Cuando mamá enviudó, yo tenía catorce años y era bellísimo. Cuando queráis, os enseño fotos de la época y veréis a un adolescente de dorados bucles y ojos glaucos, muy aniñado y deliciosamente equívoco, vestido siempre con verdadero primor por unas niñeras impecables, de uniforme negro y albos delantales concienzudamente almidonados, botines de charol, graciosísimas cofias de blanquísimo piqué, y siempre peinadas con un discreto moño bajo lleno de horquillas. Antes de enviudar mamá, en casa hubo siempre una camarera para su uso exclusivo —la despertaba, le preparaba el baño, el desayuno, las batas y los peinadores, los vestidos, los zapatos de casa, de calle y de salón, el material de su escritorio, su correspondencia, su agenda de notas para los actos del día— y una niñera para mí; tras la muerte de papá, a la niñera la despidieron y la camarera de mamá tuvo que pasar a ocuparse también de mí, con serias dificultades de entendimiento por ambas partes.

—Se me está quemando la paciencia —acabó por decirme un día, muy nerviosa, y después de mostrarse particularmente desafortunada en la tarea de arreglarme para dar un pequeño paseo por la Alameda Vieja—. Por lo que se ve, contigo no acierto nunca. Eres muchísimo peor que tu madre, que ya es decir. Y, ¿quieres que te diga una cosa?: Sería preferible que te vistieras de una vez de niña, y así todos sabríamos a qué atenernos.

Os aseguro que no era para tanto, pero en aquel tiempo las criadas con ínfulas ya empezaban a permitirse el lujo de ponerse histéricas por cualquier cosa. En respeto y en modales, la verdad es que hemos perdido un horror. Reconozco que yo era un niño meticuloso, fascinado por las cosas hermosas, intransigente en lo que se refería a mi atuendo, con una especial debilidad por los cuellos y los puños de encaje —que encontraba terriblemente favorecedores— y maniático en lo referente a la ropa interior, que tenía que ser en todo momento delicada y lujosa —no esos calzoncillos y camisetas zafios que usaban los demás—, pues de lo contrario me sentía vulgar, molesto, indecente; pero la camarera de mamá tenía que estar acostumbrada a esas exigencias, pues estaba claro de quién heredé la sensibilidad refinada y el carácter firme, y si yo, en algún momento, llegaba a extremos algo antipáticos no era, desde luego, por maldad, sino por estética. A este respecto, el lema de mi familia era diáfano: la servidumbre debe siempre conocer a la perfección y amar con devoción sus tareas y obligaciones.

Cierto que a mamá la viudez, y el repentino deterioro económico, la sumió en un estado de ansiedad que alternaba, a velocidades nada científicas, la depresión con una actividad compulsiva. Los baches depresivos se empeñaba en proclamarlos tocando lánguidamente el acordeón —instrumento para el que había demostrado desde pequeña una facilidad espantosa, y de nada sirvieron centenares de maestros de piano que nada pudieron hacer para ahogar o encauzar aquel ramalazo populachero que cristalizaba en un instrumento semejante—, y en la fase activa se desesperaba por toda la casa, encontrándolo todo estropeadísimo y sin dinero para poder reemplazarlo. Debo advertir, no obstante, que la penuria económica no era consecuencia directa de la muerte de papá, sino resultado de un traspiés terrible que el abuelo —el papá de mamá— tuvo en los negocios. En aquella casa, que era la de la familia, siempre se vivió con el dinero del abuelo y de acuerdo con los resultados de su bodega y de sus magníficos vinos de marca. Pero aquel año, desdichadamente, todo se fue a pique y papá, al morir, no dejó absolutamente nada —porque no dio golpe en su vida—, y ni siquiera deudas —porque siempre tuvo la previsión de pedir que enviaran al abuelo todas sus facturas. Mamá, hija única, educada en el aprecio de lo exquisito, que resulta siempre carísimo, y en el amor al arte y a la cultura, que si es buena y un poquito exclusiva también cuesta un dineral, no tenía la pobre más desahogo que el acordeón o el martirizar a la camarera, según su estado, y la camarera, por lo que se veía, trataba de desahogarse conmigo. Todo muy desagradable.

