Capítulo 15
Se levantaron puntualmente al amanecer. Una hora de recolección en la jungla les proporcionó bayas y nueces suficientes para llenar sus estómagos, y se pusieron de nuevo en camino. No habían andado más de dos millas cuando Hadon vio dos piraguas atascadas contra un árbol caído en la otra orilla. Una estaba boca abajo; la otra flotaba normalmente. Por desgracia, había cocodrilos en las cercanías. Como el río tenía una anchura de un cuarto de milla en aquel punto, Hadon no creyó prudente nadar hasta los botes. Con todo, aún podía haber armas allí dentro, a salvo bajo los asientos. También, tenía la débil esperanza de que en uno de ellos se encontrase su espada.
—Si pudiéramos conseguir los botes, Kwasin nos podría construir otro sacándolo de un árbol que vaciase y tendríamos un transporte rápido otra vez —dijo Hadon—. Así que distraeremos a los saurios dándoles algo de comida tentadora un poco más abajo.
Pero aquello era más fácil de decir que de hacer. Se dispersaron por la jungla para cazar un animal cuyo cuerpo fuera lo bastante voluminoso para atraer a todos los grandes reptiles. Lalila, la niña y Paga se quedaron atrás, guardados por dos soldados.
Cerca ya del anochecer, hambrientos, cansados y frustrados, los cazadores se volvieron a reunir en la orilla. Ninguno había cazado nada grande, aunque dos de ellos habían derribado tres monos con las hondas. Pero allí, hundida en el fango, se veía una piragua, y a Paga sonriente junto a ellas.
Hadon le preguntó a Paga cómo lo había conseguido, aunque ya lo sabía antes de que el hombrecillo contara la historia. Se maldijo a sí mismo por su falta de ingenio. Paga había caminado en dirección opuesta al sentido de la corriente hasta que llegó a un lugar donde parecía que no había cocodrilos. Se echó a nadar, volviendo sobre sus pasos, y con una rama se las arregló para dirigir una de las piraguas. La corriente la había arrastrado hacia abajo aproximadamente una milla, pero retrocedió andando por los bajíos y empujando desde atrás el bote.
Paga se inclinó sobre el interior del bote y sacó algo que produjo un grito de alegría por parte de Hadon. Era Karken, su espadas.
—Parece un almacén de de armas —dijo Paga.
Kwasin intervino:
—No eres tan inútil como tu tamaño parece indicar, hombrecillo.
—El perro de mar parece torpe en tierra, pero en el océano es ágil y gracioso —dijo Paga—. Mi océano es mi inteligencia, gigante. Tú te ahogarías allí.
—Si no me hubieras regalado tú este hacha, pequeño, te daría un golpe que abriría tu océano por la mitad.
—Cuánta gratitud —dijo Pagas.
—Kwasin, empieza a usar tu hacha y tu brazo y ahórranos tu lengua —le dijo Hadon—. Prepara unos remos para que podamos cruzar hasta el otro bote. Y después, corta un árbol para hacer otra piraguas.
—El hacha se está empezando a volver perezosa —contestó Kwasin—. Y yo no soy ningún carpintero.
Pero obedeció, y cuando Hadon y Tadoku remaban hacia la otra piragua, oyeron detrás de ellos los vigorosos golpes del hacha contra el tronco de un árbol.
Tres días después se ponían de nuevo en camino. Esta vez Hadon decidió que si se volvían a encontrar en un cañón, retrocederían inmediatamente corriente arriba y caminarían después siguiendo su trazado. Sin embargo, el río se movía perezoso hacia uno y otro lado, por una tierra ligeramente más alta que el propio cauce. A no ser por las moscas durante el día y los mosquitos por la noche, su vida era casi idílica. Incluso el gigante Kwasin se transformó en un ser humano decente durante un tiempo, aunque Hadon estaba temeroso de que aquel esfuerzo pudiera desembocar en una explosión de su temperamento. Kwasin, sin embargo, había estado hablando con la mujer Klemqaba para que se casase con él y aquello parecía haberle pacificado de alguna forma. Sus otros maridos no se sentían precisamente felices por ello. Se quejaron de que les había estropeado la relación con la mujer. Hadon no les prestó atención. Lo que la mujer hiciera con sus compañeros era sólo cosa suya, siempre que no afeitara a la disciplinan.
