Nenas, por la boca muere el pez. Bueno, para ser exactos, por el lenguaje. Qué desperdicio, por Dios, tanta palabrería. Es lo que pasa con el español: un idioma barroco, excesivo, nada moderno, nada práctico. Nada idóneo, en esta era de la síntesis. [Voz de la Balcones: «La Síntesis debe de ser una mariquita con anorexia».]
No admito interrupciones, lo advierto.
Iba diciendo: la nueva tecnología de la comunicación está hecha para ser concisos. Exactos. Estamos en el reino de la precisión, de la economía verbal. El oído del hombre contemporáneo no admite ya lo superfluo ni las digresiones. Hay que ir al grano y por derecho. Con las palabras justas. Es la hegemonía de la semántica. Y, antes de que meta la pata la ingeniosa de la reunión, advierto: La Semántica no es una maricona con un nombre raro, no es una loca que al bautizarse para la guerra se haya pasado de original. La semántica es la ciencia clave del lenguaje en el mundo contemporáneo.
Un poquito empachosa de teoría, lo reconozco. Reflejos profesionales, nenas. Es teoría, sí, pero noble. Y, de todos modos, lo voy a decir en plata, no preocuparse: la Balcones y Betty la Miel han estado demasiado exuberantes, sinceridad ante todo, demasiado recargadas en sus narraciones. Demasiados adornos. Adjetivos. Adverbios. Demasiados epílogos y preámbulos. Demasiada pasión verbal. Habéis estado mareantes, nenas. A la narrativa moderna la llaman «La Telegráfica» y sólo tenéis que fijaros en las series de televisión que hacen los yanquis. Pasa de todo en nada de tiempo y con dos palabras. No como en esas series que hacen las pesadas de las inglesas. La televisión inglesa anda todavía lesbianeando con la narrativa decimonónica, una bollerona mayorcísima a la que llaman «La Minuciosa».
Hoy en día, guapas, el lenguaje tiende a comprimirse, es una manera de ser universal. Es el signo de los tiempos, no hay nada que hacer. Yo comprendo que os cueste un trabajo horroroso el adaptaros, pero hay que hacer un esfuercito. Tenéis debilidad por la verborrea grandilocuente. En todo. A todas horas. Con todo el mundo. Y eso no puede ser. Hay que ser menos raciales. Lo racial en el lenguaje está pasadísimo de moda. Hay que tomar astringentes para las cuerdas vocales, si es preciso. Un lenguaje racial, un lenguaje florido, un lenguaje exclamativo y onomatopéyico puede echarlo todo a perder. Todo. Y así está el mundo, que ya no quedan machos como los de antes.
A esto es a lo que servidora quería ir a parar. Lo que ocurre es que servidora tiene una mente cuadriculadísima, una mente de ejecutiva moderna y exitosa, y un in-put bien clarito y bien estructurado —un in-put no es una pomada para el chocho, nenas—, un in-put impecable es fundamental para llegar a un corpus informativo sin grietas ni puntos débiles. Servidumbres de la técnica, qué le vamos a hacer. Pero a lo que quería ir a parar era a eso: apenas quedan machos por esos mundos de Dios. Os lo dice Colet la Cocó, que tiene ya este mundo muy viajado.
Tampoco en América, señor jefe de la policía de Georgia, quedan machos integrales, machos de la cabeza a los pies. En América, mire usted, menos que en ningún sitio.
Naturalmente, el fenómeno tiene que tener una explicación. Para mí, como ya adelanté, la explicación hay que buscarla en el lenguaje. En los desvaríos de la logomaquia, nenas. Las mariquitas enloquecemos por hablar, a todas horas, con todo quisque y hasta en los momentos más íntimos, y claro, hijas, los hombres del planeta Tierra —daría una cualquier cosa por conocer a los de otras galaxias, por si hubiera suerte—, los de aquí, del Polo Norte al Polo Sur, de Oriente a Occidente, no son de piedra. A ver si lo entendéis.