El vestuario de luto de mamá no tuvo más remedio que ser modesto, aunque bien es cierto que la camarera sabía su oficio y mamá tenía distinción y empaque de sobras —además del máximo prestigio en la ciudad, como mujer elegante— como para que los resultados no fueran, ni mucho menos, deplorables, lo que ni ella ni yo hubiéramos podido resistir. Con todo, limitó al máximo y seleccionó rigurosamente las visitas que los jueves por la tarde recibía en el gabinete que daba al jardín contiguo a las cocheras, y al cabo de dos meses ordenó que sólo dejaran pasar a María del Carmen Marín, una soltera de la edad de mamá y amiga de ella de toda la vida. María del Carmen Marín quería que su apellido se pronunciara «Magán», a lo francés, dado el origen galo de su familia. Esto constituía un elemento más de afinidad con mamá, pues mi apellido materno también es de origen francés y nuestro árbol genealógico arranca de los Languedoc. María del Carmen Marín, además, era una intelectual, muy culta, hablaba un montón de idiomas, escribía versos y publicada a veces primeras páginas en el ABC de Sevilla. Muchas tardes, después de merendar, ella leía poemas mientras mamá ejecutaba la Sonate für Akkordeon de Kaspar Roeseling, o la Danza di gnomi, de Fugazza, las dos únicas piezas que, en aquella época, se creía capaz de interpretar con virtuosismo.

A mí también me vistieron de luto con unos trajes espantosos, y durante cinco meses apenas pude salir de la casa —incluso dejaron de venir mis profesores particulares de francés, de violín y de esgrima—, y sólo de vez en cuando salía con el abuelo a pasear, en el soberbio coche de caballos conducido en el pescante por el cochero Julián, por la parte nueva de Jerez, hasta La Rosaleda y El Bosque. Mi abuelo, el pobre, estaba muy nervioso y no paraba de rascarse la entrepierna, donde tenía un bulto enorme y siempre duro, pero íbamos siempre con las cortinillas de las ventanillas del coche bajadas y nadie le podía ver.

Papá murió en enero y, cuando llegó el verano, se planteó la necesidad de renovar el vestuario y la conveniencia de aliviar el luto, al menos el mío. Aquel año, además, hizo muchísimo calor y llegó muy temprano y de golpe, de manera que todas las ventanas y puertas de la casa se pasaban el día entero abiertas de par en par, para hacer corrientes; bueno, todas menos la puerta del gabinete de mamá, los jueves por la tarde, cuando venía de visita María del Carmen Marín.

Yo estaba horrorizado ante la perspectiva de tener que soportar un vestuario de verano pobre y escueto, sin gracia, sin adornos —que son los adjetivos de la ropa, los que le dan lirismo y categoría—, sin encajes ni filos de terciopelo. De sólo pensarlo sentía yo que me entraba una septicemia. Yo necesitaba solucionar aquello como fuese, porque si no podía morir. Tenía que haber alguna solución. Además, en verano no hacía falta tanto material para hacerse ropa bonita y diferente, y a fin de cuentas no era necesario mucho dinero para conseguirlo, sólo un poco, y para el resto ya pondría yo inspiración, sentido plástico, creatividad.

Sin ir más lejos, la camarera estaba hasta graciosa con su uniforme de verano, mucho más ligero y relajante para la vista que el de invierno, tan severo y solemne. De hecho, con el uniforme de invierno, la camarera no hubiera hecho nunca lo que yo le vi hacer, ciertamente un poco de refilón, un jueves por la tarde. Estaba en una postura de lo más vulgar, fisgoneando por el ojo de la cerradura de la puerta del gabinete donde, desde hacía un rato, ya no sonaba el acordeón ni se escuchaba la voz de María del Carmen Marín, recitando poemas. Se oían unos jadeos extraños, muy femeninos, y la camarera tenía la mano derecha entre las enaguas, moviéndola a un velocidad que parecía que le hubiera entrado de pronto un parkinson. Salió corriendo, muy sofocada, cuando me vio, e iba por la galería pegando grititos como si se estuviera haciendo pipí y no pudiera aguantarlo más.