Al cabo de quince días, llegaron a un gran lago repleto de miles de patos, gansos, garzas, grullas, flamencos rosa y un tipo de flamenco gigante azul y negro desconocido en Khokarsa.
Remaron por el lago hacia la otra orilla, registraron su costa y llegaron a la conclusión de que no tenía salida. Abandonaron renuentes las piraguas y se dispusieron a caminar. Y más tarde, después de varias semanas de andar a través de las vastas praderas del color de la piel del león, vieron los primeros picos de una vasta cadena montañosa, algunos de los cuales estaban cubiertos de nieve.
—Según mis cálculos, esas tienen que ser las Saasares —dijo Hinokly—. Si logramos encontrar el paso que lleva a Miklemres, podremos seguir hacia el sur y nuestro viaje habrá terminado. Y si no, tendremos que ir hacia el este, hasta el final de las montañas, y luego, en dirección sur, hasta Qethruth.
—Nunca pensé que llegaríamos tan lejos —dijo Kebiwabes—. ¿Cuánto llevamos de camino, Hinokly?
—Ha pasado un año y un mes desde que salimos de Mukha —contestó el escriba—. Si encontráramos el paso, no deberíamos tardar más de dos meses en llegar a Miklemres. Menos, si encontramos pronto el paso.
«Y, en un año, muchas cosas pueden suceder en Khokarsa —pensó Hadon—. ¿Me habrá dado Awineth por muerto y habrá elegido otro marido?»
Sin que ello le sorprendiera, comprendió que eso era precisamente lo que esperaba. Así estaría libre para preguntarle a Lalila si le aceptaría como compañero. No era fácil renunciar al deseo de tener el trono, pero ella merecía eso y más. Sin embargo, hasta entonces la mujer no había dado ninguna muestra, salvo una cálida amabilidad, de que pensase favorablemente en él. Debería haberle preguntado hacía tiempo qué sentía ella, de no haber sido el prometido de la reina. ¿Y que pasaría si Lalila hubiera dicho que sí y cuando llegara Hadon a Khokarsa se encontrara con que Awineth aún le estaba esperando? Ella podría ordenar —no, ordenaría— la muerte de él y de Lalila. Bueno, él moriría, pero con toda seguridad Awineth no se atrevería a tocar a alguien que estaba bajo la protección de Sahhindar.
Cuando llegaron a las estribaciones de las montañas, Mumona, la mujer Klemqaba, sacó los dientes de cabra tallados que guardaba en la bolsa que pendía de su cinturón. Cantó mientras los hacía girar a contramano y los arrojaba a las cenizas del fuego de campamento. Después de estudiar la figura que formaron, afirmó que deberían ir hacia el oeste. Después de varios días de viaje, se encontrarían con el puesto militar que guardaba la entrada del paso. Y, efectivamente, después de caminar por espacio de cinco días, observaron sus murallas y las atalayas, construidas con troncos de robles.
Los centinelas les vieron mucho antes de que iniciaran la fatigosa subida de la gran colina, y los viajeros pudieron oir a lo lejos los tambores y las trompetas de bronce. Poco después, una tropa de soldados, con sus armaduras de bronce y las puntas de las lanzas brillando al sol, se dirigieron a la carrera hacia ellos. Hadon explicó al oficial quiénes eran, y se envió a un mensajero para dar velozmente las noticias al comandante. Y así entraron con una fanfarria de trompetas y fueron recibidos calurosamente. Se les bañó en agua tibia con jabón de grasa animal y fueron ungidos con aceite de oliva. Hadon, Tadoku, Kwasin, el escriba, el bardo y los tres del lejano norte fueron invitados a comer con el comandante y la sacerdotisa del fuerte. A los demás se les envió a los cuarteles a comer con los soldados, pero Hadon insistió en que Mumona se debía sentar con ellos.
—Pero ella es una Klemqaba —objetó el comandante Bohami.
