CAPÍTULO 17

Capítulo 17

Era inútil resistir. Estaban rodeados por cincuenta hombres que les apuntaban con sus lanzas. Hadon, al fin, dijo con frialdad:

—¿Y cuál es la acusación?

—Eso no lo sé —dijo Abisila.

—¡Pero esto es ilegal! —intervino el escriba—. ¡La ley dice claramente que cuando se arresta a un hombre se le debe informar también de qué se le acusa!

—¿No os habéis enterado? —dijo Abisila—. No, supongo que no. ¡Hay una nueva ley en el país!

—¿Por qué? —preguntó Hadon. Pero el comandante no respondió. Hizo gestos a sus hombres de que despojaran a los prisioneros de sus armas. Hadon sacó su espada para entregársela a Abisila, pero dudó. ¿Debería, en cambio, dar un mandoble al brazo del comandante y tratar de romper el cerco? Pero, si lo hacía, sería inmediatamente reducido. Y, un motivo más poderoso para rendirse pacíficamente, Lalila y la niña podrían sufrir daño en la refriega.

Kwasin, como siempre, no pensó en las consecuencias. Lanzó un grito y su hacha pasó como un relámpago junto a Hadon, para acabar segando el brazo de Abisila. Se volvió a continuación y saltó hasta el círculo de lanzas, rompió o hizo a un lado media docena de puntas de lanza y en unos pocos segundos había cortado dos cabezas y un brazo. Hubo gritos y confusión mientras los soldados se arremolinaban frente a él, demasiado apretados para llegar hasta Kwasin, y muchos sin saber lo que estaba sucediendo. Kwasin, con la mano izquierda, agarró un cadáver decapitado y lo lanzó contra el círculo exterior, derribando a tres hombres. Y, poco después, con el hacha saliendo como un rayo hacia un lado y partiendo limpiamente una lanza, se había abierto paso.

Durante unos instantes nadie le persiguió. El segundo en el mando consiguió imponer cierto orden y diez hombres salieron corriendo tras el gigante, que había desaparecido perdiéndose entre las calles de la aldea cercana. Los demás soldados rodearon de nuevo con sus lanzas al grupo de Hadon. Éste entregó la espada al capitán y le dijo:

—Te advierto que esa mujer, su hija y el hombrecillo están bajo la protección de Sahhindar.

El capitán se puso aún más pálido de lo que estaba y tartamudeó una pregunta. Hadon se lo explicó lo mejor que pudo y el resultado fue que Lalila y sus dos acompañantes fueron llevados a las habitaciones del comandante muerto. A Tadoku, Hinokly, Kebiwabes y Hadon se les encerró en una gran habitación con barrotes de bronce. Tadoku protestó. Se le dijo que, aunque no se encontraba bajo arresto oficial, iba a ser tratado como prisionero hasta que su caso fuera juzgado en Khokarsa. El escriba declaró que eso era ilegal, pero el capitán se limitó a marcharse.

Y así, tres semanas después, todos se encontraban a bordo de una galera con destino a la ciudad de Khokarsa. A Hadon, aunque encadenado, se le permitió pasear por cubierta durante el día. El capitán y el sacerdote tenían autorización para hablarle y por ellos se enteró de muchas cosas acerca de su situación. Minruth había llegado a impacientarse y le había pedido a Awineth que se casara con él. Ella se había negado y su padre la había confinado en sus habitaciones. Las tropas del rey ya habían tomado para entonces la ciudad. Aquellas unidades militares o navales leales a Awineth habían sido desarmadas o aniquiladas. El

Templo de Kho, situado en la ladera del volcán, había sido ocupado y sus sacerdotisas encarceladas.

Los hombres que habían hecho aquello tenían que ser muy valientes, pensó Hadon. Incluso el más fantástico devoto de Resu habría sentido temor por la ira de Kho. Pero Minruth les había prometido grandes recompensas. El poder y la riqueza, para ciertos hombres, eran más importantes incluso que el temor a las deidades. Y Minruth había elegido este tipo de hombres para llevar a cabo su infame misión. No se había atrevido, a pesar de todo, a violar a la sibila, la Voz de la propia Kho.

Había habido, por supuesto, un levantamiento popular. Los pobres y muchos miembros de las clases media y alta habían acudido en tropel para vengar el sacrilegio. Pero la indisciplinada multitud no tenía nada que hacer frente a las catapultas de fuego líquido con que se encontraron. Las tropas de Resu lanzaron cientos de veces la mezcla incendiaria sobre la gente que atestaba las calles y la quemaron viva. Las zonas comerciales y residenciales que rodeaban la Ciudad Interior ardieron por completo, muriendo a miles sus habitantes y dejando el corazón de la capital, a excepción de la Ciudad Interior, convertido en cenizas.

