Ay, señor policía, yo no quería meterme en esto, no quería, de verdad, no tiene sentido, no tengo nada que contarle, puede creerme, nada, soy un caso, soy lo que se dice una impávida y una inhóspita, ya ve que no tengo ningún reparo en decir las cosas como son.

Pero me dicen que a ver si pienso que con eso me pongo a salvo, que esa ley de ustedes no hace distinciones y que basta con que sospechen de una —y razones para sospechar sí que hay, tampoco puede una cambiar de apariencias y de comportamientos de la mañana a la noche, como si una fuese la protagonista de La Mientrasmecoses esa o como se titule la novela donde el que lo cuenta se convierte en bicho, usted me entiende—, basta con que reciban un soplo o una insinuación acerca de una para que tengas a todas las fuerzas vivas detrás de ti, buscándote las costuras. Qué injusticia, por favor. Tenga usted en cuenta que mariquita sí que soy, la verdad, pero que no ejerzo nada, lo que se dice nada. Y le voy a explicar por qué.

Primero, porque estoy pasando una racha fatal, quiero decir que llevo meses y meses de secano absoluto, casi absoluto, en fin, para ser sincera del todo, que si no fuera por lo de mis perros no tendría ni para un café. Mis perros son los que me sacan de vez en cuando del bache. Son dos caniches negros preciosos, señor policía, macho y hembra. La hembra se llama Poli, por Pola Negri, tiene la misma carita de inocentona mujer fatal, y, para lo pequeñita que es, porque parece una miniatura, ha salido completamente profética, o sea que tiene crías cada dos por tres, gracias a Dios. El macho, que se llama Feri, diminutivo de Ferbancs —como Duglas, y usted perdone, señor policía, la pronunciación—, no es que sea un degenerado, sino que tiene las hormonas muy bien puestas el animalito y, en cuanto Poli se le insinúa, él cumple. No creo que ustedes tengan nada contra eso, ¿verdad?, porque mis caniches hacen el uso matrimonial según las normas de la Santa Madre Iglesia, sin posturas conflictivas ni nada, dejándose llevar simplemente por los espolones de la madre naturaleza, que es muy sabia y muy ardiente y no sabe nada de anticongelantes, sobre todo con las parejas jóvenes. Porque mis perrillos son dos niños, como quien dice, pero tengo entendido que la de los caniches es una raza muy precoz, y así está Poli, la criatura, desfondadla a sus años, que ya ha dado a luz cinco veces —y cada cría son diez mil pesetas, ya ve usted, tampoco es como para hacerse millonaria— y estoy pensando que dentro de nada tendré que sustituirla por alguna de sus hijas y eso, aparte de mucha pena, sí me da un no sé qué, que servidora siempre ha sido muy escrupulosa en materia de moralidad.

O sea, que cualquiera comprende que yo no tengo ingresos como para pasarme la vida pendoneando y haciéndoles ojitos a los hombres en las terrazas de la Gran Vía. Porque estas malhabladas de mis amigas me llaman, sin ninguna misericordia, la Trataperros, pero a ver qué puedo yo hacer, otra entrada no tengo y no me voy a suicidar con batiburrillos como la Marilín.

Algunas me dicen que si me veo así es por mi mala cabeza, pero es muy sencillito hablar cuando se tiene un buen trabajo y un buen sueldo y una jubilación más o menos segura para el día de mañana. Yo naturalmente que tuve en otros tiempos un trabajo estupendo, sirviendo como mayordomo en una casa de muchísimo postín en Palma de Mallorca, pero también yo quería prosperar y, sobre todo, venirme a Madrid a probar suerte en el cine, la ilusión de mi vida —que soy lectora fiel de la revista Fotogramas desde hace treinta y cinco años, y eso que ahora se ha puesto carísima y ha perdido para mi gusto una barbaridad, ahora todo se les va en hablar de vídeo y el vídeo es una cosa que, como dice el Evangelio, se nos debería dar por añadidura. Es cierto que la aventura salió fatal, que se me fueron todos los ahorros en montar una tintorería que no duró ni dos meses y que desde entonces he malgastado mi vida dando bandazos hasta quedarme, a falta de otra cosa, en esto de los perros. A lo mejor me faltó cabeza y me sobraron fantasías, pero digo yo que todo el mundo tiene derecho a arriesgarse y el éxito o el fracaso son también una cuestión de suerte.