—También es nuestra sacerdotisa —replicó Hadon—. Sin ella no tendríamos guía espiritual. Y ha sido una gran ayuda al cuidarse de las necesidades físicas de mis hombres. Yo mismo hubiera muerto de fiebre de los pantanos sin su ayuda.
—¿Qué dices tú, Mineqo? —preguntó el comandante.
La sacerdotisa del fuerte era de la antigua estirpe, como lo eran muchas de las que procedían de la costa norte del Kemu. Era alta, rubia, de ojos azules y bella, a pesar de tener una nariz ganchuda y labios delgados. Llevaba un bonete adornado con las plumas de la cola de un águila que indicaba que era sacerdotisa de W”uwos, diosa del águila hembra de cabeza roja. Alrededor de su cuello llevaba un collar de huesos de águila del que pendía una minúscula figura de W”uwos tallada del hueso de una pata de águila. Rodeaba su talle un cinturón de piel de águila y debajo de él llevaba una falda de cuero cubierta de plumas del águila. Encima de un palo vertical, con un travesaño horizontal que estaba cerca de ella, había un águila hembra gigante, encadenada, que miraba al grupo con unos ojos tan brillantes que parecía que tuviese ganas de comérselos a todos. Pero no tenía hambre: se la alimentaba con liebres y serpientes vivas.
—Si ella es una sacerdotisa y ha hecho todo lo que dice Hadon, entonces se sentará con nosotros —dijo Mineqo—. Pero si come repugnantemente, como tengo entendido que hacen los Klemqaba, entonces tendrá que dejarnos.
—Yo la he acostumbrado a no sonarse la nariz ni a evacuar mientras esté comiendo con gente —replicó Hadon.
La Klemqaba fue invitada y se sentó a comer, comportándose tranquilamente durante toda la comida, sin hablar hasta que alguien se dirigía a ella, lo que no ocurrió con frecuencia. La comida fue deliciosa. Hadon olvidó su normal abstinencia y comió perdiz tierna rellena de pan de escandia, granadas dulces, filetes de búfalo doméstico en salsa de liebre, bayas de mmwometh (la cosa más dulce del mundo), sopa de quimbombó en la que flotaban menudillos de pato y termitas reinas fritas, un manjar exquisito. También se permitió pasarse de la medida en cuanto al hidromel, que había sido enfriado con hielo traído de las montañas. Esta era la primera vez en su vida que probaba una bebida helada aunque, si llegaba a ser rey, las tendría a diario.
Kwasin comió el triple que los demás, engullendo la comida, haciendo ruido con la boca y gruñendo a la vez. Y cuando terminó, eructó ruidosamente. La sacerdotisa frunció el ceño y dijo:
—Hadon, ese hombre tosco y rudo tuyo tiene peores modales que la Klemqaba.
Kwasin se le quedó mirando, mientras se le ponía la cara completamente roja, y dijo:
—Sacerdotisa, si no fueras una mujer sagrada, te comería a ti también. Pareces bastante buena de comer.
—Ha estado mucho tiempo fuera, en las Tierras Vírgenes —intervino Hadon apresuradamente—. Estoy seguro que no ha tenido la intención de ofenderte. ¿Verdad que no, Kwasin?
—He estado fuera mucho tiempo —respondió Kwasin—.
Y nunca ofendería a la primera mujer bella con la que me encuentro, exceptuada Lalila, desde que empecé mis andanzas por extrañas tierras hace tantos años.
—¿Kwasin? ¿Kwasin? —trató de hacer memoria la sacerdotisa—. ¿Dónde he oído yo antes ese nombre?
—¿Qué? —vociferó Kwasin, inundando su barba de hidromel—. ¿Que no has oído hablar de Kwasin? ¿Te has pasado toda tu vida en el monte?
—Nací aquí —respondió Mineqo glacialmente—. He estado dos veces en Miklemres, la primera durante cinco años, mientras fui al Colegio de Sacerdotisas, y la segunda para asistir a la coronación de la Suma Sacerdotisa de esa ciudad. Pero no, salvaje, nunca he oído hablar de ti.