Guapitas de cara, lo que pasa es esto: llega un hombre, le ofreces tu casa, le sirves una copa, le dices ponte cómodo chato, que yo vuelvo en un momento, y vuelves en seguida con el modelito para la ocasión, muy sexy y muy desinhibida, con tu vaso largo de pipermín con hielo, y dices de pronto horrorizada por favor perdona hay que poner música, una música suave, tu disco preferido, viejas canciones de Sinatra, esa voz de terciopelo, y marcas sin mirarle unos pasos de baile lento y solitario, un baile en el que falta él, pero no, que no se levante, todavía no, que procure sentirse confortable, por favor, y tú corres los visillos para que en el salón se instale una penumbra cómplice y acogedora, para que también el aire se relaje, y te instalas dulcemente junto a tu galán, te humedeces los labios con el pipermín, te sientes viva, animada, atrevida, cachonda, te acurrucas melosa a su costado, pones tu mano nerviosa en su rodilla, le arañas despacito con tus uñas supercuidadas, ronroneas como una gata de angora, murmuras no sé si voy a poder soportarlo y él entonces, sin demasiada delicadeza, las cosas como son, te pide pon el vídeo, putita mía, y tú ronroneas un poco más aunque sabes que no te va a servir de nada, que él manda, como siempre, que él se pone cachondo más deprisa con esa película terriblemente pornográfica que te trajo de Hamburgo un antiguo novio camionero, que todos son iguales, también él te pedía anda pon el vídeo, como si contigo no le bastara, como si contigo sola no lograra ponerse cardíaco perdido, siempre lo pensabas, siempre lo piensas, pero procuras olvidarlo, procuras ahogar esos tristes pensamientos, no obsesionarte, es sólo un juego, a él le gusta jugar, lo comprendes, no es un feo que te hace, no es que te quiera menospreciar, es su manera de ser, te dices, los hombres son todos iguales, será una cosa de las glándulas, agradecen muchísimo algo fuera de lo corriente, y a fin de cuentas tú lo único que quieres es que sean felices, que sea feliz, anda, putita mía, palabras que te suenan a gloria, así que haces lo que te pide, pones el vídeo aparentando que estás sonámbula, como si con eso defendieras un poco tu amor propio, como si estuvieras semiinconsciente, sin saber muy bien lo que haces, lo pones y vuelves junto a él, entregada, cachonda, servil, apoyas la cabeza en su pecho en busca de unas migajas de romanticismo, pero está él para romanticismos, en seguida se pone a meterte prisa cuando te dice estoy loco por que me acaricies como tú sabes, y tonta de ti le acaricias con mucho amor y mucho temblor la mejilla, y él te dice así no, boba, así lo hace cualquiera, anda, házmelo como tú sabes, y te empuja la cabeza a su entrepierna y tú, en lugar de luchar por tu dignidad, pierdes inmediatamente el control, le abres la bragueta con la pericia de un cirujano, se la sacas, tan gorda, tan dura, tan cargada, y él te dice cómetela toda y tú ya entonces empiezas a Chupar y a jadear, a decir qué rica, qué fiera, qué sabrosa, en los entreactos, en las pausas para respirar, en los paréntesis que hacen falta para que él no se corra demasiado pronto, tú sabes cómo hacerlo, cuándo hacerlo, es cuestión de experiencia, mientras en el televisor unos alemanazos descomunales se cepillan salvajemente a grandes tetonas de coños como vagonetas, qué rabazos, él dice menudo rabo tiene el gachó y a ti eso no te importa, tú tienes el suyo, lo lames, lo muerdes, lo sorbes, qué rico, pero él lo dice y lo repite, joder con el gachó, el rabo que gasta, cómo se lo traga la tía, trágatelo, cómemelo entero, cómo se lo mete, cómo disfruta la gran puta, mírala, te obliga a mirar el televisor, te obliga a darte la vuelta, a ponerle el culo, igual que la tetona de la película, también el alemanazo está enculando a la primera actriz, fíjate, fíjate en el gusto que le está dando, cómo disfruta, mira la cara de gusto que pone la gran puta, y tú también quieres, tú te apresuras a dar todo tipo de facilidades, te hubiera encantado chuparle la polla empapada en pipermín, pero él está ya acelerado, él quiere que tú disfrutes como la rubia de la película, así, a pelo, sin crema ni nada, te voy a reventar, dice él, te voy a partir este culazo de rumbera negra que se te ha puesto, y a ti el flujo se te sale ya por las orejas, te meces, se lo pides, métemela toda, mi negro, enterita, mi amor, así, despacito, mi vida, ay qué gusto, ay qué placer me das, ay qué sabroso, pero qué rico es esto, pero qué bueno, lo mejor, lo mejor del mundo, mi niño, la gloria, esto es la gloria, y venga a gemir de entusiasmo como una perra bien ensartada, y venga a hacer propaganda de la cosa, que eso es lo malo, nenas, que no nos estamos calladas ni un minuto, que hacemos todo lo posible para que él se entere de que aquello es el séptimo cielo, que en el mundo no se ha inventado otra cosa igual, que las mujeres por el coño no disfrutan tanto, faltaría más, si sólo hay que verlo, si ya se ve en las películas alemanas que son las mejores, cómo las enculan en seguida, y cómo se desquician ellas, las muy zorras, con el mandado en la cañería, metido hasta los huevos, qué gusto, mi amor, mi negro qué sabroso, y él siempre quiere saber si es verdad, si te está dando tanto placer, mi vida, dime que sí, dime que te lo doy, y tú entonces ya echas el resto, ya se te vuelve loca la lengua, se te viene a los labios todo lo más rico que se te ocurre, y te pones tensa, y te retuerces, y te dices a ti misma si hubiera una cámara delante por esta interpretación me daban el Oscar, lo pones todo, lo das todo, te inventas lo que haga falta, y él se corre, claro, naturalmente que se corre, como un orangután, como un semental de ganadería brava, como el supermacho vikingo de la peli, pero se queda con la copla, pues claro que se queda con la copla, la mayoría se quedan impresionadísimos, nenas, os lo digo yo, y se comprende, después del numerazo que montamos nosotras, después de tantos gritos de gusto y de satisfacción no tienen más remedio que pensarlo, no tienen más remedio que pensar esto tiene que ser buenísimo de veras, qué suerte, qué envidia, hijas de puta, sería cosa de probarlo, hay que probarlo, a ver si me decido y lo pruebo, eso piensan, y lo prueban, hijas, últimamente todos se empeñan en probarlo, el tío con más pinta de macho se te da la vuelta en un periquete, en cuanto te descuidas, zas, cuando quieres darte cuenta ya te ha puesto el culo, nenas, qué asco, todos, pero nosotras tenemos la culpa, nosotras, por tanta palabrería, tanto grito y tanta publicidad.
