CAPÍTULO 18

Capítulo 18

Los guardias se retiraron y quedó como única luz la que llegaba débilmente de las antorchas colocadas en el extremo opuesto de la galerías.

Kwasin dijo:

—Pronto podrás ver mejor, aunque no creas que mucho mejor. Perdóname si no me he acercado a ti hasta ahora, primo. Estoy encadenado al muro, encadenado con hierro, no con bronce. La primera vez que me pusieron en una celda, en una de las del piso de arriba, rompí las cadenas de bronce y maté a cuatro hombres antes de que me dejaran inconsciente a golpes. Y desperté aquí, atado con cadenas de hierro.

—¿Cuándo te capturaron? —le preguntó Hadon.

—No lo hicieron. Crucé el río después de matar a los diez hombres que me perseguían y me escondí en las colinas. Pero tenía hambre y robé una ternera del cercado de un granjero. Al igual que si la mala suerte tomase cartas en el asunto, la hija del granjero me llamó la atención. Y me llevé a las dos, a la hija y a la ternera, al bosque y me satisfice con ambas. Pero la perra se aprovechó de mí en un momento en que le di la espalda y me atizó un buen porrazo en la cabeza ¡con mi propia hacha! Cuando me desperté, estaba atado y los soldados maldecían y resoplaban mientras me bajaban a cuestas de las colinas. Puede que esa sea el Hacha de la Victoria, Paga, pero lleva consigo la mala suertes.

—Quizás sí —dijo Paga—. Pero en este caso fueron la estupidez y la lujuria las que hicieron que te capturaran.

—No pienses que porque esté encadenado no puedo llegar hasta ti, hombrecillo. He aflojado los pernos de la pared y puedo llegar a la puerta en cuanto quiera. ¿Se han ido todos los guardias?

—Por lo que veo, sí —dijo Hadon.

Se produjo un chirrido del metal soltándose de la piedra. Y Kwasin, con el ruido de las cadenas acompañándole, comenzó a caminar por el recinto.

Hadon exploró la cámara, una vez que su vista se hubo adaptado a la tenue luz existente, tal como Kwasin le había anunciado que sucedería. Estaba excavada en el granito y formaba un espacio de treinta pies de ancho, sesenta de largo y unos quince de alto. Una lánguida brisa entraba desde un agujero del techo.

—El hueco de ventilación es lo suficientemente grande para que entre tu cuerpo, Hadon —dijo Kwasin—. Pero llegar hasta él, eso ya es otro asunto. Además, me dijeron que a unos diez pies del agujero hay una rejilla de bronce que te detendría si llegaras hasta allí.

—Eso ya lo veremos —dijo Hadon. Encontró una docena de mantas viejas que olían a moho, un gran jarro de agua, seis tazas de barro y seis orinales. Eso era todo. Kwasin, a preguntas de Hadon, dijo que le habían dado de comer sólo dos veces al día. Durante el tiempo de la comida, los orinales eran sustituidos por otros vacíos, aunque no siempre limpios, y se rellenaba el jarro de agua.

—Vendrán con la segunda comida dentro de pocas horas —dijo Kwasin—. No estoy seguro de la hora: he perdido todo sentido del tiempo.

—Podríamos ver también ahora si conseguimos meter a uno de nosotros en el respiradero —dijo Hadon—. Si tú haces de base, Kwasin, yo me pondré sobre tus hombros como segundo piso de la torre humana. Luego Kebiwabes, que es el siguiente en altura, puede trepar sobre nosotros.

—Pero, aunque pudiera hacerlo —dijo el bardo—, ¿cómo me meto ahí? ¿Y qué va a pasar con la rejilla?

—Yo te alzaré, te lanzaré si puedo y tú te apalancas contra las paredes del respiradero —dijo Hadon—. Sólo quiero que averigües lo que hay arriba. Quizás los guardias mentían cuando le dijeron a Kwasin que había una rejilla allí.

—¡Pero me podría caer!

—Entonces morirás un día o dos antes. Y deberías dar gracias por haber podido escapar de la tortura.

—Yo soy un bardo. Mi persona es sagrada.

—¿Y por eso estás en la cárcel?

Kebiwabes dijo, quejoso:

—Muy bien. Pero me temo que las canciones de un gran artista morirán antes de nacer en esta celda funesta.

—Eso depende de la terrible Sisisken —dijo Hadon—. Ella es la señora del mundo inferior y seguramente no está nada feliz con Minruth y los adoradores de Resu.