—Pensé que lo sabías —murmuró el comandante Bohami.
Se volvió hacia él con expresión feroz y dijo:
—¿Saber qué?
—Este es el gigante que violó a la sacerdotisa de Kho en Dythbeth y mató a sus guardias —dijo débilmente—. En vez de ser castrado y arrojado a los cerdos, fue exiliado. La propia Voz de Kho decretó esa sentencias.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.
—Estuve ocupado preparándolo todo para que Hadon y su gente se sintieran cómodos. Y pensé que lo sabías. No es de mi incumbencia aconsejarte lo que debes hacer.
—¿Y tú eres el hombre cuyo hijo llevo en mis entrañas? ¡Espero que no sea tan estúpido como tú!
El comandante enrojeció pero no dijo nada. Kwasin se metió de golpe otra jarra de hidromel, eructó de nuevo y dijo:
—Oh, sacerdotisa, no te enfades. Es verdad que he estado exiliado, pero la Voz de Kho también dijo que yo podría volver algún día. No dijo cuándo, y por eso he regresado para solicitar Su perdón. He sufrido más de lo necesario. Mi falta debiera haber prescrito ya.
La sacerdotisa se levantó de la silla y dijo:
—¡Es Kho quien tiene que decidir! ¡Pero a ti se te ha prohibido poner el pie en esta tierra, y este fuerte está dentro de las fronteras del Imperio!
Y, señalando con un dedo la puerta, gritó:
—¡Fuera!
Kwasin se puso lentamente en pie y agarró el borde de la mesa con sus enormes dedos.
—¿Fuera, dices? ¿Fuera de dónde?
—¡Fuera de este fuerte! —gritó ella—. ¡Puedes dormir junto a la puerta, por lo que a mí respecta, como un perro vagabundo, pero no te quedarás en esta tierra! ¡No hasta que la Voz de Kho haya sido avisada de que estás llamando a la puerta y Ella diga, si en verdad lo dice, que puedes entrar!
Por un momento Hadon pensó que Kwasin iba a volcar la mesa. Retiró su silla, susurrando a la vez a Lalila y a la niña que se apartaran. Se dio cuenta de que Paga ya lo había hecho. Pero Kwasin, trepidando, con los ojos como lava negra, consiguió controlarse. Y dijo:
—Si no arraso este fuerte y mato a todo el mundo, es únicamente porque no quiero ofender de nuevo a la poderosa Kho. Me iré, sacerdotisa. Pero no me quedaré rondando por aquí como un chacal esperando las sobras. Llevará meses enteros conseguir un mensaje de la Voz de Kho. ¡Y yo soy impaciente! Seguiré mi camino por esta tierra ¡y pobre de aquél que se atreva a salirme al paso! ¡Iré por mis propios medios a la montaña de Kho y me entregaré a Su misericordia!
—¡Si intentas entrar sin Su permiso, morirás! —dijo la sacerdotisa.
—Me arriesgaré —dijo Kwasin, dándose la vuelta para salir. Hadon le siguió a tiempo para verle salir de su habitación con la gran hacha apoyada en el hombro.
Al ver a Hadon, Kwasin dijo:
—Qué, primo, ¿pretendes detenerme?
—¿Y por qué iba a hacerlo? —replicó Hadon—. No, no trato de ponerme en tu camino. Pero aunque me has ofendido y has sido tan molesto como una mosca en mi nariz, no quisiera que cometieras un suicidio. Te pido que hagas lo que dice la sacerdotisa. Quédate aquí hasta que Kho te ordene venir o te ordene partir.
—Kho es mujer y, sin duda, ahora habrá cambiado de opinión sobre mí —dijo Kwasin—. No, no voy a ir ante ella a pedirle que diga sí o no. No voy a esperar. Y en cuanto a que yo muera antes de que pueda llegar allí, eso es una tontería. No voy a ir atravesando tierras por las que pueda verme todo el mundo. Me escurriré por el campo como un zorro, robaré una embarcación cuando llegue al Kemu y navegaré hasta la isla. Y luego subiré con cuidado y de noche hasta la montaña y me pondré delante de la sibila, de la Voz.
