como Hakem, hijo de Honak, del clan Honak, portador del martillo Honakinn y heredero de las casas mercantes de Barak Varr, Puerta del Mar y Joya del Oeste. La interminable genealogía no impresionó al martillador.
—No, pero sospecho que estás a punto de describírmelas —contestó Gromrund con brusco desdén.
Los dos enanos se habían encontrado en una confluencia del camino Ungdrin por pura casualidad, en un punto en el que los túneles subterráneos que conectaban Karak Hirn y Barak Varr se unían. Llevaban tres días viajando juntos. A Gromrund le habían parecido meses.
—No tienen nada que envidiar a las grandes puertas de Karaz-a-Karak en cuanto a majestuosidad —se vanaglorió Hakem—, eclipsan incluso al Vala-Azrilungol con su belleza. Están hechas de hierro con incrustaciones de joyas centelleantes que brillan con la luz del sol. Cada puerta lleva forjada en el metal la imagen de los reyes Grund Hurzag y Norgrikk Cejorrisco, fundadores de la Puerta del Mar y mis estimados antepasados. Franjas de gruesa y reluciente filigrana de oro dibujan las runas del clan real de Barak Varr.
Al señor del clan mercante se le empañaron los ojos al hablar de esa obra maestra arquitectónica.
—Estoy seguro de que son una maravilla —comentó el taciturno martillador, preguntándose si podría hacer callar a su compañero de viaje con un golpe de su gran martillo, pues dudaba que alguien fuera a echar de menos al señor del clan mercante.
Sin embargo, para ser sincero, incluso Gromrund se conmovió, como les ocurría a todos los enanos cuando se hablaba de los viejos tiempos, pero hizo todo lo posible para ocultarlo.
La vestimenta de mercader de Hakem era casi tan aparatosa como su lengua: la armadura dorada, los anillos de los dedos y la túnica de terciopelo morado hablaban de riqueza, pero no de herencia, de honor. A Gromrund esta opulencia le resultaba decadente y de mal gusto. Sabía que la Guerra de Venganza había dañado los bolsillos y el orgullo de los señores de los clanes mercantes de Barak Varr. Ahora, unos cuatrocientos años después, se había interrumpido el comercio con los elfos. Necesitaban establecer vínculos más fuertes con sus parientes, ganarse su favor y forjar nuevos contratos. No se le ocurría ninguna otra razón para que hubieran convocado a Hakem. Invitar a un enano como éste a un consejo de guerra parecía inapropiado, como mínimo; como máximo, era un insulto.
El Ungdrin se estrechaba más adelante y el techo se inclinaba hacia abajo bruscamente, sin duda como resultado de los terremotos que habían asolado Karak Varn y todo Karaz Ankor. Esto obligó al martillador a volver a concentrarse en el asunto que los ocupaba. Los daños sólo afectaban a una corta sección del túnel, pero Gromrund tuvo que inclinarse para poder pasar con el yelmo, que lucía dos enormes cuernos enroscados y la efigie de un jabalí de bronce.
—¿Por qué no te quitas el yelmo, hermano? —propuso Hakem, que iba justo detrás de él, y que sólo tuvo que agacharse un poco tras sacarse su yelmo incrustado de joyas.
Gromrund se volvió y fulminó con la mirada al enano de Barak Varr con el rostro rojo de indignación.
—Es una reliquia de mi clan —soltó—. Es lo único que necesitas saber. Ahora ocúpate de tus asuntos y no te metas en los míos —añadió y prosiguió por el túnel sin esperar la respuesta de Hakem.
En cuanto cruzaron el estrecho pasadizo, el Ungdrin se ensanchó de nuevo formando una caverna de la que salían tres portales. Una gran placa circular de bronce situada en el suelo, en el centro de la sala, presentaba más símbolos rúnicos. Se trataba de un bazrund, un indicador que señalaba que se encontraban cerca de la fortaleza y que mostraba los caminos que llevaban a Zhufbar y Karaz-a-Karak.
