Capítulo 19
Sólo duró ocho segundos, aunque parecieron muchos más. Se levantaron del suelo, sintiendo en las plantas de los pies desnudos vibraciones que se desvanecían en las profundidades muy por debajo de ellos. A lo largo del corredor se oían gritos de socorro procedentes de los prisioneros, a las que hacían eco las voces de pánico de los guardias.
—¡Rápido! ¡Introduce los pernos de nuevo en la pared! —dijo Hadon a Kwasin.
Kwasin obedeció, sin darse excesiva prisa. Se aproximaban unos ruidos como de pies al correr y se distinguía la luz de una antorcha. Dos guardias se detuvieron frente a los barrotes, miraron hacia dentro y siguieron corriendo. Kwasin volvió a aflojar los pernos y Hadon le dijo que lanzase a Paga hacia el agujero.
Esperaron impacientes hasta que Paga les avisó que se apartaran. El extremo de una gruesa soga hecha de cuerdas de papiro cayó entonces al suelo. Hadon se la ató a la cintura y fue izado hasta el hueco. Parecía un hueso de aceituna en la garganta de la chimenea. Paga agarró el otro extremo del cordel y lo mantuvo tirante mientras Hadon avanzaba hacia arriba pulgada a pulgada. Al llegar al pasadizo horizontal, tanteó a su alrededor hasta localizar una antorcha, un pedernal, una caja de yesca y los hierros. La antorcha era de pino impregnado con grasa de pescado. Sacó chispas del hierro con el pedernal y, al poco, la yesca estaba ardiendo. Dejó caer un poco sobre la cabeza de la antorcha, que pronto empezó a arder y a echar humo. Paga desató la cuerda de la cintura de Hadon y la dejó caer de nuevo. Hadon colocó la antorcha en el suelo y ayudó a Paga a izar a Hinokly y a Kebiwabes.
Kwasin se ató el extremo de la cuerda por las axilas. Los cuatro de arriba comenzaron a tirar de la soga, con Hadon y Paga al borde del agujero y el escriba y el bardo tirando detrás de ellos. Las trescientas diez libras de carne del gigante y las treinta libras de grilletes y cadenas fueron subiendo lentamente. Hadon le dijo que se apalancase contra las paredes para poder aliviar así el peso. Pero Kwasin contestó:
—¡Eso es imposible! ¡Me estoy arrancando la piel de los hombros; me estoy desollando vivo! ¡No puedo hacer lo que dices!
—O se rompe la cuerda o se nos van a salir los brazos de las articulaciones —dijo Pagas.
—¡Tira! —dijo Hadon—. Y, pase lo que pase, no lo sueltes. Si otro...
Esta vez hubo un ruido como el que suele producir un lstigo de cuero de hipopótamo. Luego un retumbo, más fuerte que el primero, y una sacudida, aún más intensa que la anterior. El grito de terror de Kwasin subió por lo alto del pozo. Hadon avisó a voces a los otros que no lo soltaran y ellos se mantuvieron firmes. Al cabo de unos doce segundos, la piedra estuvo de nuevo tranquila, a excepción de un ruido sordo y distante. Hadon ordeno la reanudación de la operación de izado de Kwasin. Este, gimiendo de miedo y con el dolor de la piel que se le había levantado, se movía despacio hacia arriba, como un pájaro al ser tragado por una culebra.
Hadon y Paga tenían que descansar con frecuencia y cuando, por fin, desatascaron la chimenea, estaban exhaustos.
—Podíais haber sido más suaves —gruñía Kwasin infeccionándose la ensangrentada piel de sus hombros.
—Sí y también te podíamos haber dejado atascado ahí —dijo Paga—. Me parece que no puedo levantar ya los brazos.
Comieron, aunque Hadon estaba impaciente por continuar. Estuvo mirando por el agujero hacia abajo, temiendo la aparición de una luz. Si los guardias volvían a comprobar si seguían bien, darían la voz de alarma. Por otro lado, podrían estar tan anulados por el pánico que no se molestarían en salir a buscarles. En especial, pensó, dado que nadie querría entrar en los túneles de retiración cuando estos podían derrumbarse.