—¿Y si Kho se mantiene inquebrantable?
—Entonces violaré a la sibila y echaré el templo abajo con esta hacha —contestó Kwasin—. Si muero, no será tan dócilmente.
—A veces creo que piensas que es verdad cuando dices cosas fantásticas como esa —dijo Hadon.
—Claro que sí —respondió Kwasin. Y salió a grandes zancadas de la habitación, que de repente se hizo mucho más grande.
Hadon regresó al comedor. Lalila preguntó:
—¿Qué piensa hacer?
—Verdaderamente está loco —dijo Hadon—. Kho se ha apoderado de sus sentidos y me temo que pronto se apoderará también de su vida.
—Quizás fuese mejor así —dijo Paga—. Es un ser despreciable, lleno de arrogancia y odio. Pero si la gente como él cayera fulminada, quedarían sólo unas pocas personas en este mundo. Lo cual sería una bendición.
—No hablemos de él —dijo Mineqo—. Siéntate, Lalila, querida, y hablaremos de ti. Antes de que ese elefantino bufón nos interrumpiera, me estabas contado que eras Sacerdotisa de la Luna entre tu propio pueblo.
—Yo no —respondió Lalila—. Mi madre. Yo lo hubiera sido si mi tribu no hubiera perecido.
—¿Y a qué otras diosas rendís culto?
—A muchas. También adoramos a muchos dioses. Pero las dos mayores deidades son Luna y Sol. Son hermanas gemelas, hijas de Cielo, de quien heredaron el Imperio después de que fueran creados por ella los primeros humanos.
—¡Ah! —reflexionó Mineqo—. Entre nosotros, Sol es el dios Resu, si bien en los tiempos antiguos Resu era Bikeda, una diosa. Todavía se le adora como tal en algunas de las áreas rurales y montañosas. Y lo mismo sucedió con Bhukla, que fue la principal deidad de la guerra, pero que fue desalojada por Resu y se convirtió en la diosa de la espada. Y todo esto sucedió porque los Klemsaasa, la gente del Águila, conquistaron Khokarsa cuando se vio debilitada por los terremotos y las plagas. Lucharon para hacer que Resu fuera más grande que Kho, pero no lo consiguieron. Pero los sacerdotes de Resu no han abandonado la lucha, incluso a expensas de tentar la ira de Kho.
—No entiendo —dijo Lalila— ¿Cómo pueden los hechos de los mortales producir cambios en los cielos?
—Esa es una pregunta profunda y la respuesta es profunda. A mí me la explicaron cuando estuve en el Colegio, pero me llevaría una hora explicártela a ti. En primer lugar, tendría que definir los términos técnicos, y eso produciría si cabe una mayor confusión. Sin embargo, te ilustrarás cuando llegues a la ciudad de Khokarsa. Puesto que tú eres Sacerdotisa de la Luna, aunque lo seas de un pueblo extraño, Awineth puede decidir que seas iniciada en el sacerdocio.
—Sahhindar sugirió que me podría convenir ser sacerdotisa —dijo Lalila.
—¡Sahhindar! —exclamó Mineqo—. ¿El Dios Arquero vino a ti en un sueño?
—En un sueño no —replicó Lalila—. Sahhindar habló conmigo y caminó conmigo en carne y hueso, como un hombre, tan real y firme como Hadon. El fue quien nos envió a Paga, a Abeth y a mí aquí. El nos puso bajo su protección.
—¿Es verdad eso? —preguntó la sacerdotisa volviéndose hacia Hadon y Hinokly.
—Cierto, Mineqo —dijo Hinokly—. Yo estaba allí cuando el Dios de los Ojos Grises encargó a nuestra expedición que volviéramos a Khokarsa y procurásemos que a ella se le diera allí, tanto seguridad como receto. Evidentemente, tú no has oído hablar de esto.
—¿Pero por qué no me lo dijiste antes? Yo creía que vuestra expedición era únicamente un equipo científico para la exploración del terreno.
—No hubo mucho tiempo, oh Sacerdotisa —respondió Hinokly.
