Abe abrió la puerta de los mews. De pie, fuera, aguardaba Thomas Bannister. Abe le invitó a entrar con un simple gesto, y el abogado le siguió hasta la sala grande.
—Usted tenía una cita conmigo —dijo Bannister—. Le esperaba.
—Lo sé, me duele, créame. ¿Whisky?
—Sí, gracias. Puro.
Bannister se quitó la chaqueta mientras Abe servía el whisky.
—Mire, estoy harto de despedidas, en estos dos últimos días —dijo Abe—. Adioses sencillos, complicados, separaciones llenas de lágrimas. Como remate, fui a ver cómo mi hija salía para Israel.
—Lamento de veras no haber encontrado a su hija. Parece una muchacha encantadora. Me hubiera gustado conocerla mejor. Las noticias del Cercano Oriente son aflictivas de verdad.
Abe se encogió de hombros.
—Uno aprende a vivir así. Cuando estaba escribiendo El holocausto, Shawcross sufría un ataque de nervios cada vez que se producía una nueva crisis, y me espoleaba pidiendo el original. Yo le contestaba que no se preocupase, que fuese cuando fuere la conclusión de mi libro, los judíos seguirían en apuros.
—Debe ser terriblemente cansado.
—¿El escribir o el ser judío?
—Lo cierto es que quería decir el escribir. Como si uno se metiera dentro de las personas y fuese analizando su mente meses y meses.
—Es algo así. Bannister, yo he evitado las entrevistas con usted porque le creo capaz de meter miedo a cualquiera.
El abogado sonrió.
—Hombre, no pensaba ponerle a usted en el estrado de los testigos.
—¿Sabe en quién he estado pensando? —preguntó Abe.
—En Adam Kelno.
—¿Cómo lo sabía?
—Porque también yo estuve pensando en él.
—Mire, Highsmith tiene razón —dijo Abe—. Como no fuere por la gracia de Dios, todos terminábamos como él. Un hombre con las manos cogidas en un cepo… ¿Qué diablos hubiera hecho yo?
—Creo saberlo.
—No estoy tan absolutamente seguro. El mundo no tiene bastantes Daniel Dubrowski, Mark Tesslar, Parmentier, Viskova y Van Damm. Nosotros hablamos de valor y acabamos portándonos como ratones.
—Hay más de los que usted quiere creer en este momento.
—Me olvidé de uno —dijo Abe—. De Thomas Bannister. La noche que usted hizo la lista de las personas con quienes yo estaba en deuda no se mencionó a sí mismo. ¿No sería una mala jugada, privar al pueblo inglés de una persona como usted, para primer ministro?
—¡Vaya cosas! Uno tiene que hacer lo que considera justo.
—¿Por qué planteó Kelno este proceso? Sí, ya sé que él siente la necesidad de ser un pez grande en un estanque pequeño. Como se siente inferior, siempre ha procurado situarse en un puesto donde pudiera ser superior a los que le rodeasen. En Sarawak, en Jadwiga, en la clínica para obreros de Londres.
—¿Kelno? ¡Trágica figura! —dijo Bannister—. Es un paranoico, por supuesto. Como tal, es incapaz de introspección y no distingue lo bueno de lo malo.
—¿Qué le hizo así?
—Acaso sea fruto de alguna crueldad que le infligieron de niño. Polonia le puso el antisemitismo en las manos, y él halló un lugar donde desahogar su anomalía. ¿Sabe usted, Cady? Los cirujanos son gente extraña, y en algunos casos la cirugía satisface su sed de sangre. De modo que mientras sir Adam vivió en lugares civilizados, la cirugía colmó sus necesidades. Pero suelte a un hombre así en un lugar donde todo orden social se haya derrumbado, y tiene a un monstruo ante usted. Luego, cuando regresó de nuevo a la sociedad civilizada, volvió a ser un cirujano normal, sin el menor sentido de culpa por lo que había hecho.
—Después de lo que he oído en aquella sala del tribunal —dijo Abe—, después de saber lo que se puede lograr que una persona haga contra otra, y viendo cómo después del holocausto todo sigue marchando igual, pienso que estamos destruyendo nuestro mundo de tal forma que ya no seremos capaces de reconstruirlo, de salvarnos. Hemos infectado nuestro planeta, nos hemos destruido mutuamente, y destruimos las criaturas que viven en la tierra. Lo juro por Dios: creo que ya no estamos a tiempo, ni nos queda espacio; creo que ya no estamos en el caso de si sucederá, sino de cuándo será. Y por nuestra manera de comportarnos.
