Capítulo 6
Para el combate final se había levantado una plataforma junto al muro cercano donde se sentaban la reina y su padre. Tenía quince pies de altura, sólo cinco por debajo del borde del muro que cercaba el campo, y se hallaba situado a cinco pies más abajo y a diez pies de distancia del palco real. Su superficie era un cuadrado de tablas de caoba perfectamente ensambladas de treinta por treinta pies. En él estaba pintado un círculo blanco de veinticuatro pies de diámetro. Una línea blanca cortaba el círculo en dos. El área exterior del círculo era para el árbitro. Su única misión era dar comienzo al combate y, más tarde, cortar la cabeza de cualquier competidor si se salía del círculo durante la pelea. También estaba allí para asegurarse de que sólo un vencedor abandonaba vivo el círculo.
Cuando el Dios Flamígero alcanzaba su cénit, sonaron doce trompetas. Awineth y Minruth se sentaron en su palco sobre mullidos cojines y bajo la sombra de un dosel. Las trompetas sonaron de nuevo y la multitud se sentó en la dura piedra y bajo un sol de justicia. Al tercer toque de trompeta, Hewako y Hadon aparecieron por puertas situadas en los extremos opuestos del campo. Ambos estaban desnudos y llevaban las espadas enhiestas. Detrás de cada uno caminaba una sacerdotisa desnuda que iba tocando lentamente un gran tambor mientras los jóvenes se dirigían hacia la plataforma. Ambos se encontraron a los pies de la amplia escalinata de caoba que ascendía hasta la plataforma, se inclinaron ante el juez, repitieron la reverencia el uno al otro y luego siguieron al juez que iniciaba ya el ascenso por los escalones. Las sacerdotisas permanecieron abajo, tocando lentamente los tambores.
Dentro ya del círculo, los dos jóvenes se situaron frente a sus gobernantes. Hewako a la izquierda de la línea bisectriz, Hadon a la derecha. Las trompetas sonaron de nuevo, los tambores de las sacerdotisas enmudecieron, los dos oponentes elevaron las espadas con una sola mano por encima de sus cabezas y gritaron:
—¡Que Kho decida!
—¡Y Resu! —bramó Minruth.
Los que se encontraban en las cercanías del rey dieron un respingo. Awineth se incorporó rígida de su posición reclinada y dijo algo a Minruth. Este se rió e hizo una señal al juez para continuar.
El juez se había sobresaltado por la irregular intervención de Minruth, pero se recuperó rápidamente. Se situó en el borde exterior del círculo al final de la línea bisectriz, puso en alto su espada y gritó:
—¡A vuestros puestos!
Los dos giraron el rostro hacia el oponente, cada uno a un lado de la líneas.
—¡Cruzad las puntas!
Las dos espadas se elevaron hasta situarse a cuarenta y cinco grados con respecto a sus dueños y se tocaron por sus puntas cuadradas. Hadon se mantenía erguido, con sus ojos verdes fijos sobre los ojos marrones de Hewako. Su mano izquierda sujetaba el pomo de la empuñadura que medía un pie de largo, y la derecha agarraba la empuñadura por detrás de la guarda circular.
La empuñadura de hierro estaba recubierta de apretada piel de serpiente pitón. La hoja de hierro al carbono tenía una longitud de cinco pies y dos pulgadas, dos filos, estaba ligeramente curvada en el extremo inferior y terminaba en cuadrado. Su nombre era Karken, o Árbol de la Muerte, y había sido hecha, a alto costo, por el legendario herrero Dytabes de Miklemres para el padre de Hadon. Con ella, Kumin había matado a cincuenta y siete guerreros —diez numatenu, siete mujeres-guerreras del Mikawuru y cuarenta Klemqabas— y un león.
—Aquel mago prodigioso, que sólo tenía una pierna, me dijo que había soñado con Karken la noche antes de terminar su trabajo, antes de enfriar su hoja caliente en sangre de serpiente —había dicho Kumin a su hijo—. Dytabes dijo que había tenido una visión en la que el poseedor de Karken estaba sentado en un trono de marfil. Y a su lado se encontraba la mujer más bella que jamás había visto en su vida, una auténtica diosa. Y alrededor de él había una verdadera multitud alabándole como el mejor espada del mundo y como el salvador de su pueblo.