Entre las cosas que más sufrieron en este viacrucis que una servidora ha tenido que padecer en los últimos quince años, están mi pelo y mi digestión, y esas son las otras dos razones por las que servidora pasa su existencia, por lo que se refiere a la sexualidad, como si hubiera profesado en la Trapa. Para mi pelo, he probado de todo: lociones, masajes, champuses, cortes radicales, mejunjes y cataplasmas de hierbas, de todo. Inútilmente. Y cuando la calvicie ya no la podía disimular de ninguna forma, probé bisoñeses y peluquines, pero por desgracia todos tuvieron que ser muy baratos, porque para entonces ya había entrado yo en mis peores tiempos, y era peor el remedio que la enfermedad. Ahora dicen que con algunas técnicas de trasplantes o de entretejidos hacen milagros, pero valen una fortuna, y no sé de qué me valdría tener una hermosísima mata de pelo y morir de incomunicación. Así que me las apaño con mis pamelas, como dicen estas arpías: gorras, chapelas, pasamontañas, bardelinos, panamás, de todo, según el momento y la ocasión, a eso sí que le dedico, aunque tenga que quitármelo de comer, un presupuesto curioso. Bueno, le dedicaba, porque los que ahora tengo están ya pasadísimos de moda, aunque yo procuro hacerme a la idea de que la moda actual lo admite todo. Pero ahora, señor policía, dígame usted: ¿Cómo puede una bajársele con tranquilidad a los hombres a la bragueta, con perdón, sin decantarse? Y si no me decanto —quiero decir, para que me entienda, porque reconozco que a veces me gusta usar palabras de diccionario, que el de la cultura es ya casi el único lujo que una se puede permitir; quiero decir, le iba diciendo, si no me quito el sombrero de turno—, ¿cómo voy a encontrar holgura para los movimientos que una filiación, por decirlo finamente, necesita? Siempre he pensado que enseñar una calva como un aeropuerto mientras una se dedica a la oratoria es suficiente como para que flaquee el micrófono más duradero, y fíjese cómo procuro hablarle con metáforas para no ofender.

El otro contratiempo, el de la digestión, me parece a mí que teminará por darme un disgusto serio, que todo el mundo me dice que el estreñimiento no es bueno para nada, pero es que ya se me ha hecho crónico y no tengo manera de solucionarlo. Siempre, desde pequeñita, fui propensa a los atascos de vientre —una mariquita médico con la que tuve una vez un fugaz romance me dijo que teníamos que achacárselo a la dietética familiar—, pero luego, cuando empecé a pasarlas moradas, insensata de mí, durante un tiempo yo misma procuraba aguantarme, pensaba que de esa forma lo que comía me alimentaba más. Ahora sufro las consecuencias, claro. Además de los sudores y de las dolencias, que a cada hora se reproducen como si estuvieran picadas con mis caniches, no puedo evitar la sensación de tener toda la cañería ocupadísima, como un autobús de bote en bote, como un vagón del metro en hora punta, y es corte vender billetes a sabiendas de que el vehículo anda con overbuquin. Y eso sin contar con que te expones a que te partan la cara por flatulenta y por cochina.

Ni hablar. Me moriría de vergüenza.