Qué horror. Qué largo. Y sin puntos ni nada. Qué contradicción, lo reconozco. Pero es que me subleva. No puedo remediarlo. Mudas, hijas mías; mudas estamos muchísimo más guapas. Tenemos que hacer una campaña, en todos los idiomas: mariquitas del mundo, cuando os den por el culo disfrutadlo bien, pero calladitas, que si no el gachó se entusiasma y luego él también quiere.
Haced el amor, no un discurso.
Comprendo que es difícil. Y comprendo que yo lo tengo un poquito más fácil. Tanto viaje. Todo el año zascandileando de un aeropuerto en otro. De locura. La semana que viene vuelvo a El Cairo.
Adoro El Cairo. Adoro los baños de Al Mkasis. Os lo cuento. Intentaré contenerme. Dominaré mi lenguaje. Todo muy escueto, que se entiende mejor. Hace más impacto. En baños de Al Mkasis hay de todo. Ejemplares de ensueño. Todos cubren discretamente sus partes con un pañito que, en realidad, no sirve de nada. Qué protuberancias. Qué atmósfera. Decoración nubia. Cuerpos oscuros, fibrosos. Ojos ardientes, suplicantes. Gestos. Que los sigas. Todos quieren que los sigas. El problema es elegir. Puede armarse un tumulto. Se necesita habilidad, mucha habilidad. Ir descartando. A veces sirve, pero casi nunca vale de nada. Mi hermana la Marcuse me dijo aquí lo mejor es cerrar los ojos y que arda Troya. No conocéis a la Marcuse, es secretaria de Embajada, menuda loca, siempre con medias de cristal a todas partes, encima se coloca los calcetines cuando se viste de señor. Diplomática, la tía. Ella dice que la media es el mensaje. Ahora está destinada en Rumanía donde seguirá causando estragos, se hace enviar por valija cajas y cajas de medias Glory. En El Cairo se tiró seis años por lo menos. Pero no muchos egipcios, ella va de divina por el mundo. No sé de qué le sirve. Yo no. Yo, a lo práctico. Elegí. Un bigotitos de bandera. Qué cuerpazo. Y qué mazorca marcaba. Él me hizo una señal. Quería que me fuese al fondo de la sala, un lugar oscuro. Me dije lánzate. Nada más levantarme se me puso al lado, me cogió de la mano y dijo Come with me, my friend. Ni una palabra más. Entramos en una especie de pasillo. Pequeño. Oscurísimo. Yo me puse directamente de cara a la pared. Nada de prolegómenos. Abierta. Qué rabazo, nenas. Me entró como te entra un tic: de pronto. Olé Alá, me dije. Qué arrebato. Se vació enseguida. Qué rapidez. Aún más rápido que yo, ya sabéis que yo me corro nada más tocarme, por eso las malas que lo saben me llaman la Polaroid. La instantánea. Si tuviera tiempo, lo explicaría: la eyaculación precoz es una disfunción del lenguaje. No tengo tiempo. Yo me alarmé, ¿esto es todo? Un poquito desilusionada, la verdad. Pero, nenas, no me dio tiempo a volverme. Otro tomó la vez. Otro rabazo de morirse. Otra veloz penetración. En silencio. Yo apreté los cachetes traseros. Para reternerlo un poco. Para aguantar. Para nada. Otro que me inundó en cinco segundos. Y después otro. Y otro. Todos mudos. Hasta quince. Hasta que no pude más. Qué dolor. ¿Cómo salir de allí? Volví la cabeza. Los ojos ya se me habían acostumbrado a la oscuridad. Horrible, nenas. Casi me desmayo. Había una cola. Una cola larguísima. Como si fueran a entrar en el cine. ¿Cómo escapar? El que tenía la vez gruñó algo. Estaba impaciente, claro. Le tocaba meterla. Era guapísimo, por cierto. Le eché mano para ganar tiempo. Un escándalo de verga. Apuntó mal, o yo me había movido, y casi me rompe el fémur. Qué apuro. Qué peligro. Qué suerte, por fin. De pronto se armó bulla en la cola. Alguien protestaba. Yo hice ver que me asustaba. El de la vez se alarmó. Se volvió para gritar algo. Creció la bulla. Aquello terminaba en bronca, seguro. ¿Qué pasaba? Nothing, nothing, decía el pobre. Mala suerte. La discusión, por lo que fuese, había subido de tono. Era el momento. Y lo logré. Me zafé. Salí de allí como pude. Cagada. Y la hija de puta de la Marcuse, muerta de risa. Cabrona, ¿de qué te ríes? De la pelea. ¿Qué pasaba? No te lo vas a creer, dijo ella, desternillándose: que uno se quiso colar.