»Pero Dytabes no pudo ver con claridad el rostro del hombre que tenía a Karken en sus manos. Evidentemente no era yo. Espero que fueras tú. De cualquier manera, toma esta espada, Hadon, y no hagas nada que la deshonre. Y por lo que respecta a aquel sueño, no pienses demasiado en él. Los herreros son borrachos reconocidos. Dytabes, aunque era el más grande de los herreros, también era el más tenaz de los bebedores.
Hadon pensaba en las palabras de su padre cuando oyó al árbitro gritar:
—¡Comenzad y terminad!
El hierro comenzó a sonar. Hewako había sobrepasado la línea, adelantando primero el pie derecho, y lanzado un rápido golpe contra el hombro izquierdo de Hadon. Este se había adelantado también, aunque sólo medio paso, y acertó a parar el golpes.
—Mira a los ojos —su padre le había dicho muchas veces—. Con frecuencia te dicen lo que va a venir después. El movimiento de los pies es secundario en cuanto a importancia, pero a menos que sepas lo que el hombre va a hacer, o lo que él piensa que va a hacer, el juego de piernas no significa nada. El valor y la fuerza son importantes también, pero la vista y el movimiento de pies están primero.
Y Kumin también decía, una y otra vez:
—Inmediatamente después de la defensa, la contraofensivas.
También había dicho:
—Haz lo inesperado, pero que no sea sólo como novedad. Lo inesperado debe tener un punto, una meta en mente que lo convencional, lo esperado, no pueda alcanzar .
Hewako se echó atrás y levantó la espada por encima de la cabeza. Tuvo que retroceder al hacer esto, porque Hadon, rápido como era, habría dirigido su espada hacia un costado y le habría producido un profundo corte en las costillas. Pero al dar un paso atrás, Hewako evitó que Hadon actuara según lo previsto. Entonces Hewako planeó lanzarse hacia adelante y bajar la espada por delante de él, derecha hacia la coronilla de Hadon. Hadon tendría que parar el golpe para evitar que su cráneo acabara partido en dos. No se atrevería a alcanzar a Hewako a pesar de que estaría totalmente abierto. Si hería a Hewako, Hadon aún recibiría de lleno el golpe en la cabeza. Y estaría muerto.
Al menos eso pensaba Hewako. Pero al retroceder Hewako, Hadon se echó hacia adelante. En lugar de meter la espada con un movimiento de corte, la utilizó como estoque. Y Hewako, que podía haber parado un tajo, fue cogido totalmente desprevenido.
La estocada no fue mortal, ni siquiera para herirle gravemente. La punta roma de Karken, aunque había sido impelida con fuerza, no pudo hacer otra cosa que romper la piel. Pero se encajó en la garganta de Hewako, en la base, justo encima del esternón. La boca de Hewako se abrió aún más, los ojos se le salían de las órbitas y un ronco y doloroso sonido salió de su garganta herida. Y la sorpresa y la angustia le impidieron hacer descender la hoja de su espada.
Hadon había retrocedido inmediatamente después del golpe en previsión de que Hewako pudiera completar su mandoble. Ahora Hewako, sangrando por la brecha abierta encima del esternón, la cara roja de ira, cargó, haciendo descender el filo furiosamente. Hadon se adelantó un paso y puso su espada en alto para que Hewako golpeara allí oblicuamente y se hizo a un lado. Y nada más oír el ruido del golpe, Hadon supo inmediatamente que Hewako estaba condenado a morir. Algo había pasado de la espada a su brazo y había corrido hasta su pecho. Algo le dijo que no podía perder esta pelea, que a Hewako le quedaban sólo unos pocos minutos de vidas.
Pero no era él el único que lo sabía. Hewako había palidecido y el sudor que brillaba en su piel, el sudor que poco antes parecía tan caliente, ahora tenía un aspecto frío. De hecho, todo su cuerpo se le había puesto de carne de gallina. Y sus ojos se habían apagado.
Sin embargo, luchó valerosamente, y nadie de entre el público pudo tener motivos para saber lo que había sucedido entre él y Hadon. Habrían notado sólo que Hadon tomaba la ofensiva, que paraba cada golpe que le dirigía Hewako, que trapasó tres veces la guardia de Hewako y le había infligido profundos cortes, uno en el costado derecho, otro en el costado izquierdo y otro en el hombro derecho.