—Entiendo de reliquias, hermano enano —contestó Hakem mientras se colocaba sobre la placa—. ¿Qué me dices de esto?
Mientras se agachaba sobre la placa para confirmar que avanzaban en la dirección correcta, Gromrund vio con el rabillo del ojo que el enano sostenía en alto un martillo rúnico. Era tan hermoso que se detuvo a mirarlo.
Era evidente que ese martillo rúnico lo había creado un maestro. Era más sencillo de lo que Gromrund se habría imaginado: una simple cabeza de piedra —grabada con tres runas que brillaban débilmente en medio de la penumbra— remataba un mango sin adornos tallado de resistente Wutroth y con incrustaciones de rubíes de fuego. La empuñadura estaba cubierta con tiras de cuero y una correa gruesa lo ataba a la muñeca enjoyada de Hakem.
—¿Has visto alguna vez algo tan magnífico? —inquirió Hakem con los ojos resplandecientes de orgullo. La barba negra impecablemente acicalada se le erizó y las piedras preciosas engastadas en los pasadores de las trenzas que la decoraban refulgieron gracias al brillo de las runas del martillo.
—Parece un arma bastante buena —contestó Gromrund, fingiendo indiferencia. Se volvió y emprendió la marcha.
—¿Bastante buena? —repitió Hakem sin dar crédito a lo que oía—. ¡Vale más que todas las riquezas de la mayoría de los clanes! —exclamó y, dándose cuenta de que un poco de tierra del estrecho túnel había ensuciado el terciopelo de su ropa, se sacudió la vestimenta.
—¿De todas formas, para qué necesita un mercader un arma como ésa? —comentó Gromrund, haciéndose el desinteresado.
—Eso es asunto mío —contestó Hakem, disfrutando del momento.
Gromrund resopló.
—Mequetrefe envuelto en sedas —murmuró el martillador.
—¿Qué has dicho? —preguntó Hakem.
—Que ya casi hemos llegado —mintió Gromrund con una sonrisa traviesa bajo la barba, antes de que Hakem continuara alardeando de las riquezas de los señores de los clanes mercantes y la casa de Honak. No veía la hora de llegar.
* * *
Para cuando coronaron la última cuesta, Rorek estaba jadeando. Por debajo de ellos, en un estrecho barranco, se estaba librando una batalla. Había dos enanos: uno de ellos era claramente un señor del clan y portaba un hacha y un escudo; el otro era mucho mayor, un barbalarga, e iba armado del mismo modo. Luchaban espalda contra espalda. Rorek contó nueve orcos rodeándolos y otros seis muertos a sus pies. Observó que uno de los pieles verdes se aproximaba con una implacable lanzada. El barbalarga descargó un golpe mientras el señor del clan clavaba la punta de su hacha en el cuello del orco y la sangre le empezaba a manar a chorros de la herida.
Uthor ya había visto suficiente. Una sonrisa feroz apareció en su rostro mientras se abalanzaba contra el tumulto y bramaba:
—¡Uzkul urk!
Uno de los orcos, una fornida bestia con anchos colmillos que le sobresalían de la mandíbula y un aro de hierro atravesándole la nariz, se volvió para enfrentarse a esta nueva amenaza. Se produjo un destello plateado y luego un ruido grave y sordo al hender el arma el aire. El golpe derribó al orco que chocó contra el suelo antes de poder arrojar la lanza pese a tener un hacha enterrada en el cráneo.
* * *
Rorek, que se encontraba en el cerro, vio cómo Uthor lanzaba su hacha dando vueltas contra el orco que se encontraba más cerca. Avanzó rápidamente detrás del arma, esquivando el violento golpe de otro piel verde, antes de darle un fuerte puñetazo en la cara con la mano con guantelete de cuero y romperle el hocico. Se detuvo para recuperar el hacha, liberándola de un tirón con una mano. Más sangre salió a chorros de la herida mortal. A continuación, Uthor utilizó el mango para bloquear una cuchillada por encima de la cabeza que le dirigió el orco con el hocico destrozado.