Como habéis visto, queridísimas mías, en la bonita historia que os he contado en la cara A, el lenguaje acaba siendo nada más que un estorbo. Sin lenguaje, la acción se vuelve sincopada, vibrante, terriblemente fluida. La palabra es siempre, en cualquier idioma o dialecto, voluminosa y voraz, se adueña del espacio como una gorda de tres asientos contiguos en el autobús, y muerde y mastica como una piraña. A la palabra hay que doblegarla si queremos sacar provecho de la mercancía tan especial, tan fascinante, tan perturbadora que nosotras ofrecemos.
Mirad: en Budapest, en la Plaza Petöfi, hay unos retretes públicos, subterráneos, a los que se baja por una larga y estrechísima escalera y en los que sólo se entra después de introducir, en un curioso artefacto superpuesto a la cerradura, una moneda de dos eslotis. Realmente, es una garantía para las mariquitas húngaras. Como se puede suponer, esos retretes están concurridísimos. Uno puede toparse allí, sobre todo a primeras horas de la noche, cuando cierran las fábricas, a una verdadera multitud. Gente guapísima. En hombres, Hungría y Checoslovaquia parten con todo; como diría una mariquita conservadora, serán milagros del sufrimiento. Los de Hungría, además, últimamente están desbocados. Se pirran por una buena mamada. Así que se amontonan, con sus bolsitas de trabajo y bien provistos de monedas de dos eslotis, para entrar y salir según vean el panorama, en los retretes de la Plaza Petöfi. Yo, cuando viajo a Budapest, soy adicta. Obviamente, el personal me cala enseguida, nada más entrar. Me ven el vicio en la mirada y la decadencia de Occidente en el porte. Y aquello se convierte al instante en un concierto de cremalleras. A veces da la impresión de que lo tienen hasta ensayado. Unas suben, otras bajan, y todas acaban deteniéndose con tiempo para enseñar los tesoros de cada cual. El resto es ya un problema de osadía y de virtuosismo. Hay maravillas que apenas saben exhibirse y cuyos dueños, desafortunadamente, hablan, preguntan algo, parecen impacientes por escapar de allí, seguramente te preguntan si tienes algún lugar adonde llevarles. Pobrecitos, no tiene nada que hacer. Los lobos mudos les comen el terreno. Cercan a la forastera con sus grandes rábanos hinchados, y la forastera, que tiene muy asumido que la conversación es como el bromuro, se pone ciega de mamar. No sabéis, nenas, el sabor tan homogéneo que tiene la verdadera leche socialista.
En los retretes aerodinámicos del aeropuerto de Singapur, por el contrario, la leche es confusa y, lo que resulta muchísimo peor, políglota. Una vez se la chupé allí a un libanés que iba en tránsito y terminé con un zumbido en los oídos que creí que me estallaban; el degenerado se pasó toda la faena mascullando frases que sonaban como ultimatums. También se la mamé, con absoluto esmero, a un holandés gigantesco y barbudo que trabajaba en el sultanato de Brunei, pero el tío, en el momento de correrse —momento que prolongó con mucha habilidad— se lio a cantar un polca en neerlandés y yo perdí el ritmo y estuve a punto de asfixiarme, temí que tuvieran que hacerme una traqueotomía. Desde luego, nada en comparación con lo que tuve que sufrir con un coreano precioso, componente del equipo de boxeo de Corea del Sur, una verdadera estatua de rasgos exóticos y fuertes, de músculos pétreos, de nalgas marmóreas, de nabo brioso y descomunal; el muy autómata, sin que yo me diera cuenta, porque estaba muy ocupado con pasarle la lengua de la manera más refinada que conozco por el borde grana del capullo, sacó un diccionario coreano-inglés y empezó a soltar, como una máquina tragaperras, palabras que a él debían excitarle y que rimaban: brick, milk, silk… Cogí un complejo de robot que estuve mes y medio lavándome los dientes con sidol y haciendo gárgaras con vaselina.