Kwasin se apalancó debajo del agujero. Hadon se apoyó en la puerta y luego echó a correr hacia adelante. Utilizando como catapulta la espalda de Paga, que se había puesto a gatas, saltó sobre los hombros del gigante. Kwasin agarró a Hadon por los tobillos, mientras éste oscilaba inseguro unos instantes antes de recuperar el equilibrio.

—No aprietes tanto, Kwasin —dijo—. Me estás dejando las piernas sin circulación.

Paga y Hinokly subieron a Kebiwabes tan alto como pudieron. Se agarró a la cintura de Hadon y empezó a trepar por su cuerpo. Hadon por poco se cae con él en dos ocasiones, pero pudo al fin mantener el equilibrio, hasta que las piernas del bardo estuvieron junto a su espalda. Y aquí se quedó el bardo, incapaz de subir un palmo más.

—Te caerás, Hadon, y yo contigo.

Kwasin gruñía:

—Arriba, bardo, o te aplasto la cabeza contra la pared.

Kebiwabes gimió y subió un poco más. Con un esfuerzo convulsivo, impulsó de nuevo su cuerpo hacia arriba, quedándole las piernas colgando. Hadon se desequilibró hacia adelante y los dos, Kebiwabes gritando, cayeron pesadamente sobre el suelo de piedras.

Hadon se levantó y dijo enfadado:

—¡Te dije que no hicieras movimientos bruscos! ¿Te has hecho daño?

—Pensé que me había roto el brazo. Sin embargo, es sólo una rozadura. Pero mala, mala.

Kwasin refunfuñó y, agarrando a Paga por la cintura, lo lanzó derecho al respiradero. Paga dio un alarido, pero no cayó al suelo. Hadon, mirando hacia arriba, apenas podía distinguirle. La espalda del hombrecillo estaba contra una de las paredes y sus pies contra la otra.

—Ser pequeño tiene sus ventajas —dijo Kwasin—. Aunque quizás pueda lanzarte tan lejos incluso a ti, Hadon.

Soltó una risotada y añadió:

—Claro que, si fallase, te podría partir la cabeza en dos.

Hadon, haciendo caso omiso, dijo:

—Paga, ¿ lo puedes conseguir?

—Perdiendo mucha piel —contestó Paga—. Esta piedra es muy dura.

Esperaron lo que para todos fue un tiempo interminable. Y luego oyeron a Paga, que aparentemente juraba en la lengua de su tribu.

Poco después estaba de vuelta en la boca del respiradero. Kwasin dio la voz y Paga cayó en los brazos del gigante.

—¡Jo, bebé peludo, estás tan ensangrentado como si acabaras de nacer! ¿Vienes de verdad de un vientre de piedra?

—No más duro que el de la mujer que me dio a luz —dijo Paga—. Bájame con cuidado, elefante.

—Quizás te apetecería mamar —dijo Kwasin mientras empujaba la cabeza del hombrecillo contra su pecho. Paga le dio un mordisco, Kwasin gritó de dolor y Paga cayó.

—¿Quieres que vengan los guardias? —dijo Hadon furioso—. ¿Te has hecho daño, Paga?

—No tanto como el elefante —respondió Paga.

—Si no nos hicieses falta, te machacaría los sesos contra la pared —bramaba Kwasin.

—La culpa es tuya, gigante —replicó Paga—. Me debes una disculpan.

—¡Yo no me disculpo ante nadie!

—Callad, por nuestras vidas —pidió Hadon—. Paga, ¿encontraste algo?

—Los guardias no mintieron. Hay una rejilla de bronce a unos diez pies por encima del respiradero. Tiene cuatro barras, fundidas entre sí en las juntas. Las barras tienen un espesor de una media pulgada. Sus extremos encajan en agujeros abiertos en la piedra. Yo podría doblar las barras, pero no sacarlas de los hoyos.

—Tú eres demasiado enorme para subir por el respiradero, Kwasin —dijo Hadon—. Aunque consiguiéramos meterte en él. ¿Crees que podrías meterme a mí?

—Tienes las piernas demasiado largas —dijo Paga—. Tendrías que estar encogido como un bebé en el vientre de su madre.

—Mi madre decía que mi nacimiento había sido bastante dificil —dijo Hadon—. Sin embargo salí. Kwasin, tienes que lanzarme lo suficientemente fuerte para que pueda meter casi todo mi cuerpo en el respiradero. Y quédate debajo para cogerme si me caigo.

