CAPÍTULO 7

Capítulo 7

Las ceremonias fúnebres finales tuvieron lugar al día siguiente. Aunque a Hadon no le apetecía hacer sacrificios en honor de Hewako, tuvo que hacerlos. Eso era lo que se esperaba de él, pero —e incluso esto era aún más importante— si se olvidaba de derramar la sangre de un toro para que bebiera Hewako, el espíritu del muerto le perseguiría por siempre y la mala fortuna y una muerte prematura serían su sino. El propio dinero de Hadon era demasiado poco para comprar el magnífico ejemplar de toro que se necesitaba, pero al tratarse de alguien que está a punto de ser rey, no tuvo problemas a la hora de conseguir crédito.

De hecho, había muchos que estaban deseando darle el dinero, aunque era evidente que esperaban favores después de que hubiera ascendido al trono. Estaba empezando a sentirse asediado por gentes que querían favores, que clamaban por una justicia que él no estaba en condiciones de impartir o que sólo querían tocarle por la buena suerte que les podría dar o porque el contado podría curar sus enfermedades. Hadon se retiro a los barracones, aunque no pudo librarse del clamor.

Y llegaron los oficiales que debían prepararle para los días venideros. Le dijeron cómo debería ir al palacio al día siguiente, qué ropas debería llevar y qué palabras tradicionales debería pronunciar y qué gestos debería hacer.

Mokomgu, el chambelán de la reina, le informó también de las restricciones a las que se vería sometido durante los años venideros.

—Si me perdonas por hablarte así —comenzó Mokomgu—, te diré que tú eres un joven de diecinueve años y que no tienes experiencia en gobernar nada, y mucho menos el poderoso Imperio de Khokarsa. Por suerte, tu esposa ha sido adiestrada en los deberes de la gobernación desde que contaba cinco años y, por supuesto, ella lleva el control de todo en el gobierno, excepto los asuntos militares, navales y de ingeniería. ¿Pero qué sabes tú de los pormenores, de las interioridades, de las complejidades del Ejército, de la Marina y de la construcción de carreteras y fuertes y edificios gubernamentales y templos erigidos a Resu?

Hadon tuvo que confesar que no sabía nada de esos menesteres.

—Te llevará por lo menos diez años ponerte al tanto de todo lo necesario para hacer funcionar los asuntos eficazmente. Y luego aún queda, por supuesto, la política. Hay muchos grupos de poder dentro de la Corte, y debes entender lo que quieren y por qué lo quieren. Y debes tomar decisiones, decisiones sencillas basadas en razones complejas, y todo por el mayor bien del Imperio.

Hadon, paralizado por la responsabilidad y la conciencia de su ignorancia, se limitaba a afirmar con la cabezas.

—Minruth puede aconsejarte, pero no tiene ninguna obligación de hacerlo —dijo Mokomgu—. Sin embargo, él no es el tipo de hombre que se resigne a estar sin hacer nada, y sin duda alguna deseará concederte el beneficio de su sabiduría y experiencia. Pero tú, por otro lado, no tienes por qué aceptar su consejo.

Mokomgu hizo una pausa, sonrió y añadió:

—Tú ya tienes una ventaja de partida. Sabes leer y escribir tan bien como cualquier funcionario de la Administración. Lo cual es una auténtica bendición. Hemos tenido reyes que eran analfabetos cuando llegaron al trono y murieron sin haber alcanzado una mediana instrucción. Pero te hemos investigado y hemos averiguado que tú, aunque pobre y sin fondos para contratar a un maestro, aprendiste por tu cuenta el silabario y la aritmética. Esa es una señal de ambición y de inteligencia. Awineth se mostró encantada cuando se enteró de ello, y nosotros también. Hubo alguno que no estuvo tan encantado, ya que les gustaría estar pegados a un rey que no sepa leer informes y deba depender de los que saben.

—Hewako no sabía leer bien —comentó Hadon—. ¿Qué habría pasado si hubiera ganado?

