Sí, está a mi lado, aquí, dormido, este blanco pulmón que permanece ajeno a mi vigilia, separado de mí por los negros fosos del sueño, retenido al otro lado, secuestrado por Morfeo que quiere devorarle, tan grande es su hermosura y tan tentadora su inocencia. Duerme y no sabe que me ignora, pues al menos su desdén podría proporcionarme alguna dicha, como el áspid invadió las venas de Cleopatra de oscura felicidad, como la cicuta vertió el reconcentrado gozo de la muerte en el corazón de Sócrates. Hace frío y el silencio se inflama como un músculo enfermo y nadie me consuela. Duerme como un ángel después de la batalla, tras haber arrojado a un ejército de demonios a los infiernos, y respira con sosiego, acaso con cautela, como si estuviera vadeando un río, desnudo, hundido en las aguas tenebrosas hasta la cintura.

Su cuerpo arde. Ayer me dijo no sabes cómo me recuerdas a mi primera novia, a la primera chica a la que amó, todavía lleva su foto en la cartera y al mirarla se le llenan los ojos de melancolía, no sabes qué rajita tan rica tenía entre las piernas, con su lenguaje obrero y juvenil me dice eso es, la rajita, lo que más echaba de menos. Pobre muchachito de belleza indecisa, a veces tan delicada y brumosa como la del David de Donatello, a veces tan arisca y cortante como la de un extra jovenzuelo en Mamma Roma, pobre y dulce cachorro a la intemperie, a merced de los depredadores de la ciudad, expulsado por el propio brío de su juventud de la inguinal y tierna hendidura de su primera amada. Su cuerpo arde pero nunca podré quemarme en ese fuego, ahora que él piensa que mi dicha es la dicha de las mujeres y yo tengo que dejar que lo crea, desdichada de mí, para que no me abandone, tengo que fingir bajo su cuerpo el sagrado estremecimiento del placer, tengo que convencerle de que me ha descubierto el paraíso, después de tantos años de buscar el éxtasis por el lugar nefando, después de haberme extasiado tanto, ciertamente, por esa oquedad que tanta carne en son de guerra ha recibido, tanta carne en sazón, tanta fiereza desplegada. El duerme y yo no me atrevo a levantarme, oh sombras complacientes, para enjugar con algodones, del engañoso frunce de mi más íntima falacia, el espeso diluvio de su semen, tan aromático, la lava feliz y genital que hace apenas una hora, tal vez un siglo, depositó en mí, entre gemidos y palabras roncas de amor, entre promesas de eterna fidelidad, porque ya eres mujer desde las uñas hasta el tuétano de los huesos, me dice, ya eres la hembra que querías, la que él, pobre y adorado iluso, necesitaba.

No pudo Shakespeare imaginar mi desventura, pues de lo contrario la celebridad dubitativa de Hamlet habría empalidecido y ocupado posiciones de relleno en el repertorio de las compañías más prestigiosas del mundo frente al soliloquio que el genio de Stradford habría fraguado con mis lamentos. Tampoco Otelo habría desbocado sus celos ante un auditorio tan reverente en tantas ocasiones en los escenarios de Albión ni Segismundo atormentaría a las primeras de cambio, desde el corral de Almagro, la placidez manchega. Tarde nací y tarde fui al encuentro de las musas. Qué mal llegó la fortuna a mis entrañas, por los negros corredores que asoman a poniente, y qué tapia infranqueable puso la veleidosa naturaleza en el lugar reservado a la puerta principal. De qué poco ha servido acudir al ingenio y la sagacidad de los expertos, a la habilidad de los cirujanos, a la voracidad de los intermediarios, al consejo de los urólogos, a la dudosa pero acogedora solvencia de una clínica en Casablanca donde he permanecido cuatro meses, donde estuve ocho horas en la mesa de operaciones, renegando con pasión de mis atributos equivocados, acariciando con los dedos del deseo y de la memoria el sueño de una feminidad sin cortapisas.

