Capítulo 14
Kwasin fue el único que causó problemas, como era de esperar. Todos los varones adoraban a Lalila, pero aunque pudieran desear acostarse con ella, no se habrían atrevido a sugerirlo con palabras o con el contacto físico. Hadon había ordenado que debía ser tratada como una sacerdotisa, aunque fuera una salvaje. La orden no era necesaria, puesto que, por el pequeño campamento pronto se corrió la voz de que Lalila era en verdad una sacerdotisa de la luna. Esto no era cierto. Sin embargo, su madre sí lo había sido y Lalila, a su debido tiempo, la habría sucedido. Además, su nombre, que significaba Luna del Cambio en el idioma de Khokarsa, reforzaba la creencia de que era una mujer sagrada. Y sus títulos, Hechicera Blanca del Mar y la Surgida del Mar, eran suficientes para intimidar al más pendenciero. El último título era también, por otra coincidencia, un título de Adeneth, la diosa de la pasión sexual y de la locura.
Kwasin era el único que, por supuesto, no se sentía intimidado. Nada más verla, comenzó a proferir exclamaciones de sorpresa, cayó sobre sus rodillas, le cogió la mano y se la besó. Hadon le observaba con cierta alarma, porque nadie podía predecir lo que el gigante besaría después. Puso su mano sobre el pomo de la espada, listo para desenvainarla y cortarle la cabeza a Kwasin si éste la ofendía. Kwasin se puso en pie y dijo a voces que nunca había visto a una mujer tan encantadora o tan radiante, que en verdad era como la diosa de la luna, hermosa, remota y sagrada. Le rompería el cráneo a cualquiera que se atreviera incluso a insinuar violarla. Hadon le odió por esto. A decir verdad —y así se lo decía su corazón—, él la deseaba vehementemente. Y sospechaba que Kwasin, si se las arreglaba para quedarse a solas con ella, no la encontraría tan intocable. Al menos en lo que a él concernías.
¿Y qué sucedía con Awineth, la joven y bella reina que le esperaba junto a un trono que sería suyo? Ah, sí, ¿qué sucedía con aquella Awineth de negros cabellos, de ojos negros y bella figura? Estaba muy lejos, apagada y tenue como un fantasma visto al amanecer. Lo cual no era una actitud muy realista, se dijo Hadon. Ella representaba la gloria y el poder, y renunciar a ellos, al renunciar a ella, era una locura. Además, Awineth consideraría tal acto como un insulto imperdonable. Ella podría rechazarle a él si quería. Pero si él la rechazaba acabaría probablemente en... ¿qué? ¿El exilio? ¿O la muerte instantánea? Esto último, lo más probable.
Era verdaderamente de locos considerar semejante idea. Pero la estaba pensando y, por lo tanto, estaba loco. Y sabiéndolo se sentía feliz. ¿Por qué estaba tan feliz? Lalila no había dado muestras de que albergara ningún sentimiento tierno hacia él.
Aún tenían un largo camino que recorrer y quién sabía lo que podía suceder antes de que llegasen a la frontera del Imperio.
Kebiwabes, el bardo, parecía también afeitado por la locura que la luna llena o una bella mujer a veces envían. Comenzó a componer el Canto de la Luna del Cambio, el Pivamwotlalila y, al final de la segunda semana del viaje hacia el sur, lo cantó. No era una epopeya, sino una canción lírica modelada dentro del espíritu, y según la estructura, de las canciones que las sacerdotisas de los Templos de la Luna, las Wootla, la Voces de la Luna, cantaban al principio de los ritos orgiásticos anuales en los tiempos antiguos.
Estos ritos habían sido suprimidos hacía quinientos años, aunque aún se seguían practicando en secreto en el campo y en las zonas montañosas. Hadon, al escuchar la canción, sintió que se le despertaba el espíritu y la carne. Kwasin se desnudó y bailó la antigua Danza del Oso en Celo, haciendo que Lalila se alejara turbada. El loco Kwasin continuó bailando, con los ojos chineantes, sin darse cuenta, al parecer, de que Lalila había salido afuera.