—¡Pues claro que puedo hacerlo!

—Así lo espero —dijo Hadon—. Si no hubiera nadie más que tú, no te dejaría ni siquiera intentarlo.

Le dijo al gigante cómo quería que lo hiciera. Kwasin se puso en cuclillas y colocó las palmas de las manos bajo los pies de Hadon, que se situó frente a él. Elevó a Hadon, que se balanceó un poco, hasta que sus manos estuvieron a la altura de las rodillas y dijo:

—¡Ahí vamos, primo! —y lo lanzó hacia arriba con un gruñido.

Hadon salió disparado con un ángulo ligeramente desviado de la perpendicular, recogiendo los pies mientras subía. Sintió como si hubiera sido lanzado por una catapulta. Su hombro rozó la pared, cayó hacia atrás, pero sus piernas, ahora contra el pecho, se enderezaron un poco. Y quedó encajado en el respiradero con las nalgas sobresaliendo del agujero.

—¿Ves? ¡Ya te lo dije! —gritaba Kwasin.

—Calla, monstruo, o nuestro trabajo no va a servir de nada —dijo Paga.

La subida fue lenta y dolorosa. Era necesario hacer palanca con la espalda contra el muro y adelantar unas pulgadas el cuerpo con ayuda de las piernas. Pronto se le levantó la piel de la espalda. Además, la pared estaba resbaladiza en algunas partes por la sangre de Paga. Apretó los dientes y sudando y jadeando llegó hasta la rejilla. Era tal como Paga la había descrito. Dobló la cabeza para mirar hacia abajo y vio a Kwasin, una oscuridad más clara en la oscuridad de la celda.

—Voy a colgarme del centro de la rejilla —avisó a los de abajo—. Quizás pueda hacerla ceder sólo con el peso de mi cuerpo. Luego me apalancaré de nuevo y trataré de tirar de un extremo suelto.

—Si fallas, yo te cogeré —dijo Kwasin.

Hadon se aferró al centro de la reja y dejó caer las piernas. Las barras se doblaron y, de repente, se soltaron con un chirrido. A Hadon se le escapó un grito, pero apretó los dientes. A pesar de todo, había conseguido volver a doblar las piernas, y volvió a utilizarlas como al principio. A unos pocos pies por encima de la boca de la chimenea se detuvo un instante. Sentía la espalda como si estuviese cubierta por todo un ejército de hormigas guerreras.

Le dijo a Kwasin que se apartase y se encargara de la rejilla, que Hadon sostenía perpendicularmente por debajo de su cuerpo. La parrilla de bronce cayó con un ruido sordo y un momento después Hadon aterrizaba en brazos de Kwasin.

—No hagas tonterías —le dijo Hadon—. Déjame bajar.

—He parido gemelos —dijo Kwasin, obedeciendo—. Uno, de patitas muy cortas y peludo; el otro, de patas muy largas y con un regalo de bronce bajo el brazo. Los dos son feos de verdad.

—Esconde la rejilla bajo las mantas —ordenó Hadon.

—No, espera un momento —intervino Kwasin. Recogió la reja y empezó a doblarla. Unos minutos después, tenía una especie de bastoncillo, al que hacía silbar por encima de su cabeza.

—Aquí tienes un arma, Hadon, aunque no sea muy buena. Yo usaré los pernos de mis cadenas para segar a quien venga.

—Necesitamos saber qué hay al otro extremo de la chimenea de retiración —dijo Hadon—. Paga subirá de nuevo, puesto que es el más bajo. Pero tendremos que esperar hasta después de la comida. No les agradaría descubrir que faltaba uno de sus prisioneros.

Hizo que Hinokly le lavase la espalda con agua de la jarra. Cuando oyeron que se acercaban los guardias, Paga y él se sentaron con la espalda apoyada en la pared. Kwasin volvió a encajar los pernos de las cadenas en los agujeros y se apoyó contra ellos. Se quejó a los guardias de las raciones tan pequeñas que servían. El oficial se rió entre dientes y dijo:

—Prisioneros débiles, buenos prisioneros.

Hadon se dio cuenta de que esta vez sólo había diez lanceros. Sin embargo, aquel «sólo» era un gran «sólo».

Aunque no había comida suficiente para satisfacer a Kwasin, los demás tenían bastante. La calidad era escasa y consistía en sopa fría de quimbombó, pan duro de mijo y trozos correosos de carne de buey. Pero comieron con apetito y Hinokly le dio a Kwasin un trozo de su carne.

