Señor policía: ¡Jelou! Jelou Doli, qué tierna canción. Quiero que suene todo el rato como música de fondo. Mi compañera la Balcones lo ha soltado todo a palo seco, sin una gracia, pero yo adoro la música. Una canción moderna e internacional, nada de cosas folclóricas, qué ordinariez. La Estreisan cantando en la distancia mientras yo le cuento a usted lo que tengo que contarle.
Yo no es que quiera afearle nada a nadie, Dios me libre, pero cada una es como es y, en mi caso, tengo mis principios y mi escala de valores. Seguro que ustedes, los yanquis, al hacer esa ley tan pesada contra ciertas maneras de disfrutar y desahogarse han pensado en que todo es vicio y mala crianza, pero yo les juro que si fuesen preguntando por ahí encontrarían amor, mucho amor. Eso que ustedes condenan, lo que tan fina y tan educadamente llaman sexo oral y sexo anal, está muchas veces empapado de amor [Voz de la Balcones: «Sí, nena, como una torrija empapada de almíbar»], empapado de emoción y de sentimiento, de ternura, de entrega, de cariño. Usted a lo mejor tiene una idea equivocada, y lo comprendo, las más atrevidas son siempre las que arman más estruendo y con frecuencia dan una imagen que no digo yo que sea mala, porque nadie soy para condenar a mis hermanas, pero sí que distorsiona y disfraza de frivolidad y de vicio toda la verdad que hay dentro de nosotras. [Voz de la Balcones: «Qué espanto, esta mujer parece un predicador».]
No me importa lo que digan; yo sólo quiero que ustedes me comprendan. Que nos comprendan a todas, porque incluso las que parezcan más obsesas y más descarriadas guardan un tesoro de amor y de ternura [voz de la Balcones: «Por supuesto, a mí en el chocho me cabe de todo, hasta las minas del rey Salomón»], muchas lo único que intentan es disimularlo, como si se avergonzaran de ser sensibles y generosas. Para mí, la verdad, son un poco inconscientes, y no comprenden el daño que a todas nos pueden hacer. [Voz de la Balcones: «Huy, la tía, qué fuerte; hoy ha venido de santa Teresita de Lisié, la indígena esta, no te digo».]
Por favor, yo creo que tengo derecho a que no se me interrumpa [Voz de la Balcones: «Es que guapa, qué pretensiones. Cualquiera diría que eres la purísima, y tienes el chocho como un balneario. Lo que tienes que hacer es dejar en paz a las demás y contarle tu historia a ese señor».]
Es que mi historia se entendería mal si no queda claro que yo todo lo que hice lo hice por amor. Todo. Hasta romper con un maravilloso hombre que me amaba, y dejarlo sumido en la soledad y la desesperación, porque de pronto me di cuenta de que ya no era capaz de responder a su amor con todo el amor que se merecía. Yo soy honesta, señor policía, y me siento orgullosa de ello; nadie podrá acusarme nunca de fingir que le amo, de fingirlo por interés, por conveniencia, por rutina o por compasión.
Así se lo dije, con toda honestidad, a Toshiro. Mi Toshiro era japonés [voz de la Balcones: «Guapa, y lo sigue siendo. El otro día, antes de mi percance, me lo encontré por Recoletos y sigue igual de amarillo y con las pestañas al bies. A ver si te piensas que él, con el disgusto, se convirtió de pronto en un Habsburgo-Lorena»], un hombre encantador, tan delicado, tan exquisito, tan detallista. Pero yo al cabo de seis meses comprendí que no le amaba, y quizás lo comprendí un poco tarde, lo reconozco, porque di tiempo a que él se hiciera demasiadas ilusiones, permití que su entusiasmo llegara a un punto al que jamás debió haber llegado. Con el corazón destrozado, le dije que me iba. [Voz de la Balcones: «Y tu Toshiro, como es muy japonés y muy práctico, te dijo directamente vale, monada, veti a la mielda. Y de ahí tu nombre de guerra, Betty la Miel, reconócelo».]