Con el uniforme de invierno, la camarera parecía una abadesa, era un uniforme que irradiaba formalidad. Con el de verano parecía, a simple vista, que la mujer era incluso capaz de divertirse un poco, aunque en su caso era preciso reconocer que no fue necesario gastar ni un duro, mamá echó mano del uniforme del año anterior y la camarera no se atrevió a rechistar, aunque, quién sabe, a lo mejor por eso empezó a hacer aquellas cosas tan raras. En mi familia siempre hemos sido hipersensibles para las cosas del atuendo y yo creo que eso se acaba contagiando al servicio. Lo que no sé es si también se contagian otras cosas, pero, por poco y anecdótico que fuera, eso ya me parecía una catetada y un abuso.

De todos modos, yo empecé a sospechar que a la camarera se le había contagiado algo especial de mamá y de María del Carmen Marín, porque los jueves por la tarde mi casa empezó a convertirse en una especie de puchero en ebullición. Mamá se había hecho un par de camiseros rotundamente negros, que quizás porque fueron cortados y cosidos por la costurera que iba a casa, desde hacía siglos, tres veces por semana, para la costura pequeña —todavía se me encoge el corazón cuando pienso en la humillación que eso tuvo que significar para mamá—, le hacían una figura insospechada, digamos que no elegante, claro, como cualquiera puede comprender, porque hubiera sido un milagro, pero sí muy, pero que muy glamurosa, una figura algo popular, lo reconozco —la prueba está en que Julián, el cochero, en cuanto la vio se quedó estupefacto—, una figura a lo mejor poco depurada, nada sofisticada con aquellos modelitos escrupulosos, pero tan sensual y tan impaciente que fue como una catarsis. Yo no sé si el clima en mudanza, la congoja de mamá, el perpetuo estado de erección del abuelo, la virginidad de María del Carmen «Magán», el progresivo descaro de la camarera o mi propio desconsuelo tuvieron algo que ver, pero algunas de las más acreditadas costumbres de la casa sufrieron en aquel verano un cambio radical, y siempre he pensado que el detonante estuvo en los dos camiseritos caseros que mamá estrenó.

Reconozco que la comparación que hice antes del puchero en ebullición es un poco ordinaria, impropia a todas luces de una familia con raíces en los Languedoc. Diré, para que resulte más adecuado, que era como si el aire de toda la casa se hubiese llenado de zumbidos de abejas o de zureos de palomas en celo. Una atmósfera enervante, en definitiva.

Los días iban rodando sobre ellos mismos con una lentitud desesperante, y el calor no aconsejaba el inicio de cualquier actividad física o mental que sirviese para acortar las horas. El almuerzo acabó convirtiéndose en un rito molesto e hiriente, pues casi toda la comida se quedaba en los platos y al abuelo, como cabe imaginar, se lo llevaban los demonios. Todos nos retirábamos para la siesta, y durante poco más de media hora en la casa reinaba un sosiego que parecía que estuviese fermentando.

A eso de las cuatro, mamá empezaba a tocar en el gabinete la Sonate für Akkordeon o la Danza di gnomi. Ni el calor ni la crispación ambiental lograron nunca hacerle desistir. La música, perfecta, lo arañaba todo con la altivez de una sacerdotisa de Osiris. La verdad es que nadie llegó a manifestar en ningún momento queja alguna, pero, al menos a mí, aquellas melodías, en las febriles tardes del verano, me atacaban los nervios. Me arrastraba, medio sonámbulo, fuera de mi habitación, en busca de un poco de alivio en cualquier lugar de la casa donde, eventualmente, pudiese encontrarse un poco de frescura. Así fue como llegué al pequeño jardín interior que conducía a las caballerizas y como descubrí, asombrado, cómo Julián el cochero, completamente desnudo, se asomaba a la ventana principal de las caballerizas —una ventana baja cuyo borde inferior le llegaba al hombre a medio muslo— y escuchaba ansiosamente la interpretación de mamá, con la mirada fija en el balconcillo del gabinete, mientras se meneaba con frenética veneración, y hasta derramar su blanco y jugoso contenido, aquel miembro viril que yo veía por primera vez y que era digno de una oda.