De forma, señor policía, que ya conoce toda mi verdad. Yo siempre había pensado que ser demasiado sincera no conviene nada, pero por aquí decimos que a la fuerza ahorcan. Por lo visto, lo que están montando ustedes, con el cuento de la sanidad y de las buenas costumbres, es una verdadera caza de brujas, otra como la de antes, aunque a lo mejor de distinto estilo, y me acuerdo yo del pobre Yon Garfil —y perdón otra vez, y para lo que venga, por la pronunciación—, destrozadito y hecho un guiñapo, con lo guapísimo que era y con el sexy que tenía ese hombre, después de que lo acusaran de comunista, y se me pone carne de gallina. Así que lo de mi sinceridad, ahora, no tiene mucho mérito, lo reconozco. Es que con la edad y con los achaques una se vuelve cobarde, para qué me voy a engañar, y ya que estas se empeñan en que yo también grabe mis palabritas en el magnetófono he pensado que, por vergonzoso que sea, y aunque comprendo que si mis hermanas ahora me abuchean me lo tengo bien ganado, lo que yo quiero es salvar el pellejo, porque ya no me queda otra cosa.

Estas me dicen que no presuma tanto de sinceridad. Dicen que no me marque faroles, que algún vicio seguro que me hago, en mi barrio —servidora vive en Moratalaz, en Arroyo Fontarrón, un barrio y un pisito modestos, pero menos mal que tengo una cosa mía donde recogerme, a ver las películas de televisión, a releer los viejos «Fotogramas» que tengo encuadernados, y a soñar—, cuando bajo de noche a pasear a los perros, o durante el día, con tanto parado como hay por esa zona, por los descampados que hay entre Moratalaz y Vallecas, en los cines baratos del barrio, en los retretes de Al Campo, porque nunca falta un roto para un descosido. Eso me dicen y se equivocan, de verdad que se equivocan, y no es que por eso esté contenta, puesta a ser sincera voy a serlo hasta el final.

La verdad, señor policía, yo me volvería loca por poder contarle todos esos pandemoniums que le están contando las demás. Pues claro que me volvería loca, daría lo que pudiera por que fueran ciertos, no vaya usted a pensarse que soy una estrecha, no vaya a creer que soy una reprimida, una castrada voluntaria, una penitente de la cofradía del santísimo cristo del cinturón de castidad. Ni hablar. Si no ejerzo es porque no puedo, no porque no me esté muriendo de ganas, las cosas como son. Fíjese si le soy sincera. Pero me imagino que lo que cuenta para ustedes son los hechos, no las imitaciones; bueno, quiero decir las intenciones, es verdad que a veces me trabuco un poco. Y de hechos, se lo juro, estoy limpia. Estoy diáfana. Qué más quisiera yo que poder contarle un par de revolcones recientes, como los de antes, como los de mis buenos tiempos, que los tuve, claro que los tuve, tiempos magníficos y revolcones de campeonato, pero me imagino que esas leyes de ustedes dirán que los delitos predicen —quiero decir que ya no cuentan— a ciertos años, y los míos son prehistóricos, pobre de mí, y además ponerme ahora a recordarlos me deprimiría muchísimo, no lo podría soportar. A lo mejor las otras lo han hecho, a lo mejor han contado como de plena actualidad cosas que les pasaron cuando eran niñas, y además les habrán echado mucha ornamentación, las mariquitas somos así y por tal de impresionar nos creemos nuestras mayores fanfarrias y todas las insolaciones que se nos vayan ocurriendo sobre la marcha. Allá ellas. Tendrán madera de mártires o se sentirán a salvo, pero a mí los fanatismos —sin ánimo de ofender, señor policía— me impresionan mucho y prefiero decir la verdad.

Estaría bueno que, por ser pobre y no tener dinero para coger, en caso de apuro, el Cascorro ese o como se llame ese avión francés tan rapidísimo que te pone en Japón en un suspiro, y por querer presumir de lo que no hago, de lo que no me entra y de lo que no me como, y por empeñarme en quedar ante usted como una Juana de Arco, al final fuera yo la primera en caer, si no la única. Sería una injusticia, además de una incompetencia, una cosa sin sentido, y me parece a mí que merezco un respeto y una consideración y que nadie tiene derecho a echarme en cara que, además de indulgente, sea miedosa.