Infundios. Mi nombre es Bettino, y mi apellido es consecuencia lógica de mi dulzura. Soy doctor, especialista en dermatología, y trabajo en un colectivo de medicina libre y popular en el barrio de El Pilar, a dos pasos de La Vaguada. Por eso, cuando rompí con Toshiro, alquilé un apartamento, pequeño pero francamente coqueto y soleado, en aquella zona, y esa ha sido mi fortuna.
De Toshiro y de mis relaciones con él no diré nada, porque donde el amor se equivocó la memoria se ceba y a mí eso me parece una felonía. [Voz de la Balcones: «Nena, no sufras, todas sabemos que el japonés tiene una minina ridícula. Pero puedes contar las virguerías que hace con la lengua, que eso también entra en el programa».] Esa historia es ya como un árbol seco, y narrar lances camales de aquel tiempo, a sabiendas de que el amor no los cobijaba, sería como echar en cara al árbol petrificado el frondoso verdor que no supo defender. [Voz de la Balcones: «Toma castaña».]
Como no te calles, hija de puta, me callo yo. [Voz de la Balcones: «Así me gusta, mujer: temperamento, fuerza, desgarro. Suéltate el moño, nena. Betty la Marchosa. Violencia y sexo. Y te prometo que, de aquí en adelante, no abro el pico».]
De acuerdo, a ver si es verdad. Lo de Toshiro, ya digo, ni nombrarlo. El amor ahora me tiene prisionera y me desbarata. El pasado no existe. El presente se llama Eusebio y le amo. El presente se llama Eusebio Gutiérrez Ríos y vive en el edificio donde vivo yo pero en el portal de al lado, con su hermano, su cuñada y su sobrina Vanesa; el piso es del hermano, naturalmente, mi Eusebio le paga todos los meses veinticinco mil pesetas por el hospedaje y el mantenimiento, a mí me parece una exageración, estoy cansada de decírselo. Pero él me dice siempre que por ahora está bien, que a lo mejor algún día se atreve a mudarse a vivir conmigo para que yo le cuide. Necesita quien le cuide. Necesita quien le proteja. Vivo, por su causa, por el trabajo que tiene, con el alma en vilo. El pasado para mí ya no es peligroso. El presente me consume. El presente se llama Eusebio y es policía, señor policía, igual que usted.
Por mi parte, fue un flechazo, ese amor que se inflama a primera vista y que te obliga inmediatamente a hacer examen de conciencia, a hacer balance de tus defectos y de tus virtudes, a reconocer a botepronto lo que de veras puede esperar de ti el amor. [Voz de la Balcones: «O sea, a echar un cálculo, modelo instantáneo, del saldo de tu cuenta corriente. Ay, perdona, corazón…».] Ya estamos. No entiendo por qué tantas de nosotras se empeñan en negar la existencia y la fuerza del amor. No entiendo qué pueden encontrar de fascinante en el sexo de una sola noche, de un rato, de un desconocido que siempre va de paso. No sé qué pueden encontrar en eso. Disgustos. Percances como el tuyo, Balcones, en el mejor de los casos: esos muchachos que te persiguieron con motos, por esa horrible y malfamada Finca del Papa —un descampado por la Universitaria, a la salida de la autopista de La Coruña, escenario y basílica al aire libre de los mayores desafueros de las mariquitas de toda edad y condición durante las lóbregas noches del franquismo—, obligándote a tirarte por los barrancos para que no te atropellaran, estuvieron a punto de matarte, hubieran podido hacerlo, suerte que se contentaron con dejarte hecha un cristo y con meseta tibial de la pierna izquierda lo que se dice triturada. Y es que el vicio no compensa, amigas mías. El vicio destroza. El vicio arrasa. El amor, en cambio, todo lo redime.