—Awineth no tiene la obligación de aceptar al vencedor —respondió Mokomgu—. El hecho de que ella no anunciara su rechazo hacia ti tras la prueba final significa que te encuentra agradable. A ella le gustas y piensa que eres guapo y tienes las cualidades de un gran guerrero, sin mencionar las de marido.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Hadon.

—Nuestro servicio de información ha interrogado a toda mujer de la que se tenga noticia de que se ha acostado contigo —dijo Mokomgu—. Y todas informan que eres excepcionalmente viril. Eso no es necesario, por supuesto, pues la reina puede elegir amantes si lo desea. Pero ella te admira y se siente complacida de que seas de buen carácter.

«¿Qué puede significar débil de carácter?», pensó Hadon. Awineth estaba acostumbrada a hacer lo que quisiera. Su breve encuentro con ella así se lo había demostrado.

—¿Y qué más pudieron averiguar vuestros espías? —dijo Hadon—. Empezaba ya a sentir que se le iba subiendo la sangre a la cabeza, que se le subía del todo, en definitivas.

—Que eres un buen conversador, que bebes moderadamente, que eres maleable, trabajador, responsable, aunque todavía dado, a veces, a travesuras juveniles y capaz de recibir castigo si lo mereces. En definitiva, aunque sólo tienes diecinueve años, tienes las cualidades de un hombre magnífico. Y las de un rey magnífico. Eres un gran atleta, por supuesto, pero las cosas ya no son como lo eran en los viejos tiempos. Los músculos y una fuerte resistencia son cualidades que no tienen ninguna importancia para el trono.

Tras una pausa, continuó Mokomgu:

—Awineth se siente complacida de que seas un devoto adorador de Kho, lo contrario, añadiría yo, de su propio padre. Aunque, por supuesto, ella dudaba al principio de tu relación con Kwasin. Pero le aseguraron que no podías evitar ser primo carnal de ese violador de sacerdotisas y asesino de guardianes del templo. Además, nos aseguramos de que a ti no te gustaba Kwasin. ¿Y a quién le gusta?

—¿Hay algo que no sepáis ya de mí? —dijo Hadon.

—Muy poco —respondió Mokomgu.

«No te muestres tan engreído —pensó Hadon—. Lo que yo fui no augura lo que seré.»

Al día siguiente, tras un servicio religioso en el gran bosque de robles sagrado, arriba en la falda del Khowot, las sacerdotisas dieron a Hadon un baño ritual. Fue ungido con aceite balsámico de dulce olor y vestido con un gorro de plumas de águila pescadora, una falda de las mismas plumas y sandalias de cuero de la piel de un hipopótamo sagrado. Y puesto que Hadon era miembro del Tótem del Pueblo de la Hormiga, sobre el pecho se le pintó en rojo la cabeza estilizada de una hormiga. Inició su marcha, detrás de una silenciosa banda de músicos, hasta una tumba vacía en la Vía de Kho. Allí se le mostró su corona dorada, colocada en el fondo de la tumba. Tenía que saltar hasta ella, recogerla y luego volver a la superficie. Durante esta ceremonia, una sacerdotisa salmodiaba:

—¡Recuerda, aunque seas rey, que todos, reyes y esclavos, han de acabar aquí!

Luego, con la corona en una mano, caminó detrás de la banda, que tocaba con fuerza música marcial, mientras detrás de él venían sacerdotes y sacerdotisas, una guardia de soldados provistos de lanzas, el chambelán de la reina y su plana mayor y una verdadera multitud de curiosos.

Todos marchaban por la calle, cuyos lados se encontraban atestados de espectadores que le vitoreaban y le arrojaban pétalos de flores. Hadon sentía que su entumecimiento se iba deshaciendo con el calor del regocijo del triunfo. Ante las grandes puertas de la muralla de la Ciudad Interior, llamó con su corona, gritando que abrieran en nombre del ganador de los Juegos. Las puertas se abrieron de par en par y él las traspasó y pronto se encontró ascendiendo por los amplios y empinados escalones de la ciudadela. A su final, repitió la llamada y la demanda de entrada y las puertas de la ciudadela volvieron a abrírsele de par en par.