Los centros clave de las otras ciudades de la isla habían sido tomados al mismo tiempo y las multitudes corrieron allí la misma suerte. Sólo Dythbeth, la eterna espina clavada en el costado de Khokarsa, se había levantado con éxito. Las fuerzas armadas de Minruth habían sido aniquiladas. Pero Minruth la tenía ahora sitiada y se decía que sus habitantes estaban comiendo perros y ratas para mantenerse con vida. No podrían resistir más de una semana.

Parte de la Marina había permanecido leal a Awineth y a Kho. Tras una fuerte resistencia inicial, aquellos buques que pudieron escapar fueron hacia Towina, Bawaku y Qethruth. Estas ciudades, como la mayoría de las del Imperio, habían aprovechado la oportunidad para declarar su independencia. El Imperio ardía en la revolución. A Minruth no le importaba. Lo reconquistaría.

—¡El poderoso Resu derrotará a los mortales que persistan en colocar a Kho por encima de su señor natural, que es Resu! —gritaba el sacerdote.

A Hadon le dieron ganas de dar una patada a aquel macilento sacerdote de ojos llameantes y mandarlo al mar.

El capitán, aunque era seguidor de Resu, dio un respingo. Evidentemente, aún no se había sacudido de encima todo su santo temor de Kho. Ni tampoco acababa de acostumbrase a estar sin sacerdotisa en el barco. Un sacerdote, sin una sacerdotisa, en un barco se suponía que era de mal agüero. Piqabes, Nuestra Señora del Kemu, la de los ojos verdes, no favorecía a esos navios.

El capitán informó a Hadon de los ruidos sordos y temblores de tierra que se percibían por debajo de la ciudad de Khokarsa y de las nubes de humo y del mar de lava ardiendo que habían salido del volcán.

—Se dice que Awineth ha declarado que la propia Kho va a destruir la ciudad —dijo el capitán—. Muchos de nosotros nos mojamos por las piernas abajo cuando oímos ese rumor. Pero Minruth dijo que no era así. Resu estaba enredado en un combate contra Kho en las profundidades de la montaña y acabaría por derrocarla. Entonces ella ocuparía el trono inferior y se convertiría en su esclava.

—¡Y Minruth tenía razón! —voceó el sacerdote con estridencia—. Si no fuera así, ¿por qué la lava habría destruido el bosque sagrado e inundado el templo, derribándolo y quemando a todas las sacerdotisas que se hallaban dentro? ¿Lo hubiera permitido Kho, si fuera todopoderosa? ¡No, Resu lo hizo y ella se vio impotente para evitarlo!

—¿Que el bosque y el templo han quedado destruidos? —preguntó sorprendido Hadon—. ¿Aquellos antiguos lugares sagrados?

—¡Destruidos para siempre! —gritó el sacerdote—. ¡Minruth ha prometido que construirá un nuevo templo en el mismo lugar, dedicado a Resu!

—¿Y qué ha sucedido con la sibila? ¿La mató la lava?

El sacerdote miró unos segundos a Hadon con la boca abierta y luego dijo, como si le doliera:

—Parece ser que ha escapado a las tierras salvajes de detrás del volcán. Pero los hombres de Minruth la están buscando. Cuando la encuentren, ¡la traerán de vuelta cargada de cadenas! Una vez que el populacho la vea en manos de Minruth, ¡entonces sabrán que Resu es todopoderoso!

—Si la encuentran —dijo Hadon—. Espero que esta lucha no provoque que Kho destruya todo el territorio y a todos quienes lo habitan.

—¡Resu triunfará y las cosas serán como deberían haber sido desde hace ya tiempo! —respondió el sacerdote.

—¿Y qué ocurrirá con Lalila? —preguntó Hadon—. ¿Qué planes tiene Minruth para ella? Después de todo, Lalila está bajo la égida de Sahhindar. El Dios de los Ojos Grises dijo que la vengaría si sufriese cualquier daño.

Esto último no era cierto, pero a Hadon no le importó mentir si con ellos podía ayudar a Lalila.

—¿Y cómo lo puedo saber yo? —dijo el sacerdote—. Minruth no me hace confidencias. Cuando ella se encuentre ante Minruth, entonces será tratada como lo requiera la justicia.