El amor llegó a mi corazón como un jabato hambriento cuando sorprendí a aquel muchacho de cuerpo altivo y movimientos sosegados desnudándose en su habitación. Era verano y él, al entrar en su cuarto y encender la luz, echó una mirada a la fachada de enfrente, por si hubiera indeseables al acecho. Yo estaba al acecho —afortunadamente, con la luz del baño apagada—, pero no soy indeseable en absoluto. No es por presumir ni por vender más tela de la que hay, señor policía, pero me consta, como me consta que la flor del almendro anuncia la primavera, que yo despierto pasiones, y mi trabajo me cuesta no alimentarlas ni aprovecharme de ellas. Así es, amigas mías, aunque pongáis cara de haberos quedado mudas de la impresión. [Voz de la Balcones: «Mudas y almidonadas».] Prosigo. No tomaré en cuenta esta última interrupción porque, en cierto modo, yo la provoqué. Mea culpa [Voz de la Balcones: «Huy, hija, que la mee tu novio»]. Mea culpa, de nuevo. Iba diciendo que él miró la fachada de enfrente para asegurarse que no sería indiscreto, y ya eso me emocionó, porque el piso de su hermano es interior, todas las habitaciones dan al patio y desde mi baño podría, si quisiera, retratar toda la intimidad de esa familia, toda, porque el matrimonio no es precisamente un dechado de pudor, y la pequeña Vanesa aún no tiene edad para apreciar el pudor en lo que se merece. Por eso aquella precaución de un muchacho tan hermoso, a quien nadie con un mínimo de sensibilidad le hubiera reprochado el exhibir lo que la madre naturaleza tuvo a bien obsequiarle, pudo conmoverme. Qué diferencia con la obscena desfachatez de su hermano y su cuñada. El hermano de Eusebio es conductor del M3, con origen en la plaza de Callao y final en el barrio de El Pilar, a dos pasos de donde nosotros vivimos.
Por lo general, tiene horario de mañana, y obliga a su mujer a acompañarle en unas siestas feroces, violentas e interminables que, en verano sobre todo, resultan muy poco recomendables para una vecina como yo. El hermano de Eusebio es un hombre de edad todavía perdonable y de físico vulgar; más bien menguado de estatura, de rostro mahometano, andares bruscos, voz ruidosa y rural, alegre a su manera, lleno de músculos nada depurados de cintura para arriba y de nervios incansables de cintura para abajo. El grifo de la perdición lo tiene quizás en exceso llamativo, yo diría que desproporcionado; sólo una educación primitiva puede explicar, creo yo, que su mujer se vuelva con eso tan loca como se vuelve. Su mujer es una muchacha de apariencia bastante finita, tiene su estilita y todo cuando se arregla y saca a pasear a Vanesa por el parque de La Vaguada, pero la intimidad de la alcoba la convierte en una verdadera ninfómana de la selva. A mí me da hasta un poco de repugnancia, no puedo remediarlo. El del autobús se desnuda en un santiamén, como si Fidias el griego estuviera metiéndole prisas —señor policía, la cultura es el santuario del espíritu—, y luego, sin esperar a que la pobre mujer se quite ni el delantal, la fuerza a que se la chupe. Es un acto de verdadera y nauseabunda brutalidad, pero esa mujer en cuanto se engancha es que se transforma. Esa mujer tiene tal incontinencia bucal que su hombre empieza en seguida a dar alaridos como una fiera atrapada, y tiene que separarse las nalgas con las dos manos y pedirle a su señora que le haga croché en el esfínter, me imagino que para compensar.