Como es lógico, no le confié a nadie mi descubrimiento, pero, a partir de aquella tarde, procuraba siempre salir de mi habitación y esconderme hábilmente en el jardín antes de que el acordeón de mamá comenzase a tocar.

Todo se repetía, cada tarde, con una precisión casi aterradora. Comenzaba la música y Julián, como impulsado por un resorte, se asomaba en cueros vivos —hermosos cuarenta años los de aquel hombre— a la ventana de las caballerizas, entraba enseguida en una especie de trance, con la mirada arrebatada por cualquiera que fuese desde allí la visión del gabinete, y se masturbaba con auténtica ferocidad ante mis ojos incrédulos y ya seducidos para siempre. Siempre he tenido muy claro, desde entonces, que nunca sonó mejor música para mejor instrumento. Luego, cuando Julián vaciaba los odres de su virilidad y se retiraba precipitadamente de la ventana, la sonata para acordeón o la danza de los gnomos perdían al instante tersura y brillantez, pero estoy convencido de que eso sólo lo apreciaba yo.

Por supuesto, ahí no terminaron las novedades. El primer jueves posterior a mi descubrimiento, la visita de María del Carmen Marín añadió algunas sorpresas al encuentro, en brazos de la música, entre mamá y Julián. Como cabe suponer, yo estaba terriblemente intrigado por comprobar si, con la presencia de la «Magán», el cochero se atrevería a exhibir sus magníficos atributos y a masturbarse en la ventana. Era una intriga sin sentido, porque cualquiera menos aturdido que yo hubiese comprendido que aquel hombre actuaba en estado de inconsciencia, en éxtasis, en un delirio imposible de controlar. Pero la Marín, aparte pequeñas excentricidades propias de una mujer de letras, me pareció siempre una verdadera dama y, por añadidura, ella no debía soportar situaciones tan desconcertantes como llevar luto, soportar estrecheces económicas o verse obligada a vestir camiseros de artesanía capaces de revolverle las glándulas a la señora más irreprochable; ella no tenía la menor justificación para perder la compostura.

Empezó a sonar el acordeón. Julián salió desnudo y repitió su fascinante ejercicio sin la menor vacilación. En la voz de María del Carmen Marín flotaban versos temblorosos de Rabindranat Tagore. Yo sentía de pronto que los músculos estaban a punto de estallarme. Y un pájaro extraño, un pájaro que parecía emparedado vivo en los muros del jardín, empezó a piar como si se hubiera vuelto loco de repente.

Esta vez, sin embargo, cuando Julián terminó y desapareció de la ventana, el acordeón de mamá y la voz de la Marín enmudecieron. Por un instante me pareció que el mundo entero se había quedado mudo. Que el universo se había desintegrado. Tardé un buen rato en reaccionar, en asumir que la vida continuaba, que el fuego nunca arde en el vacío ni se apaga de golpe y que «algo», algo muy especial, estaba sucediendo sin duda en aquellos momentos.

De pronto me vino a la memoria la imagen, en verdad pintoresca, de la camarera en aquella postura tan peculiar, husmeando por la cerradura de la puerta del gabinete, abusando a todas luces de la ligereza y la moderada frivolidad de su uniforme de verano, hundiendo su mano derecha en las enaguas, como si estuviera buscando la fuente de la sabiduría. Eché a correr. Subí de tres en tres peldaños las escaleras, hasta el primer piso. Y, desde la galería, la vi. Allí estaba. Como la otra vez. Como el jueves anterior. Como todos los jueves del verano, a partir de entonces. Mirando por el ojo de la cerradura. Con aquella mano que no paraba.

