CAPÍTULO 5

Capítulo 5

El penúltimo de los Juegos duró dos días. Durante el primero, quince participantes elegidos por sorteo fueron iniciando su turno para enfrentarse a un toro al que se le habían aplicado unas agujas de bronce en las puntas de los cuernos. A cada participante se le daba una vara de tres pies de largo en cuyo extremo había pintura ocre fresca. El joven se situaba en el centro de la plaza y esperaba hasta que se soltaba al toro. Desde ese momento, su cometido consistía en marcar con ocre el centro exacto de la frente del toro. Y debía hacerlo cuando el toro estuviera frente a él.

Una vez realizado esto a satisfacción de los tres jueces, que se hallaban sentados en un palco a distancia segura del toro, el participante era libre de irse. Todo lo que tenía que hacer era correr hasta un pequeño burladero y desaparecer tras él de un salto, antes de que el toro lograra alcanzarles.

—Velocidad y agilidad —Hadon recomendó a Taro—. Eso es lo que esto requiere. Y valor. Hewako tiene valor, se lo concedo a ese cerdo mal educado. Pero es pesado y lento. Más rápido de lo que parece, pero lento aun.

Pero Hewako pasó la prueba, aunque no sin antes recibir un ligero corte en un brazo. Y en la corta carrera hasta el burladero, parecía casi un borrón, de rápido que corrió.

Taro dijo riéndose:

—Si ese toro hubiera estado detrás de él durante las carreras, Hewako las habría ganado todas.

Ese día, Taro era el último de los quince. Antes de hacer su entrada por la verja, se volvió hacia Hadon y le puso la mano en el hombro. Estaba muy pálido.

—Tuve un sueño anoche —dijo—. Bebía sangre de un cuenco que tú habías llenado.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Hadon.

—Todos los sueños nos los envían las deidades —dijo—. Pero un sueño no siempre significa lo que parece decir.

—Quizás no —dijo Taro—. De cualquier forma, los dos nos habríamos enfrentado el uno al otro con la espada. Uno de nosotros habría vertido sangre por el espíritu del otro. ¿Por qué no nos lo jugamos a los dados, ya allá en Opar, para decidir quién iba a los Juegos? Uno de nosotros habría perdido la oportunidad de ser el rey, pero no se le obligaría nunca a derramar la sangre de su querido amigo. Nos hemos querido demasiado, incluso para pensar en eso. Y a pesar de todo, la codicia nos hizo olvidarnos de ello, la codicia y la ambición. ¿Por qué lo hicimos, Hadon? ¿Por qué no dejamos que lo decidieran los dados? Quienquiera que ganase podría haberse traído a su amigo a palacio y compartir con él su buena fortunas.

Hadon se quedó sin poder hablar, pero hizo un esfuerzo y al fin consiguió decir:

—Kho debe habernos cegado. Pero sin duda alguna, por una buena intención.

Sonó la trompeta y Taro dijo:

—¿Por qué echar la culpa a los dioses y diosas? Piensa a menudo en mí, Hadon, y no te olvides de ofrecer sacrificios de vez en cuando por mi espíritu.

—¡Has debido de interpretar mal el sueño! —le gritó Hadon desesperadamente, pero las puertas ya se habían cerrado. Taro caminó rígido hasta el centro del campo, y cuando el toro, negro, resoplando furia, salió corriendo de su cubil, Taro no se movió. El toro removía la tierra con las pezuñas y luego comenzó a galopar, dando vueltas al recinto durante un rato. Por fin, de cara al viento frente a Taro, comenzó a correr hacia él bramando y le embistió. Taro extendió el palo hacia él y le marcó la frente. Pero lo hizo con lentitud extrema, tan lentamente... de una forma muchísimo más lenta que lo que el ágil Taro solía hacer siempre cuando un peligro le había amenazado alguna vez.

Más tarde, Hadon se preguntaba si no habría sido el propio sueño el que había hecho que Taro se comportara de forma tan tarda. ¿Le habría enviado la terrible Sisisken aquella visión porque le había señalado ya para la muerte, sabiendo que el sueño en sí aseguraría su final? ¿Y para qué le quería Sisisken? ¿Por qué le había permitido sobrevivir a los Juegos hasta ese preciso momento y ya no más a partir de entonces?

¿Era porque su hermana Kho deseaba ahorrar a Hadon la agonía de tener que matarle?

No lo sabía, pero esa noche lloró en el barracón. Sin embargo, cuando cayó dormido, sintió una diminuta chispa de contento que surgía de su terrible dolor. Por mucho que le acongojara la muerte de Taro, nunca sería responsable de haber matado a su mejor amigo. Kho le había ahorrado ese trance.

Al día siguiente, Hadon protagonizó una hazaña que puso en pie a una multitud casi sin aliento y totalmente enfervorizada. Cuando el toro inició su embestida, Hadon corrió hacia él. Un instante antes de que los amenazadores cuernos se encontraran con su cuerpo, dio un gran salto hacia arriba y hacia adelante, encogió los pies, golpeó ligeramente la frente negra y peluda del animal con la punta del palo y aterrizó sobre el lomo de la bestia. Su inercia, más la del toro, le hicieron salir despedido hacia adelante, y cayó cuan largo era sobre la arena. Pero un instante después ya estaba en pie, aunque ligeramente aturdido, y corriendo. Por detrás oía los bufidos y luego el ruido sordo de las pezuñas del toro. Y saltó sobre el burladero, que se sacudió mientras el animal topaba contra él.

Se puso en pie y miró al palco de los jueces. Estaban de pie, con las dos manos levantadas y los dedos extendidos. Había marcado a la bestia perfectamente.