El muy cabestro se lo pasa de película, mientras su señora trabaja como una esclava. Es horrible cómo crece esa manguera oscura entre los labios de una pobre ama de casa obligada a darle gusto a su dueño y señor. Yo, francamente, cuando lo veo, me quedo petrificada. No puedo moverme. No puedo alejarme de la ventana. Me restriego las ingles contra el alicatado como una perra salida. Tengo que echar mano de un tubo de desodorante esprai para calmarme un poco la vagina posterior, mientras me dura la parálisis. Es un martirio, señor policía. Porque yo estoy segura de que en eso no hay amor. Quiero decir, en el desenfreno y la gula camal de esa pareja animalizada, en los estertores de ese hombre que jura que va a reventar de gusto, en la lasciva devoción de esa mujer que, cuando se saca un momento de la boca el cilíndrico argumento de su desdicha, asegura, temblando como un torero a hombros y agarrando la verga monstruosa como un naufrago un salvavidas, que ella se pasaría así la vida entera. Desde luego, no seré yo quien lo ponga en duda. Hay que verla. Hay que entenderla, supongo. Es toda la compensación que tiene a una vida de sumisión y de paseos por La Vaguada. Su única revancha. Se vuelve loca. Se levanta las faldas hasta las clavículas. En cuclillas como está, se despatarra de tal manera que convendría llevarla a un programa de televisión por si tiene algún mérito. Se destroza las bragas; la pobre debe tener un presupuesto mensual en bragas que no me extraña que le cobren mensualmente a mi Eusebio lo que le cobran. Se mete el dedo hasta el anillo nupcial. Se lo embadurna. Se contorsiona. Y todo ello sin dejar que de su boca escape el bazoka milagroso. Sin permitirle a su hombre ni un segundo de alivio. Como si se vengase del conductor y de Vanesa y de todo el barrio de El Pilar y de La Vaguada de un modo tan sibilino: dándole a su hombre placer hasta hacerle daño. Y reclamando un placer violento, residual, indecente. Porque acaba sentándose como puede en la pantorrilla de su hombre, restregando contra ella su cazuela al rojo vivo, deslizándose cada vez más hacia el pie, agarrándole el tobillo, abriéndose los labios de la vagina con los dedos peludos, deformes, mugrientos, llenos de callos y de asperezas, adornados con negras uñas retorcidas, de unos pies endurecidos y abotargados por la lucha diaria con el freno y el embrague. Medio pie desaparece como por ensalmo en el coño de esa delicada criatura mientras ella se retuerce de felicidad y su hombre tirita sobrecargado de lujuria, a la beatífica hora de la siesta, y la llama a gritos perra viciosa. Un escándalo. Tiene que ser un escándalo para toda la vecindad, para todo el bloque. Y, la verdad, que yo sepa nadie ha protestado todavía. Nadie. Yo tampoco, desde luego. Dios me libre. Yo sé que en ese sombrío frenesí no puede haber amor, porque el amor es un apacible manantial que todo lo admite pero que todo lo sosiega, y, sin embargo, ellos acaban siempre, terminan todas las sesiones jurándose a gritos que se aman. Se engañan. Se hipnotizan el uno al otro mientras les dura la digestión. Se derrumban en la cama de matrimonio después del primer envite y da un poco de aprensión ver esa polla enorme completamente amoratada, como si corriera peligro de gangrenarse. Uno diría que esa polla furibunda necesita cuidados intensivos. O, al menos, un prolongado descanso. Un descanso que siempre tarda en llegar. Porque ella no se da fácilmente por vencida. Antes de que él caiga rendido por el sueño, ella salta de la cama y hurga en el armario empotrado de la habitación, saca una cazadora del uniforme de invierno de la policía nacional —mi Eusebio me aclaró, en su momento, que es el único armario de la casa y que ahí le guardan su uniforme de recambio—, unas botas de faena del ejército, guantes blancos de los días de gala, y con todo eso ayuda a disfrazarse a su galán, mientras ella improvisa con un mantoncillo y unas sábanas un modelo de pelandusca cuartelera. Una vez le oí a ella decir, con la voz ronca y grasienta del lupanar, anda vamos a jugar a lo que hacías con aquella puta que se encaprichó contigo cuando la mili, y desde entonces comprendí ese juego obsceno y enfermizo al que se dedican muchos días durante el resto de la siesta, él convertido en un fantoche con aquella cazadora marrón que llegaba a cubrirle sus vergüenzas, nadando grotescamente en las botas gigantescas, enfundados los guantes como si fuera a hacer la primera comunión, y dando traspiés por la alcoba en su papel de recluta zangolotino, mientras ella se contonea como una mala actriz en un papel de furcia en una mala película y le persigue como la sífilis persigue a los marineros de puerto en puerto. Siempre es ella la que hace el paripé de no alcanzarle, de no camelarlo con presteza, de no ponerle suficientemente cachondo con la exigida prontitud y consistencia, hasta que él reacciona, se siente imbuido de su papel de jovenzuelo inexperto pero ansioso, se abalanza de pronto sobre ella, la derriba, le sujeta los brazos y las piernas contra el suelo, se le enciende y se le dispara otra vez la hombría con la potencia de un Mirage y cuando, a pesar de la resistencia de la gran puta, que no se para en barras y pega unos mordiscos rigurosamente auténticos, él está a punto de proceder a la violación, ella chilla la regla, la regla, tengo mi regla, y se deja entonces dócilmente dar la vuelta, los cuartos traseros abombados con la curvatura exacta y los morros aplastados contra el parqué, y él la ensarta limpiamente por detrás, en un mar de espasmos y gemidos, en una larga y musculosa maniobra de bombeo que acaba justo cuando a mí me abandonan las fuerzas y pierdo, encharcada hasta los talones, el conocimiento.