Traté de gritar, pero apenas me salió un hilo de voz:

—¿Qué haces ahí?

Fue suficiente para que la camarera se llevase un susto terrible. Salió corriendo como la otra vez, como si se estuviese orinando. Y yo entonces me acerqué, y miré por el ojo de la cerradura, y lo vi todo.

Mamá estaba desnuda, sentada en el diván, con las piernas en alto, y María del Carmen Marín arrodillada ante ella, vestida con su camiserito negro, hundía la cara como una fanática en ese lugar donde la mujer es un oasis fruncido. Por el suelo, el acordeón, las viejas y venerables partituras de Roeseling y Fugazza y el libro de Tagore. Y mamá reía y lloraba como una perdida, como una niña feliz, como una dependiente de Simago a la que le han tocado millones en la lotería, como una venezolana en el momento de ser coronada Miss Mundo.

Fue, de verdad, una revelación. Una intensísima experiencia. Todavía ahora, después de tantos años, es como si estuviese viéndolo. Ellas nunca me vieron a mí, aunque quizás adivinaran mi presencia al otro lado de la puerta. Tampoco yo delaté nunca a la camarera, y todos los jueves le permitía mirar durante un rato, antes de preguntar con voz trémula, desde la galería, ¿qué haces ahí?, y espantarla.

Yo, por mi parte, permanecía mirando hasta que mamá tenía una especie de ataque epiléptico y caía como desmayada después en el diván, mientras María del Carmen Marín retiraba un poco la cabeza y la dejaba luego descansar sobre los muslos de su amiga. Entonces, en silencio, me retiraba a mi habitación y me pasaba las horas dándole vueltas a todo aquello. Muchas noches fingía encontrarme indispuesto y, a la hora de cenar, pedía que me llevaran a la cama sólo un vaso de leche. Mamá nunca llamó al médico y el abuelo probablemente no llegó a darse cuenta de que yo no acudía al comedor.

Durante todas aquellas horas, tenía la mente en tensión. Estaba convencido de que había algo que yo no acababa de comprender, algo cuya importancia no terminaba de descubrir. Sabía que estaba delante de mis ojos, pero no era capaz de verlo. Intuía que se trataba de algo que podía tener gran trascendencia para mí, para mi futuro, para el resto de mi vida. Y me desesperaba por no ser capaz de dar con la respuesta.

La respuesta, como suele ocurrir en casi todas las ocasiones, me llegó de pronto, sin causa aparente, tras un repentino y fugaz salto atrás de la memoria que se fijó, por un instante, en un detalle muy concreto de lo que ocurría en el gabinete. María del Carmen Marín siempre llevaba puesto, mientras desataba con la lengua y con los labios la risa y el llanto de mamá, el camiserito negro de artesanía que hacía una figura tan vulgar, pero muy sexy.

La ropa —me dije en voz alta, emocionadísimo—. Claro. El secreto de todo está en la ropa.

Y esa fue la segunda gran revelación de aquel verano. Así fue como descubrí mi vocación. «Languedoc, Haute Coture».

Claro que una vocación no basta descubrirla, hay que financiarla. Y ahora es cuando voy a volver a revelar por vez primera —por ser para lo que es— mi gran secreto.

Todo empezó durante uno de los paseos con el abuelo, en el coche de caballos, por las afueras de Jerez. Íbamos, como siempre, con las cortinillas echadas, y Julián, en el pescante, se esmeraba en llevar a los corceles a un paso airoso pero relajante. El abuelo estaba todo el rato agarrándose desesperadamente la inflamación. Priapismo agudo, había dicho el médico. Siempre tengo en la cabeza la idea de levantar alguna vez un monumento, en las afueras de Jerez, al superdotado hijo de Dionisio y Afrodita, el del falo inmisericorde.