Más abajo, el resto de los orcos aún seguían presionando al señor del clan y al barbalarga. Una de las bestias parecía una especie de jefe. Tenía la piel mucho más oscura que los demás, su cuerpo era más grande y más musculoso, y llevaba un yelmo de cuero con cuernos. Blandía y aporreaba el escudo del señor del clan con la rudimentaria arma.
Uthor había despachado a un segundo orco, le había cortado la parte superior del cráneo con el borde afilado de su hacha y la materia del interior se había derramado por el suelo. Respiraba pesadamente y otros dos orcos se le vinieron encima, empuñando siniestros cuchillos y burdas espadas curvas.
Rorek cogió la ballesta que llevaba al costado, soltó el seguro y giró la palanca. Una descarga cerrada de flechas salpicó el barranco. Uno de los orcos recibió un impacto en la mandíbula, una segunda flecha le atravesó el cuello y una tercera le clavó el pie al suelo, aunque cuatro proyectiles más, como mínimo, chocaron contra el suelo sin causar daños. El ingeniero soltó un rugido de júbilo y luego resopló cuando una flecha cruzó a cierta distancia del yelmo alado de Uthor mientras otra le pasaba silbando cerca de la oreja. El enano soltó una maldición y miró a Rorek con el entrecejo fruncido antes de encargarse del orco clavado al suelo con su hacha y luego concentrarse en su compañero ileso.
Rorek cambió de idea, se echó la ballesta al hombro y sacó su hacha de mano. Tendría que hacerlo a la antigua.
—¡Comekruti! —le soltó Uthor a Rorek cuando el ingeniero llegó a su lado procedente del cerro mientras destripaba al segundo orco, aunque se acercaban más para ocupar su lugar—. ¡Puede que a ti te quede bien, pero a mí no me apetece llevar un parche!
Rorek asintió con la cabeza, disculpándose, antes de cortarle la mano a otro orco. Uthor acabó con la criatura decapitándola.
—Quédate detrás de mí y mantén esa ballesta bien asegurada —ordenó.
* * *
En la base del cerro, mientras los constantes golpes del jefe orco lo iban aplastando lentamente bajo su escudo, Lokki vio que los dos desconocidos corrían en su ayuda.
—¡Halgar! —gruñó.
El barbalarga le dio una patada a un orco en la espinilla, destrozando el hueso, y mató al piel verde mientras éste se encogía de dolor.
—Ya los veo —contestó, volviéndose a medias para mirar a su señor, a la vez que otros dos orcos requerían toda su atención.
—No, anciano —repuso Lokki, el dolor le subía por el brazo mientras el escudo recibía incesantes golpes—. Necesito un poco de ayuda.
Halgar balanceó el hacha trazando un furioso arco y obligando a los dos orcos que tenía delante a ceder terreno. Entonces se dio media vuelta y embistió con el hombro contra la parte plana del escudo de Lokki mientras el señor del clan hacía lo mismo.
—¡Empuja! —bramó.
El jefe orco asestó otro golpe, pero esta vez se encontró con la fuerza de dos enanos furiosos y su maza salió desviada. Lokki y Halgar siguieron empujando y estrellaron el escudo directamente contra el cuerpo del jefe orco, que retrocedió tambaleándose, asombrado.
Halgar soltó un grito cuando una lanza lo golpeó en el costado. Le partió algunos eslabones de la cadena de la armadura y le rozó el hueso, pero no lo atravesó. La expresión de Lokki se tiñó de preocupación por el venerable enano, pero Halgar le ordenó a gritos:
—¡Mata a esa bestia!
El barbalarga hizo un gesto hacia el tambaleante jefe orco antes de apartar la lanza de un manotazo y volverse de nuevo para hacer frente a sus enemigos.
Lokki hizo lo que le ordenó. Balanceó el hacha trazando un círculo y levantó el escudo para aliviar un poco el dolor y la rigidez que sentía en el hombro. El orco sacudió la cabeza y una llovizna de sangre y mocos salió despedida de sus orificios nasales cuando resopló. La criatura soltó un gruñido al ver avanzar al enano.