Estas me dicen que deje de llorar como un hombre y que me comporte como una mujer. Qué más quisiera yo, no te digo. Daría mi colección entera de Fotogramas por poder comportarme todavía como una verdadera mujer. Si tuviera medios, pelo y salud para poder comportarme como una hembra de rompe y rasga, lo que yo era cuando las cosas me marchaban bien, el Fotogramas no me haría tanta falta como me hace. Ni tanto avío, mire usted, ya sabe que estoy dispuesta a decirle toda la verdad, y espero que usted me lo tenga en cuenta.

Para que estas no digan que me dejo aposta cosas en el chumino, le voy a contar mi última anécdota, una verdadera excepción, puede creerme, y ya verá usted si no es como para echarse a llorar. Y es que al perro flaco todo se le vuelven pulgas, un refrán que en este caso viene como anillo al dedo. Imagínese usted, una servidora ya con sus gustos sexuales casi completamente anestesiados por la falta de práctica, que llega el momento, después de mucha ausencia —que es como me parece que le dicen a no hacer nada—, en que una ya ni siente ni padece, se mueve una por la vida, en ese respecto, como una zombi, como una almohada, y hasta pierde el interés por el gusto de mirar, que es un entretenimiento barato, prefiere evitarse sofocones, el disgusto y la depresión del que sabe de sobras que lo verás pero no lo catarás. Así que me he convertido en maridiscreta y marimodesta, entendiendo por modestia el ni siquiera levantar la vista del suelo, el no levantar la mirada más allá de los tobillos del público, que a mí los pies es una cosa que nunca me ha dado morbo, no como a otras, como a una amiga mía pintora que se vuelve cardíaca con los pies de los chulos, a ella le llaman ya la Maripinceles hasta en los catálogos y en los libros de arte, que su última exposición era una multitud de pieses en todas las posturas, que cuando ibas por la mitad ya te entraban agujetas, yo a las exposiciones sí voy porque son gratis, claro. Pues a mí ese vicio no me ha dado nunca, mire usted, así que voy divinamente con mis ojitos bajos y sin echar cuenta de los hombres que se cruzan conmigo. Claro que eso fue la causa de todo. Porque iba yo una tarde, ya oscureciendo, después de haber dado un garbeíto con Poli y Feri, cuando veo que se vuelve a mi paso un muchacho. Se preguntará usted que cómo pude verlo si digo que voy a todas partes con la mirada en plan aljofifa, y yo se lo explico en dos palabras, para no ensañarme: mi repentino admirador era enano. Un verdadero enano, mire usted. Como los del circo. Debido a su tamaño, claro está, yo vi más de lo que normalmente veo con la vista por bajo, y lo que vi, entre otras cosas, fue una bragueta que, con el peso de la merienda, casi le rozaba el suelo. Ya se puede figurar lo que pensé, a este todo lo que le falta en vertical le sobra en horizontal. Y, encima, me miraba con deseo. Casi me caigo de encima de los tacones, con la impresión, porque además feíto del todo no era, sólo un poco cheposo, y tenía una voz rarísima, como a medio cocer, y a mí, la verdad, pasado el primer impacto, y a pesar de toda mi necesidad, me dio un poquito de grima. Pero él me seguía mirando con mucho descaro y con mucha avaricia, y me preguntó enseguida por mis perros, que es una cosa la mar de socorrida, y me invitó a un pitillo rubio americano y luego me preguntó que si le aceptaba un café y yo, que tenía el estómago engurruñido, para qué mentir, le dije que por supuesto. Fuimos a un bar y a mí me daba bastante apuro el enseñarme con aquella compañía, y cierto que ese no es un sentimiento bonito y me dije no seas raquítica de alma, y si hace falta te acuestas con él, pobrecito, se le veía como muy necesitado, seguramente tan en ayunas como yo, tal para cual, y él me ponía la mano en las rodillas y en los muslos y me los apretaba un poco, y cuando se nos cortaba la conversación se ponía a leer con toda naturalidad un periódico que llevaba, un periódico abierto, además por un artículo sobre Suráfrica, con todo eso de la discriminación. Yo no podía rechazarle, por mucho repelús que me diera, porque a lo mejor el pobre pensaba que yo también era racista, así que allí estaba una servidora metida en un verdadero diploma, sin saber qué hacer: por un lado, la gamuza en mis partes —quiero decir un hambre sexual que no tuvo más remedio que despertárseme con los tocamientos de mi admirador—, por otro la grima que aquella chepa me daba, y, para completar el panorama, los titulares del diario que hablaban de racismo y de marginación. Yo no podía ser tan cruel. De forma que cuando él me preguntó lo clásico, ¿tienes sitio?, yo le dije sí, vivo solo, podemos ir a mi casa si quieres, a echar un rato —y le juro, señor policía, que estaba haciendo de tripas corazón y procuraba sentirme la más caritativa del mundo—, vivo muy cerca. Entonces, señor policía, fíjese, él dijo bueno, si tú quieres, pero tengo que decirte una cosa. Y yo le dije: Cuéntame. Y él de pronto se puso en plan marlonbrando y me soltó, sin cortarse ni un pelo: Es que yo cobro, ¿sabes?