Pude viajar a Casablanca, y pagarme los cuantiosos gastos de la operación, gracias al importe del premio de teatro Calderón de la Barca, misteriosamente concedido por un jurado, quizás ebrio, a mi vieja tragedia dedicada a Hécate, una de las brujas de Macbeth. Cierto que cuando gané el premio yo estaba empeñado hasta las cejas, pero no hay mayor deudor que la escurridiza felicidad y que el huidizo privilegio de estar a gusto con uno mismo, aparte de la tristeza de este arcángel que ahora duerme junto a mí, desesperado por su impotencia a la hora de enfrentarse, hambriento, a mis alacenas traseras, un síndrome misterioso que mi joven y bello amigo ha desarrollado después de las experiencias, tan terribles, que ha tenido con otros hacedores de cultura, si cultura se puede llamar al comistrajo decadente y plagiario que ellos se guisan y ellos se comen.

Ha sido una travesía larga y peligrosa, pero todo lo di por bien sufrido al ver el esplendor de la mirada de mi muchacho, su gozosa incredulidad, su impaciencia por probarlo cuanto antes, cuando yo le descubrí por fin mi nueva maravilla, la reluciente acequia que un certero bisturí abriera entre mis muslos, semanas atrás, en un país distante, entre miradas acosadoras y palabras enigmáticas, entre los vaivenes de la anestesia, en las caprichosas manos del destino. Gracias al cielo todo salió bien, y aquel surco que yo imaginaba hipersensible, delicado y feraz, como una orquídea rara al amoroso cuidado de una gheisa, tenía al menos un aspecto tentador, apetitoso, afortunado. Breve sería mi alegría, oh sombras que protegéis los hervores de mi pensamiento, y dura como el pedernal la verdad que me esperaba.

Yo le pedí a quien ahora duerme desconocedor de mi congoja que no fuera violento ni lo quisiera todo de un solo bocado, que la fruta estaba todavía muy tierna y que la ansiedad de su boca y la recobrada impaciencia de su ardiente cuchillo, enhiesto como el asta del unicornio, podían desbaratarla. Inútil precaución, oh tinieblas que habéis inundado mi alma, dada la aspereza y la aridez de mi falso prodigio, fabricado, pienso yo, con material de deshecho, creado por lo visto con un género tan grosero y tan barato como el sintasol, pues de lo contrario sería imposible tanta sequedad, tanta dureza, tan nulo agradecimiento. Mi muchacho se lanzó a él como un náufrago a la balsa que aparece como por ensalmo en medio del temporal y parecía que quisiera devorarlo, parecía dispuesto a dejarse la lengua hecha pedazos en aquel pliegue que diríase de aluminio o de uralita aunque a él, con la ofuscación, se le antoja esponjoso y dorado como un bizcocho. Durante los primeros segundos, yo estuve gritando de placer y mis gritos eran ciertos, porque dentro de mí el ansia de felicidad había madurado como una granada que ya derramaba el morado zumo de su fruto, pero pronto comprendí que todo no era más que un espejismo, una falacia arrancada de mi propio deseo, la dolorosa inercia de mi voluntad de ser ella para él, de rescatarle del pozo de su desgana, de redimirle de tantas pesadillas tras sufrir los desvaríos genitales de un poeta exquisito, de una cafre poetisa, de una ninfómana dedicada a la crítica de arte, de un pintor esclavizado por sus orgasmos prostáticos, de un director de cine obsesionado con amamantar sus meninges en los joviales falos de los muchachos de la vida. Comprendí que aquel cirujano beduino había hecho algún negocio a mi costa, colocándome una vagina de conglomerado en lugar de la caoba que me prometió, y no tuve valor para confesarle la verdad al querubín que juraba estar volviéndose loco, mientras me hurgaba con la lengua en aquel callejón sin salida, con el frenético y desperdiciado empeño de conducirme a los verdes campos del Edén.