Hadon la siguió para disculparse y la encontró con el hombrecillo, de pie junto a una roca a la luz de la luna.
—No pude detenerle —dijo—. Haber intervenido hubiera sido ofender a la diosa de la luna, pues su espíritu se ha apoderado de él.
—No te disculpes —dijo ella—. Mi pueblo tiene, tenía, danzas similares y yo las he visto sin sentirme ofendida. Pero en este caso la danza no era impersonal. Iba obviamente dirigida a mí e hizo que me sintiera muy incómoda. Me da miedo ese monstruo. Ha sido tocado por la luna y no se puede predecir lo que vaya a hacer cuando está poseído. Y por lo que tú y el bardo me habéis dicho, Kwasin no receta la castidad ni la santidad cuando está en trance.
—Cierto —dijo Hadon—. Pero él sabe que la próxima vez que se propase, puede morir. Si los hombres no acaban con él, puede ser que lo haga Kho. Y él desea también que termine su exilio, lo que no sucederá si la ofende de nuevo. Por eso, aunque esté poseído, también trata, todavía, de controlarse. Se lo pasaré por alto, aunque no soy de los que hacen demasiadas concesiones.
—También está poseído de una estatura y de una fuerza que cualquier hombre desearía para sí —dijo Paga—. Y yo no. Tanto Kwasin como yo somos deformes. A él le ha sido dado demasiado y a mí, demasiado poco. Pero mientras que las deidades me han hecho pequeño y han acortado mis piernas, por otro lado me han dado inteligencia como compensación. A él le han dado demasiado de la parte corporal y por eso le han privado de ingenio. Tengo buen olfato, Hadon, y huelo la desgracia y el mal rezumando por los poros de ese corpachón. Dime, ¿es cierto que viviste con él durante cierto tiempo cuando los dos erais jóvenes?
—Esa fue mi desgracia —replicó Hadon—. Los dos residimos con nuestro tío durante unos años en lo alto de una cueva sobre el Mar de Opar. Kwasin necesitaba a alguien a quien amedrentar y como no se atrevía a ofender a mi tío, que le habría dado una patada y le habría tirado del acantilado al mar, me intimidaba a mí. Yo soy de buen carácter y lo aguanté durante algún tiempo, tratando de que fuera más agradable, tratando de conseguir de él un amigo. Finalmente, perdí la paciencia y le ataqué. Fue humillante, porque me golpeó con dureza, riéndose de mí mientras lo hacía. Soy fuerte pero, comparado con él, soy un canijo como, de hecho, lo son todos los demás.
»Mi tío no dijo una sola palabra de esto a Kwasin, pero preparó una serie de pruebas atléticas para nosotros con premeditada malicia. El que perdiese, sería golpeado por mi tío. Y él procuró que los juegos estuvieran dispuestos de tal forma que Kwasin se encontrase en desventaja. Corrimos el cuarto de milla y la media milla y, aunque Kwasin, tan enorme como es, puede seguir a mi mismo ritmo durante cincuenta yardas, se queda muy atrás en carreras más largas. Y de esa forma mi tío le dio una buena paliza cuando perdió. Kwasin tenía probablemente suficiente fuerza, incluso entonces, para tumbar a mi tío, pero le temía. Creo que mi tío fue el único hombre al que Kwasin ha temido alguna vez. Quizás porque estaba aún más loco que él.
»Mi tío hizo también que nos ejercitáramos con las espadas de madera. Y aunque recibí varios golpes muy duros, algunos que casi me dejan lisiado, mi destreza superó la fuerza bruta de Kwasin y le sacudí y magullé bastantes veces. Al final se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y dijo que ya no quería saber más de carreras ni de espadas de madera. Mi tío sonrió y dijo que, por lo que a él concernía, estaba de acuerdo. Pero que podía volver a prepararlo todo si así lo creía aconsejable. Kwasin dejó de meterse conmigo, a no ser de manera sutil, y nunca me ha perdonado. Considera que le derroté y eso es algo que no puede olvidar. Siempre tiene que llevar la voz cantante, siempre ser él quien domine. Ahora yo soy su comandante, y me odia aún más.