Créame, señor policía, en este país el proletariado ya no respeta nada. Como decimos por aquí las gentes de buena clase y condición, no sé adonde vamos a llegar. [Voz de la Balcones: «Tú, al oculista, facha hija de puta, como sigas trabajándote la visual con mala iluminación».] Como usted ve, aquí enseguida te llaman facha, y yo todo lo que pretendo es que, en esta vida, cada uno ocupe el sitio que le corresponde, no creo que eso sea ningún desprecio ni delito alguno. El hermano y la cuñada de mi Eusebio tenían que preocuparse más de Vanesa y menos de hacer cochinadas como si tuvieran de todo y estuviesen hastiados de la vida. Si entre ellos hubiera amor, Vanesa sería a todas horas el centro de su existencia. Porque el verdadero amor necesita prolongarse y en los hijos se cumple esa necesidad. Así es como yo pienso, señor policía, muy clásica y muy prudente en las cosas que considero fundamentales, y ojalá esto sirva para que gente de orden como usted cambie de opinión sobre nosotras. Sobre algunas de nosotras, desde luego, porque tampoco está bien, me parece a mí, que los pecadores se aprovechen de las virtudes y los sacrificios de los justos.
Mire, le voy a decir todavía más: si algún día Eusebio se atreve a vivir conmigo, haríamos todo lo posible por adoptar a Vanesa. Lo hemos hablado muchísimo, estaríamos dispuestos a llegar hasta donde hiciese falta. Personalmente, pienso que bastaría con que cualquier juez viese a los padres de la chiquilla, a la hora de la siesta, desde la ventana de mi cuarto de baño, y Vanesa pasaría inmediatamente a nuestra custodia. A Eusebio y a mí no nos cabe la menor duda. [Voz de la Balcones: «Pues será lo único que no os quepa, hija mía. Qué atrevidas, por favor».] La envidia piensa que con hablar se medra, dice un dicho de mi pueblo. Hay que tener en cuenta que Eusebio es el padrino de la niña y tiene una responsabilidad. La justicia en estas cosas es muy comprensiva, ha evolucionado muchísimo. Ahora se tiene en cuenta, sobre todo, el bienestar y la educación de las criaturitas. A mí, señor policía, figúrese, me hace una ilusión enorme. Vanesa para mí lo sería todo. Es una chiquilla lindísima y muy espabilada. Se llama Vanesa en honor de la hija de Manolo Escobar, mi Eusebio fue quien le puso el nombre —quien se lo puso a su sobrina, no a la otra, por Dios. Hay quien dice que no, pero yo estoy segura de que es un nombre muy sencillo y muy cristiano.
Por Vanesa, Eusebio y yo sacrificaríamos con gusto nuestra intimidad. Ahora, también nosotros nos desbocamos un poco cuando estamos juntos, sería tonto negarlo, pero con Vanesa a nuestro cargo las cosas tendrían que cambiar radicalmente. Esto no lo he hablado con mi Eusebio, pero seguro que él está de acuerdo conmigo y, llegado el momento, se me adelantaría y me pediría vamos a dejarlo corazón, vamos a controlamos y a mantener la compostura por el bien de la niña. Porque una criatura de su edad por fuerza tiene que percibir de alguna forma lo que sus padres hacen al otro lado del tabique y por fuerza eso le tiene que hacer mella en su sicología. Hay una cosa: ahora, durante la siesta, que casi siempre dura más de tres horas, Vanesa ni chista, y una de dos: o la niña está ya casi irremediablemente traumatizada o los padres le ponen un narcótico en la Fanta a la hora de comer. Eusebio, como a fin de cuentas se trata de su hermano y de su cuñada, dice que no, que la chiquilla siempre ha dormido divinamente y no da lata ninguna.