Otra cosa es el aeropuerto de Bruselas, tan absurdo y desangelado como toda la ciudad. Aquello está siempre infestado de ejecutivos como una servidora, y yo a un ejecutivo no se la chupo ni amenazada de muerte. Que se las chupen sus secretarias, que para eso están. Los retretes, además, están en obras cada dos por tres, yo no he visto otro aeropuerto en el mundo donde los retretes necesiten tanta reparación. Pero una vez, sólo una vez, ocurrió el milagro. Era un turco treintañero que volaba a Riad. Nos entendimos a la primera mirada. Enseguida se pasó una lengua llena y esponjosa por los labios, bajo un bigote demoledor, y se metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. Para llegar a un retrete que no estuviera en obras tuvimos que andar como cinco kilómetros. Por fin encontramos una cabina donde encerramos. Se bajó el pantalón —no usaba calzoncillos, qué morbo— con perfecto dominio del protocolo y, antes de que yo humillara la testuz, se presentó con mucha formalidad: «Mi nombre es Tarek», lo dijo en un francés muy educado. Demasiado educado. Yo me esmeré, entre otras razones porque el rabo de aquel bandolero de veras que se lo merecía, pero a él casi no le mudó la cara. Parecía de lo más acostumbrado. Me dijo escuetamente: Merci. Abrió la puerta, mientras yo todavía me limpiaba las salpicaduras de las comisuras de los labios con el dorso de la mano, con absoluta despreocupación. Encontramos los retretes muy concurridos. Todos ejecutivos encorbatadísimos. Todos, sin excepción, le saludaron afectuosamente, en francés: Bon jour, Tarek. Y entonces comprendí, anonadado, que a Bruselas sólo van ejecutivos que no tienen secretaria.
Más les valiera irse a San José de Costa Rica. Allí, en cuanto baja del avión un ejecutivo con pinta de europeo, medio censo aparentemente masculino del país se pone frenético. La Marcuse dice que es un problema de hormonas, pero yo estoy segura de que es un fenómeno lingüístico. Un país donde a las discotecas las llaman discotecs y a las putas percantas, no tiene salvación. Al coño le dicen papayita, y ya sólo pronunciarlo da dentera. Así andan todos, vestidos como en los sesenta, con la ropa pegadísima al cuerpo. Hasta los policías. A los policías, de apretados que van, se les marca hasta el alma, cualquiera con un poco de vista sabe el que está en pecado mortal, el que está en pecado venial, el que está en gracia de Dios. Siempre que voy a Costa Rica me salen tantas novias con pantalones y con un peine enorme en el bolsillo de atrás, que me voy inmediatamente a Managua a darle gusto a los sandinistas.
En el aeropuerto de Acapulco, todos los chulos que te salen al paso tocándose la bragueta te cuentan que son clavadistas, pero, hasta encontrar uno con bayoneta suficiente para que te la clave bien, pierdes los tacones.
En el aeropuerto de Lima los retretes están cochambrosos, pero los aduaneros se empeñan en encerrarte allí para registrarte. Mientras te meten el brazo hasta el codo por la puerta de servicio, te birlan todo el joyerío, pero con la emoción es que ni te enteras. Como ya me lo sé, ahora siempre aparezco por allí cargada de kilos de bisutería y me concentro sólo en disfrutar.
En el aeropuerto de Bogotá, los empleados de la limpieza, en cuanto descubren que eres española, te piden que les des recuerdos de su parte al señor embajador. A la salida, cuando les dices que has cumplido su encargo, que el señor embajador se acuerda perfectamente de ellos, te llevan a empellones a los retretes y te juran que tampoco tú los olvidarás jamás. Con toda la razón del mundo.
En el aeropuerto de Panamá, los policías son como los de San José, pero casi siempre mucho más negros, y mientras te la meten, en los retretes reservados al personal militar, tratan de venderte a precios astronómicos postales del Canal «que los jodidos gringos quieren robamos». Servidora tiene ya como tres mil postales y, teniendo en cuenta cómo me dejan esos negrazos de floja y de dilatada la compuerta, estoy pensando en meterme en negocios con Washington para que sus barcos, cuando haga falta, me pasen por ahí.
La ventaja en Iberoamérica es que todos te hablan español y, mientras te trajinan, puedes escucharlos como quien oye llover. De esa manera el desavío y los estragos no son tan grandes.
Pero, en otras ciudades perdidas por esos mundos de Dios, lo del lenguaje puede desbaratar la historia más hermosa.