—Pero a veces bromea contigo e incluso parece que le gustas —dijo Lalila.
—Kwasin encierra dos personas en una. Es uno de esos desgraciados a los que Kho ha dado dos almas. Y con demasiada frecuencia, es el alma mala la que manda.
La niña, sentada allí cerca, se quejó de que estaba cansada. Lalila la llevó a su cobertizo cantándole una canción para que se durmiera. Hadon escuchaba su voz, suave y plateada como la luz de la luna, mientras a él le consumía un fuego tan ardiente como el sol, como si la luna hubiera invitado al sol a salir antes de tiempo.
Paga, que le observaba, dijo:
—Parece que el destino de unos es volverse locos y el de otros, volver locos a los demás. Lalila, por desgracia para ella, es de estas últimas. No es mala, pero trae el mal. O, mejor dicho, saca al exterior el mal que hay en la gente. Su belleza es una maldición para ella y para los hombres que la desean y para las mujeres que sienten celos de ella. Es triste, porque ella sólo desea la paz y la alegría. No siente ningún deseo de ejercer su poder sobre los demás.
—Entonces, debería vivir en una cueva lejos de todos los hombres —replicó Hadon.
—Pero a ella le encanta estar con la gente —replicó Paga—. Y, quizás, muy dentro de ella haya un deseo de ejercer poder sobre los hombres. ¿Quién sabe?
—Sólo la Diosa lo sabe —contestó Hadon.
—Yo no creo en dioses ni en diosas —dijo Paga—. Sólo existen en las mentes de los hombres y de las mujeres que los crearon para poder culpar a alguien externo a ellos de las cosas que ellos mismos meten en sus cabezas.
Paga, con el hacha sobre el hombro, se alejó con sus andares de pato, mientras Hadon le seguía atónito con la mirada. Pero no hubo truenos ni relámpagos, ni se abrió ni encrespó la tierra. La luna brillaba serenamente, los chacales ladraban, las hienas reían y, a lo lejos, rugía un león. Todo era como antes.
Y prosiguieron hacia el sur. Diez días después llegaron a un río cuyo nacimiento se encontraba en algún lugar de las montañas situadas hacia el norte. Paga taló árboles con su afilada hacha de hierro y los demás cortaron después las ramas con sus hachas de bronce. Con el fuego y el hacha trabajaron los troncos para convertirlos en piraguas e hicieron también tablas para los asientos. Las encajaron en unas ranuras rebajadas en el interior y las aseguraron con astillas de madera. Colocaron las provisiones, las armas y armaduras abajo y, usando paletas que habían sacado de largos bloques de madera, iniciaron la marcha por el río.
La corriente era rápida en aquel lugar y Hadon tenía la esperanza de que siguiera así durante cientos de millas. Era agradable no tener que esforzarse mucho en remar, dejar que la fuerza del río hiciera la mayor parte del trabajo. Además, era fácil conseguir comida. El río estaba lleno de peces y la superficie y las orillas estaban atestadas de patos y gansos. Los peces se pescaban fácilmente con anzuelos o con lanzas, y el gran número de cocodrilos e hipopótamos que había aseguraba que no sufrirían por falta de carne, aunque obtenerla fuera peligroso. La jungla, a ambos lados del río, daba refugio a antílopes de muchas clases. El alimento vegetal procedía de los diversos tipos de bayas y nueces existentes y de una variedad de col verde que allí crecía.
Además, Hadon tuvo la oportunidad de hablar con Lalila, puesto que ella se había sentado directamente detrás de él. A medida que los días iban pasando, Awineth retrocedía más y más en su mente y en su corazón y Lalila se volvía más y más resplandeciente. A veces, las agudas puntas del tridente de la conciencia le hacían sufrir, pero no podía controlar los progresos de su amor por Lalila.