Conmigo podría dar toda la lata que quisiera. Nada le negaría. Ya se ha visto el día de su primera comunión, que a su tío le hacía una ilusión enorme regalarle una máquina de fotos de esas polaroid, de esas que revelan al instante, carísimas por cierto, no por lo que cuestan en sí, sino por lo que gastan, que nadie me diga lo contrario, un sacaperras continuo es la dichosa maquinita, pero, hijas, a Eusebio le hacía ilusión regalársela, ya digo, y el pobre estaba mal de fondos, así que yo puse el dinero, y encantada, eso que quede claro, encantadísima de poder darle una satisfacción al tío y una alegría a la sobrina, lo que no quita para que reconozca que el chisme de las narices es una verdadera ruina. En esa familia se han hecho todos, todos, forofos del invento, por favor.
Yo en la primera comunión no estuve, eso se comprende, pero Eusebio me explicó que nuestro regalo se convirtió de inmediato en la estrella de la fiesta, y eso que él tuvo mucho cuidado de que no gastasen enteros los dos cartuchos de fotos que Eusebio se había empeñado en incluir en el paquete. Quería hacerle algunas instantáneas a la niña con más tranquilidad, en el piso, un recuerdo especial del día más feliz de su vida. Yo esas fotos sí que se las vi hacérselas; lo vi desde la ventana de mi cuarto de baño, un poco por casualidad, que no es que yo esa vez estuviera espiando, pero pasó un poco como la primera vez que vi a Eusebio desnudo en su habitación, cuando sentí el flechazo y comprendí que me había enamorado de él como una colegiala, después de que él comprobase que no había moros en la costa y se quedase en pelota picada, con ese cuerpo tan precioso y tan duro que tiene, con ese rabito tan gustoso, tan discreto, tan poco alarmante, y con aquella manera tan emocionante que tuvo de apoyarse desnudo contra la pared, como si fueran a martirizarlo con flechas, sin poder evitar que el sexo poco a poco se le inflamara hasta encabritársele, hasta que no tuvo más remedio que masturbarse lenta y solemnemente, majestuosamente, a sabiendas, el muy bandido —por fin un día, pasado el tiempo, me lo confesó—, de que yo era el único espectador de su obra de arte, porque paja mejor efectuada nunca vi, creyéndome oculto por la sombra, convencido de que él no me veía, pero soñando con estar equivocado. Pues igual. Lo mismo pasó aquella tarde. También él dice que me vio, a pesar de que la luz de mi cuarto de baño estaba apagada.
Vanesa llevaba puesto su traje blanco y precioso, con su gran lazo de raso, sus anchas jaretas de encaje, su velo de tul. Una pequeña fortuna se tuvo que gastar el conductor del M3 en el traje de primera comunión de su niña, ya ve usted, eso no tengo más remedio que alabárselo. Eusebio le pidió que se pusiera al pie de la cama y que juntase las manos piadosamente a la altura del pechito y así le hizo la primera foto. Luego, le indicó que se quitase ella misma el velo, y mientras ella lo hacía, con muchísima dificultad, pero sonriendo, porque así era como el tío Eusebio quería que lo hiciese, la maquinita volvió a realizar el milagro de revelar una foto en treinta segundos. Después Vanesa se quitó el lazo, y en la foto de ese instante la verdad es que a la niña le ha salido cara de cabaretera. En la siguiente, de medio lado, dejando ver la espalda del vestido desabrochada hasta la cintura, y mirando pícaramente de reojo, según las instrucciones de su tío y padrino que la adora, Vanesa vuelve a tener una carita angelical. Francamente, yo, que no perdía comba, me asusté un poco: no podía comprender por qué estaba empezando a ponerme cachonda. Era un efecto óptico, sin duda. Mi Eusebio marcaba de pronto, en la bragueta del pantalón de su traje reservado para las ocasiones, unas durezas que me trastornaban. Sería cosa de la postura, ya se sabe la coreografía que le echan a todo los fotógrafos. Vanesa se sacó las mangas del vestido y se lo dejó colgando sobre la cintura, y Eusebio le pidió que se pusiera por debajo de las tetitas el escote de la combinación antes de tirar la foto. A continuación le hizo otra muy artística, una pose que necesitó mucho manoseo y explicaciones por parte del fotógrafo; el traje estaba ya en el suelo, a los pies de Vanesa, y la niña se tiraba con una mano del escote de la combinación hasta casi el ombligo, y con la otra se subía el faldón hasta enseñar las puntillitas de las bragas. Eusebio repitió esa foto, según me dijo, para mayor seguridad. Al final, claro, Vanesa se quedó con las braguitas solamente, y volvió a juntar las manos con mucha gracia y piedad sobre el pechito desnudo, con su melenita suelta sobre los hombros, con su mirada inocente, con su carita de cansancio después de un día de tanto ajetreo y de tantas emociones, por lo que el tío Eusebio le pidió, ya para terminar, y para que descansase un poquito, pobrecita, que se tumbase en el borde de la cama, con las piernas fuera, colgando separaditos los muslos, porque así se favorece la circulación, y con los bracitos extendidos, las palmas de las manos hacia arriba, para que en la foto se viera que estaba esperando el abrazo de Jesús.