En el aeropuerto de Honolulú, cuando llegas, ideal de modelazo, toda veraniega y estampada, los encargados de la recepción y de enseñarte a decir «Aloa» como una cotorra, piden a las mujeres que se pongan a la derecha y a los hombres a la izquierda, para que un caballero y una señorita en taparrabos les coloquen las guirnaldas de rigor. Las mariconas más atrevidas se colocan en el centro y para ellas a veces no hay guirnaldas. En venganza, se niegan a decir esa chorrada de «Aloa» hasta que no les frían una buena banana en la sartén. Chantaje lingüístico se llama eso y a mí me parece tema ideal para una ponencia en un seminario de semiótica. Desafortunadamente, en todo Hawai si no dices «Aloa» como una starlette salida no te comes una rosca. Yo es que no lo entiendo, no me explico cómo se las apañan. Allí eso de «Aloa» es como el número clave de tu tarjeta Visa para los cajeros automáticos, si no sabes decirlo comme il faut olvídate de perforaciones. Así que hasta las mariquitas más atrevidas y dispuestas, más temperamentales, tienen que sucumbir, tienen que pasar por el aro, dicen «Aloa» como cotorras frenéticas y sólo entonces tienen derecho a que un nativo con un rabo hasta la rodilla o un surfista de polla mecánica les desatasque los bajos. Si alguna vez tenéis la oportunidad de ir, por cierto, no os perdáis las duchas que hay en la playa de Wikiki, cerca de la primera escollera, nenas, allí acaba una chupando hasta las tablas de hacer surfing.
Claro hijas, que no hace falta plantarse en Hawai y alquilar un bungalow junto a Imelda Marcos para tener que sufrir las servidumbres del idioma. Karachi, por ejemplo. Una piensa: en un sitio tan imposible como Karachi si no te entiendes hablando, ladras, y seguro que eso impone un respeto. Ni lo soñéis. Claro que, en honor a la verdad, servidora no tuvo que vérselas con un indígena, pero supongo que hubiera sido lo mismo. Qué viajecito, guapas. El avión —un Boeing 727 de la KLM— hacía el trayecto Auckland-Amsterdam con escalas en Singapur —donde subieron pasajeros procedentes de Bangkok, Yakarta y Kuala Lumpur—, Nueva Delhi y la susodicha Karachi. Al despegar de Singapur le estalló un motor y, tras el consiguiente aterrizaje de emergencia, tuve ocasión de intimar, en un hotel de Orchard Road donde pasamos la noche, con un mocetón holandés que trabajaba de mecánico de grúas en Wellington. Nada me hubiera importado tener un hijo suyo. Al aterrizar en Karachi, al avioncito volvió a jodérsele otro motor. Una noche en el culo del mundo, en un hotel alucinante. Yo no podía pegar ojo en aquella habitación húmeda que tenía la taza del retrete junto a la cabecera de la cama, de modo que me salí a la piscina, a intentar dar una cabezadita en alguna de las tumbonas de plástico que había allí. Pero yo no fui el único en tener la genial idea. Allí los encontré. Dos negrazos enormes de Cabo Verde, que venían en el avión, con un grupo de gallegos, después de haber hecho en Yakarta el relevo de tripulación de un petrolero propiedad de una naviera de Rotterdam. Estaban desvelados. Hacía un calor de muerte. Se habían quitado la camisa y se habían desabrochado el pantalón. Yo me tumbé, nada lejos. Hice verdaderos esfuerzos para no incorporarme. Inútil. Tenía que verlos bien. Tenía que intentarlo. Me saludaron. Me pidieron un pitillo. Me acerqué. Les miré de arriba abajo con brutal intensidad. Me sonrieron: toda la noche era una blanca dentadura. Les sonreí con los labios húmedos, brillantes. Ellos se llevaron, casi al unísono, las manos a la armería. Y yo hice, en tierra firme, el salto del ángel. Me metí la de uno en la boca, hasta donde me entró. Sabía a langosta. Me bajé las bragas de un tirón y el otro me metió su bogavante hasta donde le cupo: entero. Qué felicidad. Pero entonces empezó a ladrar un perro en el interior del hotel. Uno de los negros me dijo, en español, tú tranquila. Y empezó el tío a ladrar. Los dos ladraban mientras me follaban viva. Ladraron hasta que el otro perro hijo de puta se calló. Luego, los dos se corrieron por tercera vez. Y, cuando servidora se dio por vencida, mis dos machazos del color de la madrugada se abrazaron conmigo en medio y el que hablaba español me pidió, feroz: ladra. Y yo ladré, guapas. Aullé. Una perversión del lenguaje.
En el aeropuerto del sultanato de Muscat, sin embargo, donde hacen escala algunos vuelos europeos con destino al Sudeste Asiático, te recibe una compañía entera del ejército, en un silencio sepulcral y armada hasta los dientes. En cuanto parpadeas, se te echan encima como chacales, me advirtieron. Naturalmente, nada más poner pie en la pista empecé a parpadear como una desesperada. Sólo conseguí que uno de aquellos beduinos me tocara la grupa con su metralleta y me diera a entender con la mirada que en ningún lugar del mundo encontraría aquel blanco mejor munición.