Cuando le conocí, vagabundo y hambriento, me dijo que no quería saber nada de literatos, que ya tenía bastante. Le ofrecí mi casa y una cama turca en el cuarto del teléfono y él me dijo que aceptaba con la condición de que yo no quisiera luego abusar de él. Me hizo una pregunta extraña, que si tenía muchos ceniceros en casa, que él no se fiaba nada de los ceniceros, que luego te la pegan en cuanto tienes, un descuido; supuse que deliraba por el hambre y por el cansancio, pero le tranquilicé asegurándole que, puesto que ninguno de los dos fumábamos, nada más llegar esconderíamos o guardaríamos con llave todos los ceniceros que hubiese a mano. Desde entonces, vive conmigo, vive pegado a mí como mi propia desdicha, vive dentro de mí como toda mi ternura, y me ha confiado los tropiezos de su vida.

Dice que un poeta refinadísimo le propuso un juego complicado: presentarse en una lectura de poemas diciendo que su nombre era Serafín Bruñido, un novel que figuraba con tres poemas herméticos en una antología titulada Poesía Posterior, una antología preparada por el otro, por el refinado. El serafín repentinamente cazado al vuelo le preguntó a su cazador qué había sido del otro, del verdadero autor de los tres poemas herméticos, y el cazador le dijo socarronamente es un heterónimo, mi joven amigo, anda de aquí para allá como un alma en pena, con una vocación loca de dibbuk, buscando un cuerpo bello y gentil en el que encamarse. Y añadió: tú has tenido la suerte de servirle de morada. Por lo visto, me dijo el serafín cazado al vuelo, aquello debía de ser muy importante, porque el refinado se lo estuvo beneficiando —de una manera rara, la verdad; el refinado decía que aquello era hacer el amor oblicuamente— todo lo que pudo y a cambio no le invitaba ni a merendar.

De las manos exquisitas y ensortijadas del cazador pasó a los guantes equívocos de una cazadora, una muchacha que también escribía versos, aunque muy descarados, y que no se quitaba los guantes masculinos ni en la ducha. Juntos se ducharon muchas veces, pero la poetisa no le dejaba nunca comportarse como un hombre. Entre el vapor del agua hirviendo, entre grandes toallas de color marfil, ellos dos, desnudos, jugaban a ser adolescentes lesbianas, se besaban los labios con extremada delicadeza, sin abrirlos, como si temiesen herírselos, se besaban lentamente el cuello, la nuca, los hombros, las axilas, y el muchacho me dijo que él no podía atacar a modo por mucho que lo intentara, como si aquella nube de vapor que saturaba la atmósfera del cuarto de baño tuviese algún narcótico, como si la poetisa pusiera yerbas misteriosas en el calentador del agua, como si ambos estuviesen anestesiados, con los músculos dormidos, una morbosa placidez que impedía al chico justificar su hombría, por más que lo deseara, por grande que fuera su empeño en rebelarse, porque la poetisa tenía un precioso cuerpo de chiquilla, unos senos como albaricoques, unos muslos largos y flexibles, un sexo suave y de pluma sedosa como un gorrión nuevo y sólo quería que se lo besara, le hacía a él con la toalla un turbante mientras lo tenía arrodillado a sus pies, le susurraba al oído mi bollerita, le acariciaba las nalgas con rara delicadeza a pesar de los guantes masculinos, le susurraba mi amor, mi niñita viciosa, mi ninfa sáfica, y a él aquello la verdad es que le gustaba, le gustaba mucho el cuerpo desnudo y mojado de la joven poetisa, aunque no consiguiera excitarse como se excitan los hombres, y ella le decía muy bajito no te engañes mi amor, tú eres como yo, somos idénticas, y se besaban durante horas como si estuvieran besándose en un espejo.