Tendría que estar ciego el juez que no lo viera: Eusebio y yo nos adoramos y en el amor está nuestra fuerza y nuestra fantasía, nuestro estímulo y nuestra seguridad, nuestro embeleso y nuestro arrebato, nuestro delirio y nuestro sosiego. Vanesa tendría con nosotros un hogar de paredes blancas y visillos transparentes de organdí, de puertas abiertas, de tabiques sin secretos inconfesables. Yo me conozco y respondo de mí. A Eusebio quizás le costara un poquito más de esfuerzo, porque ya se sabe que los hombres tienen otras urgencias, otra educación, otra manera de entender la vida y de apreciarla y peor conformar, sí, pero el amor rompe cadenas y aguanta tempestades, y además, señor policía, ya lo tenemos muy hablado. Yo, muchos días, le suplico que hagamos juntos el sacrificio y la penitencia de dominar nuestros instintos, porque así nos sentiremos preparados y seremos fuertes cuando llegue la hora de la renunciación, cuando la niña viva con nosotros.
—Cuando tengamos a Vanesa —dice él, quedándose de pronto como ensimismado—, todo cambiará.
Claro que, mientras tanto, y a pesar de todos mis esfuerzos y razonamientos, nunca consigo que se controle. Y debo reconocer que las cosas empeoraron desde el día de la primera comunión de la criatura, desde la primera tarde que tuvo libre de servicio y se presentó en mi apartamento, como siempre vestido de paisano, pero con una bolsa de deportes en la que guardaba el velo y el gran lazo de raso del vestido de la pequeña. Yo me eché en sus brazos porque me gusta sentirme cobijada en los bíceps de la ley y el orden, ya sólo de pensarlo se me dilata la matriz, y él me llevó, con la autoridad de que se sabe investido, al dormitorio, haciéndome por el pasillo zalamerías un poco más calculadoras de lo habitual. Voy a pedirte un favor, susurró a mi oído mientras me instaba a permanecer de pie junto a la cama, quiero que te vistas para mí como en el día más feliz de tu vida. Yo me sentía sin moral para contradecirle, porque hasta ahora no he tenido nada mejor que ofrecerle que las turgencias de mi cuerpo y la docilidad de mi espíritu, y además hubiera sido del todo punto improcedente confesarle que el día más dichoso de mi existencia fue aquel en que por primera vez me sentí mujer, sentada a lo amazona en el orlando furioso de un joven estibador del puerto de Cartagena. Naturalmente, no soy imbécil y entendí con toda prontitud que se refería a mi propia primera comunión, y, por si cabían dudas, fue entonces cuando puso ante mis ojos el velo de tul y el lazo de raso que había tomado prestados de aquel insondable armario familiar, testigo a la vez de tanto candor y de tanta concupiscencia. «Voy un momento al baño», murmuró, con esa voz compacta de quien sabe que pisa terreno seguro. Yo sabía lo que me estaba pidiendo, de forma que cuando él volvió a la alcoba, con la pretina del pantalón abierta y la mirada codiciosa, me encontró engalanada para él. En un santiamén me había desnudado y escondido debajo del colchón la ropa de calle. Me enrollé en el cuerpo la colcha blanca de moaré que me regaló hace años, por Reyes, mi hermana la catequista. Fijaros por dónde, me vino de perlas. Con el lazo de raso, improvisé en un periquete un vestido de primera comunión radiante, un vestido de nuestros tiempos, no como los de ahora, tan sobrios y tan insípidos. El velo me quedaba un poco raquítico, la verdad, pero también ponía, tan respingón, cierta picardía en el conjunto. Tuve tiempo de echarme una mirada en el espejo y me encontré incluso demasiado turbadora, así pude