Para que luego digan estas que sobre mí también caería lo mismo el peso de la ley, el peso de esa ley tan carpetometódica que han desempolvado ustedes para maltratar a las mariquitas. No hay derecho, esa es la verdad, pero, si lo hubiera, yo tendría que ser la última de la lista. No me negará usted que me tengo bien ganado el título y la corona de maridesgracias.

Porque encima, claro, para no quedar como una pobre y una agonía, tuve que montarme la película de que me había quedado sin nada de efectivo y que me estaban reparando en el banco la tarjeta cuatrobé. Y, para más inri, el quasimodo al despedirse se despachó con un vale, otra vez será, bien que lo siento, pero más deberías sentirlo tú, no sabes lo que te pierdes. Qué valor.

La verdad es que ahora parece un chiste, pero, en su momento, pillé tal sofoquina que me fui corriendo a casa, con un complejo horroroso y con unas ganas locas de llorar. Me dio por pensar que el cheposo seguro que tenía fondos suficientes para pagarse un curso de afinación de personalidad y de fuera traumas. Yo, en cambio, miserable como las ratas, tenía que vivir con todas mis complejidades y traumatismos y sin más consuelo ni escapatoria que mi colección —bendita sea— de viejos Fotogramas encuadernados.

El primer número que tengo es de 1946, año de su fundación, y dan en sepia una foto de Tortilla Flat, con Espenser Trasi, Jedi Lamar y Yon Garfil, que vale un potosí. Dos hombres tan distintos y tan atractivos, uno con el morbo del bueno y otro con el del golfo, y, entre los dos, aquella mujer tan guapísima, con aquellos labios tan succionadores, que me bastaba a mí con cerrar los ojos y me sentía ella y tenía que aguantarme la risa para no echar la escena a perder, porque Garfil, sin que nadie en el plató se diera cuenta, se las apañaba para meterme el dedo por las braguitas, aunque yo, con el brazo izquierdo en jarras, me contentaba con agarrarle el santoyseña a Espenser, que estaba a mi derecha y tenía un argumento de susto, ya se vio después la afición que le cogió Katerín Katapún.

Yo esa película, Tortilla Flat, la he visto, me parece, hace poquísimo, pero no sé qué me pasa que estoy perdiendo por completo la memoria para los filmes, no soy capaz de contar casi ninguno de principio a fin. Será la edad y a lo mejor el no tener relaciones, que se atrofia el riego en el cerebro. Menos mal que tengo los Fotogramas, con unas ilustraciones maravillosas.

