Ángela irrumpió en la oficina donde Adam estaba sentado, inmóvil.
—Es Terry —dijo—; ha regresado y está haciendo la maleta.
—No me llevo mucho —dijo—; sólo lo necesario para salir del paso.
—¿Te vuelves con Mary?
—Mary y yo nos marchamos.
—¿A dónde?
—No lo sé, en realidad. Me marcho de Londres…, de Inglaterra. Ángela sabrá dónde me encuentre.
Adam se plantó en la puerta.
—¡Quiero saber a dónde vas!
—¡Me voy con los leprosos! —gritó el joven—. Si he de ser médico, ¡déjeme que sea como el doctor Tesslar!
—Tú te quedas aquí, ¿me oyes…?
—Usted me mintió, doctor.
—¡Mentir! Todo esto lo hice por ti y por Stephan.
—Gracias por haberlo hecho. Pero apártese.
—No.
—¿Qué me va a hacer? ¿Lo mismo que a los judíos?
—Tú… eres como todos los demás. También quieres acabar conmigo. Te han comprado para que me abandones. ¡Es la misma confabulación!
—Usted es un paranoico sanguinario que anda dando palos por la vida y cortando órganos de judíos para saldar las cuentas con su propio padre. ¿No es cierto, sir Adam?
Adam le dio un bofetón en la boca.
—¡Judío! —gritó, y le abofeteó repetidamente—. ¡Judío! ¡Judío! ¡Judío! ¡Judío!