«O como lo requiera Minruth —pensó Hadon—. El que dispensa la ley es el que la interpreta.»

Los días y las noches pasaron tranquilos, aunque lentos. Una vez más, Hadon, deseando mantenerse en forma, pidió que se le permitiera remar. El capitán se escandalizó pero, tras una breve discusión, dio su permiso. Hadon llevaba esposas cuando trabajaba y le estaba prohibido hablar con los otros remeros. El capitán no quería que hubiera conversaciones subversivas que se pudieran extender entre los marineros.

Y ya, por fin, en el horizonte surgió la costa oeste de la isla. La galera siguió la línea de la costa, que limitaba con tierras llanas de cultivo a lo largo de muchas millas. Luego apareció una cordillera de montañas, las Saasawabeth. Hadon consiguió oir al capitán y al sacerdote que hablaban de las guerrillas refugiadas allí y de la expedición que se había mandado contra ellas. Al parecer, las siete cordilleras de la isla eran los centros de resistencia de millares de adoradores de Kho.

Las Saasawabeth dieron paso de nuevo a las tierras de cultivo, pero al cabo de unos días, se encontraron frente a las Khosaasa. La galera las dejó atrás, pero sin perderlas de vista y, al cabo de una semana, entraban por la boca del Golfo de Gahete. Incluso desde aquella distancia se podía ver la punta del Khowot. Sin embargo, el humo que salía de la cima se había hecho ya visible desde que dejaran atrás las Saasawabeth. La galera avanzaba tranquila golfo abajo, con los acantilados a su derecha y las tierras altas de cultivo a su izquierda. Y el humo seguía saliendo de muchas de las cabañas y muchos de los graneros de los campesinos, incendiados por las tropas de Minruth.

Después, el poderoso Khowot surgió del mar y, al cabo de dos días, la base del volcán quedaba ante la vista. Al quinto día apareció ante sus ojos la parte más alta de la torre de Resu. Esta, dijo el sacerdote, ya no se dedicaría más a Resu y a Kho. De hecho, se habían oído rumores de que Minruth intentaba darle su propio nombre. Se decía que el Rey de Reyes estaba considerando la posibilidad de que cierta teoría del Colegio de Sacerdotes se convirtiese en un hecho. Se trataba de que el rey era, en esencia, el propio Resu, que un trozo del espíritu de Resu habitaba en el cuerpo del rey y, de tal suerte, esa circunstancia le hacía sagrado. Sería el dios del sol reencarnado y por ello se le veneraría como a un dios.

—Verdaderamente está loco —comentó Hadon en voz alta.

El sacerdote, dirigiéndole una dura mirada, dijo:

—¡Esa blasfemia será comunicada a Minruth!

—Eso no va a hacer mi caso más difícil —respondió Hadon.

Los chapiteles y las torres de la ciudad de Khokarsa se elevaban ya ante ellos, aunque no tan pronto como Hadon hubiera esperado. Esto se debía a que la ciudad ya no reblandecía de blanco como antaño. El humo del volcán había ido cayendo sobre ella y a eso había que añadir las nubes de humo de los edificios ardiendo fuera de la Ciudad Interior.

—Treinta mil personas perecieron durante los levantamientos y los fuegos que siguieron —dijo el sacerdote—. ¡El azote de Resu es verdaderamente terrible! Se dice que Minruth lloró cuando se enteró de esto, pero que luego se alegró. Dijo que era la voluntad de Resu y que, por lo tanto, era necesario. Los duros de corazón deben ser destruidos en un ritual de purificación de la tierra. El espíritu de la blasfemia debe ser aplastado para siempre.

—Pero ¿y todos esos inocentes, los niños? —preguntó Hadon.

—¡Los pecados de los padres recaen sobre los hijos y deben pagar también!

Hadon estaba demasiado anonadado por aquella locura para responder.

La galera avanzaba por aguas que antes estaban atestadas de buques mercantes, de barcos fluviales y de barcazas procedentes de las ciudades interiores y de las áreas rurales. El hedor de los cadáveres carbonizados bajo las ruinas les llegaba con toda su fuerza y les dejaba mareados. Luego, la galera pasó por entre los fuertes de Sigady y de Klydon y después por el fuerte situado en la punta oeste de la isla de Mohasi. El barco continuó rumbo al suroeste para virar luego hacia el sur, hacia la entrada del gran canal. Atracó suavemente entre dos muelles mientras redoblaban los tambores. Los prisioneros fueron conducidos al edificio de aduanas. El capitán envió un mensajero con una carta guardada en una caja de plata unida al extremo de un bastón dorado. Debería ser entregada al Rey de Reyes, quien leería en ella que el héroe Hadon y su grupo aguardaban la decisión del rey.