Hay un retrato de Guy Madison, vestido de marino en la película Desde Que Te Fuiste, que no la tengo recortada y puesta en un marco porque odio guardar papeles con minusvalías. Pero la verdad es que he pasado con ella noches inolvidables, convertida yo en una mujer de mucha experiencia, la mujer que necesitaba en aquellos momentos un marinerito como él, tan rubio, con esa sonrisa tan preciosa, con esas manos de trabajador honrado, esas manos que sabían acariciar tan bien mientras yo, después de bajarle los calzones, le iba limpiando con la lengua, muy suavemente, el salitre de la mar.

Aunque, para foto morbosa, una de Yoel Macrea y Antoni Cuin en Búfalo Bill, Yoel de protagonista y Antoni de jefe indio, y en la foto parece talmente que Yoel le está echando mano a la trenza de abajo de Antoni, y los dos están mirando para el mismo lado, me están mirando a mí, una india bellísima, completamente desnuda, atada a un poste con las piernas un poquito abiertas, el trofeo que le espera al que gane de los dos en una lucha a muerte. Siempre que veo esa foto nunca me acabo de decidir con cuál quedarme, de forma que los tengo a los pobres todo el rato peleando y yo, con tanto músculo y tanta sangre y tantas dudas, me pongo inaguantable y acabo llamando a un indio guapísimo que está viendo la pelea, para que me viole salvajemente. Y me viola.

En cambio, no sé lo que pasa, pero siempre tengo que ser yo la que acabe violando, como una verdadera perra, a Rori Caljún, que sale en una foto ensayando boxeo, en una película que en inglés se llama Nob Hill y en español el Fotogramas no lo dice. Rori está desnudo de cintura para arriba y con una especie de pijama ceñidísimo, yo hasta tengo una lupa para verle el paquete en aumento. Pero no hay manera, con los deportistas siempre es igual, los asustan con el fanatismo y no consienten en echarte un polvo ni aunque los mates. Otro que tal es Burt Lancaster en Los Asesinos, donde también sale de boxeador y tiene una foto que sólo con mirarla te corres, y lo mismo pasa con otro no muy conocido que se llamaba Bil Güiliams y era una preciosidad, un campeón hermosísimo y peinadísimo, con cara de chaval sanote, en la película de la RKO Hasta el fin del tiempo. Yo me ponía siempre que iba a verlos, a los tres —a cada uno en su película, claro—, unos trajes sastres estupendos de corte y de género y mi pelo rubio peinado con mi media melenita lacia, y no paraba hasta conseguir invitarles a mi apartamento de mujer independiente y con pasado, pero, una vez allí, siempre era el mismo martirio, ellos empeñados en guardar toda su fuerza para el cuadrilátero. Mi último recurso era echarles algo en el agua mineral, para que perdiesen el conocimiento, y después amarrarlos desnudos a la cama, con las sábanas hechas tiras, y montarme encima de ellos cuando volvían en sí, y hacerlo todo yo, como una verdadera viciosa, hasta quedarme a gusto.

Con el que nunca he tenido que esforzarme nada ha sido con Tarzán, con el Tarzán que a mí me gusta, el Yoni Güeismuler, tan cachas y tan exhibicionista, tan gritón no sólo a la hora de saltar de un árbol a otro, sino también a la de correrse, que a mí a veces me entraban unos apuros tremendos y tenía que taparle la boca con mis manos mientras me abría en canal con el machetazo tan incrédulo que gastaba el angelito y le decía, angustiadísima, Tarzán, por Dios, contrólate, que nos van a oír. Porque yo le seguía por toda la selva, sin reparar en gastos, y él siempre encontraba un rato para arreglarme los forros. Lo malo fue que empezó a coger un capricho muy antipático, se presentaba con el niño y quería hacer menages, y a mí los niños no me han gustado nunca, yo no soy insecticida, como algunas que yo conozco, que acabarán yendo a la maternidad a buscar ligues, o como Herodes, que era un insecticida nato. Tarzán acabó también así y yo por eso dejé de frecuentarle.