—Abuelo, ¿qué te pasa?

—Nada me calma, hijo mío. Nada me sosiega. Me muero de dolor.

—¿Ha sido por el disgusto?

—Seguramente.

Decidí que era el momento de indagar frontalmente sobre mis posibilidades. Le pregunté:

—¿Pero no se van arreglando las cosas poco a poco?

—Parece que algo se arreglan, sí.

Creí que era el momento de apostar fuerte y le dije:

—Es que yo necesito comprarme ropa de verano, ¿sabes?

Se puso muy nervioso. Por un momento, temí que lo había echado todo a perder. Pero enseguida me di cuenta de que no se le había puesto una mirada triste, sino llena de ansiedad. Quizás pudiera arriesgarme. De hecho, no perdería nada arriesgando hasta el final. Al abuelo se le iba poniendo una respiración agónica y los ojos cada vez más suplicantes, más rendidos. Yo me puse de rodillas en el suelo del coche —tal y como lo hacía en el gabinete María del Carmen Marín—, coloqué mis manos sobre las rodillas del abuelo, separándolas un poco, y le dije:

—Si te ayudo a tranquilizarte me comprarás un traje, ¿verdad?

No dijo nada. Se desabrochó con manos temblorosas, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos como si fueran a degollarlo.

Nunca decía nada. Salíamos todas las tardes y Julián, a veces, detenía el coche en un lugar discreto de la carretera de La Parra. Al principio, Julián no miraba nunca, pero luego se fue acostumbrando y un día el abuelo le dio permiso para que entrara. Julián se las arregló, sin ayuda de nadie, para encontrar a mis espaldas el orificio adecuado para solucionar su erección, y en los momentos cumbres tarareaba la danza de los gnomos, que se le daba mejor que la serenata del alemán.

Tuve la fortuna de que los negocios del abuelo se fueron enderezando, efectivamente, poco a poco. Así fue como conseguí un precioso vestuario para aquel verano, y todo el equipo para el invierno siguiente, y para el siguiente, y el traje príncipe de Gales cuando cumplí dieciocho años, y el traje corto para la feria y el Rocío, y un maravilloso traje de faralaes para mis fiestas íntimas, y un traje de noche de lamé de plata con aplicaciones de pedrería que estrené la nochevieja del año en que cumplí los veinte, y el disfraz de Carmen Miranda para los carnavales de Cádiz, y los modelos que lucí en mi viaje de estudios por Italia, y todo el equipaje en la gira de promoción por California, y la colección completa de primavera-verano que presenté hace cuatro años en el Primer Salón de la Moda Joven de Madrid.

Cómo le echo de menos. Nunca le olvidaré. Él me enseñó los tesoros de la madurez, los secretos caudales de la ancianidad. Por eso, aunque nadie me crea, me muero por hacerme mayor, me muero por llegar a viejo para poder gozar en plenitud de un muchacho tan hermoso como aquel adolescente que yo fui. Y el que tenga la fortuna de conocerme, conocerá la felicidad y tendrá su recompensa. Y quizás él también llegue a contarlo algún día, por una hermosa causa. Yo lo he hecho ahora por primera vez, y el abuelo lo comprendería.

El abuelo murió en marzo del ochenta y tres. En su lecho de muerte, quiso que estuviera a su lado. Él y yo solos. Echó a todo el mundo de su alcoba y me pidió que me inclinara sobre él, para que le pudiese oír. Estaba muy delgado y la colcha que le cubría, sobre su cuerpo, a la altura del bajo vientre, ya no marcaba ni la más leve dureza o hinchazón. Así comprendí y me dolió horrorosamente todo lo que estaba a punto de perder.

El abuelo susurró en mi oído:

—Júrame que nunca le dirás lo nuestro a Gutemberg.

A pesar de parecer algo misterioso, lo entendí perfectamente.

—Te lo juro —le dije—. Contarlo, a lo mejor lo cuento alguna vez, por una buena razón. Pero escribirlo, jamás. Eso es coto vedado.