Hadon miró con curiosidad la Gran Torre que, realmente, inspiraba temor. Su base tenía casi media milla de diámetro y sus pisos escalonados alcanzaban casi los quinientos pies de altura. Y, sin embargo, todavía estaba a medio construir. Y aún pasaría mucho tiempo antes de que se pudiesen reanudar las obras. En dos ocasiones anteriores, las labores de edificación se habían visto interrumpidas durante largos períodos en los Tiempos de Tribulación. Y en tiempos de relativa paz y prosperidad, el enorme gasto que suponía su construcción había exigido una gran parte del dinero de los impuestos, lo que no había gustado mucho al pueblo.

Pasaron dos horas antes de que el mensajero apareciera de nuevo, esta vez a la cabeza de un cuerpo de guardias de palacio que llegaban entre una especie de paso ligero. Los prisioneros fueron sacados a empellones y obligados a marchar detrás de una estruendosa banda hacia la ciudadela. Una vez más, Hadon cruzaba el foso y ascendía por los amplios y pronunciados escalones de la acrópolis, aunque esta vez lo hacía desde su extremo oeste. Y tampoco venía como un héroe conquistador, vencedor de los Grandes Juegos, futuro marido de la Suma Sacerdotisa y Reina de Reinas.

Atravesaron las enormes puertas de bronce que daban paso a la ciudadela y a las amplias calles flanqueadas por templos de mármol y edificios gubernamentales. Algunos de estos eran redondos o eneagonales, lo que significaba que habían sido construidos en los tiempos antiguos. Otros eran cuadrados, del eétilo que había aparecido hacía trescientos años. El palacio mismo, el edificio más antiguo, de impresionantes bloques de granito recubiertos de mármol, era de nueve lados. Hadon se sintió apenado al ver que las estatuas de Kho y de Sus hijas, que se elevaban sobre el tejado del gran porche, habían sido desfiguradas. Seguramente, las manos de los que habían cometido aquel sacrilegio serían fulminadas.

Un heraldo los recibió en la puerta oeste y los prisioneros le fueron oficialmente entregados. Los guardias interiores del palacio reemplazaron a los que habían conducido hasta allí a los prisioneros, y dos trompeteros sustituyeron a la banda. Atravesaron amplios y majestuosos salones flanqueados por obras de arte procedentes de todo el Imperio.

Y por fin se encontraron en el enorme salón del trono, resplandeciente de oro, plata, diamantes, esmeraldas, turquesas, topacios y rubíes. Descendieron por un largo pasillo formado por silenciosos cortesanos, la mayoría de ellos hombres. El heraldo se detuvo ante los tronos, golpeó la base de su bastón contra el suelo de mármol, que formaba un mosaico multicolor con incrustaciones de diamantes y saludó en voz alta. En esta ocasión fue a Minruth a quien se dirigió en primer lugar. Su frase final «¡Y recordad que la muerte llega para todos!» fue omitida. En su lugar, el heraldo exclamó:

—¡El poderoso Resu, en quien nuestro Rey de Reyes se ha encarnado, gobierna sobre todos!

Como si esto no fuera ya bastante sorprendente, el trono de Minruth se hallaba ahora en el estrado más alto, y el águila pescadora que antes se posaba sobre el respaldo del trono de Awineth, se hallaba ahora encadenada al trono de Minruth. Además, a juzgar por su pequeño tamaño, se trataba de un macho. Minruth, luciendo una espesa barba, se sentaba en el trono. Y había otro cambio que Hadon notó entre los soldados y los cortesanos: ninguno se afeitaba ya la barban.

Awineth estaba sentada en su sencillo trono de roble, vestida con unos ropajes como los que usaban las matronas cuando sus pechos empezaban ya a aflojarse. Desde el cuello hasta los pies, su soberbia figura se escondía tras una voluminosa túnica de lino. Parecía haber envejecido varios años. Tenía los ojos marcados por el negro azulado de la ansiedad y de las noches insomnes. Pero su mirada brilló cuando vio a Hadon.

Se produjo un gran silencio en ese instante, silencio roto sólo por las toses de los cortesanos. Minruth miró un buen rato a Hadon mientras se mordía pensativo el labio inferior. Finalmente sonrió.