Ni siquiera en Katmandú. El aeropuerto de Katmandú está construido sobre un tajo hecho en la montaña, de manera que cuando aterrizas estás convencido de que te la pegas. Luego, pasado el susto, Katmandú te enamora y te relaja horrores, sobre todo si llegas de un viaje a la India. En Nepal parece que te falta nada para evaporarte, pero yo tuve la suerte de descubrir el cuartel de la policía, en las ruinas maravillosas de un templo, y sólo tuve que ponerme en posición para que estuviesen a punto de evaporarse para siempre todas las fuerzas de orden nepalíes.
Y sin decir ni palabra, nenas. El rapto del lenguaje.
Claro que, ahora que lo pienso, el señor jefe de la policía del estado de Georgia, que me estará escuchando, lo mismo piensa que de los United States nadie tiene nada que decir. O que servidora, por lo menos, no sabe nada. Pues anda lista. Desde luego, los retretes de los aeropuertos yanquis no colaboran nada; a las primeras de cambio, todo el mundo se enzarza en una conversación multitudinaria, y los altavoces por donde anuncian las salidas y llegadas de los vuelos suenan ahí mucho más fuerte que en ningún otro sitio. En los retretes de las estaciones de autobuses, sobre todo en algunos pueblos, a veces surgen oportunidades, pero el susto que servidora se llevó en la estación de Greyhound de Los Ángeles, en la calle novena, no me lo he llevado en ningún sitio. Alrededor de los retretes que hay frente al último hangar, había merodeadores. Un par de negros espectaculares. Un tipo esmirriado con pinta de pastor evangelista. Un teenager hispano, precioso. Una mariquita oxigenada y con manicura total, que estaría convencida de ir divinamente disfrazada de proletaria, la pobre, pero atufaba de lejos a Beverly Hills. Un muchacho muy aseadito y con pinta de programador de ordenadores, absolutamente prometedor. Él se fijó en mí. Esa clase de mirada provocadora, la suya, que no resisto. Se metió en el retrete. Le seguí. Pero cuando entré, aquello estaba vacío. Nadie en los meaderos. Los cagaderos, con puertas de saloon de película de John Wayne. Una luz malísima. En el último cagadero de la fila se veían unos pies. En una postura rara. Con las puntas de los zapatos casi pegados a la pared de la derecha. Servidora, cómo no, de cabeza al cagadero de al lado. Las paredes llenas de agujeros, hijas. Y por uno, como la serpiente del paraíso con la manzana colorada en la boca, asomaba un pedazo de nabo que todavía, cuando lo recuerdo, me castañean los dientes. Loca me volví. Enseguida me puse perdidas de caliche las pestañas. In-put, in-put, in-put. Hijo de puta. De pronto, el filo de una navaja en la yugular. Ni un grito. Ni una palabra. Me tiraron al suelo de un empujón. Perdida me puse. Boquiabierta me quedé. Estupefacta. El de la navaja era el esmirriado con pinta de pastor evangelista. Qué dedos. Me lo quitó todo en un santiamén, con la navaja apuntándome al corazón. Qué canallas, señor policía. Dígame: por muchas leyes que tengan ustedes contra las mariquitas, ¿quiénes son los verdaderos delincuentes? Me siento yo como Paul Newman en Veredicto Final. Aquel guapito de cara me engañó bien: me citó de dulce, no con una muleta, con un capullo encendido. Y servidora entró al trapo como una burra. Qué coraje. Ni siquiera me atreví a chillar. El de los ordenadores y el pastor evangelista desaparecieron juntos en un suspiro. Menudo polvo echarían para celebrarlo. Y, mientras, servidora contándole sus penas a los dos negrazos espectaculares y al chicanito con cara de querubín, que se comportaron como verdaderas hermanas. Me invitaron a un Seven Up para que se me calmaran los nervios e hicieron una colecta para que pudiese tomar un bus hasta mi hotel. El chicanito me acompañó, sin segundas intenciones, y la criatura hablaba por los codos. Diarrea de la boca, le llaman ellos.