—El poderoso Resu está luchando con la Madre de Todos —dijo Kebiwabes—. Somos hormigas bajo las patas de elefantes en guerra. Eneremos que no nos destruyan durante su lucha.
—Somos afortunados —dijo Hadon—. Los hombres del rey estarán demasiado desorganizados para preocuparse de nosotros.
—¿Tú le llamas afortunado a ser enterrado vivo? —dijo Kwasin.
—¡Calla! —dijo Hadon—. ¡Oigo voces!
Miró hacia abajo y vio luces. Un hombre gritó. La puerta de bronce se abrió hacia adentro chirriando y luego un guardia empezó a mirar hacia arriba, hacia el pozo donde se encontraban. Hadon retiró la cabeza.
—Descansados o no, debemos irnos —dijo—. Tendrán que ir a buscar escaleras, pero eso no les llevará demasiado tiempo. Además, pueden tener otras entradas que nosotros no conocemos.
Hinokly, sujetando la antorcha, dirigió la marcha. Hadon y Kebiwabes llevaban las espadas; Paga, un extremo de la cuerda; Kwasin, la comida, de la cual seguía comiendo. Cuando estuvieron encima de la chimenea que bajaba hasta el corredor, Hadon vio a un grupo de guardias que pasaban corriendo.
—Su comandante es un tipo frío —dijo—. Se aferra a la disciplina aunque se le vaya a caer la ciudad encimas.
Dejó de hablar. Las paredes y el suelo empezaban a moverse de nuevo. Pero el impacto era mucho menor que las dos veces anteriores. Cuando cesó, continuaron hacia la chimenea por la que había subido el escriba. Ya en ella, dijo Hadon:
—Vosotros podéis bajar si queréis y coger un bote para salir enseguida. Pero yo voy hacia arriba.
—¿Por qué? —dijo Kwasin.
—Tiene la intención de buscar a Lalila —dijo Paga—. Yo iré contigo, Hadon.
—Buscaré a Awineth también —añadió Hadon—. Mi deber me obliga a ello.
—¿Y no tu amor? —dijo Paga.
—¡Tú estás loco! —terció Kwasin—. ¿Aventurarse en una colmena cuando hay tanta cantidad de miel fuera? ¡El mundo está lleno de mujeres preciosas, primo!
—No espero que lo entiendas —le contestó Hadon—. No hay nada que te impida dejarme.
Kwasin soltó una risotada y dijo:
—Nada, excepto que la gente, si alguna vez oyera hablar de ello, diría que yo fui un cobarde. ¡Dirige la marcha, Hadon!
Hadon ató el extremo de la cuerda al travesaño del fondo. Cuando volvieran, podrían deslizarse hacia abajo pasada la boca de la chimenea horizontal hasta el travesaño más alto de la escalera inferior. Saltó y se agarró al travesaño, subiendo a pulso hasta que sus pies estuvieron en el travesaño inferior. Desde él ya pudo subir más rápido. Miró hacia arriba y vio que las estrellas ya no eran visibles. Tras él venía Paga y, detrás de Paga, Hinokly, con el extremo de la antorcha cogido con los dientes. Kwasin venía el último, con el extremo de la cuerda atado al cuello. A mitad de camino, Kwasin enrollaría la soga alrededor de un travesaño para que los guardias no la vieran colgando del respiradero si venían por allí. A la vuelta, desatarían la soga en ese extremo y la dejarían caer. Aunque las muñecas de Kwasin seguían atadas con una pesada cadena, su longitud le permitía asirse a un travesaño mientras se apoyaba en otro inferior. Las cadenas del collar de hierro que rodeaba su cuello se arrastraban por debajo de él, y los pernos se le enganchaban a veces en los travesaños de la escalera y le hacían jurar.
Cuando Hadon vio la imperceptible delimitación oblonga en la pared de roca, le pidió a Hinokly que le pasara la antorcha. Hinokly se alegró de poder librarse de ella. Murmuró que su mandíbula había estado a punto de romperse. Hadon examinó la cara de aquel corte en la roca en busca de algún indicio de mecanismo, pero no pudo encontrar ninguno. Tiró de las barras y presionó sobre ellas, pero nada sucedió. No parecían estar conectadas a un mecanismo interior. Eso, se dijo a sí mismo, era de esperar. La familia real no desearía disponerlo todo para que un enemigo se encontrara con la forma de entrar en palacio.