Las ovaciones continuaron durante un buen rato y, momentos después, Hadon entendió por fin lo que la multitud demandaba. Pedían a la reina que le dedicase la prueba y, por tanto, que en los futuros Juegos se llamase el Día de Hadon.

Hadon sintió una sensación de felicidad exultante, atemperada por la tristeza de que Taro no estuviera allí para verle. Quizás su espíritu sí estaba, y Hadon iba a procurar que esa noche se sacrificara un toro en honor de Taro —aunque aquello le supusiera un gran quebranto económico— y le contaría todo a Taro mientras bebía la sangre que le daría fuerzas.

Y de esa forma, un día después, la prueba final comenzó. Sólo quedaban ya once de los noventa que habían comenzado. Los toros se habían cobrado un tributo que sobrepasaba con creces al de los gorilas, las hienas y los leopardos juntos. A la hora novena, sonaron las trompetas, y los veinte, vestidos solamente con taparrabos escarlata y llevando el ancho y largo tenu en una mano, comenzaron a desfilar. Se detuvieron ante el palco de Awineth y Minruth y saludaron. Awineth se levantó y lanzó al aire, por encima de las cabezas de la multitud que se encontraba debajo, una fina corona de oro. Voló hasta la arena, rodó y se detuvo junto al borde de la pista. Hadon notó que el impacto había abollado el maleable metal. Pero el vencedor podría fácilmente volverla a su ser cuando se la colocara sobre la cabezas.

Awineth estaba preciosa. Llevaba una larga falda escarlata, un collar de esmeraldas rojas y una flor escarlata en su cabello negro. ¿Y su sonrisa era para él? ¿O era para uno de los otros, por ejemplo, el alto y apuesto Wiqa?

Si fuera esto último, estaba condenada al sufrimiento, porque Hadon le cortó de un tajo el brazo izquierdo a Wiqa tras diez minutos de furiosa lucha. Wiqa era muy diestro con la espada y, si no hubiera perdido sangre dos días antes cuando un cuerno le rajó el muslo, podía haber sido más rápido ahora. Pero Wiqa fue sacado de allí, gris, moribundo, arrojando sangre a borbotones por el muñón.

Hadon se quedó mirándole y no sintió ningún alborozo por la victoria. Había matado a su primer hombre y era un buen hombre al que había matado. Que Wiqa hubiera estado tratando de matarle a él no cambiaba las cosas en lo referente a sus sentimientos.

Los torneos se llevaban a cabo de uno en uno. Al final del día, los veinte que habían empezado habían quedado reducidos a ocho. De los derrotados, ocho habían muerto y cuatro habían recibido heridas tan serias que ya no eran capaces de sujetar la empuñadura de la espada con las dos manos.

Los funerales ocuparon la actividad del día siguiente y a ese día siguió otro de descanso para los supervivientes. Hadon se entrenó suavemente y reflexionó sobre los puntos débiles y los fuertes que había venido observando en los demás. Hewako y Damoken, un muchacho alto y esbelto de Minanlu, eran los dos peligros más serios. Los dos habían acumulado justo los puntos suficientes en las diferentes pruebas para seguir en los Juegos. Pero eran soberbios espadachines, y eso era lo que contaba ahora.

Cuando llegó el segundo día del torneo con espada, a Hadon le correspondió luchar, por sorteo, con Damoken. La batalla fue larga. Ambos sentían que la fuerza se les iba escapando de sus brazos y piernas mientras, como en una especie de baile, paraban los golpes y lanzaban estocadas. Al final, un rápido golpe de Hadon, aunque bloqueado parcialmente, seccionó la oreja de Damoken y le hirió en el hombro. Damoken retrocedió tambaleándose y se le cayó la espada de las manos. Hadon dio un paso hacia adelante y puso su pie sobre la hoja de la espada y los jueces dieron órdenes de que sacaran a Damoken del campo con toda celeridad.

—No llores —le dijo Hadon—. Es mejor estar desorejado que arrastrarte por ahí, pálido y esperando libaciones de sangre. Te deseo una vida larga y feliz.

Damoken, llevándose una mano a su cabeza ensangrentada, replicó:

—Cuando seas rey, Hadon, acuérdate de mí y haz un sitio en tu servicio para uno que, en circunstancias diferentes, podía haber sido tu rey.

Hadon se inclinó y recogió la espada y se la entregó a uno de los jueces.

Los siguientes contendientes ocuparon sus lugares y Hadon se retiró a la línea lateral. Estuvo observando cuidadosamente mientras los demás luchaban, tomando especial nota del estilo de Hewako.

Cuando el sol había ya recorrido más de las tres cuartas partes de su camino en el cielo, Hadon de Opar y Khosin de Towina luchaban, los dos por segunda vez en aquel día. Cinco minutos depués de comenzar, Hadon, aunque sangraba de un corte en el brazo izquierdo, estaba en pie y Khosin yacía muerto.

Hewako de Opar y Hadar de Qethruth se enzarzaron en la batalla final del día. Al cabo de dos minutos, Hewako dio a la espada de su oponente un golpe tal que se deprendió de sus enervadas manos. Hadar se tiró hacia ella y el filo de la espada de Hewako le seccionó el cuello.

En el tumulto que, como en una cascada, surgió entre la multitud, Hadon y Hewako permanecieron en silencio, observándose el uno al otro. Cuando transcurrieran dos días, uno de los dos estaría muerto con toda seguridad y el otro se habría convertido en el Rey de Reyes de Khokarsa. ¿Cuál sería la suerte de Hewako y cuál la de Hadon? ¿Los brazos de la terrible Sisisken o los de la apasionada y espléndida Awineth?