Hadon consideró el hallazgo del río como un buen presagio. Al décimo día de viaje, sin embargo, tuvo que cambiar de opinión. La fangosa orilla, que hasta ahora se venía elevando suavemente desde el cauce del río, se volvió de repente abrupta y rocosa y el estrecho río se hizo más recio. A medida que pasaban las horas, la corriente se hundía cada vez más en la roca y, al mediodía, el corte superior de los acantilados estaba a veinticinco pies por encima de sus cabezas. El cielo, que había sido luminoso, se volvió negro. Un fuerte viento ululaba arriba y, media hora más tarde, comenzaba a llover. La lluvia era tan fuerte que Hadon a veces se preguntaba si no estaría cayendo, desde arriba en el cielo, un río sobre ellos. Puso a Paga y a Abeth a achicar agua con los yelmos de cuero, mientras él, Lalila y los dos soldados de la popa dirigían la embarcación con los remos. Los rayos estallaban sobre ellos, iluminando ferozmente la oscuridad y llenándoles de temor. Los fogonazos de los relámpagos les descubrían que podían ahora estar, quizás, a cincuenta pies por debajo de las cimas de los acantilados. Hadon no necesitaba de los relámpagos para saber que las aguas se habían embravecido.
El río se había hecho aún más estrecho y empezaban a encontrarse con rocas enormes.
Luego, al doblar un recodo, se encontraron de lleno en las garras de los rápidos.
No había nada que hacer sino implorar a Kho y a la desconocida divinidad del río y aguantar todo aquello. Los botes se veían sacudidos hacia arriba y abajo, daban un giro y, a veces, los costados golpeaban las paredes perpendiculares del cañón. En una ocasión, durante un relámpago, Hadon miró a su espalda. Vio la tercera embarcación detrás de él que giraba velozmente y que golpeaba con la proa contra el costado de una gran roca cercana al murallón. Cuando volvió a mirar con el siguiente relámpago, el bote y sus ocupantes habían desaparecido entre la espuma. El rostro de Lalila estaba pálido y tenso. Paga también estaba pálido, pero sonrió a Hadon con unos grandes dientes que semejaban incrustaciones de oro en un cráneo de alabastro redondeado.
Esa fue la última mirada de Hadon hacia atrás. El resto del tránsito estuvo demasiado ocupado tratando de mantener el bote derecho, intentando librarse de las amenazadoras rocas, y apoyando a veces el remo contra la pared del cañón para evitar la colisión del bote contra él.
Todo inútil. La canoa comenzó a ascender más y más, cabalgando sobre una ola de cresta blanca, se inclinó más de lo previsto hacia la izquierda y volcó. Hadon oyó chillar a Lalila mientras él se sentía arrojado al torbellino. Algo le golpeó el hombro con fuerza —el bote o una roca— y, por un instante, su cabeza surgió por encima del agua. Y volvió a sumergirse de nuevo, como si el dios del río le hubiera agarrado por los tobillos. Se arañó con las rocas, luchó por ascender, oyó un rugido más fuerte que el de los rápidos y se vio lanzado hacia afuera y hacia abajo. A medias en el agua y en la neblina, cayó, golpeó el agua compacta, se sintió arrastrado al fondo, se volvió a raspar la piel con el suelo rocoso, luchó por subir y, de repente, se encontró en unas aguas relativamente uniformes. Pero la corriente era aún fuerte y tuvo que luchar con denuedo para conseguir llegar a la orilla.
Se arrastró hasta una suave pendiente de tierra cubierta de hierba y se sentó jadeante. Luego vio a Lalila y a la niña agarradas a los bajos de una canoa volcada y se echó a nadar para ayudarlas. Lalila, jadeando, le gritó:
—¡Hazte cargo de Abeth! ¡Yo no puedo hacerlo!