Quizás el muro era delgado en aquel punto. ¿Debería dar unos golpes con la esperanza de atraer la atención de alguien en el interior? Si fueran las habitaciones de Minruth, los tendría a su merced. Podría haber guardias custodiando la salida para asegurarse de que nadie saliera o entrara sin su real permiso. De hecho, era seguro que Minruth tendría guardias allí si aquellas eran las habitaciones de Awineth, ya que ella conocería el secreto de la puerta.
Abajo, a lo lejos, un grito subió por el pozo. Las paredes temblaron y Hadon se colgó de una mano, agarrando la antorcha con la otra. Cuando cesó el temblor, tiró de las barras para comprobar si se habían aflojado, pero se encontró con que todavía estaban firmes.
Hadon les contó a los otros sus conclusiones. Y Paga dijo:
—Es inútil quedarse aquí. Los guardias estarán pronto en la boca de esta chimenea.
Hadon dudó. ¿Debía llamar a aquella puerta?
Alguien gritó mucho más abajo. Hadon miró hacia abajo y vio la luz de una antorcha y un soldado asomándose a la boca del túnel vertical y mirando hacia arriba.
Todavía quedaba la salida de la cabeza de la estatua en el tejado. Podrían descender por la empinada bóveda con la ayuda de la cuerda. Quizás pudieran bajar hasta otra cabeza tallada, que muy bien podría ser la entrada de otro túnel.
Hadon reconsideró el asunto. Le pasó la antorcha a Paga, extrajo la espada de hoja corta de su cinturón y golpeó la piedra con el pomo del arma. Sonó a hueco. No se había equivocado al pensar que aquel corte en la roca era un fino escudo que daba a las habitaciones del otro lado.
¿Y qué sucedería si no hubiese nadie allí?
Golpeó con fuerza con el pomo de la espada una y otra vez.
Kwasin rugía:
—¡Que vienen! ¡Y no puedo estirar los pies!¡Me los van a cortar!
Hadon miró hacia abajo. Dos antorchas sobresalían de la chimenea horizontal para alumbrar los travesaños inferiores. Tres guardias empezaban a subir, con un cuarto colgado del travesaño inferior. Los soldados se protegían el cuerpo con corazas y la cabeza con cascos de bronce y llevaban las espadas enfundadas en las vainas. Y se acercaban con gran celeridad.
Incluso si Kwasin pudiera entretenerles un rato, lo cual no parecía muy probable, pronto se verían atacados desde la salida secreta. Un oficial inteligente averiguaría dónde estaba localizado el grupo con relación a la chimenea y podría enviar hombres a través de la salida. Es decir, lo haría si conocía la existencia de la salida. Quizás no la conocía. Minruth y Awineth no desearían que muchos compartieran lo que conocían.
Hadon repitió los fuertes golpes. Fueran enemigos o amigos los que estuvieran dentro, alguno tendría que venir ante semejante ruido. Si fuera un enemigo, se le podría capturar. Por lo menos, Hadon tendría a alguien con quien poder luchar. No se iba a quedar allí impotente, pegado a un travesaño, esperando que le abatieran y caer contra la dura piedra de abajo.
—Pásale, ahí abajo, la antorcha a Kwasin —ordenó Hadon a Paga—. Se la puede tirar encima al primer soldado que aparezca.
Paga hizo lo que se le ordenó y Hadon golpeó la piedra una vez más. Pero aquel corte en la roca no se movió. Todavía quedaba tiempo para subir hasta el final de la chimenea. El podría quedarse para luchar en la retaguardia mientras los otros se deslizaban con la cuerda sobre la cúpula. ¿Pero habría algún lugar al que poder ir cuando llegaran al final de la cuerda?
Hinokly dijo que había una cabeza de piedra a unos cincuenta pies por debajo de aquella desde la que él había mirado. La cuerda tendría la longitud justa para alcanzarla. Deberían dejar la cuerda y subirse a la parte superior de la cabeza y meterse en la boca desde arriba.
—Vámonos —dijo Hadon. Y entonces cayó hacia adentro estrepitosamente.