Mineqo parecía perpleja.
—No entiendo nada en absoluto. Sahhindar fue exiliado por Kho porque él la desobedeció. Los sacerdotes de Resu afirman que Sahhindar es, por lo tanto, el aliado de Resu.
—Él no es dios, Mineqo —intervino Lalila— aunque se parezca a un dios. Él mismo me dijo que era sólo un mortal. Dice que fue un viajero del tiempo, que nació en el futuro, a unos once mil años de aquí, y que ha viajado hacia atrás mediante la utilización de una...
Lalila dudó y añadió a continuación:
—No tenemos una palabra para nombrar la cosa que le transportó. Él utilizó una palabra de su propia lengua para llamarla... una... mashina, creo que dijo.
—¿Y qué es eso de... masina? —preguntó Mineqo, incapaz de pronunciar el sonido -sh-.
—Algo parecido a una nave que lleva un dispositivo que le propulsa a través del tiempo, lo mismo que un barco es propulsado por remos de maderas.
—Perdón, Sacerdotisa—intervino Hadon—. Lalila nunca ha visto una embarcación con velas. Una analogía más válida sería que el tiempo es como un viento que propulsa las velas de la nave del tiempo.
—Pero Sahhindar fue el único que enseñó a los Khoklem a domesticar animales y plantas, a fabricar ladrillos, a hacer bronce, a sumar, a restar y a multiplicar —dijo Mineqo—. Eso ocurrió hace dos mil años. ¿Viven tanto los hombres?
—Sahhindar dijo que hay unas pocas personas en el futuro lejano que tienen un elixir que les impide envejecer —dijo Hinokly—. Pero yo mismo le oí rechazar su divinidad.
—¿Saben esto en Palacio? —preguntó Mineqo.
—Lo saben —respondió Hinokly—. Imagino que esa revelación ha producido una tormenta de controversias entre los colegios.
—Estas cosas están más allá de mi alcance —dijo Mineqo—. He vivido demasiado tiempo en este lugar aislado para recordar toda la filosofía que me enseñaron siendo una muchacha. Que decidan los colegios lo que significa todo esto. Os voy a enviar a todos con una escolta hasta la Suma Sacerdotisa de Miklemres, y ella decidirá qué hacer con vosotros.
—¡Esta es mi provincia! —intervino el comandante Bohami—. Yo soy el comandante militar aquí, Mineqo, y yo digo quién tiene que ir y quién tiene que venir. De momento, estamos escasos de gente, y no puedo emplear más de una pareja de guías.
—Yo te he oído alardear de que tú y cinco hombres más podíais rechazar cualquier ataque de los bárbaros —replicó Mineqo—. Y el último problema que tuvimos con ellos fue cuando yo era todavía una niña. Los Klemklakor son demasiado escasos por aquí para constituir un peligro. ¿Pero qué sucedería si atacan a este grupo en las profundidades de las montañas? Sabes muy bien que con frecuencia tratan de preparar emboscadas contra nuestros convoyes de avituallamiento.
Era evidente que, aunque el comandante sentía que debía hacer afirmación de su autoridad, también buscaba una forma de ponerse de acuerdo con la sacerdotisa. Y dijo:
—Ya que lo pones así, estoy de acuerdo en que lo que dices tiene sentido. Pero yo daré las órdenes, y lo hago únicamente porque nuestros huéspedes son tan importantes. Los deseos del rey y de la reina y los de Sahhindar me obligan a que les dé toda la protección de la que podamos disponer.
Hadon le contestó:
—Nos gustaría salir poco después del amanecer.
—Así se hará —respondieron a la vez Mineqo y Bohami.
Bohami le lanzó una mirada feroz y ella le habló en voz baja:
—Dormirás solo esta noche, Bohami, si no te disculpas.
—Que así sea —dijo Bohami—. No me gusta que vayas minando mi autoridad. Deberías consultar conmigo en privado y dejar que, en público, el que dé las órdenes sea yo.
Hadon se sintió apurado ante la situación, por lo que dio las buenas noches y se retiró tan pronto como le fue posible.