La niña parecía estar en menos peligro aún que la madre. Nadaba con fuerza hacia la orilla y Hadon, al oir un grito en medio del estruendo de la catarata, se volvió. Por unos instantes, la gran cabeza castaña de Paga sobresalió de la superficie. Hadon buceó hacia ella y, por accidente o por la gracia de Kho, sus manos tocaron a Paga. Tanteó a ciegas en derredor, le volvió a tocar, sintió su brazo, sintió la correa atada a su muñeca y se dio cuenta de que en el otro extremo estaba la razón de que el hombrecillo hubiera sido arrastrado hacia el fondo: el hacha. Lo sorprendente del asunto era entender cómo Paga había podido nadar hasta la superficie, aunque hubiese sido sólo una vez.
Hadon asió a Paga por su larga cabellera y nadó con fuerza hacia arriba. Al llegar a la superficie siguió tirando del hombrecillo siempre hacia arriba. La corriente le arrastró hasta más allá de donde se encontraban Lalila y la niña, que salían ya a la orilla. Hadon, con una mano bajo la barbilla de Paga, le remolcaba a tierra, unas cincuenta yardas más abajo. La cabeza de Paga seguía hundiéndose, pero no oponía resistencia contra Hadon y, por fin, este pudo ponerse en pie. Levantó a Paga sobre el agua y salió de espaldas a la orilla. Allí colocó al hombrecillo boca abajo, con su brazo estirado y el hacha aún en el agua. Paga tosió y resolló y el agua le salió por la boca y la nariz. Pero viviría.
Tan súbitamente como había empezado, la lluvia cesó.
Varios botes, unos volcados, otros incólumes, flotaban por los alrededores. Tadoku, el escriba y el bardo nadaban y Hadon se lanzó una vez más al agua para ayudarles. Tadoku se las pudo arreglar solo, pero el escriba y el bardo no habrían logrado ponerse a salvo sin la ayuda de Hadon. Los tres habían recibido muchos golpes y se encontraban magullados y sangrando.
Hadon se metió de nuevo en el agua hasta la cintura y asió a la sacerdotisa Klemqaba y la sacó a la orilla. Aparecieron flotando algunas canoas más, una con el sargento Klemqaba y con el soldado Klemklakor agarrados a ella. Cinco hombres más consiguieron alcanzar la orilla y dijeron que sus dos canoas habían permanecido intactas hasta que se habían encontrado con la catarata. Sus tripulantes debían de haberse ahogado después de que su fondo chocase contra la base de la catarata.
Hadon pensó que aquello era de esperar. La catarata tenía unos cincuenta pies de altura.
Volvió a arrojarse al agua y sacó a un hombre hasta la orilla, pero ya estaba muerto. Ese pareció ser el último que verían. Los demás estarían girando en derredor en la agitación de debajo de la catarata o habrían sido arrastrados bajo la superficie más allá de donde el grupo se encontraba. De los cincuenta y seis que habían dejado el puesto de avanzada cerca de Mukha, sólo doce seguían vivos. Y, a excepción del hacha de Paga y de los cuchillos que todos llevaban en sus fundas, se encontraban sin armas.
—No creo que siquiera la divinidad del río haya podido vencer a Kwasin —decía el bardo—. Estoy seguro de que no se ha podido ahogar. Habría sido una muerte demasiado corriente para un héroe como él. Si tiene que morir, lo hará con los cadáveres de sus enemigos amontonados a su alrededor, él y su maza cubiertos de sangre y Sisisken cerniéndose sobre él, esperando llevar su espíritu al jardín reservado para los héroes más grandes.
Paga, que ya se había puesto en pie, aunque débil, resopló incrédulo.
—Aunque sea un gigante, sólo es un hombre —dijo— y el río no receta precisamente a los hombres.
Elevó la mirada hacia Hadon y dijo, con una extraña sonrisa en los labios:
—Ahora soy tu esclavo, Hadon. Me has salvado la vida. En una ocasión Wi me salvó la vida y yo me convertí, como es la costumbre de nuestro pueblo, en propiedad suya.