—¡He oído hablar mucho de ti, Hadon de Opar, desde que regresaste a nuestra tierra¡ !Y nada bueno! ¡Quebrantando la ley, condujiste al exiliado Kwasin hacia esta tierra y eso requiere el más extremo de los castigos!

Eso era una mentira, pero el que se sienta en el trono puede desfigurar la verdad para servirse de ella según su conveniencia. Hadon pensó que era inútil protestar.

—Kwasin ya no era un exiliado. La prohibición impuesta por la esposa de Resu ha dejado de regir y yo habría dado la bienvenida al héroe Kwasin si hubiera abjurado de su lealtad a Kho. ¡Pero él rompió el arresto y mató a mis soldados al hacerlo! ¡Así que Kwasin morirá, tras la conveniente tortura!

«Si puedes cogerle», pensó Hadon.

Minruth hizo una pausa, lanzó una terrible mirada a Hadon y luego miró a Lalila. Cuando habló de nuevo, su voz era más suaves.

—He sido informado acerca de esta mujer, la Hechicera del Mar, creo que la llaman, entre otras cosas. Si de verdad es una hechicera, será quemada viva. ¡No importa que sea una hechicera buena! No existe ya tal cosa. ¡Todas las hechiceras son malas y la magia sólo la practicarán en adelante los sacerdotes de Resu!

—La ciencia, tonto loco —dijo Hinokly, tan bajo que Hadon apenas pudo oírle—. No existe tal cosa, la magia. ¡La Ciencia!

—Pero me han dicho que su brujería consiste sólo en su belleza. ¡Y ella no tiene la culpa de eso! Si mis interrogadores quedan convencidos de que verdaderamente no practica la magia, entonces quedará libre y recibirá los debidos honores. Me gusta lo que ven mis ojos y, lo que al Rey de Reyes le gusta, se lo coloca en el corazón. Yo la honraré tomándola por esposa. Es posible que no lo sepas, Hadon, pero ahora los hombres pueden tener más de una esposa.

Awineth se agitó en su asiento y dijo:

—Eso está en desacuerdo con nuestra antigua ley, Padre. Nosotros no somos bárbaros Klemqaba. Ni tampoco es legal haberme obligado a casarme contigo.

—¡No te he pedido que hables! —replicó Minruth—. ¡Si vuelves a hablar sin mi permiso, serás conducida a tus habitaciones y seguiremos la audiencia sin ti!

Awineth se mostró enfadada pero no respondió.

—Las antiguas leyes han sido revocadas. Nuevas leyes rigen el territorio —dijo Minruth—. Y ahora nos faltan por juzgar los casos de la niña y del hombrecillo. La niña será quemada con su madre si ésta fuese declarada bruja, pero no creo que el veredicto vaya a ser ése.

Hadon sintió una nueva conmoción. Nunca había oído hablar de algo tan horrible. ¡Quemar niños por los crímenes de la madre era una nueva perversidad que seguramente atraería la ira de Kho sobre la cabeza de Minruth! Lo extraño era que no hubiera sido fulminado hacía ya tiempo. Pero Kho espera Su ocasión.

—La niña es tan bella como la madre y, a su debido tiempo, puede ser que también se convierta en mi esposa.

Hadon rechinó los dientes y pensó en arrojarse sobre Minruth. Minruth estaba más loco que una cabra en época de celo. Tenía ya cincuenta y siete años y, aunque se decía que todavía mantenía la virilidad de un toro joven, no podía asumir en serio que al cabo de once años pudiera acostarse con Abeth. ¿O sí?

—Y luego viene el hombrecillo peludo que tiene un solo ojo. Se me ha informado de que es un hombre-bestia, que por la noche asume la forma de un animal parecido a un perro, un animal conocido únicamente en las tierras del lejano norte. ¿Es cierto eso, hombrecillo?

Paga contestó:

—Es cierto que fui amamantado por una perra de cuatro patas, oh Rey de Reyes. La perra de dos patas que me parió me arrojó a la maleza para que muriera. No tenía corazón. Pero la bestia que me encontró sí que lo tenía. Y estaba llena de amor maternal, aunque no hay duda de que me habría devorado si no hubiera perdido hacía poco a sus cachorros. La primera leche que probé fue la suya. Ella me dio el único amor que he conocido, sin olvidarme del amor que me dio el héroe Wi y el de Lalila y su hija. Y el dios Sahhindar fue amable conmigo y Hadon no me rechaza por ser un hombrecillo deforme. No soy un hombre-bestia, oh Rey de Reyes, aunque sea medio animal y esté orgulloso de ello. A menudo las bestias son más humanas que los humanos. Pero cuando la luna está llena, a mí no me afecta más que a ti, y quizás no tanto.

