CAPÍTULO 20

Capítulo 20

Había tenido suerte. Si un hombre con un arma se hubiera encontrado al otro lado, le habría podido matar mientras caía, atónito, con medio cuerpo en el corte y el otro medio en el suelo. Sin embargo, se encontró inmediatamente en pie y dando un grito:

—¡Awineth!

Ella llegó a sus brazos y le estrechó entre los suyos, besándole apasionadamente mientras lloraba.

Hadon se separó de ella y le dijo:

—No hay tiempo para esto. ¿Cuál es la situación?

Awineth miró detrás de Hadon y vio a Paga que salía de la pared, gateando.

—¿Hay otros? —dijo—. ¿Cómo salisteis?

—No hay tiempo para historias —le contestó. Se encontraba en una pequeña habitación iluminada por una lámpara de bronce. Las paredes estaban sin pintar y en un armero había espadas, lanzas y hachas. La puerta estaba abierta, y deba paso a una habitación mucho mayor, decorada con alegres pinturas murales de escenas pastoriles y, en un rincón, una estatua de mármol de tamaño real y colores naturales que representaba a Adeneth, la diosa de la pasión. A los pies de la enorme cama se hallaba tendido un cadáver. Su armadura indicaba que se trataba de un oficial.

—Estaba haciendo guardia en esta habitación —dijo Awineth—. Hay dos guardias apostados al otro lado de la puerta de la estancia que hay junto a la mía. Oyó el ruido que tú hiciste. Después de escuchar unos instantes, abrió la puerta, salió, la volvió a cerrar con llave y comenzó a atravesar la habitación. Mientras tanto, yo había tomado una daga de mi joyero. Le llamé y cuando se volvió le apuñalé en la garganta. Luego abrí el pasadizo de la pared, aunque no sabía quién iba a aparecer por él. Pero recé para que Kho interviniera, para que, por un milagro, fueras tú.

—¿Dónde está Lalila? —preguntó Hadon.

—¿Por qué te preocupa? —inquirió ella a su vez.

—Es mi deber ocuparme de que no pueda sucederle nada —respondió él, esperando que ella no preguntase por qué—. ¡Rápido! ¿Dónde está?

—Abajo, en unas habitaciones que hay al final del salón —respondió. Y mirándole de una forma extraña, añadió—: Pero mi padre pasó la noche con ella.

—Era de esperar —dijo Hadon sintiendo náuseas—. Supongo que ya no estará con ella.

—¿Con el Khowot sacudiendo la tierra?

Hadon se dirigió al gran dormitorio para hacer sitio a los otros. Resoplando y maldiciendo, Kwasin entró en la habitación, miró a su alrededor, vio las hachas y rugió:

—Paga, tú eres fuerte aunque seas un hombrecillo. ¡Corta mis cadenas con un hacha!

Hadon preguntó a Awineth cómo se cerraba el pasadizo de la pared. Ella le señaló un cuarto situado justo a la salida de la pequeña habitación. Entró y tiró de una enorme palanca. La entrada del pasadizo, sujeta por cadenas en uno de sus extremos, se elevó inmediatamente, al parecer movida por unos contrapesos situados al otro lado de la pared. Se produjo un grito entre los frustrados soldados que se hallaban abajo, en los túneles, y luego el silencio.

Kwasin yacía boca abajo en el mosaico de mármol del suelo, con los brazos extendidos.

—Primero tu cabeza y luego la cadena, Kwasin —pero dirigió el filo de una de las hachas de guerra contra la cadena que le sujetaba las muñecas. Necesitó cinco golpes antes de que se partiera. Paga rompió luego las cadenas que sujetaban los pernos.

Kwasin levantó la cabeza gritando:

—¡Por fin soy libre! —y cogió el hacha y la espada más grandes del armero. Con un hacha en la mano derecha y la espada de numatenu en la izquierda, rugió:

—¡Ahora nos abriremos paso a mandobles para salir del palacio!

—Esperemos no tener que hacerlo —dijo Hadon—. ¡Y cállate! ¡Hay guardias apostados a unas pocas puertas de aquí!

En ese momento el palacio crujió y tembló otra vez. Por las chimeneas que daban a las salidas de aire de la cúpula llegó un alarido, seguido de un ruido sordo, como si varios objetos pesados hubieran golpeado el tejado.

Cuando el temblor cesó y el ruido se hubo disipado, Hadon preguntó:

—¿Dónde están las habitaciones de Minruth?

—¿Le vas a matar? —preguntó Awineth.

—Es posible.