Todo lo contrario a lo que me ocurrió en Santa Bárbara. Esto es lo último, señor policía. Esto es para terminar. Hay que ver lo que cunden estas casetes si uno habla un poquito de prisa. Si uno es conciso. Me cabe. Quiero decir, me cabe esta historia. A mí me cabe de todo. Me refiero en el magnetofón. La colita, por supuesto. Por algo me llaman Colet. Para lo que me hace falta…
Ya sé que esta última historia a lo mejor no hace falta. Pero es un epílogo sensacional. Idóneo a tope. Mudo. Mudísimo. Ocurrió, como le iba diciendo, en Santa Bárbara. Adoro esa ciudad. Adoro esa playa donde todo el mundo juega al voleibol. Qué cuerpos, nenas. Qué brazos. Qué manazas. Bizca me paso yo el día entero cuando estoy allí. En la playa tengo, desde luego, mi zona favorita. Se llena de muchachos de bandera. Arman un jaleo espantoso, eso sí. Yo creo que por eso no conseguía nunca comerme una rosca. Demasiado griterío mientras pasaban la pelota de un lado a otro de la red. Qué chillidos. Qué risas. Qué raro, me dije. De pronto, me veo yo absorta frente a un partido de voleibol donde nadie decía ni mu. La gloria me pareció aquello. Todo brillaba mucho más. La red. La pelota. Los brazos. Las manos. Los torsos. Los pectorales. Los culos. Los muslazos. Los pies. Los paquetazos pendolones. Ni me di cuenta de cómo pasaba el tiempo. Se hizo tardísimo. La playa se fue quedando medio vacía. Y aquellos jugadores como si nada. Como si estuvieran fuera de este mundo. Hasta que de pronto uno miró el reloj. Las ocho. Un horror. El del reloj hizo un gesto definitivo. Vámonos. Todos la mar de disciplinados. Ni se fijaron en mí. Pero servidora se fue detrás de ellos, faltaría más. Hasta un bar un poco estúpido. Demasiado alboroto. Allí no eran nada, francamente. Allí eran del montón. La música altísima. Dos de los muchachos de mi grupo se hicieron señas. Los más guapos. Se iban. Se despidieron. Esos eran los míos. Salieron. Les seguí. Suspense. Telegráfica que es una, nenas, nada de adornos. Y, cuando me fui a dar cuenta, estábamos los tres en un bar que yo me sabía de memoria. Un bar de locas, claro. Casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Van a ser míos, me dije. Que me vieran. Tenía que intentar que me vieran. Me vieron, naturalmente, menuda es Colet para llamar la atención. Al más rubio de los dos le caí bien al primer vistazo. Me sonrió. No es que estuviéramos demasiado cerca. Aquello estaba de bote en bote. Siguió sonriendo el más rubio. Yo sonreía como la puerta de un garaje y, claro, el otro también acabó por darse cuenta. Empezaron a hacer gestos. Qué gestos. Abrían la boca, se ponían el puño cerrado delante y lo movían como si estuvieran tocando la trompeta. Estaba clarísimo. Se morían por que alguien se las mamara. Y yo que sí, claro, que allí había una voluntaria. Y ellos, sin parar. Y venga a moverse de cintura para abajo. Yo, cardíaca. Horrorizada. Un poco horrorizada, quiero decir. Aquello era pasarse un poquito, la verdad. Tenía que acercarme. A ver si paraban. Tenía que abrirme paso a codazos en aquella jungla de hermanas. Si mis dos pretendientes no paraban, se iba a dar cuenta todo el mundo. Un corte. Un peligro, si había por allí policías disfrazadas. Mejor que me lo dijeran al oído, sin tantísimo aspaviento. Bastaría una sola palabra. Ni una. No dijeron ni una, nenas. Ni pío. Me puse a un palmo de la pareja, y ellos siguieron tocando la trompeta. Como antes. Sin decir ni mu. Sordomudos. Eran sordomudos, nenas, y me echaron los brazazos por los hombros, como si servidora fuera profesora de morse.
Eran sordomudos, señor policía, y el más rubio vivía en un apartamento precioso cerca de la Misión. Dormía en una cama de agua, todo muy sibarita, pero la cama no la usamos en absoluto. Entramos en la cocina y se sentaron, el uno junto al otro, en unos taburetes altos, de esos que hay en los bares. Se sentaron dándome la cara y ni siquiera se bajaron los calzones de deportes, se limitaron a sacárselo todo por los perniles, sonriendo mucho, y uno de ellos puso en marcha la licuadora. No sé lo que se harían, yo no tuve tiempo de mirar, cómo me puse: plátanos con miel blanca, cojinetes como ciruelas de California, muslos abultados como racimos de uva de la tierra, rodillas redondas como melones, tobillos como peras de agua, talones como brevas maduras, nalgas duras como el acento de Texas, y otra ración de brevas, otra de peras de agua, otra de melón, otro racimo de uvas, otra vez ciruelas de California y otra vez los plátanos llameantes y bañados en chantillí. Y en silencio. En un silencio divino. Sin que se oyera ni una sola palabra. Sólo se oyó, durante todo el rato, el sonido de la licuadora, y, cuando terminé con ellos y levanté la cabeza, la licuadora paró y el más rubio me ofreció su maravillosa sonrisa y un gran vaso de batido de frutas.
En silencio. Todos calladitos, señor policía. Sin que nadie hiciera comentarios. Sin el estorbo o la traición del lenguaje. Y puedo juraros, nenas, puedo jurarle, señor policía, que después del banquetazo que me di hubiese dejado con gusto que me cortasen la lengua. Apagón informativo lo llamaría yo.