Los literatos son gente rara, dice el que ahora duerme a mi lado con su hermoso sexo satisfecho y al resguardo entre sus piernas, con su sexo como una serpiente en el dulce tiempo de la hibernación. El refinado le hacía tumbarse desnudo en un diván y, mientras recitaba versos de Cátulo, vestido con una chilaba negra y de pie, como en trance, iba armando hasta que al cabo de un rato, presa de pronto de una gran excitación, le pedía tócame, y él tocaba la cumbre de la negra tienda de campaña, la tocaba apenas con la yema del dedo corazón, y enseguida notaba cómo se iba aquello empapando de crema muy erudita. Sexo oblicuo le llamaba el de las Poesías Posteriores. Sexo parabólico y tacaño. En cambio, la chica de los guantes hacía que el muchacho se sintiera su propia hermana menor y se confundiera hasta tal punto que no sabía por dónde podían entrarle aquellos ramalazos de gusto, aquellos calambrazos de placer que le salían disparados del estómago, hasta las orejas y los talones. Acababa eyaculando con el sexo fláccido pero con una intensidad que a él le parecía hasta peligrosa, algo que no podía ser bueno, como no podía ser bueno el frenesí de la chica de los guantes, sus estertores finales, su desesperación al abrazarse a él mientras le llamaba mi dueña, mi ama, mi tormento, y después, ya en el dormitorio, tras haber dormido un poco, su manía de vestirle con sus trajes siempre un poco masculinos y en los que él se sentía prisionero. No olvides, le advertía la chica de los guantes a la hora de salir, que tu nombre es Rosaura Careta.

Como para volverse loco, me contó este muchacho que duerme y que ahora cree haber encontrado en mí a una mujer normal si bien tardía, este muchacho que alguna vez, agradecido, quiso hacerme feliz por donde yo solía, por donde el alma toma forma de desagüe y se contrae como un molusco ávido, como una planta carnívora, como un párpado dañado, y lloraba su fracaso como un seminarista expulsado por su falta de salud, igual que un corredor de fondo forzado a abandonar en la última vuelta. Me abrazaba por la espalda con desesperación y me pedía que le perdonase, lloraba como un crío por haberse echado a perder, maldecía a quienes le enseñaron un amor torcido, y juraba que me amaba como nunca había amado a nadie.

¿Cómo no sacrificarlo todo, hasta la vida si preciso fuera, por un amor así? Cansado de aventuras de una noche, ahíto de recorrer las atestadas catacumbas como un chacal hambriento, escarmentado del brillo repentino de los cuchillos que no pocas veces me buscaron empuñados por los celos, la codicia o la locura, me fui a Casablanca. Aquí quedaba él, en los vulnerables por cálidos muelles del amor, y aquí vine a buscarlo con la angustia y la alegría de la barca que a puerto arriba, después de haber temido zozobrar. Y aquí le hallé, y a mi vera, confiado, permanece.

Ahora duerme. Hace frío y la noche tiene ya el color de las horas límites. No voy a levantarme, oh sombras vigilantes, y dejaré que el semen de este dulce muchacho se reseque donde nada puede florecer, excepto la propia estima y la dicha de vivir, por tantos lobos tan dañadas, de quien comparte mi lecho. Que duerma en paz, lejos de los reclamos anales de este buen samaritano, lejos de su vieja impotencia y de su amenazadora disfasia, a salvo de los poemas posteriores, de los guantes como máscaras, de los orgasmos prostáticos de un neoexpresionista de la escuela de Huelva, de la garganta insaciable de una experta en Juan Gris, de los flemones y las caries de un director de cine que también exigía que su colaboradora en los guiones, una muchacha pálida y obesa, sorbiera del mismo caño de la fuente la crema de la inspiración. Hace frío, oh íntimas tinieblas, y mi cuerpo está helado, mientras este ángel a quien yo custodio arde en la acogedora hoguera de su sueño.

Quizás se halle próximo el día en que mi corazón vuelva a estar desabrigado. Entonces, regresaré a Casablanca, buscaré al cirujano que me defraudó, le arrancaré sus partes pudendas con mis dientes y le obligaré a injertármelas donde hizo el destrozo. Y si alguien, oh sombras vengativas, si alguno de esos nuevos inquisidores me amenaza de cárcel o tortura por volver a disfrutar a posteriori, haré cuanto esté en mi mano para que el cirujano de Casablanca le sustituya los colgantes del disfrute por un panecillo de plástico, y que le cosa con bramante de acero la posterioridad, porque eso es lo mínimo que merece quien no comprende el dolor y la esperanza y la congoja de los condenados a amar de espaldas.