Poco después se encontraba en el salón del trono, la enorme habitación con el alto techo en forma de cúpula que ya conocía, y pronunciando las palabras rituales para que Minruth descendiera del trono y le permitiera sentarse al lado de la Suma Sacerdotisa y Reina de los Dos Mares. Sin embargo, no se esperaba en realidad que Minruth dejara, entonces, el trono. Su papel era reconocer el derecho de Hadon al trono. Hasta que no tuviera lugar la ceremonia del matrimonio tres días después, Hadon no sería aún oficialmente el rey.

Minruth, sonriendo como si en realidad estuviera encantado, contestó, y fue entonces cuando Hadon se dio cuenta de que los asuntos no llevaban un curso automático. Debería haberse sentido advertido por el aspecto furioso de Awineth y el porte y los pálidos rostros de los cortesanos.

—De buen grado, oh Hadon, descendería yo de un lugar que impone cargas tan pesadas y una gloria en la que hay más de plomo que de oro. Mi hija desea un hombre joven y apuesto, un joven vigoroso, que gobierne con ella y la complazca, como tantas veces me ha dicho.

En este instante dirigió una mirada venenosa a Awineth, que le miraba furiosas.

—Pero lo que yo, el rey, deseo, y lo que el gran Resu y Kho desean no es con frecuencia lo mismo. Y nosotros los mortales debemos inclinarnos ante las palabras de los dioses.

Y prosiguió:

—Pues bien. Como sin duda alguna habrás oído, Hadon, un hombre ha venido a nosotros recientemente desde las Tierras Vírgenes allende las montañas Saasares. Se trata de Hinokly, único superviviente de una expedición que yo envié hace algunos años para explorar las costas del gran mar del otro lado de las Tierras Vírgenes, en los confines del mundo. Mientras tú desplegabas tu heroico valor en los Juegos, él vino hasta nosotros, hasta mi hija y hasta mí. Y nos relató un viaje horripilante. Nos habló de hombres muertos por la enfermedad, por los leones, por la gran bestia del cuerno en la nariz, el bok’ul”ikadeth, por el gran qampo de colmillos grises, de muertos ahogados y, la mayoría de ellos, muertos por las flechas de las tribus salvajes. Por flechas que nuestros enemigos pueden usar pero que Kho ha prohibido que usemos nosotros, para desventaja grande de su pueblo.

—Cuidado, Padre —dijo Awineth—. Estás pisando un terreno peligroso.

—Yo sólo digo la verdad —contestó Minruth—. Sea como fuera, la expedición alcanzó el poderoso mar que circunda el mundo en el nortes.

Tras una breve pausa, añadió en voz muy alta:

—¡Y en sus orillas encontraron al gran dios Sahhindar en persona!

Hadon sintió que un temor reverencial ocupaba el lugar de su furia. Sahhindar, el Dios de los Ojos Grises, el Dios Arquero. Sahhindar, dios de las plantas, del bronce, del propio tiempo. Sahhindar, dios exiliado, hijo de Kho caído en desgracia. ¡Y los hombres lo habían visto!

—Y no sólo le vieron. ¡Hablaron con él! Cayeron de rodillas y le adoraron, pero él les ordenó que se levantaran y se tranquilizaran. Y sacó de los árboles cercanos a tres personas, mortales, que se habían escondido allí. La primera era una mujer alta, bella como nunca se podría soñar, con el cabello de oro y ojos como una diosa, unos ojos de color violeta. Al principio nuestros hombres creyeron que era la propia Lahla, la diosa de la luna, porque Lahla tiene el pelo dorado y los ojos de color violeta, si podemos creer a las sacerdotisas. ¿No es verdad, Hinokly, que ella se parecía a Lahla?

Hablaba a un hombrecillo delgado y de baja estatura que parecía tener unos treinta y cinco años de edad y que se encontraba junto a la multitud.

—¡Que la propia Kho me destruya y caiga al suelo si estoy mintiendo! —dijo Hinokly con voz agudas.

Los cortesanos que se hallaban cerca retrocedieron, pero Hinokly se mantuvo en calmas.