Para trío, eso sí, el que organizaban Tirone Pover, una tal Colén Grai y un tal Mique Mazurqui en una película de la Fox que se llamó Pesadilla y de la que yo tengo señalada en Fotogramas una foto que me priva, porque yo me encuentro el vivo retrato de la Colén, que está sentada en los muslos de Tirone, y el Mique, brutísimo, con una especie de piel de tigre cortita que le marca todo, nos mira como si estuviera dispuesto a follamos a los dos a la vez. Yo no sé cómo se las arregla, pero siempre lo consigue. Y a mí no me importa que Tirone disfrute más que yo.

Por supuestísimo, a quien no se lo consiento es a la cursi de Olivia de Javilán. Yo he estado siempre enamoradísima de Errol Flin, sobre todo cuando hacía de Robín Jud. La mosquita muerta de la Olivia no paraba de magrearle todo el rato, pero el Fotogramas sacó una foto retrospectiva de Errol solo, malherido, con una flecha cerca de la clavícula, y yo me dije esta es mi oportunidad. Me vestí de tiros largos y fui corriendo a curarle, y cuando él me vio, cuando se le pasó un poco la fiebre, me preguntó ¿tú quién eres?, ¿dónde coño se ha metido la pesada de Olivia?, y yo le dije chisss, no hablemos de ella, hablemos de nosotros, mi amor, y él me dijo si he de serte franco, valientes y jodidas ganas tengo yo de hablar, pero podemos echar un casquete, si no te importa, y yo le dije por mí encantada, y lo hicimos allí mismo, en el pajar, como conejo y coneja, y tengo que decir una cosa: eso que decían sobre Flin, que la tenía chiquitita, no es cierto para nada. Menudo era.

Menudos son los artistas que a mí me gustan y que alguna vez, en las largas tardes de invierno, han compartido conmigo, con Fotogramas por medio, mantel, sábanas y bidé.

Aldo Rai, a quien, para mi gusto, nadie le gana en bañador. Henri Vidal, completamente macizo y que no tarda nada en quitarse la faldita que sacaba en Fabiola. Ralf Mequer, que tiene un desnudo de revista para mariquitas y que se la deja chupar, a la hora que sea, sin poner un pero. Tab Junter, que tiene una cierta tendencia a ponerse del revés, pero con un poco de paciencia se le convence y tiene sus detalles.

Yefri Junter, que siempre me dice si dejas que te la meta un poco te doy veinte dólares, y no comprende que una lo pasa igual de bien por un bocadillo de calamares, pero con la condición de que no se la metan un poco, sino muchísimo. Ben Cúper que tenía tatuado en el miembro, desde que vi una foto suya con la Mañani en La Rosa Tatuada, la Estatua de la Libertad y, mientras bombeaba, le cambiaba de color. Y tantos otros. Tantos que a lo mejor no son tan famosos como las grandes estrellas, pero que están mucho menos usados.

Señor policía, la verdad, yo siempre he pasado un poco de los grandes figurones, aunque haya alguna que otra excepción. Y he pasado, primero, porque sería tonto querer competir con las poderosas, y, segundo, porque los medio desconocidos se dejan convencer con más facilidad, por si alguna vez puedes echarles una mano.