—Grandes palabras para un hombre pequeño —dijo Minruth—. No trataré que me expliques el significado de tu última afirmación, puesto que mentirías de cualquier modo. Y sacas a relucir a Sahhindar, el Dios Arquero de los Ojos Grises. Es hermano menor del poderoso Resu y no es amigo de Kho. Al igual que tú, fue abandonado por su madre y fue criado por los primates de los bosques. Y fue él quien dio plantas al hombre y le enseñó a cultivarlas y a domesticar los animales y a calcular, y a fabricar el bronce. Incluso las sacerdotisas lo admiten, aunque dicen que cometió un delito divino al darnos estos dones antes de que Kho hubiese decretado que se nos concedieran.

Y pasando su mirada de Paga a Lalila, añadió Minruth:

—Se dice que la mujer, su hija y tú habéis sido puestos bajo la protección de Sahhindar. ¿Es cierto eso, Lalila?

—Es la pura verdad —respondió Lalila—. Hinokly lo puede atestiguar.

—¿Pero es también cierto que Sahhindar os ha dicho que no es dios, que, aunque extraño, sólo es un hombre? ¿Es verdad eso, Lalila?

—Es verdad —replicó Lalilas.

—Los dioses a veces mienten para probar a los mortales. Pero si viene a estas tierras, será interrogado. Y si es un impostor, sufrirá como los demás mortales.

—¡Pero no es un impostor! —exclamó Paga—. ¡El no dice que es un dios!

—¡Pégale con el mango de una lanza! —chilló Minruth—. ¡Debe aprender a soltar la lengua sólo cuando yo diga que puede hacerlo!

Un oficial tomó una lanza de las manos de un soldado y Paga cayó al suelo tras el golpe. Gimió un instante, apretó los dientes y se puso en pie sacudiendo la cabeza.

—¡La próxima vez será con la punta, hombrecillo, no con el mango! —le advirtió Minruth—. Y ahora, el escriba, el bardo y Tadoku. También acompañaron a Kwasin y, por lo tanto, comparten la culpabilidad en el asesinato de mis soldados. Comandante: llévatelos con Hadon y el hombrecillo a las celdas reservadas a los traidores.

—¡La reina y Kho por siempre! —gritó Tadoku.

Esas fueron sus últimas palabras, valientes pero imprudentes. Minruth vociferó una orden y Tadoku cayó muerto con tres lanzas atravesándole el pecho. Hadon juró que si alguna vez se le presentaba la oportunidad, haría todo lo posible para que Tadoku fuera enterrado debajo de un obelisco de héroe, acompañado del sacrificio de los mejores toros. Acto seguido, le sacaron del salón mientras Awineth y Lalila se quedaban llorando. Fue conducido con los demás hacia una puerta que daba a unos escalones que bajaban más y más hacia abajo, hasta una galería en cuyos muros chisporroteaban las antorchas y, de nuevo, hacia abajo, siguiendo nuevas escaleras de caracol, hasta llegar a otra galería alargada, para terminar descendiendo por la última escalera espiral. Las dos galerías superiores estaban flanqueadas por celdas atestadas de hombres y mujeres y, a veces, de niños. Hadon había oído que la roca sobre la que se apoyaba la ciudadela estaba tan horadada de túneles como un nido de hormigas, que su red de corredores y pozos sólo tenía parangón con la que había bajo la ciudad de Opar. Pero mientras que la de Opar había sido excavada para la extracción de oro, la de la ciudadela fue proyectada como depósito de malhechores. Era también un lugar de refugio para los moradores de la ciudadela si alguna vez los invasores tomaban los edificios de la superficie.

Recorrieron una galería excavada en granito, dejaron atrás celdas, la mayoría vacías, y se detuvieron ante la última puerta del fondo. Un carcelero la abrió mientras los treinta guardias sujetaban sus lanzas en posición de atención. Que su escolta fuera tan numerosa indicaba que se consideraba que los prisioneros eran realmente peligrosos. Pero cuando Hadon vio una gigantesca figura en la oscuridad de aquel recinto, entonces supo qué generaba tal temor.

—¡Bienvenido, primo! —retumbó una voz familiar—. ¡Entra a disfrutar de la hospitalidad de Kwasin!