—Tenemos que mantenerte fuerte —le dijo.

—Me gustaría que los demás fueran tan considerados como tú —rezongó Kwasin—. Mis tripas se están lanzando contra mi espinazo como un leopardo tras una gacela.

—Eneraremos una hora hasta hacer la digestión —dijo Paga—. Y luego sube a Paga, si él quiere.

—No estoy seguro de que mi espalda pueda soportarlo.

—Esta vez subiré yo —dijo Hinokly—. Aunque sea un viejo flaco de treinta y seis años, tengo nervio. Pero veamos si puedo hacerme una especie de poncho con una manta. Eso ayudaría a que la piel no quedase en carne viva.

Utilizando el extremo de una de las barras de bronce de la rejilla, Hinokly arrancó un trozo del centro de la manta y metió la cabeza por él.

—La última moda en ropa de prófugo —dijo.

Una vez más Kwasin lanzó, como si fuera una moneda, a un hombre a través del agujero. Se sentaron a esperar o pasearon de un lado a otro en la penumbra. Varias veces miró Hadon hacia arriba, pero sólo pudo ver una débil luz que provenía de algún lugar lejano. Se tumbó sobre una manta después de un rato, pero no pudo dormir. Cuando estaba a punto de levantarse, oyó la voz de Hinokly que sonaba hueca arriba en el agujero.

—Ya estoy de vuelta. Cógeme, Kwasin.

Hadon dio un salto y cuando Kwasin hubo puesto a Hinokly ya en pie, le preguntó:

—¿Qué has encontrado?

—A otros diez pies del lugar donde se encontraba la rejilla, hay dos chimeneas que corren horizontales y las dos están en ángulo recto. Son lo suficientemente amplias para que incluso Kwasin se pueda meter allí. Bajé por la que tenía a mi derecha y me encontré con otra chimenea vertical. Creo que es ésta la que admite el aire que llega al pasillo exterior de nuestra celda. Tiene una rejilla, pero está sólo a unas pocas pulgadas por debajo de la boca de la chimenea. Tú probablemente podrías arrancarla, Hadon. Salté por encima de ella y continué. Llegué a otra chimenea que corría en ángulo re¿to con la otra en la que me encontraba. Bajé una corta distancia y pasé por otra chimenea. Esta, creo, lleva a la celda que está al otro lado de la nuestra. Continué bajando y llegué hasta más allá de donde parece terminar el muro del corredor de abajo. Me encontré con otro pozo vertical y eché un vistazo hacia otra de las celdas. Estaba más iluminada que la nuestra, por lo que deduje que se encontraba cerca de las antorchas. Vigilé y me mantuve atento un rato pero, si la celda estaba ocupada, la gente se mantenía en silencio.

»Al parecer, aquella celda se encuentra en un corredor que no va a dar a nuestra celda. Continué, sirviéndome del tacto en la oscuridad, porque no podía ver los pozos de ventilación, por supuesto, a no ser que hubiera una fuente de luz debajo. Luego llegué hasta un punto en el que no pude continuar. Sin embargo, descubrí que había allí otro pozo vertical. Escuché y oí, allá abajo, muy lejos, el gorgoteo del agua. Creo que ese túnel lleva al depósito subterráneo de agua. Supongo que sabrás, ¿o no?, que hay un túnel subterráneo de agua que conecta la ciudadela con los dos golfos. Si la ciudadela fuera sitiada, sus defensores no se quedarían sin agua. Claro que, probablemente, el túnel tendrá guardias, y más ahora que Minruth teme el ataque de los adoradores de Kho. Se supone que el túnel es un secreto poco conocido, pero cualquiera que se haya zambullido en los archivos del Gran Templo, como yo lo he hecho, sabe de su existencia.

—¿Había una escalera en la chimenea del agua? —preguntó Hadon.

—Tanteé en la oscuridad por si había una pero, de haberla, tiene que empezar debajo del alcance de mi mano. Luego me volví, desandando mis pasos hasta donde había girado para entrar en la chimenea horizontal. Tenía miedo de perderme y memoricé cuidadosamente todos mis giros a la izquierda y a la derecha. Continué por el respiradero abajo, es decir, permanecí en la misma chimenea que terminaba en la chimenea del agua. Dos veces mi pie llegó hasta los bordes de dos chimeneas verticales y las salté. La luz de abajo se hacía más fuerte a medida que avanzaba y así supe que me estaba acercando al final del corredor de nuestra celda. Por otra parte, dos de las celdas estaban ocupadas. Ya me había dado cuenta cuando pasamos por nuestro corredor de que las dos celdas más próximas al fondo de la escalera contenían prisioneros.