—¡Vamos! —bramó Lokki, mirando a la bestia a los ojos.
* * *
Uthor aporreó a otro orco con la parte plana de la hoja del hacha antes de clavársela en la barbilla; la cara y la barba se le llenaron de salpicaduras de cuando la mandíbula del orco cedió. El enano liberó su arma, carraspeó y escupió sobre el cadáver.
—Se han sumado otros cinco desde que nos unimos a la pelea —le dijo a Rorek, que le guardaba las espaldas.
—Yo he visto como mínimo tres más salir de las rocas que coronan el cerro occidental —respondió Rorek—, pero están disminuyendo —añadió entre jadeos.
Los dos enanos habían dejado un impresionante rastro de pieles verdes muertos a su paso. No obstante, otro grupo había aparecido de las rocas, colocándose entre ellos y los otros enanos. Sin embargo, después de despachar a los refuerzos, solamente quedaba un puñado de orcos y Uthor dispuso de una ruta despejada hasta sus dos hermanos en combate.
El barbalarga se enfrentaba a tres, mientras que el señor del clan se preparaba para luchar contra el jefe orco, blandiendo el hacha y el escudo con la facilidad que da la práctica. Otros dos pieles verdes —más grandes que los otros y con armaduras más pesadas— permanecían detrás del jefe, era de suponer que por órdenes del orco. Uthor resopló.
—Me encargaré de vosotros después —dijo entre dientes y clavó su dura mirada en los tres que peleaban contra el barbalarga.
* * *
El jefe orco que se encontraba frente a Lokki estaba a punto de emprender el ataque cuando, como si se hubiera dado cuenta de pronto de dónde se encontraba, retrocedió y gruñó en su corrompida lengua. Dos orcos con pesadas armaduras que se encontraban detrás de él se lanzaron repentinamente hacia delante y se interpusieron en el camino del señor del clan. Detrás de ellos, el jefe bramó de nuevo, emitiendo un grito estridente. Lokki lanzó una breve mirada por encima del hombro y vio que lo que quedaba de la horda horca estaba batiéndose en retirada.
Los dos que quedaban vivos tras enfrentarse a Halgar ya estaban corriendo. Tres más huyeron de los otros dos enanos, que se abrían paso por la llanura y que ahora se encontraban a sólo unos metros de Lokki y Halgar. Uno de los pieles verdes que huía cayó al suelo, chillando después de que un hacha lo golpeara en la espalda con un ruido sordo. Cuando Lokki volvió a mirar, descubrió que otros dos, junto con el jefe y sus guardaespaldas, habían logrado huir. Subieron por el barranco desperdigándose por la ladera y se perdieron en las cercanas estribaciones al borde de la Vieja Carretera Enana. Al parecer, la voluntad de los orcos se había venido abajo y, para cuando todo hubo terminado, los cuerpos de unos dieciséis pieles verdes estaban desparramados por el suelo.
—Asquerosos urks —gruñó Halgar—. No tienen valor para pelear, no es como en los viejos tiempos.
Lokki decidió no darles caza. Dudaba que Halgar pudiera seguir el ritmo, a pesar de las protestas del barbalarga en sentido contrario, y tenía que reconocer que él también estaba cansado. Se limpió la sangre de un corte que tenía en la frente, debido a una herida que no había advertido, y vio cómo uno de sus nuevos aliados, un enano que llevaba un yelmo con alas y una armadura de bronce grabada con las runas de Karak Kadrin, arrancaba su hacha del cuerpo de un piel verde.
—Os damos las gracias, hermanos —dijo Lokki mientras se volvía a colgar el escudo a la espalda y enganchaba el hacha en el cinto de las armas antes ofrecerle la mano abierta al enano que empuñaba el hacha—. Soy el señor del clan Lokki Kraggson de Karak Izor.
—De las Cuevas —comentó el portador del hacha, intentando no alterar la voz ni mostrar desdén.
