CAPÍTULO XXXIX

—Miembros del jurado —dijo Anthony Gilray—, hemos llegado al final de un mes de declaraciones en un juicio por libelo que ha terminado por ser el más largo de toda la historia legal británica. Las pruebas aducidas aquí no se oyeron nunca en un tribunal inglés, y muchas de ellas están saturadas de conflictos. Las generaciones futuras describirán los hechos del campo de concentración de Jadwiga como el mayor crimen perpetrado en todos los siglos. Pero nosotros no estamos aquí para actuar como tribunal de crímenes de guerra. Estamos aquí juzgando una causa civil, de acuerdo con la ley civil de Inglaterra.

La recapitulación del caso fue una empresa ardua, que Anthony Gilray llevó a cabo con brillo singular, reduciéndolo todo a la ley civil y señalando qué datos y pruebas tenían relación con la materia en conflicto, y cuáles había que dejar a un lado. Al cabo de día y medio, trasladó el peso de la decisión al jurado.

Thomas Bannister se levantó por última vez.

—Señoría, son dos las cuestiones que hay que resolver. ¿Querría explicarlas antes de que el jurado se retire?

—Sí. En primer lugar, ustedes determinarán si se pronuncian en favor del demandante o de los demandados. En segundo lugar, si se pronuncian por el doctor Kelno y convienen en que ha sido calumniado, deben determinar qué daños y perjuicios le conceden.

—Gracias, Señoría.

—Miembros del jurado —concluyó Gilray—, yo no puedo hacer más. Ahora la tarea pesa sobre ustedes. Tómense todo el tiempo que quieran. Mi personal hará cuanto pueda para que no les falte nada de lo que pudieran desear, en materia de comida y bebidas ligeras. Ah, una última aclaración. El Gobierno de Polonia, a través de su embajador, ha reclamado el Registro Médico como documento de gran significado histórico, y desea que le sea devuelto para exponerlo debidamente en uno de sus museos nacionales. El Gobierno de Su Majestad concedió dicha devolución, y el embajador polaco nos ha dado permiso para tener el libro registro en el cuarto del jurado, durante las deliberaciones. Les ruego que lo traten con el mayor cuidado. Procuren que no caigan encima cenizas de cigarrillos, o manchas de café o de té. No nos gustaría que futuras generaciones de polacos pensaran que un jurado inglés tomó aquel documento a la ligera. Pueden retirarse ya.

Era mediodía. Aquellos ingleses anónimos, corrientes, abandonaron la sala del tribunal. La puerta del cuarto del jurado se cerró tras ellos.

Adam Kelno y Abraham Cady habían llegado al final de su batalla.

A la una y media, Sheila Lamb entró corriendo en el cuarto de consultas y dijo que el jurado regresaba. El pasillo estaba atestado de periodistas que debían someterse a las rigurosas normas de no hacer entrevistas ni tomar fotografías dentro del tribunal. Uno de ellos no pudo contenerse, sin embargo.

—Míster Cady, ¿cree usted que el poco tiempo que el jurado estuvo reunido indica que ganarán ustedes? —preguntó.

—Esta causa no la ganará nadie —respondió Abe—; todos perdemos.

Él y Shawcross se abrieron paso y, una vez en la sala, se encontraron de pie, al lado de Adam Kelno.

El juez Gilray hizo una seña al ayudante, que se acercó al sector del jurado.

—¿Se han puesto de acuerdo sobre el veredicto?

—Sí —respondió el portavoz de los otros.

—¿Es unánime el veredicto?

—Lo es.

—¿Se pronuncian en favor del demandante, sir Adam Kelno, o de los demandados, Abraham Cady y David Shawcross?

—Nos pronunciamos en favor del demandante, sir Adam Kelno.

—¿Y se han puesto de acuerdo sobre la suma a pagar por daños y perjuicios?

—En efecto.

—¿Cuál es esa suma?

—Concedemos a sir Adam Kelno una moneda de medio penique.