»Pero el respiradero en el que me encontraba debía de llegar hasta el otro lado de la escalera. Avanzaba derecho aproximadamente durante media milla. Y había una docena de chimeneas verticales formando ángulo re¿to con él, cada una de ellas en intersección con una chimenea vertical. Por fin llegué a su final. Miré por la chimenea vertical y vi el cielo estrellado. ¿Pero cómo podría subir hasta allí? Era posible bajar, puesto que podía apoyarme contra la pared opuesta y luego, haciendo palanca con mi cuerpo, ir bajando. Pero subir era imposible. No había forma de llegar a un punto donde pudiera utilizar el sistema del contrapeso. Tanteé con mis dedos hacia arriba por si había una escalera por casualidad. ¡Y casi di un grito! Arriba, en la pared más cercana a mí, ¡había una barra de bronce! La agarré con la mano vuelta hacia dentro, me colgué, me di la vuelta, la agarré con la otra mano, estiré otra vez la mano y me encontré con otra barra. Me sentí inquieto, por supuesto, porque no sabía cuanto tiempo hacía que las barras habían sido clavadas en la piedra. Podían estar corroídas, ya que los respiraderos tienen por lo menos mil años. Sin embargo, parecía razonable que hubieran sido sustituidas por otras cada cierto tiempo. Esta chimenea debe de ser una de las rutas de escape preparadas para la familia real, en cuyo caso la escalera será sometida a inspección de vez en cuando.

—¡Eres intolerablemente prolijo! —le dijo Kwasin.

—Tiene que contarlo paso a paso —replicó Hadon—. Tenemos todos que conocer la ruta de memoria antes de meternos a dar tropezones por ahí en la oscuridad.

—¿Y cómo voy a subir yo a esa chimenea? —preguntó Kwasin—. ¿Piensas dejarme aquí?

—Si lo hacemos, volveremos con una cuerda —le contestó Hadon—. Prometo que si eso es posible, te sacaremos de aquí.

—¿Por tu honor como hombre de la Hormiga y como primo mío?

—Sí. Continúa, Hinokly.

—Y subí y subí hasta que estuve seguro de que me encontraba por encima de los respiraderos de los subterráneos. Además, el granito macizo se había transformado en bloques de mármol. No había mortero entre ellos pero pude sentir las divisiones con las yemas de los dedos. Y seguí avanzando. Ah, sí. Oí agua abajo, a lo lejos, cuando llegué a la chimenea al principio, y la brisa era más fuerte y más húmeda. Y por fin llegué a la boca y saqué la cabeza al exterior. La luna ya había salido para entonces, así que podía ver, aunque no tan bien como hubiera podido de no haber sido por los humos del Khowot. Me hallaba en el tejado y mirando hacia el este. Me asomé a la abertura cuanto pude y deduje que la entrada era en realidad la boca de una de las múltiples cabezas talladas que adornan el tejado.

—Pero el palacio es abovedado —dijo Hadon—. ¿No es demasiado pronunciada la bóveda para poder subir por ella?

—Yo diría que sí. Lo que quieres decir es que si hay entradas a la chimenea, éstas deben de estar en las habitaciones de la propia familia real. Así que cuando descendí de nuevo, tanteé con los dedos a ambos lados de la escalera. Y encontré en un punto unas finísimas divisiones que delimitaban una sección oblonga en la pared, en forma de puerta, eso es. Y más aún, la escalera se corta y luego continúa en las partes superior e inferior de las divisiones. Obviamente los travesaños están unidos a una plancha de piedra que se desliza o cae hacia adentro para permitir la entrada. Pero no me atreví a golpear con los nudillos para comprobar si detrás estaba hueco. En estas circunstancias, me parecía razonable pensar que habría algo en la chimenea que permitiría a uno que se encontrase dentro activar un mecanismo que hiciese que aquella parte se abriera. No pude encontrar nada. Así que esa puerta sólo se puede mover desde el otro lado. Es una ruta de huida de una sola dirección.

—Si tuviéramos una antorcha, la podríamos examinar con detenimiento —dijo Hadon—. Es posible que hubiera algo que no pudiste ver en la oscuridad.