Existía cierto resentimiento entre los enanos de las montañas del Fin del Mundo y los de las otras cordilleras. Algunos los llamaban exiliados. Otros utilizaban nombres menos agradables.
—Sí, de las Cuevas —respondió Halgar con orgullo, haciéndole frente al desprecio del desconocido mientras se situaba junto a su señor.
—Gnollengrom —masculló el portador del hacha a la vez que hacía una profunda reverencia a Halgar. Tras volver a enderezarse le dio un fuerte apretón de manos a Lokki—. Es un placer, hermano. Yo soy Uthor Algrimson de Karak Kadrin, y éste es Rorek Ojopedernal de Zhufbar —añadió, señalando a su compañero, un enano que llevaba un parche y una ballesta de aspecto extraño.
—Estamos en deuda con vosotros —contestó Lokki, a la vez que hacía un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento.
—Perteneces al clan real de Karak Izor —apuntó Uthor, fijándose en el pendiente dorado que lucía Lokki.
Fue una afirmación, no una pregunta.
Lokki asintió.
—Entonces, parece que los rumores acerca de que los urks se están reuniendo en las montañas deben ser ciertos, si los clanes reales se están interesando —observó Uthor—. Es una gran audacia por parte de los pieles verdes aventurarse hasta el Agua Negra.
—¿A vosotros también os han convocado a Karak Varn? —preguntó Lokki, deduciéndolo del comentario de Uthor.
—Así es —contestó—, y sería un honor para nosotros viajar en vuestra compañía, noble señor del clan.
—Sí, sí. Basta de cháchara —gruñó Halgar, arrugando la nariz mientras contemplaba la carnicería—. Estos urks están empezando a apestar.
* * *
Halgar pronunció palabras de recuerdo sobre las tumbas de piedras que los restos óseos de lord Kadrin de Karak Varn y sus vasallos. Los enanos habían transportado reverentemente los huesos desde el campo de batalla del angosto barranco hasta el cerro occidental, a la sombra de Karak Varn. Estaban bien equipados, como era prudente para los viajes largos, y llevaban picos y palas cortos con los que enterraron hondo los restos. Mientras el barbalarga llevaba a cabo la breve ceremonia, los tres enanos permanecían en silencio a su alrededor con las cabezas inclinadas en señal de profundo respeto. El humo grasiento que se alzaba de una pira en llamas, en la que ardían los orcos, teñía el aire.
—Que Gazul os guíe a los Salones de los Antepasados —susurró Halgar, invocando el nombre del Señor del Inframundo.
Tras hacerse la runa de Valaya —diosa de la protección— sobre el pecho, el barbalarga se puso en pie y los cuatro enanos se alejaron en silencio.
Al cabo de un rato, Uthor habló.
—¿Estás convencido de que era el cuerpo de Kadrin Melenarroja?
Observó pensativamente el talismán de su pariente lejano mientras reseguía con el dedo las runas grabadas. Lokki le había entregado la reliquia de inmediato después de explicar cómo Halgar y él se habían encontrado con el lugar de la antigua batalla, los enanos muertos con los arcones y la posterior emboscada por parte de los orcos. Puesto que era pariente de Melenarroja, era de justicia que lo tuviera.
—No puedo estar seguro, pero el esqueleto que encontramos tenía este talismán y era antiguo, como si llevara mucho tiempo muerto.
—¿Había un martillo entre los restos? —inquirió Uthor.
—Nosotros no lo encontramos —respondió Lokki.
Uthor suspiró.
—Dreng tromm, en ese caso estoy el doble de apenado. Lord Kadrin recibió su martillo rúnico hace muchos años, en su juventud, de manos del entonces Gran Rey Morgrim Barbanegra. Si mi antepasado ha muerto, eso quiere decir que el martillo se ha perdido, que está en poder de los urks o del Agua Negra —añadió mientras se volvía a guardar la reliquia bajo la armadura—. Será mejor que nos demos prisa —dijo con tono grave—, esto no augura nada bueno para Karak Varn.