—Déjame hacerlo a mí —dijo—. Estoy segura de que Kho me perdonará por haber matado a mi propio padre.

—¿Dónde están sus habitaciones?

Están en este piso, en el extremo noreste, al otro lado del edificio. Pero tiene diez hombres, todos afamados numatenu, apostados a su puerta todo el tiempo. Además, estará en la planta baja o en las calles tratando de calmar a su pueblo.

—¿Cuántos guardan a Lalila y a la niña?

—Los últimos que vi eran tres.

—¿Sabes tú dónde está mi hacha? —preguntó Kwasin.

—El hacha y la espada de Hadon se guardan en las habitaciones de mi padre.

—¡Qué suerte! —bramó Kwasin.

—Las guardan diez hombres —le dijo Hadon. Se dirigió a la habitación de la entrada y tomó una espada de numatenu. No era Karken, el Árbol de la Muerte, pero serviría.

Hadon les dijo a los demás lo que tenían que hacer. Awineth puso la daga en su cinturón y eligió una espada de infantería. Hadon le dijo:

—Quédate atrás, pero si ves a alguien en peligro, puedes ayudarle.

—No soy hombre —dijo ella—, pero he sido entrenada desde niña a manejar la espada. Bhukla ha tenido muchos sacrificios de mi parte.

Hadon entró en la habitación contigua y los demás le siguieron. Su tamaño era el doble que el del dormitorio y medía unos cien pies de largo por cuarenta de ancho. En el centro había un baño hundido en el suelo, todo de mármol y rodeado por las estatuas de los animales y de los héroes del Gran Ciclo de los nueve años. La puerta, recubierta de oro y joyas, se hallaba al fondo, lo cual era una buena cosa, porque eso había evitado que los guardias oyeran el ruido de dentro. Atravesaron esta habitación, abrieron la puerta y entraron en otra gran habitación. A la izquierda, según entraban, se hallaba la puerta que daba paso al corredor.

Hadon dijo:

—Llámales, Awineth.

Awineth golpeó la puerta con una pesada aldaba de oro. Al otro lado de la gruesa puerta de roble guarnecida de bronce, se oyó una voz:

—¿Qué sucede, oh Reina?

—Vuestro oficial ha sufrido un ataque, probablemente producido por el terror del terremoto. La Divina lo tiene en su poder.

Se produjo un momentáneo silencio y luego el soldado dijo:

—Te pido perdón, oh reina, pero tenemos órdenes del propio Minruth de que nadie abra esta puerta, excepto el comandante Kethsuh.

—¿Y cómo va a poder hacerlo si está inmerso en convulsiones y echando espuma por la boca? —dijo—. Pero no me importa, ni siquiera que nadie me proteja ahora.

—¿Conocen la salida a los túneles? —preguntó Hadon, en voz baja.

—No.

—Entonces no estarán preocupados porque puedas escapar.

El guardia de fuera dijo:

—Uno de nosotros va a llamar a un oficial, oh Reina, y que él decida lo que haya que hacer.

Hadon susurró algo a Awineth, y ésta dijo:

—Un momento. Creo que el comandante empieza a revivir. Veré si es capaz de continuar su servicio.

—Como desees, oh Reinan.

Hadon se sintió aliviado. No quería que vinieran más soldados a aquella parte del palacio.

—No conseguiremos que ninguno de ellos quiera entrar aquí —dijo—. Así que tendremos que salir en su busca.

Descorrió el pasador de la puerta, esperó un momento para asegurarse de que los demás estaban preparados y luego empujó con tuerza la puerta hacia afuera. Esta golpeó a uno de los guardias. El otro se hallaba detrás, a unos pocos pasos, trente a Hadon. Levantó su lanza, pero la espada de Hadon la segó en dos y en el golpe de vuelta se llevó medio cuello del guardia. Paga cayó sobre el soldado del suelo y le clavó un puñal en el ojo. Kwasin saltó por encima de ambos y emprendió su marcha por el largo salón, con el bardo y el escriba detrás.

Había dos soldados delante de la puerta al final del vestíbulo. Uno corrió, sin duda en busca de ayuda, y el otro se mantuvo firme en su puesto. Kwasin, con un bramido, lanzó el hacha, que salió girando sobre sí misma, hasta golpear con el mango la espalda del soldado que huía, derribándolo al suelo. Kwasin viró hacia el soldado caído, dejando a Kebiwabes y a Hinokly que se entendieran con el único centinela que quedaba. Este comenzó a dar gritos de alarma. El hombre caído se puso en pie y recogió su lanza, pero Kwasin se la hizo pedazos y le machacó el yelmo de bronce y el cráneo. Hadon corrió en ayuda del escriba y del bardo. Sin darle tiempo a llegar, el escriba había partido la lanza enemiga y Kebiwabes había dejado al soldado sin un brazo. El militar retrocedió tambaleándose hacia la puerta y luego se desplomó mientras Kebiwabes le cortaba el cuello.