—Ya tenemos antorchas —dijo Hinokly—. En seguida te diré por qué. Descendí hasta el fondo de la escalera y me balanceé sobre el último travesaño, hacia atrás y hacia adelante, hasta que puse los pies en el borde de la chimenea. Cuando ya estaba allí, extendí mi mano hacia abajo. No podía alcanzar ningún travesaño, pero me incliné sobre el borde y, con toda seguridad, mis pies tocaron un travesaño. Así que bajé más y más y más, por lo menos doscientos pies, calculo yo. Cuando llegué al último travesaño, me descolgué con los pies. Mis dedos tocaron piedra húmeda y me encontré en un suelo de piedra. Palpé a mi alrededor. La chimenea se dirigía hacia abajo, unos veinte pies y con un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la horizontal. Y entonces me encontré en lo que parecía un suelo de piedra lisa que estaba muy cerca de una corriente de agua. Seguía adelante con precaución pero me paré inmediatamente. Mi mano estirada había tropezado con madera. Palpé el objeto y decidí que era una barca. Larga y esbelta, sus costados eran delgados. Parecía construida para ir deprisa. En su interior había siete remos. Pero no era como ninguno de los botes de los que yo había oído hablar. Una guía de madera curvada lo protegía por encima de proa a popa.

»Dejé atrás el bote y anduve unos diez pies y entonces me encontré con el agua. Luego volví a explorar a ambos lados del bote. Y me encontré con otros siete botes. Y allí cerca, contra la pared, había varios barriles de buen tamaño. En la tapa superior tenían asas de bronce, así que fui tirando de ellas y tanteé por dentro. Uno contenía antorchas, yesca, pedernal y hierros. Otro contenía carne seca y galleta dura. Otro escondía espadas de las que usan los de infantería. Y el cuarto, un gran rollo de cuerda.

—¿Trajiste algo de comida? —preguntó Kwasin.

—Olvida tu barriga —cortó Hadon—. ¿Dónde están las antorchas?

—Hice tres viajes —respondió Hinokly—. Hay comida, dos espadas y una antorcha, con materiales para encenderla, en la base de la chimenea que está justo encima de nosotros. Y la soga. Era muy pesada, pero me até un extremo a la cintura y la fui arrastrando tras de mí.

—Incluso en los barriles sellados las provisiones se suelen humedecer en poco tiempo —dijo Hadon—. Seguro que las sustituyen de vez en cuando. ¿En qué condiciones están?

—Buenas —dijo Hinokly—. Deben de haberlas dejado recientemente.

—Bien hecho, de verdad, Hinokly —dijo Hadon—. Y ahora podemos hacer dos cosas. Una, volver al respiradero, subir a este hipopótamo con la soga e ir hacia los botes. Apostaría a que si llegásemos al túnel del agua siguiendo hacia la derecha, nos dirigiríamos al norte y saldríamos al Golfo de Gahete. Esto nos llevaría junto al volcán y podríamos escapar por la Vía de Kho, rodear el volcán y alcanzar las tierras vírgenes que hay detrás.

Viendo que nadie ponía ninguna objeción, continuó.

—La segunda opción es esperar hasta después del desayuno. Entonces estaremos más descansados y los guardias no se preocuparán de nosotros hasta media tarde, cuando traigan la segunda comida. Y, también, habrá más visibilidad durante el día. La luz de las chimeneas será más clara. Pero me da la impresión de que van a llevarnos por la mañana. Así que opino que deberíamos marcharnos ahora.

Hinokly dijo quejándose:

—Estoy tan cansado que no creo que pueda volver al túnel del respiradero. Me tiemblan los músculos y tengo la espalda en carne viva. La manta se me desgastó en seguida.

—Paga puede subir el primero y echarnos la soga. Puede sujetarla mientras subimos Kebiwabes y yo. Luego os halaremos a Kwasin y a ti. Siempre que él no resulte demasiado grande para pasar por el agujero.

—Paga, échame antes algo de comer —dijo Kwasin—. Me muero de hambre.

—La comida aumentará tu peso, elefante, y podrías hincharte y no poder pasar. Tu panza se infla como el capuchón de una cobra cuando comes.

—Preparaos, vosotros dos —dijo Hadon—. Cada minuto cuenta. Y...

—¡Kho! ¿Qué es eso? —bramó Kwasin.

Hadon oyó un retumbo y sintió una ligera náusea. Durante unos segundos no comprendió lo que estaba sucediendo. Le parecía estar sobre un cuenco de gelatina o sobre una balsa a la que fuerzas misteriosas lanzaban de abajo arriba.

Y entonces gritó:

—¡Terremoto!