—Ahora no estás entre tu gente —le dijo Hadon.
Paga escupió y dijo:
—Eso es cierto. Y mi pueblo tampoco existe ya. Sólo yo sobrevivo, yo, Paga, el hombrecillo que tiene un solo ojo, el rechazado. Pero deseo observar la costumbre, Hadon, y soy tuyo. Aunque espero traerte mejor suerte que la que le traje a Wi. Sin embargo, también pertenezco a Lalila, y sería muy embarazoso que tuviera que elegir entre vosotros dos.
—Si supiera hacerlo bien, ella y yo seríamos uno —se le escapó a Hadon.
Hadon quedó sorprendido por sus propias palabras, pero Lalila pareció quedar aún más sorprendida. Se quedó boquiabierta y le miró con una expresión indescifrable.
—Así andan las cosas —dijo Paga—. De todas formas, era de esperar.
Lalila no habló. Hadon, sintiéndose ridículo, se alejó. En ese momento, los demás dieron un grito. Hadon miró hacia donde señalaban con los brazos y vio la imponente cabeza de Kwasin saliendo de las agitadas aguas y de la neblina bajo la catarata. Nadaba lentamente hacia ellos y, cuando se puso en pie cerca de la orilla, le manaba abundante sangre de un corte profundo en el costado.
Kwasin no le presto ninguna atención. Su rostro estaba contraído y negro de la furia que sentía.
—¡He perdido mi maza! —rugía—. ¡Mi preciosa maza! ¡Se me cayó de la mano cuando me vi obligado a agarrarme a una roca! ¡Luego buceé para buscarla, pero la corriente era demasiado violenta incluso para alguien tan fuerte como yo y me arrastró hacia abajo! ¿Dónde está la divinidad del río? ¡La voy a agarrar por el cuello y estrangularla si no me la devuelve!
—Valientes palabras —dijo Paga, burlón.
Kwasin se quedó mirando fijamente al hombrecillo y dijo a continuación:
—Puedo poner mi pie sobre ti y aplastarte y enterrarte en el barro como si fueras un repugnante lagarto, so feo. No me enfades, porque tengo ganas de matar a quien sea. ¡Alguien tendrá que pagar mi pérdida!
Paga se puso en pie y comenzó a soltar el nudo que ataba la correa a su muñeca.
—Esto casi me supone la muerte —dijo—. Y fue la muerte de Wi. No creo que aquellos hombres rubios nos hubieran perseguido con tanto afán, de no haber sido por el deseo de conseguir esta hacha, aunque es posible que también estuvieran igualmente ansiosos de conseguir a Lalila. En cualquier caso, estoy convencido de que el Hacha de la Victoria, como yo la llamo a veces, trae la victoria a su dueño durante poco tiempo y, luego, la muerte.
Terminó de desatar el hacha y se la ofreció a Kwasin.
—Aquí tienes, gigante, el regalo de un enano. Tómala y úsala bien. Wi, unos días antes de morir, me dijo que yo debía tenerla si él moría. Le dije que no la quería como propiedad mía. La llevaría hasta que encontrase a alguien que mereciera blandiría. Y ése eres tú, porque dudo que haya nadie en el mundo que sea más vigoroso que tú. Pero te lo advierto: su suerte dura poco.
Kwasin agarró el mango con la mano derecha y blandió el hacha por encima de su cabeza.
—¡Ja, esta sí que es un arma potente! ¡Podría aplastar batallones enteros con ella!
—No lo dudo —dijo Paga—. Pero quien siente amor por matar, al final morirá de la misma forma.
—¡Y a mí qué me importan tus salvajes supersticiones! —bramó Kwasin—. A pesar de todo, te doy las gracias, hombrecillo. ¡Aunque no debes esperar que te ame por eso!