Hadon irrumpió en la habitación, haciendo que Lalila, sentada en una silla, diese un grito. Abeth apareció corriendo por la puerta del fondo y se paró de repente, pálida, para contemplar con ojos incrédulos a Hadon. Un instante después, las dos lloraban, reían y le estrechaban entre sus brazos. Hadon se liberó de ellas, miró el rostro magullado de Lalila y dijo:

—No tenemos tiempo para eso. Ven conmigo.

Se detuvo. Awineth se hallaba en la puerta, con un extraño brillo en sus grandes ojos gris-oscuro.

—¿Así van las cosas? —dijo.

—Ella nunca dijo que me amara —replicó Hadon.

Kwasin entró diciendo:

—Vayamos en busca de nuestras armas, Hadon.

—Somos cinco hombres contra diez —consideró Hadon—. Y los diez son profesionales de la espada, mientras que tres de nosotros no tienen la suficiente destreza para usarla. Las probabilidades en contra nuestra son muy altas. Además, los hombres de los túneles le habrán contado a Minruth lo que ha sucedido. Y él sabrá enseguida dónde estamos. Debemos salir antes de que envíe más hombres.

Kwasin no dijo una palabra. Se metió la espada y el mango del hacha en el cinturón y echó mano de una mesa de roble, grande y maciza. Sujetándola verticalmente por delante de él como si fuera un escudo, atravesó el dintel de la puerta.

Hadon no pudo reprimir una maldición y dijo:

—Mi deber es procurar que las mujeres salgan de aquí. Pero siento como si...

—Como si le abandonases —terminó Paga por él—. No pienses eso. Es él quien nos abandona por sus propias y locas razones. No tienes motivos para pensar que seas un cobarde, Hadon.

—Ya lo sé —dijo Hadon—. Pero si estuviéramos a su lado, quizás...

Se detuvo de repente y dijo:

—¡Volvamos a la habitación!

—Desearía ser testigo de esa batalla —dijo Kebiwabes—. ¡La última batalla del héroe Kwasin! ¡Qué escena para mi epopeya!

—Tendrías que estar vivo para cantarla —intervino Paga—, y no lo estarás si te quedas aquí.

Hadon no creía que Kebiwabes pudiera cantar nada de nadie nunca más, pero consideró prudente no decirlo.

Les condujo de nuevo a las habitaciones de Awineth, donde atrancaron las puertas tras ellos mientras se dirigían hacia la habitación por donde había entrado el grupo de prisioneros. Aquí Hadon colocó a los demás tras si mientras Awineth tiraba de la palanca. La entrada al pasadizo podía abrirse lenta o rápidamente. Awineth la manejó de forma que cayera súbitamente y, con un ruido seco, golpeó el suelo. Un soldado que estaba subiendo por los travesaños del exterior cayó dentro. Hadon le cortó el brazo y saltó por la pendiente de la pared de la entrada. Apareció ¡a cabeza de otro hombre. Hadon le destrozó el casco y el cráneo. El hombre cayó en vertical, arrastrando a otros dos en su caída. Cayeron gritando, dejando tras de sí las luces de las antorchas y se perdieron en la oscuridad.

Con precaución, Hadon sacó la cabeza. Pero no había nadie por encima de él.

Los hombres todavía seguían en los travesaños de abajo. Tomó el cuerpo ensangrentado del soldado con el que se había encontrado primero y lo tiró de costado. El cuerpo golpeó al primer hombre y arrastró a otros tres por la chimenea abajo. Los demás comenzaron a descender. Hadon entró en el dormitorio, cogió una pesada silla, la llevó a la entrada y la dejó caer. Otros tres hombres quedaron fuera de combate. Eso dejó al grupo reducido a dos miembros, que retrocedían desesperadamente. Paga y Kebiwabes trajeron otra silla y un pesado busto de mármol. Hadon dejó caer el busto, tras lo cual ya no necesitó la silla.

—Todavía deben quedar hombres en la chimenea horizontal —dijo Hadon—. No sé cuántos, pero pronto lo averiguare.