—¿Y no tenía ella un nombre que sonase muy parecido a Lahla? —preguntó Minruth.

—Ella hablaba una lengua muy extraña, oh Rey de Reyes —respondió Hinokly—. Los sonidos de su lengua son misteriosos. Pero para mis oídos su nombre era Lalila.

—Lalila —dijo Minruth—. Luna del cambio en nuestra lengua, aunque ella les dijo que en la suya significaba otra cosa. Y afirmaba que no era ninguna diosa. Pero ya se sabe que los dioses y las diosas mienten cuando descienden entre los mortales. De cualquier forma, diosa o mujer, ella reconoció que Sahhindar era su señor. ¿No es cierto, Hinokly?

—Es verdad, oh Rey de Reyes.

—Entonces no es una diosa, Padre —dijo Awineth—. Ninguna diosa inclinaría su cabeza ante un simple dios.

Minruth, con el rostro contorsionado, dijo:

—¡Las cosas cambian! Y yo encuentro significativo que esta mujer de divina belleza sea la luna del cambio. Quizás su nombre sea un presagio. De cualquier modo, esta mujer estaba acompañada de otros dos seres: una criatura, su hija, que tenía el mismo cabello dorado y los mismos ojos violeta que su madre, y un hombrecillo llamado Paga.

—Perdón, mi señor, es Pag —corrigió Hinokly.

—Eso es lo que he dicho, Paga —afirmó Minruth.

Hinokly se encogió de hombros. Y Hadon, que poseía fluidez en varias lenguas, entendió. La lengua khokarsana no tenía sílabas que terminasen en -g, y por eso el khokarsano corriente pronunciaría el nombre de acuerdo con las reglas de su lengua nativa. Tampoco había sílaba equivalente a pa, pues las sílabas que comenzaban por p se reducían a pe, pi, poe. Pero dicha sílaba era fácil de pronunciar para un khokarsano.

—Este Paga es un enano con un solo ojo, porque el otro se lo vació una roca lanzada por una mujer con un temperamento de perra —dijo Minruth, dirigiendo una mirada a su hija para captar su reacción. Awineth se limitó a arrugar la frentes.

»Lleva consigo una enorme hacha, modelada con una clase de hierro que es muchísimo más resistente que el que tenemos nosotros. Paga dice que es hierro procedente de una estrella fugaz y que la convirtió en hacha para un héroe llamado Wi. Este Wi está ya muerto, pero fue el verdadero padre de la niña, cuyo nombre suena como Abeth. Y antes de morir, entregó el hacha a Paga y le dijo que la guardara consigo hasta encontrar a un hombre que fuera lo suficientemente grandioso para recibirla como regalo. Pero el hacha es...

—Vamos al grano, padre —dijo Awineth con aspereza.

—No debemos disgustar a la Suma Sacerdotisa de Kho —dijo Minruth girando sus ojos en redondo—. Muy bien. El propio Sahhindar ordenó a mis hombres que se llevaran a Lalila, a la niña Abeth y a Paga y las trajeran a esta ciudad. Les ordenó, bajo pena de terribles castigos, que tuviesen buen cuidado de ellos y que hicieran todo lo posible para que fueran recibidos como huéspedes de honor. A él le era imposible venir con ellos, porque tenía otros asuntos entre manos, aunque no mencionó de qué tipo de asuntos se trataba. Pero prometió venir aquí algún día para asegurarse de que Lalila y los demás recibían los honores debidos. Cuándo, eso no lo dijo. Pero lo que los dioses prometen, lo cumplen.

—¿Y qué ocurre con la prohibición de Kho? —dijo Awineth con fuerte voz—. ¿Se va a atrever Sahhindar a volver a la tierra de la que su excelsa madre le expulsó?

—Sahhindar dijo que no tenía noticia de tal prohibición —dijo Minruth mostrando a las claras su contento—. Quizás las sacerdotisas no nos hayan dicho la verdad.

Awineth exclamó:

—¡Ten cuidado, Padre!