—Los regalos no traen el amor al que los hace o al que los recibe, gigante —le contestó Paga—. Además, yo amo a Lalila y a Abeth, y creo que a Hadon. No necesito buscar por ahí más amor. Y, en cuanto a ti, debo decirte que sólo te amas a ti mismo.
—Ten cuidado, hombrecillo, que te puedes convertir en la primera víctima de tu propio regalo.
—El elefante barrita cuando ve un ratón —replicó Paga.
El hacha era verdaderamente un arma curiosa, un arma que Hadon podría haber codiciado de no haber sido un hombre de espada. Su hoja era colosal, tan pesada que sólo un hombre verdaderamente fuerte podría utilizarla con eficacia. Estaba toscamente labrada a partir de un trozo de hierro y de algún otro metal desconocido, pero tenía un corte afilado. El mango, según Paga, había sido hecho con el hueso de la pata inferior de un cierto tipo de antílope[5] que sólo se podía encontrar en la parte norte de las tierras del otro lado del Mar Circundante. Este animal tenía el doble de tamaño que el antílope africano. Carecía de cuernos, pero tenía cierto tipo de protuberancias óseas en la cabeza que se repartían en muchas puntas. Paga lo había desenterrado de una marisma, donde había permanecido tanto tiempo que casi se había convertido en piedra. Lo había trabajado haciéndole una profunda ranura en un extremo para que en él encajara el cuello del hacha y lo había atado con tiras de la piel de una criatura algo parecida al antílope gigante, pero más pequeña[6]. Después de que el mango y el hacha hubieran quedado bien unidos, había anudado los extremos, echando después resina de ámbar caliente sobre las ligaduras. El mango de hueso también fue recubierto con tiras de cuero. En el otro extremo del hueso, que era tan duro como el marfil de elefante, había una prominencia, el cóndilo del animal. Paga lo había desgastado hasta conseguir una suave esferas.
—¿Has olvidado que estás herido? —preguntó Hadon a Kwasin.
Y Kwasin se miró sorprendido al costado y dijo:
—Debo cuidarme de esto —y corrió a ver qué podía hacer por él la mujer Klemqaba.
Permanecieron el resto del día bajo los rápidos, improvisando lanzas para aquellos que las habían perdido. Encontraron unas rocas parecidas al cuarzo, que Paga fue tallando, pues era el único que conocía este arte. Hadon le observaba con atención, puesto que algún día podía encontrarse de nuevo en una situación que requiriera hacer lascas con la piedra para convertirla en armas.
Finalmente decidió que mirar no era suficiente. Le pidió a Paga que le enseñara y, después de golpearse los dedos y sangrar, se las arregló para obtener una «madre», como la llamó Paga, de la que tendrían que salir las «hijas». Hadon estropeó la primera, pero a la segunda serie de intentos, obtuvo una punta de lanza que Paga consideró satisfactoria, aunque no precisamente digna de alabanza.
—Pero este conocimiento puede salvar tu vida algún día —le dijo Paga.
No durmió bien esa noche a causa de los dolores del costado donde se había golpeado contra las rocas en los rápidos y a causa de un pulgar hinchado como consecuencia de tallar la piedra. Cuando finalmente se durmió, soñó que Awineth venía hacia él, reprochándole primero su infidelidad y luego avisándole de un gran peligro. Despertó con todo el mundo dormido a su alrededor, a excepción de dos guardias que se encontraban bajo los árboles cercanos. Un búho fantasmal flotaba sobre ellos, haciendo que se preguntase si era un presagio enviado por Kho. ¿Pero de qué le servían los augurios si no sabía qué significaban?
Sin embargo, se mantuvo despierto el resto de la noche, pensando todo el tiempo que algo terrible había sucedido. En una ocasión vio a Lalila incorporada y mirándole. La luna brillaba y la mujer estaba lo bastante cerca para que Hadon pudiera ver aquella indescifrable expresión. Por un momento pensó decirle algo, pero ella se volvió a acostar y él volvió a dejarse llevar por la corriente de sus pensamientos.