cerciorarme de que era necesario esmerarse en la expresión de ilusionada candidez que caracteriza a las chiquillas en un día como ese. El efecto, desde luego, fue fulminante. A Eusebio le cambió la cara, se le puso de pronto una conmovedora expresión de joven sátiro menesteroso, se arrodilló a mis pies como un vidente, se agarró del borde de mi improvisado vestido de moaré y dijo, trastornado, eres un ángel, vida mía. Yo era un ángel con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos vueltos hacia arriba como una inmaculada de Murillo, y él escondió la cabeza bajo mis largas enaguas y empezó a lamerme los tobillos como si fueran de menta. Lamía mis pies como si en ellos descansara el paraíso, y mis pantorrillas escrupulosamente depiladas, tersas como el firmamento en una noche de principios de verano, y lamía mis rodillas temblorosas como melocotones tiernos, las empapaba con su saliva cálida y suave, las acariciaba como a perrillos asustados con la piel interior de sus labios, las frotaba delicadamente con sus onduladas encías, las mordisqueaba como si fueran panecillos crujientes. Yo era un ángel lamido y relamido por el amor, por la boca jugosa de aquel hombre en cuyo rostro se había esmerado la belleza propia de los varones, la frente recta, la nariz fuerte y bien medida, un bigote trigueño de color y de frotar sedoso, boca generosa, pómulos marcados, mejillas lisas y firme mentón con el hoyuelo de los privilegiados. Yo era un ángel de muslos agobiados de besos, acuciado por palabras oscuras, atormentado por chupetones gozosos y sacrílegos, estremecidos por la respiración desesperada de un policía nacional obsesionado con beber las cristalinas aguas que brotan en el corazón de la inocencia y de la ternura. En las ingles de los ángeles.
Así llevamos mucho tiempo. Todas las tardes en las que libra, sube a mi casa y me pide lo mismo. Yo derramo el néctar de los ángeles en su cabello fuerte y abundante, y después le lavo la cabeza con un champú muy exclusivo de Margaret Astor. El néctar espeso y blanquísimo de su devoción lo derrama él, sin ninguna consideración, en la moqueta, así me la tiene de deteriorada, de impresentable. Esas manchas blancas, señor policía, son las hojas secas del amor. Lo que ocurre es que me da miedo meterme en gastos, pues cualquier día nos tenemos que mudar. En cuanto él se atreva a vivir conmigo y podamos pedir la custodia de Vanesa.
—Cuando tengamos a Vanesa —me dice, zalamero, para tranquilizarme— ya tendremos en casa un ángel de verdad.
Señor policía, ¿no le parece muy hermoso? Son las ventajas del amor. El vicio no conduce a nada. Que se lo digan a la pobre Vanesa, con esos padres enfangados en interminables siestas llenas de lujuria. Pregúntele a la niña, ya verá cómo prefiere mil veces a su tío. Eusebio la cuida. Eusebio la saca de paseo. Eusebio le hace fotos. Muchas fotos. En la habitación, en la ducha, en la piscina, sobre la yerba, en los toboganes… La criatura tiene ya un álbum entero, y en la primera página del álbum ella misma ha escrito: «Vanesa en el país de las maravillas».
[Voz de la Balcones: «Cochinos»]. Señor policía, para contadas bocas están hechas las delicias y sutilezas del amor, y, ¿sabe lo que le digo?: A la que le pique que se rasque, y, si no se le pasa, que se dé una vuelta por la consulta, que hay pomadas. [Voz de la Balcones: «Por Dios, señor policía, ni se le ocurra. Como la dermatóloga esta le mande polvos para una verruga, lo mínimo que le sale es el sarcoma de Kaposis»]. Culebra… Lástima que la cinta se termine.