De repente, Hewako retrocedió tres pasos, levantó la espada por encima de su cabeza y, gritando, corrió hacia Hadon. Hadon se adelantó, levantó su hoja y cazó el potente golpe de Hewako contra él, le apartó la espada a un lado y una vez más atacó la base de la garganta de Hewako. Aquella mole cuadrada retrocedió tambaleándose, dejó caer la espada al suelo y se llevó las manos a la garganta. Hadon adelantó un pie y lo puso sobre la espada de Hewako. La multitud rugía, aunque había abundantes abucheos y silbidos entre los aplausos. Evidentemente muchos pensaban que, de alguna forma, había algo antideportivo en el uso del golpe de estoque por parte de Hadon. Aquello no se había visto con frecuencia. Los profesionales, sin embargo, miraban a Hadon con aprobación y hablaban discretamente de su técnica tan poco ortodoxa. Ninguno admitía que a ellos también les habría sorprendido con la guardia descubierta, pero que no había duda de que la técnica había sido utilizada de manera apropiada en ese torneo. Después de todo, Hewako era un aficionado.
Y pronto sería también un aficionado muerto. Se sostuvo en pie junto al borde del círculo, respirando con dificultad, sudando de tal forma que el agua formaba un charco a sus pies, con una mano apretada en su sangrante garganta y los ojos mareados.
Finalmente, dijo con voz ronca:
—¿Así que has ganado, Hadon?
—Sí —dijo Hadon —. Y ahora debo matarte, tal como mandan las reglas. ¿Tengo tu perdón, Hewako?
Hewako dijo débilmente:
—Te veo, Hadon.
Hadon dijo:
—¿Qué? ¿Que me ves?
—Sí —dijo Hewako—. Te veo a ti y veo tu futuro. Sisisken ha abierto mis ojos, Hadon. Te veo en un tiempo lejano, aunque no tan lejano para que seas un anciano. Porque tú vivirás hasta pasar tu juventud, Hadon, pero nunca llegarás a viejo. Y tu vida se verá turbada. Y habrá muchas veces en que me envidiarás, Hadon. Y veo... yo veo...
Hadon sintió un frío extraño, como si el espíritu de Hewako hubiera abandonado su cuerpo y hubiese pasado junto a él. Pero Hewako todavía seguía vivo, aunque la multitud gritaba a Hadon que lo matase y el árbitro gesticulaba para que terminase con el asunto.
—¿Qué es lo que ves? —dijo Hadon.
—Sólo sombras —respondió Hewako—. Sombras que tú verás bastante pronto. Pero escucha, Hadon. Veo que jamás serás el Rey de Reyes. Aunque hoy seas el vencedor, nunca te sentarás en el trono del soberano de Khokarsa. Y te veo en lejanas tierras, Hadon, y una mujer de dorado cabello y los ojos violeta más extraños y...
—¡Ataca, Hadon! —gritaba el árbitro—. El rey y la reina están impacientes. ¡Ya han señalado dos veces que debes atacar!
—¿Me perdonas, Hewako? —dijo Hadon.
—Nunca —contestó Hewako—. Que mi sangre caiga sobre tu cabeza, Hadon. Que mi espíritu te traiga la mala suerte y un final horrible, Hadon.
Hadon se sentía horrorizado, y el árbitro gritaba:
—¡Esas no son las palabras de un guerrero, de un héroe!
Hewako sonrió débilmente y dijo:
—¿Y qué me puede importar a mí?
Hadon se adelantó un paso, blandió la espada lateralmente y la cabeza de Hewako cayó rodando por el suelo, seccionada por Karken, hasta casi salirse del borde de la plataforma. Pero fue cogida al aire en el último momento por el árbitro. El cuerpo de Hewako se vino abajo mientras del cuello salía la sangre a borbotones y bañaba a Hadon de pies a cabeza. Hadon cerró los ojos y aguantó, y cuando los abrió de nuevo pensó que había visto como un destello de algo pequeño y borroso que saltaba del cadáver y desaparecía tras el borde de la plataforma. Pero seguramente era una jugarreta de su imaginación. Al menos, eso esperaba que fuera.
Y luego la sacerdotisa subió a la plataforma con cubos de agua para lavar el estrado y lavarle a él y pronunciar las palabras purificadoras.