—Bah, Dios tiene paciencia de sobra —aseguró Thomas Bannister—. Mire usted, los mortales somos tan engreídos que nos hemos engañado a nosotros mismos, convenciéndonos de que en toda la eternidad y en el vasto universo somos los únicos seres que han pasado por la etapa humana. Yo he creído siempre que la experiencia se ha vivido ya otras veces, en esta misma Tierra.
—¿Aquí…? ¿Cómo…?
—Mire, en los planes de Dios, ¿qué son unos cuantos miles de millones de años? En los mil millones de años anteriores a nosotros quizá hayan venido y pasado una docena de civilizaciones humanas de las que no sabemos nada. Y cuando esta civilización que vivimos nosotros se haya destruido a sí misma, quizá vuelva a empezar todo de nuevo, dentro de unos centenares de millones de años más, cuando el planeta esté limpio de conflictos y desórdenes. Luego, finalmente, una de esas civilizaciones, digamos dentro de cinco mil millones de años, durará eternamente porque las personas se tratarán unas a otras como tienen el deber de tratarse.
El teléfono los interrumpió. La faz de Abe se puso tensa, al escuchar. Anotó una dirección y dijo que iría dentro de una hora. Luego cortó la comunicación, desconcertado.
—Era Terrence Campbell. Quiere verme.
—No debe sorprenderle. Mire, si hemos de mantenernos en este mundo otra temporada, el destino habrán de decidirlo ellos, los jóvenes como él y el hijo de Kelno y los hijos de usted. Bien, no le entretengo más. ¿Cuánto tiempo estará aquí todavía?
—Salgo para Israel dentro de unos días. Vuelvo allá donde empecé, como periodista.
Se estrecharon la mano.
—No puedo decir que haya sido mi cliente más apacible, pero la experiencia ha resultado interesante —dijo Bannister, y pareció hallarse en uno de los raros momentos de su vida en que no encontró adecuadas palabras—. Ya sabes lo que quiero decir.
—Sé lo que quieres decir, Tom.
—Buena suerte, Abe.
Cuando me dirigía a Cheapside, para ver a Terrence, pedí al taxista que parase ante los tribunales. Bueno, es natural. Quería decir adiós a la cosa más decente que hice en toda mi vida: sostener ese pleito.
No se aparta de mi mente la idea de Bannister, de que hubo otras civilizaciones antes de la nuestra, y que habrá otras después. Cuando esta desaparezca, lo sentiré mucho por Londres.
Más abajo de la misma calle de los tribunales está la iglesia de St. Clement’s Dane. Es la iglesia de la RAF; la conocí bien durante la guerra. Lo cierto es que escribí varios artículos sobre ese templo.
St. Clement’s Dane es como un ejemplo exacto de lo que decía Thomas Bannister. La construyeron los daneses en el año 871, aproximadamente, cuando el rey Alfredo los expulsó más allá de la muralla de la ciudad, y luego fue destruida. La reconstruyó Guillermo el Conquistador. Derruida y vuelta a levantar durante la Edad Media, fue destruida por el incendio de 1666, y luego la reconstruyeron. En 1680 volvió a quedar en ruinas, y Christopher Wren la alzó de nuevo, continuando en pie hasta que los bombarderos alemanes la arrasaron, en la Segunda Guerra Mundial. Por fin, ha sido reconstruida otra vez.
¿Cómo demonios era aquella canción de cuna que Samantha solía cantar a los niños?
Naranjas y limones llevas, dicen las campanas de St. Clement’s.
Me debes cinco monedas, repican las campanas de St. Martin.
¿Cuándo podrás pagarme?, preguntan las campanas de Old Bailey.
Cuando tenga, cuando tenga, dicen las campanas de Shoredich.
¿Y cuándo vas a tener?, insisten las campanas de Stepney.
¿Cómo puedo yo saberlo?, responden las grandes campanas de Bow.
Aquí viene un guardia a meterte en la cama, aquí viene un carnicero a cortarte la cabeza.
Tel Aviv, 6 de junio de 1967 (AP). El Ministerio Israelí de Defensa anunció que sus fuerzas habían tenido muy pocas bajas en el ataque que destruyó a la aviación árabe. El más destacado entre los pilotos que murieron fue el sargento (capitán) Ben Cady, hijo del conocido escritor.
FIN