Y añadió Minruth:

—O, más probablemente, malinterpretaron los oráculos. O quizás Kho, al ser hembra, cambió de idea. Se ha ablandado y querrá ver a su hijo caminar de nuevo entre el pueblo al que concedió tan grandes dones en los días de nuestras antepasadas.

»Pero en su viaje de vuelta, el mal se cebó sobre el grupo. Fueron asaeteados con flechas por los salvajes, las flechas que Kho nos había prohibido utilizar, a nosotros, a su pueblo elegido. Nuestros hombres trataron de escapar en piraguas de troncos que habían encontrado, pero los salvajes mataron a muchos desde la orilla y luego persiguieron al resto con barcas. La embarcación que llevaba a Lalila, a la niña y al hombrecillo volcó y lo último que los hombres de la otra embarcación vieron de ellos fue que estaban luchando a brazo partido para sobrevivir en el agua. Y de los hombres que lograron escapar, sólo Hinokly sobrevivió para traernos las noticias. ¿No es verdad, Hinokly?

—Las Tierras Vírgenes son terribles, oh Rey —respondió Hinokly.

—Es horrible que tengas que viajar por ellas de nuevo —dijo Minruth—. Pero considérate afortunado, Hinokly. Deberías haber sido desollado vivo por abandonar a la gente cuya seguridad te fue confiada por Sahhindar. Sin embargo, yo soy un rey misericordioso y, tras haber consultado con mi hija, se decidió que deberías dirigir la expedición de rescate, puesto que sólo tú conoces dónde está Lalila. O estaba.

—Estoy agradecido al rey y a la reina por su misericordia —respondió Hinokly, aunque no parecía demasiado agradecido.

Aquel temor reverencial de Hadon estaba siendo sustituido por una ira creciente. No sabía con exactitud lo que el rey tenía en mente, pero pensó que, en términos generales, lo podía suponer. Lo que no acababa de entender era que Awineth parecía estar de acuerdo con su padres.

—¿Qué significa todo esto? —gritó—. ¿Por qué la antigua ceremonia ha sido interrumpida con este cuento, por muy maravilloso que sea?

Minruth rugió:

—¡Hasta que no te sientes en este trono, solamente hablarás cuando se te pida que lo hagas!

Awineth intervino entonces:

—En pocas palabras, esto significa que nuestro matrimonio se debe retrasar hasta después de que vuelvas de las Tierras Vírgenes con esa mujer y con el hacha. No es cosa mía, ni tampoco mi deseo. Hadon, yo te tendría en este trono y en mi lecho tan pronto como fuera posible. Pero incluso la Suma Sacerdotisa debe obedecer la voz de Kho.

Minruth sonrió y dijo:

—¡Sí, incluso la Suma Sacerdotisa! ¡Dejaríamos de observar una antigua costumbre si no escucháramos la voz de Kho!

—Si pudiera hablar... —dijo Hadon, mirando a Awineth.

—Puedes.

—¿Estoy en lo cierto al suponer que he sido elegido para dirigir esta expedición?

—Tu inteligencia es rápida, Hadon. Tienes razón.

—¿Y que no voy a ser tu marido hasta que haya regresado con esa mujer, el hacha y, supongo, la niña y el hombrecillo, puesto que Sahhindar ha ordenado que todos sean traídos sanos y salvos a Khokarsa?

—Debo decirte, con harta pena, que eso es verdad.

—¿Pero por qué he sido yo el elegido? Estoy seguro de que tú no...

—¡Yo no! Fue mi padre el que sugirió que había que hacerlo. ¡Y yo dije que no! Pero entonces afirmó que este no era un asunto de simples mortales, que las deidades estaban por medio. Y llegamos hasta las faldas del Khowot, al Templo de Kho y allí hablamos con la sacerdotisa-oráculo.

—¿Qué debemos hacer? —le preguntamos—. ¿Qué desea la propia Kho que se haga en este asunto, si verdaderamente quiere que se haga algo?