Hinokly entró en la habitación diciendo:

—Los hombres del rey están dando golpes a la puerta.

—Si juntamos mesas pesadas y algunas de esas estatuas contra la puerta, podemos retrasarlos —dijo Hadon—. Y si prendiéramos fuego a la habitación, eso nos ayudaría. Awineth, ¿tienes algún material inflamable?

Awineth no contestó de inmediato porque el palacio temblaba y retumbaba. Más impactos resonaban en la cúpula a lo lejos por encima de ellos. Cuando el palacio dejó de temblar, Awineth dijo:

—Siempre hay un fuego de carbón de leña ardiendo frente a la imagen de la Gran Kho en la capilla que se encuentra al otro lado del recibidor. Puedes prender fuego a los cortinajes con eso. Y quizás los muebles también ardan.

Hadon se dirigió al recibidor, donde se oían grandes ruidos procedentes de un objeto pesado que golpeaba la puerta. Se hizo entonces una pausa y Hadon pudo oir el vozarrón de Kwasin.

—¡Dejadme entrar, tontos! ¡Que soy yo, Kwasin!

Hadon se apresuró a retirar la pesada barra y Kwasin entró. Su aspecto era desaliñado y venía sudoroso, pero su expresión era inconfundiblemente de triunfo. Traía consigo el Hacha de Wi y a Karken.

—¡Aquí tienes, mozalbete! —gritó—. ¡Aquí tienes tu espada, que tu excesiva timidez te impidió ir a buscar!

Hadon echó de nuevo la barra y dijo, casi sin podérselo creer:

—¡Los numatenu muertos y en tan poco tiempo!

Kwasin bajó su hacha y comenzó a amontonar sillas, mesas y estatuas ante la puertas.

—¿Diez numatmul ¡Diez espectros!¡Todos se habían ido! Evidentemente Minruth les había llamado a su lado. Así que destrocé la puerta con mi mesa y entré a buscar mi hacha. Dentro había dos hombres armados con espadas, para asegurarse, supongo yo, de que ningún asesino se pudiera introducir en las habitaciones y sorprender al rey cuando regresase. Los maté y luego busqué mi hacha. La encontré y, con ella, tu espada, que te traigo, aunque te tenía que haber mandado a buscarla. ¡Y no es precisamente gracias a ti por lo que tenemos nuestras queridas armas! Pero cuando volvía, miré hacia abajo, hacia la gran escalera de la esquina noroeste y vi que una horda, que parecía todo un ejército de hormigas, pero de hombres, comenzaba a subir los escalones. Corrí a una habitación y eché mano de cuatro pesadas mesas y las coloqué al comienzo de la escalera con una estatua de mármol de algún rey o un individuo parecido. Cuando ya habían doblado el último rellano y subían los escalones de cuatro en fondo, levanté la mesa de roble por encima de mi cabeza y se la lancé por los aires. Aplastó a docenas de ellos y tumbó a muchos más.

»Luego, como los supervivientes que venían detrás habían sobrepasado ya la mesa y el montón de cadáveres, les lancé la segunda mesa. Y cuando llegó la siguiente oleada, los aplasté con la tercera mesa. Para entonces ya habían decidido retroceder, pero yo les lancé la estatua y eso aligeró su huida. Y luego bajé corriendo a esta habitación, donde comprobé que la habíais cerrado y me habíais dejado fuera. Estaba rompiendo la puerta con otra mesa y maldiciéndote por tu falta de previsión, cuando abriste la puertas.

—Te doy las gracias por la espada —le dijo Hadon.

Ayudó a los demás a arrancar las colgaduras y a amontonar muebles, y vació el brasero de carbones encendidos sobre varios rollos de papiro. Comenzaron éstos a arder y a continuación los cortinajes, mientras los muebles empezaban ya a echar humo. Un momento después, las hachas golpeaban el portón. Corrieron a la habitación de la puerta secreta y Hadon salió hacia el primer travesaño, con Kwasin tras él.