Ellos mismos, en cuanto tienen un poco de confianza, me lo reconocen. Empiezan hablándome de sus éxitos y terminan con sus frustraciones. Es lo que me pasó con un torerito español, guapísimo, que hizo algunas películas, por ejemplo El Ultimo Cuplé —aunque a mí me gustó casi más en Tarde de Toros— y que luego se perdió. Ya le he dicho, señor policía, que no sé qué me pasa últimamente que se me olvidan todos los argumentos —del que siempre me acordaré, pase lo que pase, es del de Mujercitas—, pero que eso venga a ocurrirme con El Ultimo Cuplé sí que no tiene perdón de Dios. En mi pueblo, cuando la estrenaron, la vería como quince veces, sin exagerar. Iba a verla con una amiga, la Bayonesa, y nos sabíamos los diálogos de memoria, en cada sesión una de las dos hacía de Sarita Montiel y la otra de los demás. A mí, como Sarita, las que mejor me salían eran las conversaciones con el torerito. Y, mire usted por dónde, el otro día lo volví a ver. En uno de los últimos Fotogramas, en un reportaje sobre actores ocasionales. Nada más verle, me dio un vuelto el corazón. Está cambiadísimo, claro, pero así y todo me puse la mar de nerviosa. Y no es que yo sea lo que se dice jeroglífica, no es que a mí me guste la gente mayor, pero con este hombre no lo pude remediar. Enseguida me fui a saludarlo. Le dije, ¿no es usted Enrique Vera?, y él parecía muy emocionado. Me invitó a comer a La Dorada, yo con un modelo distinguidísimo, él como un verdadero señor, con un traje clarito, porque era verano, y lo rellenaba divinamente, casi tan bien como rellenaba los trajes de luces en las películas, y en los ruedos. Pidió un camarote para nosotros dos, un reservado. Yo le supliqué que él eligiera el menú, y la verdad es que no puedo acordarme de lo que comí, porque enseguida rocé mi pierna con la suya y me sentí en carne viva de la cabeza a los pies, abierta como el Pórtico de la Gloria el día de Santiago, arrebatada, volcada sobre el durísimo estoque del diestro, que entró a matar, que se marcó una manoletina de ensueño y me puso del revés, me encandiló, me atravesó, me descabelló, y yo chorreaba felicidad mientras afuera, en los comedores, se oían gritos de «Torero, Torero, Torero».

Un sueño, señor policía.

Nada más que un sueño, perdone usted que me haya dejado llevar. Estas amigas mías, tan monas ellas, dicen que me va a dar lo mismo. Yo sé que no. Yo sé que usted es razonable, ¿verdad que sí? Yo sé que esa dichosa ley tiene unos límites. Tiene que tenerlos. Me dicen que no, me dicen que si pueden entrar en casa de cualquiera y llevarse por las bravas a los que pillen enganchados, no van a pararse en barras. Me dicen que ustedes no respetan nada. Ni los sueños. Ni la imaginación. Me dicen que ustedes tienen policías para todo. Y yo no me lo puedo creer. Yo no he estado nunca en América, pero me la conozco igual. Por el cine. Por el Fotogramas. He visto millones de películas donde ustedes acaban siendo siempre personas justas, gente respetuosa, un pueblo lleno de alegría y de libertad. Huy, perdone, es que yo me embalo muy fácilmente. No es que quiera darle lecciones, Dios me libre. Quién soy yo. Me dicen estas que no me canse, que da lo mismo, y que ya le he contado suficiente. Sueños. Sólo sueños. Y si también eso lo castiga esa ley, señor policía, la verdad, mejor que terminemos de una vez.

Aquí me tiene. Aquí me encontrará. Amarrada sobre la leña como Yean Seber en Juana de Arco. Ya es tarde para hacerme un peinadito a lo garsón, pero da lo mismo. Lo importante es la actitud. El gesto. Aquí me tiene. Y sólo voy a pedirle un favor: cuando me prenda fuego, hágalo con mi colección de viejos Fotogramas encuadernados. Plís, ya ve, se lo digo en inglés. Préndame fuego con ellos. Porque, si es verdad esto que mis amigas me dicen, lo justo es que mis Fotogramas y yo nos quememos juntos, porque ellos fueron los que me engañaron.