»Y de esa forma entramos en la cueva donde vela la sacerdotisa, donde surge el peligroso aliento de los fuegos subterráneos. Y la sacerdotisa se sentó en su escabel de tres patas y respiró los humos, mientras mi padre y yo, con los rostros tapados con las capas, nos sentábamos en un rincón sobre la dura y fría piedra. Y poco después, la pitonisa habló con una voz extraña, mientras parecía que la cueva se llenaba de luz. Mi padre y yo nos tapamos los ojos con las manos, puesto que quienquiera que vea a Kho y su gloria quedará cegado para siempre, y escuchamos trémulos Su voz. Y Ella dijo que el más grande héroe de la tierra debería salir inmediatamente a buscar a la hechicera del mar y a la hija de la hechicera y al pequeño hombrecito tuerto y al hacha. Y el héroe no debería demorarse buscando desahogo con ninguna mujer, ni casarse, ni llevar a cabo ningún negocio. Y la voz dijo que la mujer y el hacha podían traer el bien o el mal, o ambos, a estas tierras, pero que había que buscarlas, a ella y al hacha. No dijo nada de tu regreso, sólo que el héroe debía emprender inmediatamente la búsqueda. Ni tampoco dijo nada de Sahhindar.

Hadon, lleno de respetuoso temor, de momento no dijo nada, pero luego habló:

—¿Y cuándo sucedió esto, oh Reina?

—Anoche, Hadon. Mientras tú dormías con la corona de oro del vencedor en tu cama y sin duda soñabas conmigo, mi padre y yo corríamos por la ladera arriba del formidable Khowot.

—¿Pero por qué soy yo el héroe más grande de todo el país? —preguntó.

—Eso no necesita respuesta —refunfuñó Minruth.

—Pero tú, oh Rey, eres el vencedor de los anteriores Juegos y te sientas en el trono y dirigiste a tus soldados en la toma de la ciudad rebelde de Sakawuru y derrotaste a los Klemqaba con tanta severidad que ahora ya pagan tributo, al menos en la costa, y fuiste tú el que mató al destructor leopardo negro con sólo tus manos desnudas. Seguro que tú eres el héroe de quien hablaba la sibilas.

Minruth se le quedó mirando unos instantes y luego soltó una gran carcajadas.

—Eres sagaz, Hadon, y seguramente algún día serás un buen rey. Es decir, si atraviesas las Tierras Vírgenes sin sufrir daño alguno y cumples el encargo de Sahhindar. No, Hadon. Yo me estoy haciendo viejo y mis hazañas fueron realizadas hace mucho tiempo. Son necesarias nuevas hazañas para que figuren en la mente de las gentes y de las deidades, y no viejas y rancias hazañas. Algún día te darás cuenta, Hadon. Quizás. Pero no intentes librarte de esto con palabras, como dice la fábula que la zorra hizo con la trampa. Las noticias de este acontecimiento están siendo publicadas ahora y se van a enviar a todas las ciudades del Imperio. Y en este mismo momento, los pregoneros están informando al pueblo de Khokarsas.

—¿Entonces, cuándo parto? —preguntó Hadon.

Awineth, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, se levantó y dijo:

—En este mismo momento, Hadon.

La reina descendió del trono y le tendió la mano.

—Bésala, Hadon, y recuerda que seré toda tuya cuando regreses. Me afligiré por ti, pero debo obedecer la voz de Kho, al igual que los demás mortales deben obedecerla, incluso las reinas.

Hadon puso una rodilla en tierra y le besó el dorso de la mano. Después se levantó y la cogió por sus suaves y blancos hombros, atrajo hacia sí sus cálidos pechos y la besó en los labios. Hubo un momento en que todo el mundo se quedó boquiabierto, momento al que siguió el murmullo de la gente y un bramido sofocado de Minruth. Pero ella respondió afectuosamente y luego se retiró, sonriente, aunque las lágrimas aún permanecían en sus ojos.

—Cualquier otro hombre habría muerto al instante si antes no le hubiera pedido que me tomara en sus brazos —dijo—. Pero sé que tú eres el hombre al que amo y que eres digno de mí. Así que apresúrate en partir y en volver, Hadon. Te estaré esperando.

—¡La voz no dijo nada de su regreso! —gritó Minruth. Pero Hadon dio media vuelta y salió. En ese momento se sentía feliz.