Cuando llegó al sexto travesaño por encima de la boca del túnel horizontal, Hadon ató el extremo de la cuerda al travesaño. Luego desató la punta amarrada al travesaño del fondo y la subió. Con la espada en una mano y la cuerda en la otra, lanzó su cuerpo con un mismo impulso hacia abajo y hacia adelante. La cuerda le transportó a lo largo de un arco que le colocó dentro de la abertura. La soltó y con la inercia arremetió contra cinco sobresaltados soldados. Golpeó con los pies al portador de una antorcha y cayó pesadamente de espaldas. El dolor del impacto sobre su espalda despellejada casi le arrancó un grito. Pero se puso en pie inmediatamente y empezó a repartir golpes a diestro y siniestro, antes de que los otros pudieran poner sus espadas en juego. Dos cayeron y otros dos retrocedieron para desplegarse todo lo que el túnel les podía permitir. Hadon se dio la vuelta y propinó una patada en la cara al de la antorcha, le golpeó contra la pared y le cortó la cabeza. Giró sobre sus talones de nuevo, pero no atacó. En un segundo, Kwasin se había arrojado al túnel y había caído de frente, sobre la cara, maldiciendo y desollándose las rodillas. Pero no había soltado el hacha. A la vista del gigante, los dos soldados huyeron. Hadon y Kwasin recogieron las dos antorchas. Cuando Paga se deslizó por la cuerda y fue introducido en el túnel, Hadon le entregó una antorcha. Kwasin sostenía la otra mientras se dirigían en busca de los soldados. Estos se habían metido en la chimenea que llevaba al respiradero situado encima de la celda. El último de ellos estaba bajando por una escala. Kwasin, con un grito, se abalanzó sobre ella, tiró de la escala todo lo que daba de sí y la golpeó contra la pared con el soldado aún aferrado a ella. El soldado dio un grito mientras caía.

Kwasin cortó la escala al nivel del suelo. Hadon tiró del resto, hasta que su extremo golpeó en el techo. Kwasin cortó tres trozos más, tras lo cual tiraron los pedazos por la chimenea abajo para desanimar a los soldados a venir a buscarla. Hadon dijo, refiriéndose a Paga y a los demás:

—Ya deben de estar todos cerca del fondo de la escalera inferior. Vámonos.

Al volver al gran túnel vieron, a la luz de las antorchas, que Hinokly y Kebiwabes aún seguían bajando. Los demás se encontraban al pie de la escalera, mirando hacia arriba con ansiedad. Hadon y Kwasin descendieron, este último con la antorcha entre los dientes. Cuando llegaron al fondo, Kwasin se puso en cabeza y todos le siguieron por un túnel que bajaba en ángulo oblicuo. Accedieron a un inmenso túnel, de cincuenta pies de ancho, que se metía derecho en la oscuridad. Llegaron a una especie de muelle de piedra donde había, como Hinokly había descrito, un cierto número de botes, largos y ligeros, y barriles de provisiones y suministros. Abrieron los barriles y metieron comida y armas en dos de los botes. En el primero de ellos se embarcaron siete y Kwasin se hizo al agua con el otro. Insertaron las antorchas en unas cavidades existentes cerca de la proa y se pusieron en marcha, empezando a remar hacia la oscura corriente.

Las paredes de piedra eran lisas al principio. Luego fueron apareciendo aberturas por las que vertía el alcantarillado. Acababan de dar un pequeño rodeo para evitar una de aquellas malsanas cataratas cuando Paga dijo:

—Nos vienen siguiendo.

Hadon miró hacia atrás y vio cuatro luces a lo lejos.

—Remad más deprisa —dijo—. Y estad preparados para encontraros también con problemas más adelante.

El túnel empezó a estrecharse de repente y su techo se fue haciendo más bajo a medida que avanzaban. Hadon ya se lo esperaba, puesto que no podía haber otra razón para la existencia de aquellos arcos de madera curva que iban de proa a popa en las embarcaciones. Un minuto después, las tiras de madera rozaban contra la piedra de arriba, a la vez que el casco descendía en el agua. Hundieron los remos hasta el fondo y empujaron, forzando los botes hacia adelante, mientras la madera chirriaba contra la piedra. El agua subió casi hasta el reborde de la barca, haciendo que Hadon se preguntara si no iría sobrecargada.

Pero de repente el túnel se agrandó y vieron la boca como a unos sesenta pies de distancia. Estaba iluminada por antorchas y, más allá, por una luz cuya naturaleza no comprendieron al principio. A medida que se iban acercando fueron viendo una masa flameante que caía y se esparcía por la bahía. Pronto comenzaron a oler a azufre.

—¡El Khowot explota! —dijo Kebiwabes.

Hadon había contado con que encontraría guardias allí. Había una plataforma de piedra a unos diez pies por encima del nivel del agua y sobre ella llameaban unas antorchas. Pero los guardias habían abandonado su puesto.

No era de extrañar. Mientras salían a las agitadas aguas de la bahía, no pudieron contener un grito. Otro objeto en llamas caía de los encendidos cielos y se dirigía hacia ellos.